Lo señorita Pimienta salió de la casa interrumpiendo aquella interesante conversación, que sostenían los muchachos.
—Nabé, ¿has tenido bastante? —le preguntó—. ¿Seguro? Bien, escucha. Mi prima Ana tiene verdadero pánico a los monos… tanto, que es capaz de desmayarse si «Miranda» se le acerca. Es una lástima, pero es así. De manera que he pensado que como hace tan buen tiempo, podríais ir a pasar todo el día en el campo y llevaros la comida.
—¡Estupendo! —exclamaron Chatín y Roger a una y a Diana se le iluminó el rostro. Nabé se puso en pie cortésmente y sonrió.
—Nada podría agradarme más —dijo—. Y comprendo perfectamente a su prima, señorita Pimienta. De ahora en adelante no pasaré de la verja.
—Me alegro de que sepas hacerte cargo, Nabé —dijo el aya—. La señorita Ana lo siente muchísimo… y os está preparando una espléndida comida y merienda para que os la llevéis y perdonéis su aversión hacia los monos.
—¡Qué bien! —exclamó Diana muy contenta—. ¿A dónde iremos? ¡Ya sé! Podemos ir al Bosque de las Campanas e ir caminando por el estrecho sendero que vimos ayer hasta la cima de la colina. Será estupendo.
—Guau —ladró «Ciclón» aprobadoramente al oír la palabra «caminando» que consideraba una de las más sensatas del lenguaje de los humanos. «Hueso» era otra y «comida» la tercera. Cualquier conversación en que intervinieran estas tres palabras y además «galleta» y «chocolate», así como «ratas» y «conejos», la entendía y le interesaba muchísimo.
—De paso podemos visitar la antigua casita de la vieja Caperucita Roja en el Bosque de las Campanas —sugirió Chatín, cosa que asombró a Nabé.
—¿Quién dices? Nunca oí hablar de una Caperucita Roja vieja —dijo—. Todas las que he visto en las pantomimas eran jóvenes.
—Bueno, pues ya verás la nuestra —sonrió Chatín—. ¡Y ya te fijarás en sus ojos verdes! Creemos que es la nieta de una bruja.
—No seas tonto, Chatín —replicó Roger—. Diana, ¿por qué no vas a ver si la señorita Ana quiere que le ayudes a preparar los bocadillos? ¡Me parece que habrá mucho que envolver!
Diana se marchó, y la señorita Ana se alegró de verla, dejándola que cortara rodajas de lengua y las fuera colocando en el interior de los panecillos. ¡Vaya montón de estupendos bocadillos!
—¿Habré preparado bastantes? —preguntó la señorita Ana preocupada—. Mi prima dice que coméis el doble cuando vais de excursión, y me ha asustado un poco. No quiero que paséis hambre.
—No tema —repuso la niña contemplando la mesa cubierta de bocadillos, salchichas, huevos duros, pan con mantequilla para acompañarlos, tomates, lechugas, gruesas tajadas de pastel de frutas, un paquete de galletas, barras de chocolate…—. ¡Cielo santo… qué festín!
Impulsivamente la niña abrazó a la señorita Ana.
—Es usted muy buena —le dijo—. Tanto como la señorita Pimienta. Muchísimas gracias.
La señorita Ana se puso roja de placer y añadió una buena porción más de mantequilla a la rebanada de pan que estaba preparando. Le gustaban aquellos niños, a pesar de ser tan ruidosos y traviesos en algunas ocasiones, pero eran educados y tenían buenos modales, y estaban siempre dispuestos a ayudar. No podía por menos que quererles, a pesar de aquel mono; y el recuerdo de «Miranda» le hizo estremecer.
—¿Verdad que procurarás que ese mono no se acerque a mí, Diana? —le dijo temerosa—. ¡Sólo de pensarlo me tiemblan las piernas!
Diana miró interesada las piernas de la señorita Ana, pero no vio nada de particular… ni siquiera le fallaban como las de Chatín. Luego terminó de llenar el último panecillo con un trozo de lengua.
Habían tantas cosas, que la señorita Ana tuvo que buscar tres mochilas para que las llevaran los niños. Chatín no comprendía por qué Diana no podía llevar la suya, y así se lo dijo.
—Yo llevaré mi parte, Chatín —respondió la niña—. Pero por lo menos deja que la señorita Ana siga creyendo que eres un perfecto caballero, aunque en realidad no sé cómo nadie puede pensar que tú…
Tuvo que callarse, porque Chatín había cogido un almohadón para taparle la boca, y se echó a reír. ¡De todas maneras quién iba a enfadarse aquel día en que habían vuelto a reunirse con Nabé y «Miranda» y teniendo ante sí todo un día de felicidad!
—Espero que no se sienta muy sola, señorita Pimienta —le dijo Chatín amablemente cuando echaron a andar por el jardín.
—¡Oh, será una soledad muy agradable! —le contestó ella—. No te preocupes por nosotros. Lo pasaremos muy bien solitas.
«Miranda» iba sobre el hombro de Nabé como de costumbre, y los dos perros, meneando el rabo furiosamente, correteaban de un lado a otro interponiéndose en el camino de todos. ¡Adivinaban por las mochilas que llevaban los niños que el paseo sería largo!
Desde luego fue un día maravilloso. Los cuatro niños y los animalitos subieron por el Bosque de las Campanas y al llegar al caminito que llevaba a la casita, estuvieron dudando si ir a visitarla entonces, o a su regreso.
—Cuando volvamos —decidió Roger—. Entonces es posible que la vieja Caperucita Roja nos dé un vaso de leche o algo por el estilo. Seguramente tendremos sed.
—De acuerdo —repuso Diana—. Adelante…, por el camino ancho. «Ciclón», eso no es una madriguera, sino el hueco que ha quedado después de arrancar un árbol.
Caminaron por el bosque que estaba sombrío y húmedo aun en aquel caluroso día de mayo. Las campanillas azules mecíanse por doquier formando grupos semejantes a amatistas entre los árboles. Los niños aspiraban el suave aroma, con tanto deleite como los perros el rastro de los conejos.
—¡Mirad cuánta madreselva, la hay a montones! —exclamó Diana.
Nabé acercóse a la muchacha para contemplar las hermosas flores blancas que temblaban a impulsos del viento. No conocía muchos nombres de flores y le gustaba aprenderlos. ¡Diana sabía tantos! Y le agradaba enseñárselos a Nabé, que era un discípulo dispuesto y con una memoria excelente.
Comieron en la cima de la colina que dominaba el valle. A lo lejos pudieron ver el reluciente canal Bristol, que bajo el sol tenía un brillo plateado, aunque por la tarde se volvería azul.
—Es una comida estupenda —dijo Nabé mordiendo un huevo duro—. ¿Dónde está la sal? ¿Quién se acuerda?
—Yo —repuso Diana entregándole el cucuruchito de papel donde estaba la sal—. Ten cuidado… y no dejes que el viento la desparrame.
Los niños devoraron casi todas las provisiones, dejando muy poca cosa para la merienda.
—Debiéramos dejar de comer —dijo Diana examinando lo que quedaba—. Seguramente tendremos apetito a la hora de merendar y nos lo hemos comido casi todo.
—Tal vez la vieja Caperucita Roja nos dé de merendar —sugirió Chatín.
—¿Por qué iba a darnos de merendar? —dijo la niña—. Yo creo que se asustaría de vernos a los cuatro y con el apetito tan terrible que tenemos. Todo el mundo lo dice.
—Chatín lo ha dicho para poder terminarlo ahora —dijo Roger, haciendo cosquillas a su primo en pleno estómago.
—¡No hagas eso! —exclamó Chatín alarmado—. He comido demasiado para que me gastes esas bromas.
Aquéllas eran las bromas amistosas que a Nabé le gustaban, y que no oyera hasta entonces. La mayoría de sus compañeros de circo eran muy bruscos y descarados, y las personas mayores que tratara no estuvieron nunca dispuestas a bromear. Nabé escuchaba todo con suma atención, disfrutando lo indecible. ¡Qué agradable tener una familia y conocerse tan bien! Y se consideró muy dichoso por contar con aquellos amigos.
Los perros tuvieron su parte en al comida, y «Miranda» se comió un plátano con toda delicadeza, pelándolo sólita. Luego arrojó la piel sobre la hierba.
—¡Vamos, «Miranda», hay que ser educada! —le dijo Nabé en tono severo—. Coge eso en seguida. No hemos de dejar nada en el suelo.
«Miranda» fue a recoger la piel de plátano y luego subió de nuevo al hombro de Nabé deslizándose por el cuello de la camisa y chillando regocijada al oír su grito de protesta. Luego el niño metió en la bolsa de los residuos que guardarían en una de las mochilas, para volverla a casa donde se quemarían.
¡Fue un día largo de asueto, y al dar las tres de la tarde estaban tostados por el sol… todos, menos Nabé, que ya lo estaba tanto que le era imposible tostarse más!
—Es hora de que regresemos —dijo Roger—. ¿Dónde están los perros? Menos mal que las madrigueras no son más grandes, o cualquiera sabe por dónde andarían dentro de esos laberintos subterráneos.
—Nunca aprenden que no pueden entrar por ellos —dijo Diana—. Si yo fuera un conejo, me sentaría en el interior del agujero desde donde pudiera ver el negro rostro de «Ciclón», para reírme en sus propias barbas.
—Eso es probablemente lo que hacen los conejos —replicó Chatín—. Muchas veces me he preguntado por qué insistirá tanto mi perro en escarbar en las madrigueras… probablemente le pone furioso ver al conejo riéndose a poca distancia de sus narices, sin poder pillarlo.
Al fin se acercaron los perros con los hocicos sucios de arena y las lenguas colgándoles casi hasta el suelo. Se acostaron junto a los niños.
—Arriba —les dijo Roger poniéndose en pie—. Emprendamos el regreso. Tenemos que detenernos en la casita de Caperucita Roja, «Ciclón». ¡Cuidado con el lobo!
Caminaron indolentemente por la ladera de la colina hasta llegar al bosque. Ahora las campanillas tenían un azul más profundo y la madreselva estaba inmóvil porque había cesado la brisa. Desde luego apretaba el calor.
—Qué bien me iría un poco de agua —dijo Roger—. ¡Si mi lengua fuera lo bastante larga la llevaría colgando sobre el pecho!
—Aquí está el sendero que conduce a la casita de Caperucita Roja —dijo Diana al fin cuando doblaron un recodo; seguidamente echaron a andar por él hasta ver la casita.
—Sinceramente, diríase salida de un cuento de hadas —repuso la niña al acertarse…, y tenía razón. Parecía tan vieja y ruinosa como las casas de los cuentos. Sus chimeneas eran altísimas, sus ventanas muy pequeñas y con postigos, y las campanillas azules crecían junto a la pequeña cerca que la rodeaba.
—Hay un pozo antiguo en el jardín —dijo Diana señalándolo— ¡Oh, es un lugar encantador! ¡Ojalá esté en casa la vieja Caperucita Roja!