¡Desde luego que Nabé tenía una habitación muy bonita para él solo! Y además estuvo muy contento de encontrarse allí al oír el estampido de los truenos y el repiqueteo de la lluvia. La guardiana se había marchado cerrando la puerta principal con gran estrépito, y ahora se encontraba completamente solo con «Miranda».
Nabé aguardó hasta oír el portazo de entrada, y luego se puso en pie. ¡Aún no quería acostarse! Y se preguntó si habría por allí algún libro que leer.
Había estado acurrucado junto a un arcén en espera de que se marchara la guardiana, dispuesto a abrirlo y esconderse dentro en cuanto la oyera acercarse, pero no se acercó. Al parecer creyó que todos los niños se habían marchado y que el edificio estaba vacío.
—Y ahora soy dueño y señor del Antiguo Ayuntamiento —exclamó Nabé en voz alta mientras paseaba por lo gran mansión. Fue hasta la cocina, maravillándose ante los enormes fogones que allí había. ¡Qué comidas debían haber preparado allí en otros tiempos! Dirigióse hacia el gran grifo de la fregadera y lo abrió sin esperar que saliera agua.
Pero inmediatamente un gran chorro de agua fría salpicó la fregadera. Nabé encontró un jarro antiguo en un estante y se dispuso a llenarlo. Estuvo bebiendo mucho, ya que la noche era calurosa y tenía mucha sed. Luego secó el jarro y lo dejó en su sitio. Suponía que aquella agua era para que la utilizase la guardiana. ¡Qué suerte para él!
Encontró algunos libros en una habitación que semejaba una biblioteca. ¡La verdad es que allí había unos dos mil volúmenes! Las paredes estaban cubiertas de estanterías desde el suelo al techo, con la mayoría de libros encuadernados en piel. Sus colores estaban ya desvaídos, dando la impresión de no haber sido leídos jamás.
Nabé sacó un par que estaban impresos en caracteres antiguos que le resultaron muy difíciles de entender. Volvió a colocarlos en su sitio, observando que tenían mucho polvo. ¡La guardiana debería limpiar un poco mejor! ¡Cuánta suciedad!
Se aburría solo y se alegró de sentir sueño. Comióse todas las galletas y el chocolate que Diana le diera, y luego tomó otro trago de agua. También dio de beber a «Miranda», así como las pasas de costumbre.
—Y esta vez no me tires las pipas por el cuello, ni tampoco las escupas por cualquier parte —le dijo—. Ponías en tu mano y luego me las das.
Y por esta vez «Miranda» se portó como una personita educada, recogiendo cada semilla en su manita morena y entregándosela a Nabé con toda solemnidad, que con el mismo aire las iba depositando en un cenicero que había encima de una de las mesas.
Cuando era ya casi de noche, cogió el tapete de la mesa, llevándolo hasta el gran diván y se acostó, después de colocar los almohadones a modo de cabecera. El tapete era pesado y caluroso… demasiado, ya que al cabo de un rato tuvo que apartarlo.
«Miranda» se acurrucó en el interior de su chaqueta, introduciendo sus manilas en su camisa, cosa que a él le gustaba y le sopló suavemente encima de la cabeza.
—Buenas noches, «Miranda». ¡Que duermas bien y no nos despertemos hasta mañana!
Pero se equivocaba.
«Miranda» fue la primera en despertarse y permaneció inmóvil acurrucada junto a Nabé aguzando el oído. ¿Qué era lo que la había despertado? Permaneció a la escucha y luego volvió a acomodarse, pero antes de quedarse dormida una vez más, sus orejas se irguieron. Esta vez salió de la chaqueta de Nabé y sentándose sobre la cabecera del diván empezó a parlotear muy quedamente.
De esta manera despertó a Nabé que se incorporó buscando a «Miranda». ¿Adónde habría ido? Al oír sus cuchicheos tan cerca, alargó la mano para cogerlo y ella se refugió en seguida en sus brazos.
—¿Qué es lo que te ha despertado, «Miranda»? —susurró Nabé—. Algo te inquieta. ¿Qué es? Es medianoche. ¿Oíste algún ratón?
La brisa de la noche llevó hasta ellos el tañido del reloj de la iglesia dando las horas a lo lejos. Dong… dong… dong.
Las tres —dijo el niño—. Aún queda mucho tiempo hasta mañana. A dormir.
Y entonces también él oyó un ruido, aunque al principio creyó que eran imaginaciones suyas. Luego volvió a repetirse. ¿Dónde sonaba? En aquella habitación no… Era un ruido muy curioso y se dejaba oír a intervalos. ¿Qué podría ser aquello?
Nabé decidió que no podía venir de aquella habitación, y buscando en su bolsillo la linterna que le prestara Roger, la encendió. El haz de luz iluminó la habitación que estaba vacía. Allí no había nadie.
El ruido se volvió a oír, y Nabé al escucharla comprobó que llegaba hasta allí ahogado y por consiguiente debía sonar a cierta distancia, pero desde luego en el interior del edificio. Se levantó para ir a investigar.
El ruido no podía oírse fuera de la reducido habitación donde dormía. No tardó en convencerse, y la fue recorriendo cuidadosamente deteniéndose a escuchar de cuando en cuando.
Llegó a un punto donde el ruido se oía con más fuerza, y dirigió la luz de la linterna para iluminarlo. Era en el panel que Roger le indicara como el que abría el pasadizo secreto, y acercó el oído.
Entonces pudo oír el ruido mucho mejor, al sonar éste. Era un sonido extraño, a intervalos bastante regulares, pero demasiado lejano para poder precisar si era producido por una máquina, un ser humano, un animal, o por el agua…; en realidad Nabé no supo definirlo. Sonaba espasmódicamente, pero era siempre igual… una serie de golpes rápidos espaciados más o menos regularmente. Nabé supuso que provenían del pasadizo secreto, y que se alteraban bastante antes de llegar hasta él… a causa de la distancia, y de la profundidad del pasadizo.
No sabía cómo abrirlo, de manera que no pudo averiguar nada. Volvió a tenderse sobre el diván con «Miranda».
—Será mejor que durmamos —dijo a la monita—. No es probable que descubramos nada, por más que nos pasemos horas y horas escuchando esos ruidos. Pero… creo que debemos examinar ese pasadizo, «Miranda». ¿Qué crees tú que habrá ahí?
«Miranda» no tenía la más remota idea y volvió a acurrucarse junto a él para dormir. Nabé también se durmió y, si siguieron sonando o no aquellos ruidos, no lo sabía ni le importaba.
Nabé despertóse a buena hora por la mañana, levantándose con sumas precauciones por si acaso la guardiana había llegado temprano, pero el edificio estaba silencioso. Ni siquiera se oía el ruido misterioso que oyera en plena noche.
Preguntóse si lo habría soñado. No, no era posible, lo recordaba demasiado bien.
Fue hasta la cocina para refrescarse la cara debajo del grifo y beber un poco de agua.
«Miranda» simuló acercar sus manilas al grifo, pero no se las mojó. ¡No le gustaba el agua!
—Eres una comedianta —le dijo Nabé secándose en su gran pañuelo rojo—. No, no voy a secarte las manos cuando ni siquiera te las has mojado. Cuando te las laves como es debido entonces te las secaré.
Volvió a la habitación donde había dormido para asearla, y puso el tapete de nuevo sobre la mesa preguntándose si la guardiana se extrañaría al verlo tan arrugado. Aunque no creía que se fijara mucho a juzgar por la cantidad de polvo que dejaba por todas partes.
Fue al vestíbulo a esperar que llegara, pues no quería salir por la puerta de atrás para no despertar sus sospechas cuando la encontrase abierta.
Se escondió detrás de un arcén y esperó. Ahora no tardaría en llegar. Efectivamente, al cabo de un rato oyó sus pasos que se acercaban por el patio exterior y el ruido de la llave al ser introducida en la cerradura.
Tan pronto como ella hubo penetrado en una de las habitaciones, Nabé salió apresuradamente con «Miranda». Nadie le vio, y una vez hubo llegado ante la casa de la señorita Ana, se detuvo esperando.
Chatín corrió hacia él.
—¡Nabé! Te estaba esperando. Estamos terminando el desayuno y voy a sacarte una bandeja con el tuyo. Me ha dicho la señorita Ana que puedes sentarse en el jardín si prometes que «Miranda» no se aparta de tu hombro.
Cuando los otros salieron después de desayunar, Nabé les contó su curiosa experiencia de la noche anterior.
—No puedo adivinar qué sería —les dijo—. Era un ruido especial. No sé cómo definirlo, y no obstante, me parece haberlo oído muchas veces. Claro que la profundidad del pasadizo debe hacer que suene diferente a la realidad.
Sus amigos le escucharon asombrados y excitadísimos.
—¿De verdad sonaba detrás del panel, Nabé? —le preguntó Roger—. ¿Entonces qué habrá ahí abajo? Esa mujer dice que está tapiado, de manera que lo que sea ha de estar cerca.
—Pues sonaba bastante lejano —replicó Nabé—. ¿Estáis dispuestos a explorarlo?
Lo estaban… aunque Diana parecía un poco nerviosa. Chatín se sentía muy valiente bajo la brillante luz del sol discutiendo ruidos y sucesos misteriosos y nocturnales… ¡pero no pudo por menos de preguntarse si lo sería tanto a medianoche!
—Esa mujer no nos dejará bajar de día, eso es seguro —contestó Roger—. Lo que significa que tendremos que explorarlo después de que se haya marchado a su casa, pero no podremos hacerlo antes de cenar, ya que la señorita Pimienta querría saber a dónde íbamos. Lo mejor será que vayamos después, cuando nos supongan acostados.
Lo estuvieron discutiendo con toda solemnidad, decidiendo que lo mejor era ir después de cenar. La señorita Ana y el aya se acostaban temprano, o eso de las nueve, y los niños podrían volver a vestirse y salir con toda facilidad, sin que nadie se enterase.
—Bien —exclamó Nabé terminando su desayuno—. Entonces quedamos de acuerdo. Iremos esta noche a las nueve y media, y realizaremos todas esas operaciones…, mover el tapiz que descubre el panel que acciona el resorte que liberta el panel que abre el pasadizo que desciende y conduce a…
—¿A dónde? —exclamaron los otros ansiosamente, mas Nabé meneó la cabeza.
—No sé más —les dijo—. Espero que esta noche conozcamos el resto de la historia. Ahora si vosotros tenéis que hacer algunas cosas para la señorita Ana, yo me llevaré a los dos perros a dar un paseo. ¡Me van a arrancar la chaqueta! Está bien, está bien, «Ciclón» y «Tirabuzón». ¡Os llevaré de paseo para ver si adelgazáis un poco!
Y se alejó con los dos perros silbando con su habilidad acostumbrada, y los otros fueron a ayudar en los trabajos de la casa.
«¡Esta noche… a las nueve y media!», pensó Diana estremeciéndose ligeramente. «¡Qué emocionante…, pero estoy un poco asustada!».