Cuando los niños salieron de la curiosa casita de «Mamá Hubbard» atisbaron por encima de la pared de piedra del jardín, para ver si descubrían al «Bisabuelo».
Y vieron un anciano diminuto durmiendo en una silla cubierta de almohadones. Una de sus manos arrugadas sostenía una larga pipa de arcilla. Tenía un ligero plumón blanco alrededor de su cabeza, que era calva y sonrosada. Su nariz era un mero botón, pero en cambio sus cejas eran muy pobladas y blancas y se unían casi ocultando sus ojos cerrados.
—Tiene un aspecto fiero, aunque su nariz desentona —dijo Diana en voz baja—. Mirad su boca con el labio inferior prominente, y esa curiosa barbita blanca. ¿Suponéis que pueda tener cien años?
—Y doscientos —replicó Chatín—. Baja, «Ciclón», no seas tonto. Te advierto que el abuelo no iba a consentir ninguna tontería de un estúpido como tú. Sujeta a «Tirabuzón», Di…, parece dispuesto a saltar la tapia.
—Volveremos para hablar con él —exclamó Roger—. ¡Cien años! ¡Las cosas que recordará! Es una especie de historia viviente.
Continuaron el camino y no tardaron en llegar al Antiguo Ayuntamiento. Era un gran edificio de aspecto lúgubre, construido con sólidas piedras grises, que ni una bomba hubiera conseguido mover.
Tenía dos torres, una cuadrada y otra redonda, cosa que extrañó a los niños. Un sendero empedrado llevaba hasta la gran puerta de entrada que estaba adornada con clavos de hierro, y abierta.
Los niños entraron con los perros y una voz desagradable les recibió diciendo:
—No se permite la entrada a los perros. Haced el favor de atarlos fuera.
—¡Pero ladrarán como locos! —protestó Chatín.
—Entonces no entréis vosotros —dijo la voz.
Al principio no pudieron distinguir quién hablaba, porque el gran vestíbulo estaba oscuro, iluminado únicamente por el resquicio de una ventana del fondo, y la escasa luz que penetraba por la puerta abierta.
Luego vieron que a un lado del vestíbulo había una mujer que tejía sentada ante una mesa. Iba vestida muy pulcra y sencillamente de negro, y sus cabellos peinados hacia atrás y recogidos en un moño dejaban al descubierto su rostro pálido. Sus manos parecían muy grandes y huesudas mientras movía las agujas de tejer.
A los niños no les agradó su rostro. Su boca parecía querer sonreír, pero sus ojos negros tenían una expresión dura cuando miraron a los niños y los perros. ¿Cuántos años tendría? Según Diana hubiera podido tener cualquier edad. Desde luego mucha.
—Queríamos visitar el ayuntamiento —dijo al fin la niña—. ¿Está permitido?
—Sí, pero sin perros —replicó la mujer—. Está prohibido, como ya os dije. Aquí se conservan muebles de gran valor y no se permite la entrada a los animales que pudieran causar daños.
—Bien, supongo que es justo —repuso Roger sacando a «Ciclón» y a «Tirabuzón» al exterior, cosa que a ellos no les importó porque a ninguno de los dos les agradaba aquel vestíbulo oscuro, ni aquella mujer menuda y seca. Roger les ató a un poste dejándoles los huesos al lado con la esperanza de que no ladrasen.
Pagaron la entrada a la encargada, que dejando su labor de punto ovilló la lana, y anotó los ingresos en un gran libro de contabilidad que estaba abierto ante ella sobre una mesita.
Luego se puso en pie, y los niños la fueron siguiendo por toda la mansión, que les pareció un lugar muerto y olvidado que contrastaba con aquella espléndida y cálida mañana de mayo. Diana se estremeció. Aquello no le gustaba mucho.
La mujer iba recitando largos párrafos de sucesos referentes a aquel antiguo edificio, pero no les parecieron muy interesantes.
—En mil seiscientos cuarenta y cinco Hugh Dourley vivió en este edificio, y fue el primer causante de que esta aldea fuese llamada de las Campanas —recitó.
—¿Por qué? —preguntó Chatín interesándose al fin.
—Tenía un grupo de campanas en la torre sur —explicó la mujer—. Y las hacía sonar siempre que quería celebrar algo, pero una noche tocaron solas, según se dice… y tampoco fue por un motivo de alegría. Su hijo mayor había sido asesinado y él lo ignoraba, pero las campanas tocaron en el preciso momento de su muerte.
Aquello era fantástico, y los niños estaban entonces al pie de la torre sur, que era cuadrada, y a la que se ascendía por medio de una pequeña escalera de caracol. ¿Les permitirían subir por ella?
—Sí, subir, si queréis —les dijo la mujer—. Arriba veréis las campanas. Dicen que son las mismas que hizo poner Hugh Dourley, pero eso es absurdo.
Los niños comenzaron la ascensión por la estrecha escalera, tan retorcida que era difícil no resbalar.
Arriba había una pequeña plataforma, y cuando los niños alzaron la cabeza vieron un grupo de campanas que colgaban silenciosas de unas gruesas cuerdas.
Chatín contempló las campanas con el deseo de hacerlas sonar, ya que siempre le encantaba todo lo que fuese hacer ruido.
—¿Podemos hacerlas sonar? —preguntó sabiendo muy bien cuál sería la respuesta.
La mujer pareció sobresaltarse.
—Claro que no —repuso—. ¿Qué pensaría la gente?
—No lo sé —replicó Chatín—. Pero podríamos tocar las campanas y averiguarlo.
—No hay cuerdas para tañer las campanas —dijo Diana, y era cierto que no colgaba cuerda alguna a la altura de la plataforma donde se encontraban. Las campanas pendían de sus correspondientes sogas cortas y no había medio alguno de hacerlas sonar.
—No volverán a sonar jamás —dijo su guía—. La gente dice que sólo sonarán cuando se acerquen enemigos a la Aldea de las Campanas, pero eso es una tontería. ¿Cómo es posible que suenen si no hay nada con que hacerlas tañer?
—¿Y qué enemigos pueden venir a este lugar tan pequeño y apartado? —exclamó Diana—. Roger, ¿verdad que es un torreón muy curioso con esta diminuta escalera de caracol, y las campanas olvidadas que no pueden volver a sonar?
—Eres muy pesimista —repuso su hermano—. ¿Quieres que tire una piedra y verás como suenan?
—Vamos, vamos —dijo la mujer en tono seco—. No habléis así u os tendré que pedir que os marchéis.
—Hablaba en broma —replicó Roger sonriendo—. ¿Qué más hay que ver?
La historia de aquel lugar estaba llena de aburridos recitales de diversos personajes que habían vivido en la casa. Los niños iban siguiendo a la guía entre bostezos, pero una de las cosas les hizo aguzar el oído.
—Lady Poulet hizo construir una cámara secreta en esa chimenea que veis ahí —recitó la mujer mientras les introducía en una pequeña estancia en la que había una chimenea enorme. Todas las habitaciones las tenían de gran tamaño y forma anticuada, y en algunas los niños cabían de pie aunque la cabeza y los hombros les quedaban dentro del tiro de la chimenea, en el que no había hollín porque hacía muchos años que nadie habitaba en el Antiguo Ayuntamiento.
—¡Una cámara secreta! —exclamó Roger—. ¿Dónde? —contempló la gran chimenea sin adivinar dónde podría estar el escondite.
—Mirad hacia arriba —les dijo su guía—. Veréis un par de escalones cortados en la pared. Si los subís y extendéis la mano, percibiréis una cavidad lo bastante grande para que pueda esconderse un hombre.
—¿Podemos subir a verlo? —preguntó Chatín imaginando una estancia muy reducida tal vez con una mesa y un banco, y oscura como boca de loco.
—Si queréis —dijo la mujer sacando una linterna que les entregó. Roger subió el primero, iluminando con la linterna la amplia chimenea, y no tardó en ver los dos escalones labrados en la piedra. Una vez arriba comenzó a palpar en busca de la cavidad encontrándola en seguida. Más bien era un agujero de gran tamaño por el que no le costó trabajo introducirse.
¡Pero eso fue todo lo que pudo hacer! ¡No había espacio para nada más que su cuerpo! No era propiamente una cámara secreta donde poder ocultarse, sino un agujero lo bastante grande para albergar a un hombre… ¡aunque pobre de él si por casualidad estuviera encendido el fuego! ¡Qué mal lo pasaría!
«Moriría asfixiado o asado», pensó Roger bajando de nuevo y entregando la linterna a su hermana a quien luego ayudó a subir. A Diana no le gustó aquel agujero cuando lo iluminó y, por tanto, no se metió en él por si las moscas.
—¡Uf! ¡Es horrible! —exclamó—. Y además está sucio. ¡Cualquiera se mete ahí! ¡Si apenas hay sitio para una persona mayor!
A continuación subió Chatín, que naturalmente, no iba a dejar de meterse dentro y revisarlo a conciencia por si había algo más que descubrir. Pero no era así. Era tan sólo lo que parecía… un escondite temporal para quien estuviera en peligro. Chatín comprobó que también podía sentarse en su interior, y los otros se impacientaron y empezaron a gritar:
—¡Chatín! ¡Baja! Te vas a poner perdido.
Roger se había ensuciado mucho sin darse cuenta. Y en cuanto a su primo cuando al fin saltó al suelo de piedra y apareció ante los otros, apenas pudieron dar crédito a sus ojos. ¡Parecía la bolsa de un aspirador!
—Vaya… la señorita Pimienta va a tener que reprenderte —dijo Diana—. No te acerques, por amor de Dios. Estás hecho un asco… y además hueles mal. Es muy propio de ti ensuciarte más que nadie. ¡Te he dicho que no te acerques!
Chatín, contrariado al verse cubierto de polvo, procuró sacudirse y al mirar a su guía vio en su rostro una expresión de contento.
«¡Esa antipática! —pensó—. Nos ha animado a que nos metiéramos en ese agujero sólo porque sabía que saldríamos negros, y nos reñirían al llegar a casa».
Y acercándose a ella se sacudió violentamente para quitarse el polvo y el hollín y mancharla.
—Será mejor que os marchéis a casa y os lavéis —les dijo con una mirada de disgusto.
—¡Oh, no! —replicó Chatín en el acto—. ¡Oh, no! ¡No hemos visto lo más interesante… el pasadizo secreto! ¿Dónde está? Queremos verlo.