Capítulo VIII - Una mañana en la aldea

Los niños echaron a andar por el camino, sintiéndose algo aturdidos por todo lo que habían oído, y llegaron al Antiguo Ayuntamiento mientras los dos perros correteaban juguetones. Estaban hartos de verse atados, aunque Mamá Hubbard les había proporcionado, otra vez, sendos huesos para que se estuvieran quietos.

Se detuvieron ante el antiguo edificio de piedra.

—No me hubiera gustado vivir aquí —dijo la niña—. Con esas ventanas tan pequeñas que apenas dejan entrar la luz, los suelos y paredes de piedra, y tan frío… ¡Uf! Debe ser un lugar muy incómodo.

—¡Y sin saber nunca cuándo iban a tocar las campanas por sí solas! —exclamó Chatín—. Me hubiera asustado mucho. ¿Cómo es posible que las campanas toquen solas? Quiero decir… que en realidad ellos no pueden sonar si nadie las mueve.

—No hablemos de eso —dijo Diana estremeciéndose—. Supongo que en realidad eso serán leyendas. No suceden cosas así.

La mujer que actuaba como guía, salió a barrer el patio, viendo a los niños detenidos ante la entrada.

«Ciclón» corrió en seguida hacia ella dando saltos a su alrededor con su alegría acostumbrada, pero ella le apartó con la escoba.

«Ciclón» no podía resistirse a las escobas y trató de morderla pensando que la mujer trataba de jugar con él.

En aquel momento quiso intervenir también «Tirabuzón», y la guardiana se puso realmente furiosa y asustada, empezó a tratarlos a escobazos y los perros casi se vuelven locos de alegría.

—¡«Ciclón»! ¡«Tirabuzón»! Venid aquí —les gritó Roger al fin, y los perros acudieron obedientes, mientras la mujer les decía con aire amenazador:

—No volváis a traerlos por aquí, u os denunciaré.

—¿A quién? —preguntó Roger—. ¡Díganoslo! ¿Es que existe algún señor Dourley a quien pueda denunciarnos? De ser así nos gustaría conocerle. Quisiéramos hacerle algunas preguntas acerca de ese pasadizo secreto.

La mujer dejó de barrer para mirar a Roger.

—¿Qué pasadizo secreto? ¿Y qué preguntas tenéis que hacer? Ya lo visteis, ¿no es cierto?

—Sí…, pero usted dijo que terminaba bruscamente, y nos hemos enterado de que no es así —replicó Roger.

—Bien, pues os habéis enterado mal —repuso la mujer—. Es así. ¡Yo misma lo he visto! Ha sido tapiado de manera tal que en realidad ha dejado de ser un pasadizo, ya que termina pronto.

—¡Oh! —exclamó Roger que no encontró nada mejor que decir. No se le había ocurrido aquella solución. Los pasadizos secretos a menudo son tapiados cuando ya no se utilizan. Y era muy probable que lo hubieran hecho con aquél, y con mayor motivo ya que el Antiguo Ayuntamiento era ahora un museo en el que nadie habitaba.

—¿Sabe usted a dónde conducía ese pasadizo? —preguntó Chatín.

—A ninguna parte —fue la pronta respuesta de la mujer—. El techo se vino abajo y quedó intransitable… nadie podría pasar por él.

—¿Pero a dónde conducía antiguamente? —insistió Chatín.

—No creo que nadie lo sepa —dijo la mujer volviendo a barrer pero sin apartar los ojos de «Ciclón» y «Tirabuzón» que la observaban deseosos de volver a morder la escoba—. Hace siglos que no se utiliza. De todas maneras, a nadie le interesaría explorar ese pasadizo en ruinas… el techo amenaza con hundirse durante todo el trayecto.

—Entonces es largo… —dijo Roger, pero la mujer no contestó, limitándose a lanzar un gruñido de impaciencia, y tras sacudir el polvo de la escoba, desapareció en el interior del oscuro vestíbulo.

—Es muy irritable esta mujer, ¿no os parece? —dijo la niña—. Bueno… supongo que tiene razón. El pasadizo era un peligro, no servía de nada y lo tapiaron cuando el Ayuntamiento comenzó a exhibirse al público. Me atrevo a asegurar que hace muchísimos años que el edificio no se habita y como todo debía estar en mal estado, alguna sociedad debió comprarlo, abriéndolo de nuevo para que lo visitaran los turistas y viajeros.

—Es un lugar bastante extraño, amueblado con cosas antiguas y olvidadas, que más bien parecen producto de un sueño —dijo Chatín.

Sus primos le miraron sorprendidos.

—¿Es que te has vuelto poeta, o algo por el estilo? —exclamó Roger.

—No —replicó Chatín enrojeciendo al oírse llamar poeta—. Este lugar me ha impresionado. Es tan misterioso… con sus cámaras y pasadizos secretos, y esas campanas que tocan solas. Me horrorizaría pasar una noche aquí.

—Bueno, nadie te lo ha pedido —repuso su primo—. ¡De manera que no te preocupes!

—¡Mirad… «Ciclón» ha entrado en el Ayuntamiento! —dijo Diana de pronto—. ¡«Ciclón»! ¡«Ciclón»! ¡«Ciclón»!

El perro salió llevando en la boca un cepillo con aire muy satisfecho.

—¡Eres un estúpido! —dijo Chatín quitándoselo. Era un cepillo pequeño y duro de los que se utilizan para cepillar las alfombras y las esteras.

Chatín se acercó sigilosamente a la puerta de entrada y atisbo el interior. No parecía haber rastro de la mujer guía, de manera que se dispuso a entrar para devolver el cepillo, mas una voz airada le hizo pegar un respingo.

—¡Vamos! ¡Ya veo que pretendes entrar sin pagar! Si volvéis a molestarme vosotros o los perros, me iré en seguida a la comisaría de policía, para pedir que os castiguen por vuestro comportamiento.

Chatín vio a la mujer en el fondo del vestíbulo, como una bruja negra recortándose contra la luz que penetraba por una ventana estrecha, y echó a correr mientras los otros se reían de él, al verle salir a tal velocidad que casi se cae encima de los perros.

—¿Es que has oído sonar las campanas o algo por el estilo? —preguntó Roger—. Vaya… tus piernas ya no deben parecer de gelatina o no hubieras ido tan ligero. ¡Y luego hablan de la propulsión a chorro!

—¡Oh, basta! —exclamó Chatín enojado—. Vamos a tomar un helado… ¡si es que los hay en esta vieja aldea! ¡Probablemente ni siquiera habrán oído hablar de ellos!

Continuaron andando hacia el pueblo, y Diana se puso a hablar del bisabuelo de Mamá Hubbard.

—Oírle hablar, es como ir volviendo las páginas de un libro de historia —dijo—. ¿No es curioso que lo confunda todo… el pasado y el presente… y creyera que nosotros éramos gente del pasado que habíamos ido a arrancarle sus secretos y a castigarle? Pobre hombre.

—Y pensar que estuvo en ese pasadizo secreto y que encontró esos libros antiguos y esa caja de madera tallada —dijo Chatín—. Supongo que esa caja habrá desaparecido hace mucho tiempo… dijo que se la había llevado su hermano, ¿verdad? Pero es muy probable que los libros estén aún por alguna parte.

—Probablemente se asustaría temiendo que alguien descubriera que se los había llevado —intervino Roger—, y debió esconderlos durante años. Después tal vez se olvidase de ellos, y su biznieta los encontraría al hacerse cargo de la casa de su bisabuelo.

—Y es muy posible que lo echara al cubo de la basura —dijo Diana—. ¡Figuraos, el pobre viejo no sabe leer! ¡Qué tortura tener unos libros tan raros y tan interesantes y no poder leerlos!

—No creo que tampoco pudiéramos nosotros —dijo Roger dirigiéndose hacia un pequeño establecimiento donde al parecer vendían de todo—. Supongo que estarían escritos en esa escritura antigua tan peculiar en donde todos las «haches» son «efes».

—O tal vez en latín —dijo la niña—. Bien, Chatín, tú podrías traducirlos perfectamente, ¿verdad? Sabes mucho latín.

Chatín le dio un empujón. Todos sabían que las notas de Chatín en latín no eran demasiado buenas… no era una asignatura en la que estuviera fuerte.

Sentáronse para tomar los helados, que eran muy buenos y hechos con crema auténtica. Después bebieron naranjadas y sintiéronse mucho mejor.

—Casi me estoy olvidando de que tuvimos la gripe —dijo Chatín sorbiendo la naranjada con una pajita—. Me encuentro mucho más fuerte.

—¡Qué lástima! —repuso su primo—. Volverás a ponerte insoportable.

—No seas gracioso —dijo Chatín—. Aún no me siento lo bastante fuerte como para darte un puñetazo, cuando haces esos comentarios tontos… ¡pero no tardaré en estarlo!

—Guau —ladró «Ciclón», poniendo una pata sobre la rodilla de Chatín y el niño le miró.

—¿Qué quieres? Si no te gusta la naranjada.

—Puede que tenga sed —dijo la dueña de la tienda poniendo en el suelo un plato con agua para los perros, que ellos bebieron ruidosamente.

—¡Oh, gracias! —dijo Chatín—. ¡Qué amable es usted!

Sonó el timbre de la puerta y entró alguien. Diana dio un codazo a Roger.

—Parece salida de un cuento de hadas —susurró al ver a una anciana menudita, con una capa roja, cuya caperuza colgaba sobre sus hombros.

—Caperucita Roja que ha envejecido —replicó el niño, y Diana asintió encantada. Sí… Caperucita Roja convertida ya en anciana… y tal vez siguiera viviendo en la misma casa de su niñez. Era imposible… claro… ¡pero a Diana le gustaba imaginar cosas así!

—Una libra de mantequilla, por favor… una onza de pimienta negra… una bolsa de harina… y un tarro de miel —dijo la cliente con una vocecita muy clara, y mientras esperaba se volvió a mirar a los niños.

Tenía unos ojos muy curiosos… casi verdes, y su boca era la de una mujer vieja, hundida y sin dientes, pero sus ojos seguían siendo brillantes. Sus cabellos eran blancos como la nieve y ensortijados, e inclinó la cabeza al sonreír a los niños.

—Buenos días —les dijo con su vocecita casi infantil—. ¿Estáis de paso aquí?

—Sí —repuso Diana cortésmente—. Nos hospedamos en casa de la señorita Ana Pimienta. Hemos tenido la gripe y por eso todavía no hemos vuelto al colegio. ¿Conoce usted a la señorita Pimienta?

—¡Oh, sí! —repuso la ancianita—. Hace años trabajé para su madre. Decidle que me habéis visto… me recordará muy bien.

—Lo haré —dijo Diana—. ¿Cuál es su nombre?

—Barlow —repuso la viejecita—. Noemí Barlow, y vivo en los Bosques de las Campanas.

—¡Barlow! —exclamaron los tres niños a un tiempo. Habían recordado inmediatamente lo que les dijo el bisabuelo. «¡Pregúntaselo a Mamá Barlow!». ¿Sería ésta la misma Mamá Barlow a quien él se refería?

Antes de que se decidiera a preguntárselo, la vieja había salido ya de la tienda con sus compras, y Diana dirigióse a la tendera:

—Hoy hemos oído hablar de una Mamá Barlow —dijo—. Supongo… supongo que ésta no sería Mamá Barlow, ¿verdad?

La tendera se echó a reír.

—No, qué va… Mamá Barlow existió hace mucho tiempo… antes de que yo naciera. Vivía donde vive ahora la vieja Noemí… en la casita del Bosque de las Campanas.