Por fortuna Nabé a la mañana siguiente se despertó muy temprano. El sol entraba por la ventana y un rayo le daba en pleno rostro. Se incorporó parpadeando, debido a la fuerte luz, mientras se preguntaba dónde se hallaba.
No tardó en recordar. Sí…, estaba en un antiguo edificio…, una especie de museo. ¡Lo mejor sería marcharse rápidamente! Despertó a «Miranda» que estaba completamente dormida sobre la alfombra con la carita escondida entre las manos. Al abrir los ojos empezó a parlotear excitada, y de un salto se subió al cuello de Nabé tirándole de una oreja y acercando la carita a su mejilla, mientras él la acariciaba afectuosamente.
—¡Eres la mejor compañía del mundo! —le dijo haciéndole cosquillas—. ¿No es verdad, «Miranda»? Oye, ¿sabes a quiénes vamos a ver hoy?
«Miranda» cuchicheó excitada y Nabé asintió con aire solemne.
—Exacto…, vamos a ver a nuestros amigos. Ahora será mejor que nos marchemos, y sin bajar por la hiedra, pues podrían vernos. Vamos a ver si encontramos alguna puerta posterior por donde poder salir.
Nabé volvió a colocar el tapete encima de la mesa. Estaba muy arrugado, pero no podía remediarlo. Se calzó los zapatos, los calcetines los guardó en sus bolsillos y viendo que la chaqueta ya se había secado, se la puso de nuevo. Luego se miró en el espejo del pasillo.
—Mira ese espantajo, «Miranda» —dijo a la monita—. ¡Tal vez no lo adivines, pero soy yo! ¿Habrá algún sitio donde pueda lavarme… o es que estos edificios viejos no tienen cuarto de baño? Supongo que no.
Y sacando un peine de su bolsillo empezó a peinar sus brillantes cabellos, luego fue a estirar las ropas de la gran cama con dosel y saliendo a la galería se asomó para mirar al piso de abajo.
Fue bajando a toda prisa, pues no había nadie. «Miranda» saltaba de las sillas a la mesa, parloteando muy excitada. Los lugares extraños le entusiasmaban.
A Nabé no le interesó gran cosa el viejo caserón. Para él, que no sabía mucha historia, aquello no significaba nada. Pensó que las grandes sillas de madera debían ser muy incómodas; se maravillaba ante las armaduras que veía de vez en cuando junto a las paredes, y al fin se detuvo para observar una.
—Es muy pequeña, ¿verdad, «Miranda»? —dijo a la mona—. Yo podría meterme, pero me quedaría bien justa. Creo que los hombres antiguos no debían ser tan corpulentos como los de ahora… serían como muñecas. ¡Imagínate el ruido que harían andando dentro de esto!
Llegó hasta la puerta posterior, que era maciza también, aunque no tan grande como la principal, y se volvió a mirar a «Miranda».
—Vamos —le dijo—. Saldremos por aquí.
No hubo respuesta, y «Miranda» no se subió corriendo a su hombro. Nabé miró a su alrededor. Se hallaba en una gran cocina amueblada como lo estuvieran dos o trescientos años atrás. ¿Dónde diantre estaba «Miranda»?
La mona se había decidido a realizar exploraciones por su cuenta, sin comprender que Nabé estaba buscando una salida, y creyendo que él también estaba inspeccionando.
—¡«Miranda»! —llamó el niño con voz queda—. ¿Dónde te has metido?
Oyó un ligero ruido y acudió inmediatamente en aquella dirección llegando hasta el pie de una gran torre cuadrada, aunque al principio no supo lo que era.
Todo lo que vio fue una pequeña escalera de caracol. ¿A dónde conduciría? Quizás a otro dormitorio, pensó el niño. Seguro que la entrometida de «Miranda» había subido por allí… Un ruido procedente de arriba le dio la certeza de que así era.
Y luego otro ruido le hizo pegar un brinco. ¡Alguien estaba abriendo la puerta! «¡La puerta principal!», pensó Nabé asustado. «Alguien entra. Y me cogerán».
Miró a su alrededor sin encontrar lugar donde esconderse…, pero de todas maneras tenía que encontrar a «Miranda» y hacer que se estuviera quieta, o le descubrirían.
Empezó a subir la escalera de caracol a toda prisa; como las suelas de sus zapatos eran de goma no hacían ruido sobre los escalones de piedra. Fue subiendo, subiendo, hasta llegar a la plataforma, donde contempló las campanas silenciosas que pendían sobre su cabeza.
¡Y allí arriba, mirándole descaradamente, estaba «Miranda»! ¡Quería jugar al escondite! Él la había enseñado… ¡pero había escogido un momento poco adecuado para jugar!
—¡«Miranda»! —le dijo en un susurro—. ¡Baja! ¡De prisa!
«Miranda» desapareció al instante, y Nabé alargó el cuello. ¿Dónde podía estar? ¿Y cómo había subido tan arriba? Había demasiado espacio para poder salvarlo de un salto.
Nabé estaba en la torre, y apenas podía ver otra cosa que las campanas brillando silenciosas en la altura. Fue palpando la pared con las manos hasta encontrar algo que supuso debía haber allí.
En la pared sur de la torre encontró una hilera de huecos en la piedra que hacía las veces de escalones, de manera que pudieran apoyarse en ellos las manos o los pies al ir subiendo. Nabé introdujo su mano en uno de ellos viendo que estaba tallado de manera que los dedos se asieran bien.
Lanzó un gemido. ¡Ahora tendría que subir toda aquella pared en la semipenumbra para coger a «Miranda»! Cuando jugaba al escondite no se acercaba a él hasta que la descubría y acorralaba. Se puso de puntillas para buscar las oquedades de encima de su cabeza en la que introdujo sus manos, y luego puso los pies en las de abajo.
Fue buscando las siguientes en las que se sujetó con fuerza. No era agradable subir por aquella torre de piedra…, pero Nabé estaba acostumbrado a toda clase de ejercicios acrobáticos, y no le pareció muy difícil.
Y en cuanto a «Miranda» debía haber descubierto los peldaños en seguida y subido por ellos con suma facilidad. Nabé siguió ascendiendo, deslizando primero las manos y luego los pies en el interior de los huecos. Al fin llegó a la altura de las campanas. Pero… ¿dónde estaba «Miranda»?
No la veía por parte alguna, ni tampoco la oía. Miró cautelosamente en derredor suyo, a pesar de la oscuridad. Las campanas resultaban muy grandes y brillantes vistas tan de cerca. Colgaban precisamente sobre su cabeza, sujetas por sus cuerdas. Esforzó la vista para mirar por encima de ellas.
Vio un par de ojos que le miraban. ¡«Miranda»!
—¡Eres tremenda! —musitó Nabé exasperado—. ¿Cómo has podido subir más arriba de las campanas?
Buscó otro hueco en la pared y lo encontró, y luego su mano tropezó con el extremo de una gruesa cuerda y la tanteó cautelosamente. No parecía estar suelta, sino fuertemente sujeta. ¿Le ayudaría a subir encima de las campanas?
Nabé tiró de ella encontrándola muy segura y resistente. Salía, al parecer de un agujero del techo de la torre. Subió por ella, encontrándose en un lugar muy curioso.
Era una pequeña estancia rectangular situada encima de las campanas que hubiera estado completamente a oscuras de no haber sido por una ventana estrechísima situada en la pared sur, por la que entraba un rayo de sol. Ahora comprendió por qué las campanas brillaban tanto cuando él estaba debajo. El rayo de sol penetraba en aquel extraño recinto cuadrado, y parte de él pasando por el agujero del suelo caía de pleno sobre la superficie de las campanas.
«¡Por eso tenían ese brillo tan extraño!», pensó Nabé mirando aquel recinto de piedra en el que había un banco roto, y un montón de alfombras viejas, así como también una anticuada palmatoria de madera con los restos de una vela. «Esto debió ser escondite en otros tiempos», pensó, dando un puntapié a las alfombras, que tenían aspecto de haber servido de esteras o cobertores. «Miranda» corrió a ocultarse debajo, asomando su cabecita con aire cómico.
—Estoy disgustado contigo, «Miranda» —le dijo el niño en tono severo—. Hacerme subir hasta aquí para encontrarte… y ahora volver a bajar…, pero esta vez lo harás montada en mi hombro… y sin moverte…, ¿sabes?
Fue a mirar por la estrecha ventana. Ante él se extendía la campiña, brillando bajo el sonriente sol de mayo. Ni una nube empañaba el azul del cielo, y Nabé deseó hallarse al aire libre.
De pronto sintió apetito.
—Vamos, «Miranda» —le dijo—. Iremos a buscar a Chatín y los otros y a desayunar.
«Miranda» conocía perfectamente las palabras desayuno, comida, merienda y cena, y subiéndose al hombro de Nabé se asió a su cuello.
El niño se introdujo por el agujero del suelo, buscó la cuerda y luego los primeros huecos de la pared de piedra de la torre. Era sencillo bajar, y no tardó en encontrarse debajo de las bruñidas campanas, sobre la pequeña plataforma situada al término de la escalera de caracol.
Se detuvo a escuchar. Se oía un ruido semejante al sacudir de una alfombra. Tal vez la guardiana del edificio estuviera realizando la limpieza. Procuraría salir de allí sin dejarse ver.
Se dirigió a la puerta principal viendo a una mujer que estaba limpiando el polvo en los muebles en una de las habitaciones de espaldas a él, y Nabé aprovechó la oportunidad para escapar por la puerta de entrada. En un abrir y cerrar de ojos estuvo al aire libre, disfrutando de la caricia del sol que bañaba sus hombros y su cabeza.
En la verja vio el nombre del edificio. Antiguo Ayuntamiento de las Campanas.
«De manera que ahí es donde pasé la noche», pensó. «Antiguo Ayuntamiento de las Campanas, en la Aldea de las Campanas. ¡Muy bonito!».
No sabía cómo hacer para encontrar a sus tres amigos…, pero su indecisión no duró mucho. ¡Por la carretera avanzaban Roger, Diana, Chatín y los dos perros!
Nabé gritó con todas sus fuerzas:
—¡Eh… aquí! ¡Hola, amigos!