Capítulo VI - Noticias de Nabé

Al día siguiente los tres niños no se despertaron tan tarde. A decir verdad, desayunaron con la señorita Pimienta, y su prima Ana, aunque con cierto retraso.

Y junto al plato de Roger había una carta con la letra característica de Nabé… grande, extendida e inclinada que llenaba todo el sobre. ¡Vaya, vaya, vaya!

Roger la cogió.

—¡Mirad… carta del bueno de Nabé! Es curioso que precisamente anoche estuviéramos hablando de él. Me gustaría saber si tendremos oportunidad de verle.

Y rasgando el sobre leyó la carta en voz alta mientras Diana y Chatín le escuchaban interesados y con suma atención.

“Querido Roger:

Te escribo sólo para decirte que otra vez estoy sin trabajo, después de dejar uno muy bueno, por cierto. ¿Qué crees tú que he estado haciendo? ¡Cuidar de una «troupe» de monos en un circo! Claro que eso es lo mío. «Miranda» lo pasó en grande… ha sido el jefe de todos, dándose mucha importancia, y mandándoles a todos.

Pues bien, reuní bastante dinero y pensé que sería agradable veros de nuevo. Lo malo es…, ¿no tendréis que volver al colegio? Si es así, no podrá ser, naturalmente, y tendré que esperar a veros más adelante, pero si no habéis de regresar aún, decídmelo e iré a veros haciendo «auto-stop», no importa por lejos que esté. ¡No puedo descuidar a mis amigos tanto tiempo, o vana olvidarse de mí!

Hasta la vista… que espera sea pronto, tu amigo,

Nabé

—«Miranda» os envía cariñosos recuerdos».

Los tres niños se miraron muy contentos.

—¡El bueno de Nabé! ¡El bueno de Nabé! Haremos que venga aquí, a la Aldea de las Campanas, y así le veremos. ¡Qué suerte que todavía no hayamos regresado al colegio! —Roger se frotaba las manos de contento.

—Nabé no puede venir aquí con su mona —dijo la señorita Ana en tono enérgico—. No admito monos en mi casa. Si ese niño quiere buscar a quien cuide de esa mona estaré encantada de tenerle aquí… pero sin mona. Es mi última palabra.

—¡Oh! —exclamaron los tres, pues sabían perfectamente que nada del mundo podría persuadir a Nabé para que dejara a su mona con otra persona. Era algo inconcebible.

—Tal vez pueda hospedarse en otra casa del pueblo —le dijo la señorita Pimienta viendo el desencanto reflejado en el rostro de los niños.

—Sí. Aunque como estamos en mayo y hace tan buen tiempo probablemente dormirá al aire libre —dijo Diana recordando que Nabé no necesitaba un techo donde cobijarse como las demás personas—. Ya encontrará un granero o algún pajar.

—Muy bien —intervino la señorita Ana—. Pero yo no admitiré al mono en casa. Becky, tú cuidarás de que no entre aquí, ¿verdad?

La señorita Pimienta hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, Ana. No te preocupes… el mono no entrará aquí… aunque no es tan desagradable como tú crees. A mí no me da ningún miedo.

La señorita Ana no cedió.

—Pues yo nunca soportaré a un mono, nunca —le dijo—. Y a mi edad no voy a cambiar.

Los niños salieron al jardín después de haber hecho las camas y ordenado sus habitaciones. Diana cogió su pluma estilográfica, Roger papel y sobre, y Chatín, como de costumbre, se limitó a hacer algún que otro comentario sobre lo que debían decir a Nabé.

«Querido Nabé:

«Muchísimas gracias por tu carta. Te sorprenderá nuestra dirección, pero tuvimos la «gripe», y nos han enviado aquí para cambiar de aires, con Chatín y también «Ciclón», aunque el perro no la ha tenido, naturalmente. Aquí hay otro perro llamado «Tirabuzón», que se ha hecho muy amigo de «Ciclón», porque está tan loco como él».

—Cuéntale a Nabé cómo arrastra las alfombras —le apuntó Chatín.

Diana no le hizo caso.

—No sé si este «porque» se escribía junto o separado —dijo—. Sí, me parece que está bien. Voy a continuar.

Siguió escribiendo la carta mientras Roger y Chatín miraban por encima de sus hombros, respirando junto a su cogote.

«Todos nos sentimos muy débiles después de la gripe y…» —continuó escribiendo hasta que Chatín le interrumpió.

—Dile que mis piernas parecen de gelatina —le dijo.

—¿Tú crees que eso va a interesarle? —replicó Diana enojada—. ¿A quién le preocupan tus piernas? Y deja ya de respirar junto a mi cuello. Te pareces a «Ciclón».

El perro al oír su nombre quiso subirse a las rodillas de la niña haciendo que la pluma trozara una larga raya cruzando toda la carta.

—«Ciclón»… era una carta tan bonita, y ahora mira lo que has hecho. Menos mal que Nabé adivinará que fuiste tú. ¡Baja de ahí!

—Continúa, Di…, sólo has escrito: Todos nos sentimos muy débiles después de la gripe —dijo Roger—. ¿Vas a decirle cómo se llega hasta aquí? No debe tener idea de dónde está este lugar.

—Si piensa venir haciendo «auto-stop» ¿de qué sirve decírselo? —preguntó la niña—. Le diré solamente: «Enseña nuestra dirección a cualquiera que se avenga a llevarte en su automóvil y ellos te dirán si vas bien o no».

—Háblale del pasadizo secreto —dijo Chatín—. Le gustará.

—¿Es que acaso crees que estoy escribiendo un libro, o algo por el estilo? —exclamó Diana exasperada—. Y deja de respirar en mi cuello. Ahora voy a terminar la carta. Ya es bastante larga.

Y la terminó del modo siguiente:

«Aquí estamos con la señorita Pimienta, ¿la recuerdas, verdad? Nos hospedaremos en casa de su prima Ana, a quien no le agradan los monos, de manera que no podrás estar con nosotros, mala suerte, pero ya lo arreglaremos cuando te veamos. Muchos recuerdos a «Miranda».

«Tus amigos,

Diana, Roger y Chatín.

—«Ciclón» te envía su mejor ladrido».

Todos firmaron y Diana lanzó un suspiro de alivio.

—Vaya… ya está. Aborrezco el escribir cartas, pero es agradable decir a Nabé que venga. ¡Qué suerte que no hayamos regresado al colegio!

Echaron la carta al correo, y estuvieron calculando cuándo podría llegar Nabé.

—Mañana la recibirá —dijo Roger—. Y tal vez se ponga en seguida en camino. Si consigue viajar tan de prisa como suele hacerlo, tal vez esté aquí pasado mañana.

Esto les animó. Todos sintiéronse mucho mejor ahora que esperaban volver a ver a Nabé y «Miranda».

Recordaron los ojos azules de Nabé resaltando en su rostro tostado por el sol, y a «Miranda» con su carita grotesca. Sí…, sería muy agradable volverles a ver.

Cuando regresaban de echar la carta, pasaron por delante de la casita de Mamá Hubbard, y la anciana que estaba en el jardín cortando alhelíes les sonrió.

—Buenos días. Mamá Hubbard —dijo Chatín olvidando que aquél no era su verdadero nombre; sus primos le dieron un codazo por cada lado, y él trató de disculparse—. ¡Oh…, quise decir…, buenos días, señora!

La anciana se echó a reír.

—Llámame Mamá Hubbard si quieres —le dijo—. No me importa cómo me llamen. Y desde luego tengo un armario, aunque no está vacío.

—¿Y su bisabuelo está durmiendo también hoy? —preguntó Roger recordando al anciano de aspecto fiero, de pobladas cejas y la corona de cabellos blancos rodeando su cabeza.

—Iré a ver —repuso Mamá Hubbard desapareciendo, aunque no tardó en regresar—. No, no está dormido —les dijo—. Podéis ir a hablar con él. Tiene una memoria prodigiosa, aunque algunas veces se repite. Recuerda cosas que ocurrieron hace muchos años, mejor que las actuales. ¡Y en cambio olvida lo que ha cenado en cuanto lo ha comido, pobre hombre!

Tuvieron que dejar a los perros atados fuera, pues al abuelo no le gustaban, y Mamá Hubbard les acompañó hasta la parte posterior del jardín donde estaba sentado el anciano en su butaca cubierta de almohadones, fumando aquella larga pipa de arcilla.

—Buenos días —dijeron los tres niños contemplando maravillados sus espesas cejas. Apenas podían verle los ojos, y se preguntaron cómo vería, y Diana interiormente le comparó a un viejo perro pastor inglés cuyo pelaje cubre enteramente sus ojos.

—Buenos días a todos —respondió el abuelo señalando el suelo con su pipa de arcilla—. Sentaros y decidme vuestros nombres y quiénes sois. Nunca os había visto.

Le dijeron cómo se llamaban y el anciano se echó a reír al oír el nombre de Chatín.

—¡Ah!, te llaman así a causa de tu nariz respingona, ¿no es cierto? ¿Y ves la mía? Es como un botón… por eso solían llamarme Botón. Y Botón soy todavía para mis viejos compañeros… Botón Dourley soy y Botón Dourley moriré. He olvidado mi verdadero nombre. Tal vez fuese Juan, o tal vez Pedro. ¡Pero mi nariz me dio mi nombre como a ti te lo ha dado la tuya! —y el anciano, señalando con su pipa a Chatín, empezó a reírse de un modo que recordaba el cacareo que lanzan las gallinas cuando acaban de poner un huevo.

Lo que acababa de decir interesó mucho a los niños, que al oír su nombre aguzaron el oído. No era precisamente lo de «Botón» lo que llamara su atención, sino el apellido… Dourley. ¿Dónde lo habían oído antes? A todos les produjo la misma sensación.

Diana fue la primera en recordarlo.

—¡Hugo Dourley! —exclamó en voz alta—. Claro… ¡Hugo Dourley!

El anciano al oírla juntó todavía más las cejas y la señaló con su pipa.

—¡Ése es precisamente mi nombre, jovencita! Era Hugo… es cierto. Ni Juan, ni Pedro… sino Hugo. ¿Cómo llegué a olvidarlo? Pero ¿cómo lo sabes tú, pequeña?

Diana recordaba habérselo oído pronunciara la guardiana del Antiguo Ayuntamiento mientras les contaba la historia de la vieja mansión. ¿Qué fue lo que dijo? ¡Ah, sí! «¡En mil seiscientos cuarenta y cinco Hugo Dourley habitó en este edificio, y fue el primer causante de que esta aldea se llamara de las Campanas!», había recitado.

Diana contestó al bisabuelo:

—Oímos decir que un tal Hugo Dourley hizo poner las campanas del Antiguo Ayuntamiento —dijo—. Es un apellido tan poco corriente… Dourley… que me vino a la memoria en seguida que usted dijo que se llamaba Dourley. Eso es todo.

El anciano se había hundido más en su sillón y de sus ojos apenas si se veían dos ligeros resquicios, pero los abrió de pronto para inclinarse sobre los niños como si fuera a contarles un secreto.

—Hugo Dourley fue el bisabuelo de mi tatarabuelo —susurró—. Sí, yo soy uno de los Dourley de las Campanas. Sé todo lo referente a esa vieja mansión… cosas que nadie sabe. Puede que os cuente algunas… sólo unas pocas. ¿Queréis que os las cuente?