Capítulo IX - Charla a la hora de la merienda

Los niños pagaron el importe de los helados y regresaron lentamente a casa de Ana Pimienta.

—¡Una casita en mitad del Bosque de las Campanas! —repitió Diana algunas veces—. ¡Esto parece cada vez más salida de una canción de cuna… o de un cuento de hadas!

—¿Os fijasteis en lo extraños que eran los ojos verdes de Noemí Barlow? —preguntó Roger—. Las brujas tienen los ojos verdes… o por lo menos eso se dice.

—No seas tonto —replicó Chatín—. Ella no se parece en nada a una bruja… a mí me pareció muy simpática.

—Yo no digo que no lo sea, ni que se parezca —dijo Roger—. Sólo he dicho que tiene unos ojos muy extraños. No soy tan tonto como para creer en brujas.

—Yo creo que es exactamente igual a Caperucita Roja si ésta envejeciera —comentó Diana—, con esa capa roja y la caperuza. Imaginas a Caperucita Roja conservando la misma capa durante años y años.

—Probablemente se le quedaría pequeña al crecer —dijo Chatín, que ya empezaba a cansarse de hablar de ojos verdes, brujas y capas—. Volvamos a casa de prisa. Empiezan de nuevo a flaquearme las piernas.

—Tú y tus piernas —replicó Diana—. A mí no me parece que les ocurra nada malo.

La señorita Pimienta insistió en que volvieran a hacer la siesta aquella tarde, aunque Chatín, cuyas piernas parecían haberse repuesto milagrosamente, deseaba ir a alquilar un caballo para montar por el campo.

—Pues no puede ser —dijo la señorita Pimienta—. Tenéis que descansar.

—¿No podría descansar sólo un cuarto de hora, y luego llevar a «Ciclón» a dar un paseo? —preguntó Chatín—. Está gordísimo. Necesita andar.

—Estoy de acuerdo contigo —replicó el aya—. Está demasiado gordo… y necesita un largo paseo. Yo misma le llevaré esta tarde con «Tirabuzón»… aunque cuando vuelva tal vez habré perdido el juicio teniendo a mi alrededor dos perros tan locos.

—Ja, ja…, qué chiste —replicó Chatín automáticamente, ya que no tenía gran opinión de las bromas de la señorita Pimienta—. No…, gracias… prefiero que «Ciclón» esté en la cama conmigo. Usted puede llevarse a «Tirabuzón».

—Muchísimas gracias —replicó el aya—. ¿Ahora queréis subir arriba inmediatamente como se os ha mandado? Os advierto que si empezáis a desobedecer, volveré a emplear un antiguo castigo que no os gustará.

—¿Cuál es? —preguntó Chatín con gran interés—. Estoy seguro de que sus castigos no me importarían mucho, señorita Pimienta.

—Bien —repuso el aya—. Entonces prueba éste… nada de mermelada ni pasteles para merendar… sólo pan con mantequilla.

Aquello no resultaba muy atrayente, de manera que Chatín apresuróse a subir la escalera seguido de su perro. Estaba seguro de que a la hora de la merienda tendría demasiado apetito para resistir un castigo como aquél.

Sintióse más cansado de lo que creía y durmió profundamente hasta la hora de merendar, con «Ciclón» tumbado a sus pies. «Tirabuzón» no podía comprender por qué desaparecía cada tarde su compañero, y después de estarle buscando en vano por todos los lugares imaginables, incluyendo la carbonera, se marchó a dar un paseo con la señorita Pimienta.

Chatín se alegró mucho de que la señorita Pimienta no dijera de nuevo que no podía tomar mermelada ni pastel para merendar, ya que sentía un gran apetito después de su prolongada siesta.

—¡Bollitos calientes! —exclamó tocando el plato que desprendía calor—. ¡Estupendo! ¡Mantequilla y miel hecha en casa! No podría ser mejor. ¿Y qué es eso de ahí? ¿Pan de higo? Oh, vaya…, ¿por dónde voy a empezar?

—No seas tan glotón, Chatín —le dijo Diana sirviéndose un bollo—. Y no te atragantes. Tienes tiempo de sobra hasta que le toque el turno al pastel.

—Cállate —le dijo Chatín—. ¡Deja tus recomendaciones para cualquier otra ocasión!

La señorita Ana miró a su prima sonriendo.

—Se están recuperando muy de prisa de la gripe —dijo.

—Sí —repuso la señorita Pimienta—. Chatín, ¿quieres decir a «Ciclón» que se quite de encima de mis pies? Me parece que tiene la impresión de estar encima de los tuyos, y la verdad es que pesa mucho.

«Ciclón» se trasladó de sitio e inmediatamente «Tirabuzón» ocupó su lugar y el aya tuvo que aguantarse. No iba a decirle a su prima que le quitara de allí. A los perros les gusta hacer esas cosas mientras las personas comen.

—Quisiera saber si Nabé vendrá pronto —dijo Chatín—. ¿Habrá recibido ya nuestra carta?

—Pues claro que no —repuso Diana—. Si la hemos echado esta mañana.

—¿De veras? —exclamó su primo atónito—. ¿Sabes? Estas vacaciones me empiezan a resultar como todas… confundo el tiempo… y luego… los días pasan sin que me haya dado cuenta.

—No digas tonterías, Chatín —le dijo el aya, pero Roger y Diana sabían lo que su primo había querido decir.

—Señorita Ana —dijo Diana recordando a la anciana de los ojos verdes que vieran en la tienda—. ¿Conoce usted a una anciana llamada Noemí Barlow?

—Claro que sí —replicó la aludida—. Hace muchos años trabajó para mi madre… y por cierto que era muy cumplidora. La recuerdo, aunque entonces era yo una niña pequeña. Ahora debe ser muy vieja.

—Vive en la casita del Bosque de las Campanas —dijo Roger.

—Si —replicó de pronto la señorita Pimienta—. Es una casita muy pequeña que está en medio del bosque… y que por su aspecto yo pensaba que debió pertenecer a Caperucita Roja.

—La anciana Noemí Barlow lleva una capa roja con capucha —dijo la niña—. Tal vez la llevase también cuando era mucho más joven y usted se fijara en ella, señorita Pimienta, y supongo que eso hacíale pensar en la casita de Caperucita Roja.

—¿Sabe usted algo de la anciana Mamá Barlow que solía vivir en esa misma casita hace muchísimos años? —preguntó Roger.

—No —contestó la señorita Ana—. Sólo he oído ese nombre en alguna parte, pero nada más. ¿Cómo te has enterado?

—Esta mañana estuvimos hablando con el bisabuelo de Mamá Hubbard.

—¡Mamá Hubbard! —exclamó la señorita Ana sorprendida—. ¿Quién es?

—Bueno, es posible que ése no sea su verdadero nombre —dijo Roger—. Pero vive en casa Hubbard y se parece extraordinariamente a Mamá Hubbard. Tiene un bisabuelo viejísimo… él dice que tiene más de cien años…, pero parece que tenga doscientos.

—No seas absurdo, Roger —le dijo el aya—. Sé a quién te refieres, por supuesto. No sé cuál será su verdadero nombre…, todos le llaman el abuelo.

—Su verdadero nombre es Hugo Dourley, y nos ha hablado de los antiguos Dourley que vivieron en el Antiguo Ayuntamiento —dijo Diana—. Él nos habló de Mamá Barlow. Dice que ella sabe todo lo referente al pasadizo secreto que parte de allí.

La señorita Pimienta estaba asombrada…, pero su prima comprendió a lo que Diana se refería.

—¡Cuántas cosas habéis descubierto en un par de días! —dijo—. Ahora recuerdo algo más de Mamá Barlow. Debió vivir ochenta o noventa años atrás… cuando el abuelo era un muchacho.

—Entonces él pudo conocerla —comentó Diana—. Oh, qué lástima que ahora no viva… podría habernos contado todos los secretos del Antiguo Ayuntamiento. ¡Tal vez supiera incluso qué era lo que hacía sonar las campanas para advertir al pueblo de los peligros!

—Oh, ésa es una antigua historia, casi una leyenda —repuso la señorita Ana—. ¡Las campanas no han sonado en toda mi vida! Y podéis estar seguros de que si tocaron alguna vez, fueron movidas por manos humanas. Las personas como la vieja Barlow son las que cuentan esas raras historias. Decían que era una bruja.

—¿Y lo era realmente? —quiso saber Diana—. ¡Oh, señorita Ana! Entonces no es extraño que Noemí Barlow tenga los ojos verdes… ¡los habrá heredado de Mamá Barlow, la bruja!

—No lo toméis demasiado en serio —les dijo la señorita Pimienta—. Esto son viejos cuentos y leyendas, que quizá no tengan nada de verdad. Mamá Barlow debió ser probablemente una anciano caritativa, que sabía mucho de hierbas y raíces de las plantas con las que preparaba medicinas y ungüentos para curar toda clase de enfermedades. ¡Eso hubiera sido suficiente para que pasara por bruja ante los ojos de la gente ignorante del pueblo!

—Me gusta este sitio —exclamó Diana—. Me encantan los lugares antiguos y llenos de historias. A veces se mezclan trozos de verdad y resulta emocionante ir desenredándolos y descubrir lo que hay en ella.

—Y en cuanto al abuelo, es igual que un libro de historia viviente —dijo Roger—. Vaya, ¡hasta nos contó un cuento de unos lobos que bajaron a la Aldea de las Campanas!

—Eso puede ser bien cierto —fue la respuesta de la señorita Ana—. Hay un lugar fuera del pueblo llamado Villalobos… es tan sólo un caserío en una cañada… donde se supone que los lobos se refugiaban durante el invierno.

—Ojalá despertáramos una mañana, transportados al pasado —suspiró Diana—. Sólo para ver cómo era. Podríamos ver a Mamá Barlow pasar bajo la ventana, camino de su trabajo.

—Y un muchacho alegre y retozón, caminando con su hermano hacia el campo para trabajar —continuó Roger sonriendo.

—¿Quiénes serían? —preguntó Diana.

—El abuelo y su hermano Jim —replicó Roger—. Sé que resulta un poco difícil imaginar al abuelo joven, pero debió serlo.

—Y tal vez una noche oyéramos sonar las campanas del Antiguo Ayuntamiento —dijo Chatín—. Y si fuéramos a visitarlo, estaría lleno de los Dourley que vivieron allí… niños como nosotros, pero vestidos de otra manera.

—Y sus perros —prosiguió Roger—. Supongo que serían como «Ciclón» y «Tirabuzón». Los empleaban mucho para sus juegos campestres.

Los dos perros se habían puesto en pie al oír sus nombres, y salieron de debajo de la mesa meneando el rabo y fueron a poner sus pezuñas encima de Chatín y Roger.

—¿Estáis cansados de esta estúpida conversación? —les preguntó Chatín tirando de las largas orejas de «Ciclón».

—Me parece que habéis estado sentados demasiado tiempo-dijo la señorita Pimienta retirando su silla. —¿Habéis terminado todos?

—Vaya, no hemos dejado nada —exclamó Chatín, y era cierto. Todos los platos estaban vacíos, el pan de higo había desaparecido así como el pastel de frutas.

—Espero que ahora podréis resistir hasta la hora del de-ayuno —dijo la señorita Pimienta sorprendiéndose al oír que le contestaban a coro:

—¡No, señorita Pimienta, no!