Al día siguiente los tres niños fueron al picadero para alquilar caballos y pasear por el campo. La propietaria era una mujer joven, con un rostro tan parecido al de un caballo que asombró a los niños.
Llevaba el pelo recogido sobre la coronilla formando «cola de caballo», y su risa era como el relincho de estos animales, pero era muy simpática y pronto supo ver la habilidad de cada niño.
—Tú puedes montar a «Tom Tit Tot» —dijo a Chatín, que era más pequeño que sus primos—. Y permíteme advertirte que no aguanta ninguna tontería, de manera que no gastes bromas con él.
Era un lindo «pony» de pezuñas blancas y una estrella en la frente. A Chatín le gustó mucho.
A Diana le dieron una yegua llamada «Lady», y a Roger otra de noble aspecto llamada «Jeijo». Los niños llevaban pantalones de montar, jerseys amarillos y chaquetas…, pero como tenían demasiado calor las dejaron colgadas en los establos.
Sacaron las monturas al camino.
—Subid hasta la cima de la colina y luego bajad por el Bosque de las Campanas —les dijo la dueña del picadero al despedirles—. Es un paseo muy bonito y bueno para los caballos.
El día era espléndido y los pájaros cantaban alegremente. Los corderos gordos y retozones correteaban por la ladera de la colina, y los espinos blancos, con sus flores abiertas, parecían copos de nieve caídos junto al camino. Los árboles lucían hojas nuevas de un verde tierno, y la hierba estaba salpicada de margaritas.
«Oh mayo, detén tu brisa pasajera
Y haz que sea siempre primavera».
cantó Diana mientras subía por la colina sembrada también de margaritas.
Aquella mañana disfrutaron de un buen galope. Los caballos estaban frescos y felices, y los niños eran buenos jinetes. Subieron hasta casi la cima de la colina, que era extensa, aunque no muy elevada, y disfrutaron de la espléndida vista que se dominaba desde allí.
—Ahí está la Aldea de las Campanas —dijo Diana señalando con su fusta—. Y mirad…, ¿no son esas las torres del Antiguo Ayuntamiento… que asoman entre los árboles… una cuadrada y otra redonda?…
—Sí…, y allí está la iglesia —repuso Chatín—. El campanario sobresale no lejos del Ayuntamiento. ¿Puedes ver la casa de la señorita Ana?
No lograron distinguirla. El bosque se extendía entre ellos y la casa, ocultándola. Era un gran bosque lleno de hayas y robles, y algunos de sus árboles eran muy altos y corpulentos.
—Mirad… en ese extremo del bosque se eleva una ligera columna de humo —dijo Chatín señalando—. Debe haber una casa.
—Bueno, ya sabemos que la hay —replicó Roger—. Es la casita donde vive Noemí Barlow.
—¡Ah, claro! —dijo Chatín—. En realidad no está muy lejos del Antiguo Ayuntamiento, ya que está enclavada en el mismo lindero del bosque.
—Está mucho más lejos de lo que parece —dijo Diana—. ¿Te imaginas a la anciana Mamá Barlow en esa casita, unos cien años atrás, inclinada sobre un caldero de hierro en el que hervía toda clase de hierbas y raíces? Tal vez la gente de la aldea comprase sus recetas… ungüentos, medicinas y pociones.
—Una bruja de ojos verdes —continuó Roger—. Todos los libros dicen que las brujas o las personas que tuvieron parentesco lejano con ellas tenían los ojos verdes. Estoy seguro de que la abuela de Noemí o quienquiera que fuese, sería una bruja, y por eso ella tiene los ojos de ese color.
Los caballos piafaban impacientes, y «Ciclón» y «Tirabuzón» se acercaron después de haber estado huroneando algunas madrigueras.
—Vamos —dijo Chatín—. Cuando hablamos así parecemos chiflados. ¡Ninguno lo creemos de verdad!
Pero en lo más hondo de sus corazones se preguntaban si habría algo de cierto en las antiguas leyendas, y si ese algo andaría escondido aquí y allá por aquellos parajes antiquísimos. Diana, especialmente, deseaba creerlo… era tan romántico, excitante y misterioso…
Atravesaron el Bosque de las Campanas. El camino era ancho, y los caballos lo conocían muy bien. De cuando en cuando los niños tenían que apartar las ramas inclinándose hacia un lado u otro. El bosque estaba silencioso, y aunque el sol penetraba a través de los árboles, el camino les pareció sombrío y triste.
—No sé si habremos pasado ya la casita —dijo la niña—. Debía estar por aquí cerca.
—De todas maneras veo el humo de una chimenea —dijo Chatín—. Debe de estar muy cerca. ¡Pasaremos junto a ella!
Pero no fue así. Vieron un caminito que partiendo del principal se alejaba serpenteando entre los árboles, y que sin duda debía conducir a la casa. Diana consultó su reloj.
—Hoy no podemos detenernos para ir a echarle un vistazo —dijo pesarosa—. Se está haciendo muy tarde y hemos prometido devolver los caballos a las doce y media. Será mejor que otro día traigamos a los perros de paseo por aquí y así veremos la casa.
—Bien —dijo Roger volviendo el caballo al camino principal—. Vámonos. ¡Ahora viene un claro… al galope!
Fue un buen paseo y disfrutaron mucho, así como los caballos y los dos perros que trotaron felices durante el camino de vuelta, sacando sus rojas lenguas.
¡Y qué manera de comer! La señorita Ana contemplaba atónita cómo devoraban el gigantesco estofado y el pastel, aún mayor, de jengibre.
—¡Becky, no podemos dejarles montar a caballo cada mañana, si eso es lo que les hace comer! —exclamó en tono cómico.
—Puede usted darnos más patatas —repuso Diana.
—Tendré que cuadriplicar la ración —dijo la señorita Ana—. Bien, bien…, ¡estoy segura que desde hoy vais a sentiros mejor!
A pesar de todo por la noche estaban muy cansados. La siesta fue muy breve y cuando dieron las ocho de la noche ninguno podía tener los ojos abiertos. Incluso los perros, fatigados por el largo paseo, permanecían tendidos sobre la alfombra, y la cabeza de «Tirabuzón» descansaba sobre el lomo negro de «Ciclón». Se profesaban mutuo aprecio.
Mientras se acostaban los dos niños hacían cábalas sobre el paradero de Nabé. ¿Habría recibido ya su carta? ¿Llegaría al día siguiente? ¡Qué divertido si fuera verdad!
—¡Di! —gritó Chatín a través de la puerta—. Estamos hablando de Nabé. ¿Es posible que llegue mañana, si ha recibido nuestra carta?
—¡Bueno, eso es lo más pronto que ha podido llegar! —respondió la niña metiéndose en la cama—. Esperaremos a ver si llega. ¡El bueno de Nabé! Me pregunto qué le parecerá «Miranda» a «Tirabuzón». No ha visto nunca monos. Creo que «Ciclón» se volverá loco de alegría.
¡Nabé estaba ya en camino! Aquella misma mañana había recibido la carta de Diana que leyó con deleite. Claro que no tenía la menor idea del paradero de la Aldea de las Campanas. Había estado durmiendo en un carromato que le prestó uno de sus amigos, y todo cuanto tuvo que hacer antes de emprender la marcha fue asearlo, y devolver la llave a su propietario.
Nabé viajaba muy de prisa. Todas sus pertenencias iban en el interior de un gran pañuelo rojo atado por las puntas, y que colgaba del extremo de un bastón que apoyaba en su hombro, o lo llevaba debajo del brazo.
«Miranda», por supuesto, iba encima de uno de sus hombros; con su carita picara, con sus ojos brillantes y sus travesuras, resultaba más juguetona que un gatito.
—Ahora, «Miranda», de viaje otra vez —le dijo Nabé cuando emprendió la marcha—. Te lo has pasado estupendamente mandando a todos los demás monos y fingiéndote la «Princesa Miranda», demasiado encumbrada y altiva para trabajar en el circo.
«Miranda» parloteó alegremente a modo de contestación, mientras Nabé la escuchaba muy serio como si entendiera perfectamente todas sus palabras, y contestándole lo mismo.
—Bien. Celebro oír que te has divertido tanto. ¿Ahora a quién crees que vas a ver? ¡Adivínalo!
«Miranda» volvió a cuchichear junto a su oído.
—¡Acertaste, «Miranda»! Vamos a ver a Diana, Roger y Chatín —dijo Nabé—. ¡Sin olvidar a «Ciclón»!
«Miranda» dio un par de saltos, algo más excitada esta vez. Había reconocido el nombre de «Ciclón» y la imagen del «cocker» negro apareció en su mente. Muy emocionada comenzó a mordisquear la oreja de su amo.
—Basta, basta —le dijo Nabé—. Ten cuidado con mi oreja. Casi te la has comido toda.
La gente sonreía al ver a aquel muchacho tan alto y ágil, caminando por la carretera con un monito encima de su hombro, y se volvían a mirarle. Daba gusto contemplar sus ojos azules tan brillantes y su rostro moreno. Con sus cabellos rubios como el trigo maduro, parecía la imagen de la salud.
Sacando la carta de Diana de su bolsillo leyó la dirección. Pensó que lo mejor sería preguntar por la ciudad de Lillinghame antes que por la pequeña Aldea de las Campanas. No era probable que los camiones o automóviles se dirigieran a un pueblecito tan pequeño, pero sí tal vez a Lillinghame o cerca de allí.
Se detuvo junto a la cuneta con «Miranda» sobre su hombro, haciendo señas con su pulgar cuando posaba algún camión. Al fin uno se detuvo y el conductor le invitó a tomar asiento a su lado.
—¿Eso es un mono? —le preguntó—. ¿Está amaestrado?
—Oh, sí —repuso Nabé—. Saluda a este caballero tan amable, «Miranda».
Y la monita le saludó elegantemente, llevándose la mano a la sien y volviéndola a bajar. El hombre se echó a reír.
—Bueno, he llevado a mucha gente en mi camión, pero nunca a un mono. Así tendré algo que contar a mi hijo pequeño cuando llegue a casa esto noche. ¿A dónde quieres ir, muchacho?
—¿Conoce usted Lillinghame? —preguntó Nabé.
—Nunca lo he oído nombrar —replicó el hombre—. ¿Dónde está eso?
—Pertenece al condado de Somerset —dijo el niño mirando la carta de Diana, y el hombre lanzó un silbido.
—Eso está muy lejos, pequeño. No llegarás antes de mañana, a menos que tengas mucha suerte. Yo voy tan sólo a unos cincuenta kilómetros en esa dirección, pero luego me desvío. Entonces tendrás que buscar otro camión que vaya hacia allí, y te lleve.
—Bien, gracias —repuso Nabé; subió al camión emprendiendo así la primera etapa de su largo viaje hacia la Aldea de las Campanas.