Aquella noche, a las nueve y media el aya y la señorita Ana estaban ya acostadas, y los niños dispuestos a marcharse, discutían si llevar o no a «Ciclón».
—¿Ladrará si no le llevamos? —susurró Diana.
—Sí —le contestó Chatín también en voz baja—. Será mejor que se venga con nosotros. Le llevaré en brazos para que no haga ruido al bajar la escalera.
Así, pues, «Ciclón» fue bajado en brazos y se portó muy bien, a pesar de su extrañeza. «Tirabuzón» dormía sobre un almohadón en el dormitorio de la señorita Ana, que por fortuna estaba al otro lado de la casa, por eso no oyó nada.
Todos exhalaron un suspiro de alivio cuando viéronse a salvo en la carretera y emprendieron la marcha bajo la luz de la luna. No tardaron en llegar al Antiguo Ayuntamiento y Nabé les abrió la puerta principal, que luego cerró silenciosamente.
—¿Has vuelto a oír ruidos? —le preguntó Chatín, pero Nabé negó con la cabeza.
—No. Esta noche no. Ni el menor ruido. Vamos, no perdamos tiempo.
Y se dirigieron a la habitación donde Nabé había dormido la noche antes y donde se encontraba la entrada del pasadizo secreto. Todos llevaban linternas y con ellas iluminaron el gran tapiz que colgaba de la pared.
—¿Ves que la figura tiene el yelmo alzado sobre la frente? —dijo Roger en voz baja—. Bien, pues mira… apretando aquí… ya verás lo que ocurre.
El cuadro se corrió silenciosamente hacia un lado, dejando al descubierto el panel pequeño. Roger lo presionó y éste dejó un hueco al descubierto en el que introdujo la mano para accionar el resorte que descorrió el panel mayor algo más alejada, con un chirrido muy curioso.
Nabé se sobresaltó.
—Éste es el resorte que abre el otro panel para que podamos correrlo —susurró Diana y se acercaron a él. Roger lo empujó con fuerza y ante la sorpresa de Nabé, éste se fue corriendo hacia un lado introduciéndose limpiamente debajo del panel antiguo, en tanto dejaba al descubierto la abertura profunda que venía a ser la entrada del pasadizo secreto.
«Ciclón» lanzó un ligero aullido, pues no comprendía todas aquellas extrañas maniobras a la luz de las linternas eléctricas.
—Cállate —le dijo Chatín tapándole la cabeza—. No hagas el menor ruido, «Ciclón».
Roger introdujo su linterna en el agujero para tratar de ver el pasadizo, pero sin distinguir otra cosa que un camino estrecho y oscuro.
—¿Entramos ahora a explorarlo? —susurró Roger—. ¡Todo está silencioso…, no se oye el menor ruido!
—Bien… tú primero, Roger, luego puede ir Diana, después Chatín y yo os seguiré con «Ciclón» —dijo Nabé—. Es tan estrecho que tendremos que ir en fila india.
Roger se metió por el hueco levantando la pierna por encima del marco del panel y quedó de pie en medio del pasillo, que olía a polvo y humedad. Avanzó un poco y los otros le fueron siguiendo al interior del pasadizo y Chatín tomó en brazos a su perro.
¡Qué asombrado estaba «Ciclón» con los sucesos de aquella extraña noche!
—¿Dónde está «Miranda»? —susurró Chatín.
—No podía venir con nosotros —le contestó Nabé—. Se hubiera asustado. Estará bien en esa habitación hasta nuestra vuelta.
El pasadizo era muy estrecho y oscuro y corría paralelo a la habitación por espacio de unos dos metros y luego torcía bruscamente hacia la izquierda y desde allí iba descendiendo por medio de unos escalones muy superficiales. Fueron bajando, bajando, bajando…
Roger iba a la cabeza llevando su linterna de manera que iluminara lo que había ante él. Una vez se detuvo y todos tropezaron con él.
—¿Qué ocurre, Roger? —le preguntó Diana con mucha ansiedad.
—Mirad —replicó su hermano iluminando con su linterna dos puertecitas de madera que cubrían un agujero en la pared del pasadizo—. ¡Un armario! ¡Tal vez sea el mismo en cuyo interior el abuelo encontró los libros y la arqueta tallada!
Las abrió, esperando encontrar el armario vacío, pero no lo estaba, y su contenido era bastante sorprendente. No se trataba de nada antiguo, sino de algo muy nuevo y moderno. Había pilas eléctricas, velas, una lata con aceite de parafina, una linterna y cerca de una docena de cajas de cerillas.
—¡Qué extraño guardar esas cosa ahí dentro! —exclamó Diana contemplándolas—. Supongo que las dejarían aquí cuando tapiaron el pasadizo… debieron tal vez utilizarlas antes de que el techo se hundiera cegándolo.
—Eso fue hace mucho tiempo —repuso su hermano Roger, cerrando el armario con aire pensativo antes de reemprender la marcha. El pasadizo se había ensanchado considerablemente después de torcer a la izquierda. Roger tuvo que reconocer que ahora era más bien un túnel subterráneo. Posiblemente habían dejado la casa atrás y ya no estaban debajo de ella. La guardiana les dijo que pasaba por los sótanos, que sin duda estaban debajo del edificio a todo lo largo.
De pronto volvió a detenerse con el consiguiente tropiezo general, y lanzó una exclamación. El perro aulló varias veces.
—Podías avisar cada vez que te detienes de improviso —gruñó Chatín entre dientes—. ¿Qué ocurre ahora? Sigamos, sigamos.
Roger iluminaba con su linterna una pared de ladrillos que se alzaba ante él y que cubría todo el hueco del túnel desde el suelo al techo.
—Aquí está la pared de que nos habló esa mujer —dijo—. ¡Entonces el pasadizo esto tapiado! ¡Mirad! ¡No podemos seguir adelante!
Aquello era descorazonador. Ninguno de ellos había creído realmente que aquella mujer les dijera la verdad, pero era cierto. ¡Allí estaba la pared! Si el pasadizo secreto continuaba debía ser al otro lado de ella, y les dijo que allí se había hundido el techo.
—¡Qué chasco! —exclamó Chatín.
—¿Y qué me decís de los ruidos que oyó Nabé? No hemos encontrado nada que los produjera —susurró Roger extrañado.
—Es curioso —repuso Nabé—. ¿Entonces de dónde debían venir?
—Regresemos —dijo la niña—. No me gusta el olor que hay aquí.
Y se dispusieron a emprender el regreso dando la vuelta, de manera que esta vez fue Nabé en cabeza. Pasaron por delante del armario, pero no volvieron a abrirlo. Luego llegaron al recodo del pasadizo y unos instantes después penetraban de nuevo en la habitación de donde habían partido.
Roger volvió a correr el panel hasta que quedó en su sitio, mientras se oía un chirrido. Era el resorte que impediría que nadie volviera a abrirlo a menos que presionaran el pomo escondido tras el tapiz. Después cerró el panel pequeño, preguntándose cómo volver el cuadro a su posición normal, y como no pudo averiguarlo tuvo que dejarlo fuera de sitio.
—Tal vez la guardiana piense que fue ella quien lo dejó así, si lo nota mañana —dijo Diana—. Vaya… qué desilusión. No sé exactamente qué es lo que esperaba encontrar, pero esperaba algo. ¡Ni siquiera hemos oído ninguno de los ruidos que oyera Nabé!
—¡Chiss! —siseó Nabé de pronto—. Creo que he vuelto a oírlos. ¡Callaos todos!
Quedaron inmóviles escuchando atentamente. Sí, se oía ruido… unos sonidos rápidos y regulares, muy lejanos y profundos. Parecían venir del pasadizo secreto, ahogados por la distancia.
—Ahí tenéis —les dijo Nabé—. Empezaba a creer que lo había soñado…, pero no fue así.
Y entonces, repentinamente, se oyó otro ruido… distinto por completo… como si… ¡como si una de las campanas de la torre se hubiera movido y el badajo la hubiera golpeado!
—Ha sido una campana —susurró Diana—. Y ha sonado en la torre. ¡Oh, no me digáis que las campanas van a tocar solas!
Y esto es lo que ocurrió. ¡Las campanas empezaron a voltear en la torre! Diana se agarró a Roger con tal fuerza que le clavó las uñas en el brazo. «Ciclón» gruñía sordamente muy alarmado.
Las campanas dejaron de tocar repentinamente, y el eco se fue extinguiendo, mientras Diana sentábase temblando en el diván. Chatín estaba como petrificado y no podía moverse, y Nabé y Roger cuchicheaban entre sí.
—¿Quién las tocará? Aquí no hay nadie más que nosotros.
—Y tampoco hay cuerda de la que tirar. ¿Por qué han tocado así, de pronto?
—Antiguamente dicen que lo hacían cuando se aproximaban enemigos. ¡No es posible que las campanas nos consideren enemigos! ¡Es imposible que toquen de tal manera por nosotros!
—Las campanas no pueden tocar solas —dijo Roger tratando de convencerse a sí mismo. ¡Pero habían sonado sin que nadie las tocara! Los niños las acababan de oír; era indudable.
Un ligero rumor les dio un susto tremendo.
—¡Oh…, pobrecita «Miranda»! —dijo Diana cogiéndola en sus brazos—. ¿También te han asustado las campanas?
—¿No os parece que debiéramos atrevernos e ir a la torre cuadrada, para ver si alguien ha atado cuerdas para tocarlas? —preguntó Roger al cabo de un rato.
Se habían sentado todos en el diván y trataban de sobreponerse a su miedo.
—Yo no voy —replicó Chatín en el acto—. ¡Podrían volver a sonar y el susto sería doble!
—Yo iré a ver —dijo Nabé echando a andar, y Roger le siguió aunque de mala gana.
No tardaron en regresar.
—No hay cuerda que valga —les dijo Nabé—. Y las campanas están completamente quietas. No se ve nada de particular. Bueno… no sé quiénes serán los enemigos…, no he visto ni oído a ninguno. ¡Esta vez las campanas se han equivocado!
—Escuchad —dijo la niña—. Oigo algo. Sí… en el vestíbulo.
Escucharon con suma atención y oyeron el ruido de una llave al ser introducida en la cerradura de la puerta principal… luego al ser abierta… voces… pasos… Y la puerta volvió a cerrarse en silencio.
—¡Las campanas tenían razón! —susurró Chatín.