Nabé y «Miranda» disfrutaron de lo lindo. El aire acariciaba sus rostros, y a «Miranda» le encantaban las caricias y mimos recibidos cada vez que el conductor descansaba unos minutos, y éste se sentía muy satisfecho cuando ella iba a sentarse sobre su hombro mientras conducía.
—Ha metido su pata dentro del cuello de mi camisa —dijo a Nabé—. Oye… supongo que no querrás venderla, ¿verdad?
—No, no quiero venderla —replicó el niño al instante—. En primer lugar le tengo mucho cariño… y en segundo se escaparía y moriría si no me tuviera a mí.
Cuando hubieron recorrido cincuenta kilómetros, se bajaron del camión, y el conductor sintió tener que separarse del niño y de «Miranda». Nabé fue a tomar algo de comer a un café próximo, y a preguntarle cuál era el mejor lugar para esperar a que pasase un camión.
—Espera aquí muchacho —le dijo el propietario del café limpiando unos vasos hasta hacerlos brillar—. Éste es un buen sitio… y no tardarán en pasar muchos. ¿A dónde quieres ir?
—A Lillinghame, en Somerset —dijo Nabé.
—Estás muy lejos todavía —repuso el hombre—. Veamos… tú quieres seguir la carretera de Biddlington… y encontrar un camión que te lleve a Biddlington. Entonces, si tienes suerte, encontrarás quien te lleve a Somerset desde allí, y luego podrás tomar otro vehículo hasta Lillinghame.
Los camiones comenzaron a llegar poco después, y los conductores se apearon para tomar bocadillos y café. El propietario del establecimiento les presentó a Nabé y a «Miranda», preguntando cuál de ellos podía llevarle.
—Yo voy en esa dirección —se ofreció un hombre de mediana edad—, pero no sé si podré soportar a un mono sentado a mi lado. Nunca los he llevado en mi camión.
—¿Y no podría sentarme detrás, donde usted no nos viera? —le preguntó Nabé temeroso de perder el viaje. Y así quedó convenido; se sentaría detrás entre las cajas que transportaba.
¡Y vaya si fue un viaje incómodo! El suelo del camión era muy duro, pero las cajas de embalaje todavía más, el vehículo se zarandeaba de lo lindo, y el niño empezó a sentirse magullado y se alegró de que se detuviera al fin y el conductor le gritase:
—Será mejor que bajes aquí, muchacho. Si continúas conmigo te alejarás de tu camino.
Nabé le dio las gracias y se apeó apresuradamente con su mona; luego el camión se alejó, dejándole en una carretera desierta.
Después de todo no tenía mucha suerte. No pasaban apenas camiones, sólo algunos coches particulares, que ni siquiera reparaban en él. ¡Nadie quería llevar a un mono en su automóvil!
Nabé continuó andando kilómetro tras kilómetro, sin dejar de hacer señas con la mano a todos cuantos camiones pasaban. De esta manera llegó a una pequeña población donde comió porque estaba hambriento. Compró un plátano para «Miranda», y también uvas secas. Le gustaban mucho y se divertía quitándoles con todo cuidado las simientes antes de comerlas.
¡Lo malo era que se le había metido en la cabeza tirarlas por el cuello de Nabé!
—¡Basta! —le dijo el niño disgustado—. «Miranda», me sorprendes… meterme por la espalda esos granos pegajosos. Si vuelves a hacerlo te quitaré las pasas.
«Miranda» ya no volvió a tirarle las semillas por el pescuezo, sino que las fue arrojando al camino. Nabé se rió y fue en busca de un buen sitio para observar el tráfico de la carretera.
Nadie se detuvo hasta que pasó un enorme camión de mudanzas, al que Nabé le hizo señas esperanzado. Los dos hombres sentados en la cabina no le hicieron caso, pero de pronto uno de ellos vio a «Miranda» encima del hombro del niño.
Hizo una seña a su compañero, y el camión se detuvo de repente.
—¿Eso es un mono, muchacho? —le gritó el conductor.
—¡Sí! —replicó Nabé acercándose a la cabina.
—Entonces ve a la parte de atrás y díselo a Alfredo —le dijo el hombre sonriéndole—. Le encantan los monos, y te dejará subir al camión, si tú en cambio le dejas jugar con tu mono.
Aquello sí que era una suerte, y Nabé corrió hacia la parte posterior del camión donde un hombrecillo menudo con un bigote parecido al de las morsas, se había asomado ya, para averiguar la causa de aquella parada repentina, y al ver a Nabé y «Miranda» sonrió encantado.
—¿Te han dicho que vinieras a verme, verdad? —le dijo señalando con la cabeza la parte delantera del vehículo—. Saben ellos que me entusiasman los monos. Sube, muchacho, y ponte cómodo. ¿A dónde quieres ir?
Nabé se lo dijo, y el hombrecillo sacó un mapa que estuvo consultando. Al fin puso un dedo rematado por una uña sucia sobre cierto punto que mostró a Nabé y luego tendió los brazos para recibir en ellos a «Miranda» que no se hizo esperar. El niño estaba sorprendido.
—Todos me conocen —dijo el hombrecillo haciendo un guiño a Nabé—. Siempre que vuelvo a Londres voy al zoológico y tendrías que ver cómo se me acercan los monos en cuanto me ven. Se agrupan todos a un lado de la jaula, lo más cerca posible de donde yo estoy, y sacan sus manitas por entre los barrotes para que les dé golosinas. ¡Nada de perros! ¡A mí que me den un mono! Y en cuanto a los gatos puedes tener los que quieras. En cambio un mono es…
Continuó charlando sin descansar, y «Miranda» no tardó en acompañarle. Nabé les contemplaba divertido. ¡Se parecían tanto! Aquel hombrecillo tenía una cara muy curiosa, ojos de mono y un bigote tan tieso y fuerte que parecía dé cerdas.
Esta vez Nabé tuvo un viaje mucho más cómodo. El camión estaba lleno de muebles y el niño y el hombrecillo iban sentados en unas enormes butacas, cuyos muelles amortiguaban todos los baches de la carretera. ¡Nabé tenía la sensación de que iba a dormirse en cualquier momento!
Había mirado el mapa que no entendió en absoluto, pero sabía todo lo que necesitaba saber…, que tenía que apearse en la tercera población importante, y luego ver si desde allí le trasladaban a Lillinghame. A partir de entonces seguiría andando.
El hombrecillo estaba casi a punto de echarse a llorar por tener que separarse de «Miranda» cuando el camión se detuvo en la población donde el niño debía apearse, y «Miranda» se abrazó a él, como si también sintiera tener que dejarle, pero al ver que Nabé se bajaba del vehículo saltó sobre su hombro de un salto prodigioso, y luego saludó con la mano al desconsolado hombrecillo.
—Bueno, desde luego le causaste muy buena impresión y conseguiste que nos llevaran —dijo Nabé a «Miranda» mientras esperaban en una esquina a que pasara otro camión. Empezaba a oscurecer, y el muchacho se preguntaba si conseguiría llegar a la Aldea de las Campanas con tiempo para ver a los niños.
Era ya noche cerrada, cuando se acercó un camión y al pasar junto a un farol, Nabé pudo leer el nombre que llevaba escrito; «Piggott, electricista», y adelantándose le hizo señas.
El camión, acelerando la marcha, pasó ante él y continuó. Nabé estaba acostumbrado a estas cosas, pero luego, al ver que se había detenido algo más lejos, preguntóse cuál sería la causa. Tal vez se hubiera detenido por él… y fue a verlo, pero no tardó en darse cuenta de que el camión había sufrido un pinchazo en una de las ruedas delanteras, y el conductor se había apeado para examinarla.
—Mala suerte, amigo —le dijo Nabé al acercarse—. ¿Quiere que le ayude? Ha sido un pinchazo repentino. No será importante.
—Esta rueda me ha dado mucha guerra últimamente —replicó el hombre que era de corta estatura y rechoncho. Fue todo lo que Nabé pudo observar en aquella oscuridad—. ¿Tú sabes cambiar una rueda? No quiero ensuciarme las manos, y ahora todos los garajes estarán cerrados. Si me la cambias no te pesará.
—Sí…, sé hacerlo —repuso Nabé—. Y si luego me lleva hasta Lillinghame, si se dirige allí, señor, me consideraré pagado. Sólo quiero que me lleve, eso es todo.
El hombre vacilaba, y encendiendo una cerilla examinó a Nabé como si no supiera si estaba hablando con un vagabundo o un rufián. Cuando vio que Nabé no era sino un niño, pareció aliviado.
—Bien —dijo—. Cambia la rueda y te llevaré a Lillinghame. Tengo que pasar por allí.
Nabé se puso a trabajar muy complacido, mientras «Miranda» le observaba sentada encima del camión. Al cabo de un rato desapareció y el hombre la estuvo buscando intrigado.
—¿Dónde está tu mono? —le preguntó—. No quiero que entre en mi camión.
—¡«Miranda»! —gritó Nabé. Se oyó un rumor en el interior del vehículo y luego la carita de «Miranda» asomó por una pequeña ventana que había encima del asiento del conductor.
—¡Se ha metido dentro! —exclamó el hombre—. Dile que salga en seguida.
—No estropeará nada, señor —le dijo Nabé. «Miranda» había vuelto a desaparecer en el interior del camión. Era muy curiosa y le gustaba explorar e inspeccionar cualquier lugar extraño.
De pronto se la oyó gritar aterrada desde el interior del camión, y Nabé, cogiendo una linterna que le prestara aquel hombre, la introdujo por la pequeña abertura de la parte delantera del vehículo a tiempo de ver una cosa blanca que se movía rápidamente por el fondo del camión. «Miranda» estaba acurrucada en un rincón temblando de miedo.
Nabé aguardó para ver si veía moverse de nuevo aquella cosa blanca, pero no pudo ver más que sacos y cajas. Luego sintió que tiraban de él con rudeza y le arrebataban la linterna.
—Salid de ahí, tú y tu mono —le gritó el conductor—. No me estropeéis mis mercancías.
—Está bien, está bien —dijo Nabé sorprendido de su excitación—. Aquí, «Miranda», ¿qué es lo que tanto te ha asustado?
La monita había salido ya del camión y trepó al hombro de Nabé temblando. Era evidente que algo la había asustado.
—¿Quiere que termine de cambiar la rueda, señor? —le preguntó Nabé—. Siento que mi mona haya entrado en el camión. Es tan curiosa…
El hombre vacilaba y al fin habló con rudeza.
—De acuerdo…, termina de poner la rueda, pero date prisa. ¡No quiero pasarme toda la noche en esta maldita carretera!