Capítulo XIV - Un feliz encuentro

Gritos, chillidos, risas, ladridos, parloteos, palmadas… ¡Qué alboroto se armó cuando los amigos volvieron a reunirse una vez más!

—¡Nabé! ¡Nuestro buen Nabé! ¡Esperábamos que llegases hoy!

—¡«Miranda»! ¡Sigue tan cariñosa como siempre! ¡Oh, se ha subido a mi hombro!

—¡Qué alegría veros a todos… Diana, has crecido! Chatín no. Hola, Roger… cuánto me alegra verte.

—¡Guau, guau, guau!

—Nabé, estás un poco más alto… y tan moreno como siempre. ¡Oh, escucha a «Miranda»! ¡Sé perfectamente lo que está diciendo!

—¿Cuándo llegaste? ¿Cómo has conseguido arribar hasta aquí?

—¿Dónde pasaste la noche? Oh, mirad… los perros se han vuelto locos.

—¡Guau, guau, guau!

Verdaderamente los perros habían perdido la cabeza. «Ciclón» reconoció en seguida a Nabé y «Miranda», desde luego; pero «Tirabuzón» no les conocía, ni los había visto nunca; mas al ver la calurosa bienvenida que les dispensaba el excitado «Ciclón», pensó que debía imitarle.

Y casi sobrepasó el entusiasmo de «Ciclón», saltando y ladrando, lamiendo y dando vueltas alrededor de los niños, comportándose como si fueran dos «Tirabuzones» en vez de uno. Al final, hasta el propio «Ciclón» se molestó. Aquellos eran sus amigos, y no los de «Tirabuzón». ¿Por qué se comportaba de aquel modo?

«Ciclón» propinó un fuerte empujón a su compañero como si quisiera decirle:

—¡Apártate! ¡Estos son mis amigos, no los tuyos!

«Miranda» saltaba de un hombro a otro encantada, y tan excitada, que apenas sabía lo que estaba haciendo. De pronto se montó sobre el lomo de «Ciclón» como solía hacerlo, y «Tirabuzón», al verla, se llevó la mayor sorpresa de su vida, y emprendió la fuga.

«Miranda» saltó del lomo de «Ciclón» al de «Tirabuzón», y el «spaniel» rubio corrió como loco con la descarada monita montada en su espalda y aullando de pavor ante la novedad.

—¡Guau, guau, guau! ¡Túmbate, guau! —ladraba «Ciclón» corriendo tras él. De manera que «Tirabuzón» se tumbó de espaldas, que naturalmente, era el medio seguro para deshacerse de «Miranda». Antes de que los perros pudieran darse cuenta de dónde estaba, ésta había vuelto a subirse al hombro de Nabé de un salto, parloteando por los codos.

Al fin fue decayendo el entusiasmo de los niños, y cogiéndose del brazo de Nabé echaron a andar hacia la casa de la señorita Ana, olvidándose de que había dicho que no recibiría a ningún mono en su casa. Nabé les dijo que todavía no había desayunado y que estaba realmente hambriento.

—¿No podríamos pararnos y comprar algo de comer? —preguntó—. Y quisiera comprarme unos calcetines. Los míos están llenos de agujeros. Y no quiero presentarme con los calcetines destrozados.

—¡Te has vuelto muy presumido! —dijo Diana—. Antes nunca te fijabas en esas cosas.

—No —repuso Nabé, y no quiso decirle que estaba tan orgulloso de sus amigos, que deseaba parecerse a ellos e ir lo más decente posible.

—Será mejor que vayamos a ver a la señorita Ana y le pidamos algo para ti —dijo Roger—. ¡Mira esos perros y «Miranda»! ¡Lo que se va a divertir con ellos!

«Miranda» se había sentado sobre una tapia con una rama muy larga en la mano y pegaba a los perros cada vez que intentaban saltar hasta ella. «Tirabuzón» había decidido considerarla una especie de gato muy particular, y estaba dispuesto a divertirse con ella.

La señorita Pimienta se encontraba en el jardín cortando flores, y se alegró mucho al ver a Nabé.

—¡Tiene los mismos ojos azules y el mismo color tostado! —pensó interiormente al acercarse a saludarle—. ¡Es un muchacho sorprendente!

—Señorita Pimienta —exclamó Roger cuando se hubieron saludado—. Nabé no ha desayunado. ¿Podemos darle algo de comer?

—¡Pues claro! —replicó el aya llevándolos al interior de la casa. «Miranda» fue también, y la señorita Ana, que salía de la cocina al oír las voces, se detuvo petrificada al ver a «Miranda» sobre el hombro de Nabé, y luego, lanzando un grito de terror, volvió corriendo a la cocina cerrando la puerta de un golpe a sus espaldas. Nabé estaba atónito, pero los otros comprendieron lo que ocurría.

—¡Oh, claro, le asustan los monos! —dijo Roger—. Diantre…, lo olvidamos. Señorita Ana…, no se preocupe. Me llevaré a Nabé al jardín y al mono también.

De manera que se llevaron al pobre Nabé al jardín, aposentándole en una mecedora, mientras los demás iban a apaciguar a la señorita Ana y a buscarle algo de comer para el muchacho.

Los perros se quedaron con Nabé. «Ciclón» le había propinado ya más de quinientos lametones, pero aún le reservaba muchos más y el niño tenía que secarse la cara con el pañuelo constantemente.

Luego «Tirabuzón» empezó a exhibirse para llamar la atención de «Miranda». Corrió al interior de la casa y salió a toda velocidad arrastrando una alfombra y cayéndose cuando sus patas traseras pisaron la estera. Lo dejó delante de «Miranda» que no tardó en sentarse sobre ella con toda comodidad.

«Ciclón» les contemplaba celoso, y también desapareció dentro de la casa volviendo a salir con una enorme toalla de baño entre los dientes y la depositó sobre la alfombra. «Miranda» apresuróse a envolverse en ella con aire altivo.

—Guau —ladró «Ciclón» al otro perro antes de marcharse de nuevo y reaparecer con un cepillo. «Miranda» se cepilló vigorosamente con él, y Nabé no podía contener la risa viendo que «Tirabuzón» iba en busca de otra alfombra.

Cuando Roger y los otros trajeron el desayuno a Nabé, la hierba tenía un curioso aspecto sembrada de alfombras, esteras, toallas, un cepillo y una escoba, que «Ciclón», con mucho trabajo, había conseguido arrastrar hasta allí.

—Cielo santo —exclamó la señorita Pimienta—. ¡Mirad lo que han hecho esos perros! ¡Y todo para exhibirse delante de «Miranda»!

Diana fue recogiéndolo todo, y riendo llevó las esteras, cepillos y toallas al interior de la casa. ¡Aquel par de chuchos! Cuando les acometía la locura nada se salvaba.

Los tres niños comunicaron todas las novedades a Nabé, y el niño les contó los trabajos que había efectuado desde la última vez que les viera, y que les parecieron extraordinarios, a pesar de estar acostumbrados a las andanzas de su amigo circense.

—Ya os dijo que estuve encargado de una «troupe» de monos… y «Miranda» me ayudó —explicó Nabé despachando el pan con jamón—. ¡Y cómo les mandaba a todos! Antes tuve que cuidar de un elefante… un elefante enorme.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó la niña.

—«Menudo» —repuso Nabé con una sonrisa—. Era enorme, pero muy dócil y muy listo. No queréis creerlo pero si le ponía hileras de tazas y platos ante él, ¡andaba entre ellos sin tocar ninguno!

—¿Qué más hiciste? —quiso saber Chatín.

—Estuve trabajando para un hombre que tenía dos tiovivos —continuó Nabé—. Aunque fue un trabajo muy pesado, pues tenía que engrasarlos antes de funcionar. No me duró mucho. Aquel hombre era mezquino y de mal carácter. Después encontré un empleo mucho mejor.

—¿En dónde? —preguntó Roger.

—En un teatrito —repuso Nabé—. En realidad era poco más que un cobertizo que distintas compañías alquilaban para dar sus representaciones. Mi trabajo consistía en encender las luces y cuidar del escenario.

—Ya sé por qué aceptaste ese empleo —dijo Diana de pronto—. ¡Por ver si tu padre iba allí a actuar!

Nabé asintió. Siempre estaba buscando a su padre, pues estaba convencido de reconocerle. Ahora no lamentaba tanto no tener padres, ya que había encontrado tres buenos amigos con los que compartir algunas veces su vida hogareña. Una casa, y una familia representaba mucho para Nabé, que no tenía a nadie. No obstante, sí tenía a «Miranda»… ¡para él lo era todo!

Los niños también le contaron las novedades… que habían tenido la gripe, y que les habían enviado allí para cambiar de aires, y le hablaron del extraño edificio del Antiguo Ayuntamiento, del pasadizo secreto y de la leyenda de las campanas.

—¡Caramba! ¡Ésas deben ser las campanas sobre las que me subí para buscar a «Miranda» en la torre! —exclamó Nabé contándoles a continuación que había un recinto cuadrado encima de las campanas. Luego recordó el curioso incidente de la noche anterior, cuando volvió a ver al hombre que le había llevado en su camión y le había oído hablar con alguien en el edificio del Antiguo Ayuntamiento.

—¿Qué creéis que estaría haciendo a esas horas de la noche? —preguntó engullendo el último bocado de queso y sintiéndose ya satisfecho. Luego bebió un vaso de leche, y sacó su pañuelo para enjugarse los labios. ¡Antes, al no conocer a sus amigos, se hubiera secado con el revés de la mano!

—¡Dios sabe lo que puede tramar cualquiera en este pueblo tan antiguo! —exclamó Roger intrigado—. Y el Antiguo Ayuntamiento está siempre cerrado de noche. ¡Allí no hay nadie!

—Bueno, pues anoche sí había alguien —replicó Nabé—. Y como os digo sé quien era una de esas personas, porque da la casualidad que ese hombre me llevó en su camión. Le dije que deseaba ir a Lillinghame imaginando que nadie se dirigiría directamente a la Aldea de las Campanas, pero al parecer él vino aquí. Debió llegar en su camión, mientras yo continuaba a pie, sin saber que él iba delante de mí ni a donde se dirigía.

—Es curioso —dijo Diana—. ¿Y dices que además oíste toser a una mujer…? Bien, supongo que ésa debió ser la encargada de enseñar el local, que es tan antipática y da conferencias sobre historia. La que nos enseñó el pasadizo secreto, pero no nos dejó entrar en él.

—Tal vez tenga algo allí dentro que no quiere que nadie lo vea —repuso Nabé—. Después de todo, si es la encargada, puede impedir a la gente que curiosee por allí… ¡y eso le permite esconder fácilmente cualquier cosa que le venga en gana!

—¿Estás seguro de lo que dices, Nabé? —le preguntó Diana tras una pausa, pues de pronto le parecía que aquello concordaba con la extraña mujer y su muy extraño comportamiento.

—No…, no lo estoy —replicó Nabé dando a «Miranda» un pedazo de naranja—. Lo he dicho por decir. ¿Por qué? Parece que lo has tomado muy en serio.

—¿Sabes?… yo creo que debiéramos examinar ese pasadizo secreto —dijo Roger—. ¡Sólo para asegurarnos de que allí no ocurre nada extraño!