Capítulo VII - El bisabuelo cuenta

No hay palabras para describir la emoción de los niños, que miraron al anciano como hipnotizados hasta que al fin, habló Diana.

—¿De veras va a hablarnos del Antiguo Ayuntamiento? Es un lugar tan lúgubre y misterioso… y lleno de secretos. Vimos la cámara secreta de la chimenea y…

—Oh, eso —dijo el anciano con desprecio—. No vale gran cosa, y dudo de que nunca se escondiera nadie allí.

—Y vimos cómo se corría el tapiz que mueve el resorte para que se abra el panel grande —dijo Chatín—. Pero la guardiana no nos dejó ver el pasadizo secreto que hay detrás.

—¡Ah, cuántas veces he estado allí! —replicó el bisabuelo riendo entre dientes.

—¿Para qué sirve? —preguntó Roger—. ¿Era sólo un escondite, y no un pasadizo de verdad? ¿Termina bruscamente como dice esa mujer?

—¡Bruscamente! —exclamó el anciano asombrado—. No, no es cierto. ¿De qué serviría entonces? No, no, jovencito… ése era un medio de escapar de la casa hace siglos. En aquellos tiempos habían días buenos y días malos, como ocurre ahora… y las gentes de la Aldea de las Campanas nunca sabían cuándo podían llegar enemigos… o bandas de salteadores de caminos… o traidores en busca de venganza. Aquellos tiempos eran muy crueles, según le oí contar a mi bisabuelo.

—¡Su bisabuelo! —exclamó la niña asombrada—. Cielo santo… ¿Qué edad tenía usted cuando su bisabuelo le contaba esas historias?

—De eso hará ya cerca de cien años —replicó el anciano—. Victoria ocupaba el trono, y era una mujercita muy menuda. Se dice que visitó una vez esta aldea, pero eso no lo recuerdo bien.

—Continúe, por favor —le dijo Diana—. ¿Qué edad tenía su bisabuelo cuando le contaba esas cosas?

—Oh, era muy Joven —replicó el anciano con una risa muy curiosa—. Tal vez tuviera sólo sesenta años, poco más o menos. Pero sabía muchas cosas que le había contado su abuelo, ¡y que vosotros no creeríais!

Los niños le miraban cómo entrecerraba los ojos bajo las pobladas cejas, como si rememorara un pasado que a él le parecía tan cercano como aquel mismo día de mayo soleado y cálido. ¡Es curioso ser tan viejo… y qué extraño resulta leer las páginas de la historia en la propia mente, en vez de hacerlo en las de un libro!

Diana dio unas palmaditas cariñosas sobre la mano del anciano.

—¿Le estamos cansando? —le dijo—. ¿No puede contarnos algo más? ¿Qué le contaba el abuelo de su bisabuelo a su nieto?

El anciano comenzó a relatar una serie de extrañas historias.

—En los tiempos en que los lobos merodeaban por estos alrededores… —comenzó a decir, y los niños creyeron encontrarse en los tiempos de Robín de los Bosques.

En aquellos tiempos en que había lobos, hubo un invierno muy crudo. La tierra estaba tan dura que mi bisabuelo dice que si la golpeaban con un martillo saltaban chispas, pero eso es un cuento, naturalmente. Pues bien, una noche los lobos entraron en tropel en la Aldea de las Campanas buscando ganado, gallinas, e incluso seres humanos.

—¡Qué horrible! —exclamó Diana estremeciéndose—. ¡Debe hacer muchísimo tiempo de eso!

—Ya os dije que era en tiempos del abuelo de mi bisabuelo —replicó el anciano impacientándose porque le interrumpían—. La gente dormía, y los lobos se fueron acercando y al llegar a la casa de Mamá Barlow en el Bosque de las Campanas, la olfatearon, y allí se detuvieron aullando…

El anciano inclinóse repentinamente hacia delante y los niños se sobresaltaron.

—¿Y qué suponéis que ocurrió? —preguntó elevando su voz cascada—. ¡Pues que las campanas del Antiguo Ayuntamiento comenzaron a sonar potentes y claras… y con tal fuerza que despertaron a todo el vecindario!

Reclinóse de nuevo sin decir más.

—Supongo que la gente oiría aullar a los lobos al despertarse y les ahuyentarían rescatando a la pobre Mamá Barlow —dijo Diana al cabo de unos minutos pensando que era necesario conocer el final de la historia.

—Ay, eso es —replicó el bisabuelo pareciendo despertar de nuevo—. Pero hay una cosa extraña, señorita… y es que nadie hizo sonar las campanas… ¡tocaron solas!

Diana se estremeció.

—Eso es lo que dijo la guardiana del Ayuntamiento —recordó—. Dijo que las campanas habían tocado solas la noche que fue asesinado el hijo de Hugo Dourley… y que desde entonces tocan siempre que se acerca algún enemigo. ¡Y como los lobos eran enemigos del pueblecito, supongo que por eso volvieron a tocar! ¡Qué fantástico! ¡Qué prodigioso!

—¿Y han tocado también otras veces? —quiso saber Chatín, que estaba emocionado con todo aquello.

—Oh, sí… una vez que unos forajidos se acercaron de noche —repuso el bisabuelo—. Y el día que los soldados vinieron a llevarse prisionero al viejo Dourley… eso fue en tiempos de mi bisabuelo. Me lo contó muchísimas veces. De pronto comenzaron a sonar las campanas, y el viejo Jaime Dourley logró escapar por el pasadizo secreto.

—El pasadizo secreto… ¡el mismo que vimos ayer! —exclamó Roger—. No es posible entonces que no conduzca a ninguna parte.

—Los soldados fueron tras él —continuó el anciano—. Fueron bajando escalón tras escalón…, pero él consiguió huir.

—¿A dónde conduce el pasadizo? —preguntó Roger interesadísimo.

—Pregúntaselo a Mamá Barlow —le replicó el anciano lanzando de nuevo su extraña risita—. Ella lo sabe muy bien.

Los niños se miraron intrigados.

—Pero… usted dijo que Mamá Barlow vivía en los tiempos en que habían lobos —dijo Diana—. Ahora no es posible que esté viva.

—Pero ella estuvo allí —repuso el anciano—. En su vieja casita. Y os digo que lo sabe. ¡Ah, vaya si lo sabe! Pero yo no descubro los secretos.

Aquello era exasperante. El anciano debía confundirse. Tal vez se estuviera fatigando de tanto hablar, y confundiera el pasado con el presente.

—¿No sabe a dónde conduce el pasadizo secreto? —le preguntó Diana intentándolo de nuevo—. ¿Va hasta el sótano del Antiguo Ayuntamiento, o va a…?

—Va a Mamá Barlow —insistió el anciano obstinado—. Yo, y Jim, mi hermano, bajamos allí una vez… y encontramos algunos libros antiguos.

—¡Libros antiguos! —exclamó Chatín excitado—. Oiga, ¿los conserva todavía?

—¿Dónde los encontró… en el pasadizo o en casa de Mamá Barlow? —preguntó Roger convencido de que el anciano se estaba confundiendo.

—Abajo, en el pasadizo —susurró el bisabuelo como si fuera un secreto—. Había una especie de armario pequeño… escondido… y yo y Jim lo abrimos. Encontramos libros y papeles… y una caja de madera tallada… y no me acuerdo qué más.

—¿Los cogieron? —preguntó Chatín después de una pausa—. En realidad no eran suyos, de manera que supongo que no lo harían.

El anciano volvió a mirar hacia el pasado no tardando en murmurar excitadamente:

—¿Acaso Jim y yo no pertenecemos a la familia Dourley? ¿No éramos también Dourley aunque viviéramos en una pequeña casita, y no en el Antiguo Ayuntamiento? ¿Quién conocía la existencia de aquellas reliquias? No tenían valor alguno. Pensamos que algún antepasado Dourley los había escondido allí tiempo atrás… y puesto que nosotros éramos Dourley, ¿por qué no podíamos llevárnoslos?

Los niños hubieran podido darle una serie de razones para demostrarle que él y su hermano no debieron haberlos cogido, pero nada dijeron. Lo que deseaban saber era… ¡si todavía existían aquellos tesoros!

Diana dirigióse al anciano que ahora parecía sumido en el pasado, habiéndole suavemente, cariñosamente, como si fuera un niño.

—Abuelo…, no se preocupe por eso. Usted los cogió, y los trajo a su casa. ¿Los conserva aún?

—Ay, nos los llevamos a casa —dijo el anciano mientras una luz iluminaba sus ojos empañados—. Jim se quedó con la caja y con los libros.

—¿De qué trataban esos libros? —preguntó Roger.

El viejo gruñó:

—¿Cómo voy a saberlo? No sé leer. Nunca recibí instrucción alguno, pero no he sido peor por eso.

Aquello era descorazonador. Diana volvió a intentarlo.

—¿Qué fue de esos libros, abuelo? ¿Los tiene todavía?

—Preguntarle a mi biznieta —replicó el anciano—. Ella es quien guarda todas mis cosas, pero ¿para qué sirven unos libros viejos?… ¡sin duda los habrá quemado hace tiempo!

—Abuelo, díganos exactamente a dónde conduce el pasadizo secreto —suplicó Chatín.

El viejo le miró tan ferozmente que el niño se echó hacia atrás asustado.

—Jim y yo fuimos azotados por entrar allí —dijo—. Alardeamos de ello, ¿sabéis…?, y Paul Dourley, que entonces vivía en el Ayuntamiento, nos hizo azotar hasta que pedimos clemencia. Dijo que si contábamos lo que sabíamos, nos expulsaría de la Aldea de las Campanas enviándonos a un país extranjero donde trabajaríamos de esclavos. De manera que Jim y yo no dijimos nada. No voy a hablar más de esto. Ya os he dicho bastante. ¿Y quiénes sois vosotros a fin de cuentas?

Su voz se fue elevando así como su figura, que ahora sobresalía de la butaca.

—Pues… ya sabe usted quiénes somos —le dijo Diana asustada—. Sólo somos tres niños. Su biznieta ya le dijo nuestros nombres, y no queremos hacerle ningún daño, ni causarle molestias.

Pero el anciano seguía perdido en el pasado y no era capaz de situar a los niños en el presente, aunque los contemplara fijamente mientras volvía a reclinarse en su sillón.

—¿Quiénes sois vosotros? ¡Unos desconocidos que habéis venido a arrancarme mis secretos! ¡Acosándome a preguntas, hurgando y atormentándome!

Alzó la voz, y su biznieta. Mamá Hubbard, vino corriendo al oírle.

—Vamos, vamos, abuelo… ¡no se excite! No os asustéis, pequeños. Os ha estado contando alguna de sus viejas historias, ¿verdad? Siempre le excitan.

—Pensó que estábamos tratando de arrancarle sus secretos —dijo Diana casi a punto de llorar—. Pero sólo estábamos interesados. Eso es todo.

—Pues, claro —replicó Mamá Hubbard—. Vamos, no os preocupéis. El abuelo no siempre obró bien… y algunas veces le remuerde la conciencia… y entonces tiene miedo. ¡Pero se olvida pronto!

Volvió a reclinar al anciano contra los almohadones, y luego acompañó a los tres niños hasta el interior de la casa, donde miraron a su alrededor para ver si descubrían algún libro antiguo. No quisieron preguntar por ellos en aquel preciso momento, después de haber inquietado al anciano.

—Tengo que volver con mi bisabuelo —les dijo Mamá Hubbard llevándoles hasta la puerta—. Volved siempre que queráis. ¡Seréis bien recibidos!