El pasadizo secreto
—No… iros o casa y asearos —les dijo la mujer enojada—. Ya estoy cansada de vosotros, y ahora me mancharíais todas las habitaciones.
—Bueno, ha sido culpa suya —replicó Chatín sacudiéndose con fuerza y haciendo volar el polvo—. Debía usted saber que aquello estaba sucio. Vamos… le pagaremos otras dos pesetas cada uno si nos enseña el pasadizo. ¿Dónde está?
—Volved mañana cuando os hayáis lavado y os lo enseñaré —contestó la mujer, pero Chatín sabía ser testarudo cuando se lo proponía.
—Si no nos lo enseña me pasearé por todo el edificio sacudiéndome el hollín —le amenazó golpeándose el pecho de tal manera que todos tosieron a causa del polvo.
La mujer frunció el ceño y no dijo más, sino que yendo hasta el vestíbulo cogió un manojo de llaves que estaba colgado de un clavo y cuando hubo escogido una, les llevó a una estancia reducida cuyas paredes estaban recubiertas de paneles de madera.
—El pasadizo secreto fue construido en el año mil setecientos cuarenta y ocho —dijo—. O por lo menos eso dicen las crónicas. Esta habitación fue construida entonces y la entrada al pasadizo está escondida detrás de los paneles. Sigue paralelo a ellos un corto trecho y luego desciende hasta los cimientos de la casa.
—¿Llega a los sótanos? —preguntó Roger.
—No. Les rodea, y termina bruscamente —replicó el guía.
—¿De qué servía entonces si no conduce a ninguna parte? —preguntó Chatín—. ¡Qué lástima!
—Probablemente lo usaban sólo como escondite —dijo la mujer—. Cabe más gente que en la pequeña cavidad de la chimenea. Vamos… ¡a ver si alguno de vosotros lo descubre!
Los niños miraron a su alrededor. La luz era bastante escasa, debido a que las ventanas estaban muy adornadas y no eran muy grandes. Además la hiedra que crecía en el exterior apenas dejaba penetrar la claridad.
Chatín comenzó a golpear los paneles, y al fin lanzó un grito de triunfo.
—¡Esto suena a hueco! Vosotros, golpead ahí, y luego aquí. ¿No notáis la diferencia?
Sí. Uno de los paneles sonaba a hueco, y los otros no. Pero Chatín no consiguió descubrir cómo se entraba al pasadizo por más que estuvo oprimiendo el panel por todas partes. Al final se volvió a la encargada.
—Díganos dónde está exactamente. Está muy bien escondido.
—Mirad —dijo la mujer acercándose a un enorme tapiz que había sobre la chimenea, y los niños la siguieron.
—Pero aquí no suena a hueco —protestó Chatín—. Lo hemos probado.
La mujer no dijo nada y alzó la mano hacia el sombrío rostro del antiguo tapiz, y que llevaba un yelmo, alzado sobre la frente, para apretar un botón que allí había bien oculto.
El gran tapiz fue corriéndose silenciosamente hacia un lado… cosa de unos diez centímetros… lo suficiente para dejar al descubierto un panel de madera algo distinto de los otros.
La mujer apoyó la mano con energía sobre el pequeño panel, que se hundió bajo su presión descubriendo un reducido espacio, lo bastante grande para que pudiera meterse una mano.
—Tocad este hueco —les dijo, y todos se agolparon curiosos y excitados para obedecerla. Aquello era algo misterioso… un secreto planeado por un cerebro inteligente, que tal vez fue de gran uso dos siglos atrás.
Cada uno de ellos percibió la existencia de un pomo en el fondo del hueco.
—Ahora apretadlo —dijo su guía, y Roger lo oprimió notando que desaparecía rápidamente bajo su mano, al mismo tiempo que algo crujía suavemente detrás de un panel cercano.
—El pomo acciona un resorte que a su vez permite abrir un panel mayor —dijo la mujer yendo hasta el panel en cuyo interior se oyera el crujido, y presionándolo consiguió que fuera corriéndose hasta ocultarse debajo de otro, dejando al descubierto una abertura lo bastante grande para que por ella pudiera pasar un hombre. La guardiana iluminó el interior con la linterna.
—Ahí tenéis —les dijo—. No hay mucho que ver en realidad. Sólo un pasadizo detrás de los paneles, que los sigue paralelamente unos metros, y luego desciende hasta terminar de pronto, como ya os dije.
—Quiero entrar —dijo Chatín introduciendo una pierna en el hueco.
La mujer le agarró bruscamente para impedírselo.
—¡No! —exclamó—. No se permite entrar a nadie. ¿Es que quieres ensuciarte más todavía de lo que estás? Sal de ahí en seguida.
Chatín luchó por desasirse con todas sus fuerzas para poder penetrar por la abertura y seguir el pasadizo secreto. ¿Porqué terminaba tan bruscamente? Entonces… ¿era sólo un escondite y no un pasadizo? No podía creerlo.
La mujer se puso furiosa.
—Te denunciaré —le dijo sin soltar la americana de Chatín—. ¿Es que quieres que pierda mi empleo? Ahora, haz lo que te digo. ¡Y escucha cómo ladran vuestros perros! Algo ocurre. Será mejor que vayas a ver qué es.
Chatín oyó los ladridos de «Ciclón» y «Tirabuzón», y de mala gana abandonó su intento, ¡pero se hizo el firme propósito de explorar aquel pasadizo secreto antes de que terminaran sus vacaciones!
Los tres corrieron hasta la entrada del Antiguo Ayuntamiento para ver qué era lo que excitaba a los perros. ¡Y era otro perro que se había acercado al oler los dos huesos de «Ciclón» y «Tirabuzón» viendo que estaban atados!
Al parecer se había acercado a ellos para llevarse uno de los huesos antes de que sus propietarios le vieran, y sentándose fuera de su alcance se puso a roerlo.
Esto, como es natural, hizo que los dos chuchos se enfurecieran y ladrasen llenos de rabia y desesperación, y de no haber sido tan fuerte sus correas, no cabe duda de que hubieran perseguido al ladrón de cuatro patas hasta expulsarle del país.
En su situación, lo único que podían hacer era ladrar como locos, casi estrangulándose de tanto tirar de sus collares. Chatín hizo huir al perro ladrón, que echó a correr dejando el hueso.
—Llevaos a esos perros —les gritó la mujer desde la puerta del Antiguo Ayuntamiento—. Y no volváis a venir con ellos. De todas maneras ya habéis visto todo lo que hay que ver.
Los niños se marcharon llevando a los perros sujetos con sus correas de las que tiraban con fuerza en su afán de olfatear el aroma del otro perro, hasta que Chatín se puso muy enfadado.
—Basta, «Ciclón»… me vas a arrancar el brazo. Ya has recuperado tu hueso, ¿a qué viene ahora tanto nerviosismo? De pronto Diana se puso muy pálida, y Roger al notarlo la cogió del brazo.
—Vamos, pequeña —le dijo—, regresemos a casa. Es el primer día que hacemos ejercicio después de tener la «gripe», y te has cansado con tantas emociones. Apóyate en mí y volveremos a casa.
Todos se alegraron al ver de nuevo su casa. La señorita Pimienta les estaba esperando con la comida preparada, pero ninguno de ellos tenía gran apetito después de aquella extraña mañana.
—Estáis muy cansados —les dijo el aya en tono de reproche—. ¿Qué habéis estado haciendo?
—Sólo hablar con Mamá Hubbard, que nos dio unos huesos para los perros, y visitar el Antiguo Ayuntamiento —dijo Chatín dejándose caer sobre una silla—. Y examinar escondrijos en chimeneas y pasadizos secretos y…
—¡Oh, Chatín! ¿Has hecho todo eso? —exclamó la señorita Pimienta—. ¿Y cómo te has puesto tan sucio? Fíjate cómo has ensuciado ese almohadón, parece como si hubieras estado subiendo por una chimenea.
—¡Lo adivinó usted! —replicó el niño—. Oh, señorita Pimienta —¿Tengo que ir a bañarme y cambiarme ahora? ¡Me siento tan cansado!
No estaba fingiendo, la señorita Pimienta dándole unas palmadas cariñosas que levantaron una nube de polvo y hollín que la horrorizaron, quiso animarle. Dios mío…, pensar que Chatín había vuelto a casa en aquel estado…, pero no tuvo corazón para hacerle cambiar siquiera de chaqueta.
Comieron muy poco, en parte debido a que habían desayunado muy tarde y en abundancia, y luego fueron a acostarse para descansar un rato. Chatín consiguió desnudarse y entregar sus ropas a la señorita Pimienta para que las limpiara, y luego, enfundado en su bata, se quedó profundamente dormido.
—Esta gripe les ha dejado muy flojos, pobrecillos —decía el aya a su prima Ana, mientras cosían tranquilamente aquella tarde. No se oía chistar a los niños. «Ciclón estaba en la cama de su amo, por supuesto, y “Tirabuzón» en el jardín, realizando esfuerzos inútiles para alcanzar al gato que estaba encima de la tapia.
—Ya habéis andado bastante por hoy —les dijo la señorita Pimienta en tono enérgico cuando los niños bajaron a merendar dando muestras de haber recuperado el apetito—. Después de la merienda quedaros en el jardín, podéis dar de comer a las gallinas y recoger los huevos.
Sin embargo, «Ciclón» y «Tirabuzón» compensaron la falta de energía de los niños dedicándose como locos al arrastre de las alfombras, toallas y cepillos, y cuando los niños volvieron a la parte delantera del jardín después de haber dado de comer a las gallinas y recogido los huevos, encontraron la mitad de las alfombras y toallas de la casa esparcidas por encima de la hierba, y un cepillo en mitad de un macizo de primaveras.
«Ciclón» recibió una buena azotaina con el cepillo y se escondió debajo del sofá muy contristado, y «Tirabuzón», que nunca había visto pegar a nadie con un cepillo se escapó horrorizado no regresando hasta la hora de la cena.
—A propósito —dijo la señorita Pimienta mientras cenaban—, ¿habéis sabido algo más de aquel extraño amigo vuestro… Nabé? Formaba parte de un circo, ¿verdad?… y tenía una monita llamada «Miranda».
—Sí —repuso Roger—. No tenemos noticias suyas muy a menudo. Ha recorrido todo el país desde la última vez que le vimos, aunque no creo que tardemos en saber de él… el bueno de Nabé.
—¿Quién es? —preguntó la señorita Ana interesada—. ¿Nabé? Nunca le he oído nombrar.
—Oh, es un muchacho con el que hicimos amistad, que trabaja en un circo —dijo Roger—. Es simpatiquísimo. A mamá le agrada, de manera que puede usted pensar que es un niño como es debido. No tiene madre, pero espera encontrar algún día a su padre… que es actor. Tendría usted que ver a «Miranda», su monita.
—No, gracias —replicó la señorita Ana estremeciéndose—. No puedo soportar a esos animales, y espero que no tengáis noticias de ese amigo vuestro por el momento, si tiene una mona.
Pero las tuvieron… ¡al día siguiente!