Por primera vez, ninguno de los tres pequeños se despertó temprano, y la señora Lynton se había marchado ya antes de que «Ciclón» hubiera abierto los ojos. Ni siquiera oyeron el ruido de su automóvil al ponerse en marcha, ni el cacareo de las gallinas, ni los ladridos de «Tirabuzón», ni el graznido de las cornejas que volaban por el cielo.
Chatín se despertó debido a la insistencia de «Ciclón» que estaba cansado de oír a la gente despierta y de verse encerrado en un dormitorio con dos niños dormilones. Empezó a arañar la puerta, pero nadie le hizo caso, y al oír ladrar a «Tirabuzón» lanzó un fuerte ladrido de respuesta.
Chatín despertóse sobresaltado, pero Roger continuó durmiendo tranquilamente con la cabeza debajo de las sábanas. Chatín incorporóse para ver qué hora era. ¡Las nueve y veinticinco! ¿Cuándo se había visto nada semejante? Saltó de la cama sin acordarse de probar la resistencia de sus piernas como solía hacer desde que adquirieron aquella propensión a parecer de gelatina. No obstante, respondieron muy bien, y no se doblaron siquiera mientras se dirigía a la ventana seguido de «Ciclón», que no cesaba de lamerle meneando el robo a una velocidad increíble.
Era una mañana radiante de primeros de mayo. El dormitorio de Chatín daba al jardín posterior de la casa, y había mucho que ver. Docenas de gallinas escarbaban el suelo por todas partes, y tres gansos de gran tamaño graznaban en un rincón. Los patos nadaban en una balsa redonda que había fuera del jardín, sumergiéndose de cuando en cuando con su rapidez característica.
Un gato tomaba el sol encima de una tapia, con un ojo abierto para vigilar a «Tirabuzón», pues daba siempre la impresión de poder subirse a cualquier sitio. No podía, pero el temor constante de él era que lo lograra. Alargó una pata en el aire, para comenzar su lavado matutino.
—Vaya… ésta es la clase de lugar que me gusta —dijo Chatín frotándose las manos—. Hay mucho movimiento. ¿No es una oveja lo que veo junto a la balsa de los patos… y dos cabritillas? Y aquello es un pollino gris. Hoy mismo pienso montarlo.
—Guau —ladró «Ciclón» intentando por todos los medios asomarse también a la ventana, y Chatín le cogió en brazos para que pudiera ver a «Tirabuzón» que estaba abajo olfateando algún aroma desconocido, y al verlo casi se tira. Sus ladridos despertaron a Roger.
—¡Vamos, Roger, levántate! —le dijo Chatín—. Es tardísimo, y éste es un sitio estupendo. Hay toda clase de animales y cosas. «Tirabuzón» está abajo esperando que «Ciclón» vaya a reunirse con él.
—Bueno, pues deja que se vaya —repuso su primo apartando a «Ciclón» que había empezado a lamerle—. ¿Es que no puedes enseñarle a que deje de lamer a todo el que quiere? Estoy ya chorreando. ¡Basta, «Ciclón», guárdate la lengua dentro de la boca!
Chatín abrió la puerta del dormitorio, y el perro salió como una exhalación, bajando la escalera casi de un solo salto; patinó con sus cuatro patas sobre el brillante suelo de la entrada, esquivando una mesita que allí había, y dio un susto terrible a la señorita Pimienta que llegaba del jardín. Antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, «Ciclón» saltaba excitado junto a «Tirabuzón» que no tardó en imitarle.
—Vaya un par de locos —se dijo el aya interiormente—. Supongo que eso significa que los niños ya están todos despiertos.
Y a juzgar por el ruido que se oía arriba, así era. La señorita Pimienta gritó a su prima:
—¡Ana! Los niños al fin se han despertado. Sacaré la leche de la nevera. Les gusta tomarla muy fría.
—¡Ooooh! —exclamó Chatín, que a los dos minutos apareció vestido en el comedor, mirando la mesa con alegría—. ¡Jamón y tomates! ¿Y esto qué es? ¡Panecillos con salchichas calientes! ¡Para desayunar! Vaya… ¿es que van a cebarnos, como dijo el médico? Le oí decir a tía Susana que nos hartara bien.
—Sí…, vais a hartaros como tú dices —replicó la señorita Pimienta sonriendo—. Espero que a mí no me ocurra lo mismo… al término de los pocos días que vais a pasar aquí.
—¡Ja, ja… qué chiste! —rió Chatín, tomando asiento—. No es preciso que espere a mis primos, ¿verdad?, ¿puedo empezar por el potaje?
—Empieza —dijo el aya sirviéndole un buen plato—. ¡Y toma mucha crema…, mucha! Es orden del médico. Has adelgazado y no me gustas así.
—¡Troncho! ¿De veras puedo tomar toda la crema que quiera? —preguntó el niño acercando un gran jarro de porcelana cubierto de un dibujo de flores—. ¡Toda la vida me han estado diciendo que tuviera cuidado con la crema!
Ana Pimienta apareció al cabo de un rato para ver si todo iba bien, y le alegró ver a los tres niños desayunando con buen apetito.
—No tardarán en volver a engordar —dijo a su prima que estaba tejiendo junto a la ventana—. Pero no permitas que el perro tome crema. Ya está bastante gordo.
—Sólo lame la que tengo en los dedos —replicó Chatín—. Hola, ahí está «Tirabuzón». ¿Quieres lamer un poco, «Tirabuzón»?
Pero la crema no representaba una golosina para aquel perro, y la despreció. Se puso a olfatear el hocico de «Ciclón» para adivinar qué otras cosas había comido. ¡«Tirabuzón» estaba dispuesto a dar la bienvenida a «Ciclón», pero no a darle más de lo que fuera justo!
—¿Podemos ir a echar un vistazo por el pueblo, señorita Pimienta? —preguntó Diana cuando ya no pudieron comer más—. No es necesario que nos acompañe —agregó apresuradamente pensando que sería más agradable explorarlo solos—. ¿Y hay algún libro que hable de la Aldea de las Campanas en la casa, y que pudiéramos leer? ¿Una guía o algo por el estilo?
—No. Pero os aseguro que la mujer que cuida de esa vieja mansión que os enseñé ayer… y que llaman Antiguo Ayuntamiento… podrá contaros lo que deseéis saber —repuso la señorita Pimienta—. ¿No es cierto, prima?
—Sí, es cierto —repuso ésta que ahora estaba recogiendo los platos del desayuno—. Es una lástima que no sea nativa… en realidad es una forastera que ha leído todo lo referente a esta antigua aldea, y que ocupó el empleo de cuidadora y guía del Antiguo Ayuntamiento, cuando decidieron exhibirlo al público. Sin embargo, conoce toda la historia del lugar, y la explica muy bien… mejor, si cabe, de lo que pudiera hacerlo cualquiera de los lugareños.
—Iremos a echar un vistazo —dijo Roger, sintiendo la caricia del sol en pleno rostro al asomarse a la ventana—. Voy a disfrutar mucho durante estas vacaciones inesperadas. ¿Puede venir con nosotros «Tirabuzón», señorita Ana?
—Oh, sí —replicó la buena mujer agradecida—. Llevároslo. Siempre anda entre mis pies, y no cesa de arrastrar las alfombras de un lado a otro. ¡Asomaros a la ventana… y veréis que esta mañana ha cogido la toalla de alguien!
Chatín tuvo el presentimiento de que era «Ciclón», y no el otro perro el responsable de la repentina aparición de la toalla y se levantó de un salto para recogerla, encontrando a «Ciclón» que corría por el recibidor arrastrando otra toalla.
—¡«Ciclón», ésta no es tu casa —le riñó Chatín en voz baja—, sino la de otras personas! Si empiezas a arrastrar toallas, te echarán. ¿Me has oído? Y entonces jugaremos con «Tirabuzón», y no contigo.
«Ciclón» escondió el rabo entre las patas, adoptando su expresión más triste. Chatín fue a llevar las dos toallas a su sitio, y al volver a bajar encontró a «Tirabuzón» que tiraba de una estera que sin duda había cogido del comedor, donde habían varias para cubrir el antiquísimo suelo de madero.
Chatín no se metió con «Tirabuzón». ¡Que hiciera lo que quisiese! No era cosa suya. ¡Y de todas maneras, cuantos más estropicios hiciera «Tirabuzón», menos notarían los de su perro!
Los tres niños salieron juntos, echando a andar por el camino soleado que ya perfumaban las primeras flores de mayo. Las amapolas abundaban en los campos cercanos, y las belloritas bordeaban los lados de la carretera. El azul brillante de la espuela de caballero se destacaba junto a las cercas. ¡Qué lugar tan encantador era la Aldea de las Campanas!
Llegaron ante la casita de piedra blanca que la señorita Pimienta había llamado Casa Hubbard. El nombre estaba escrito en la puerta, y los niños se detuvieron para contemplarla. Era de suponer que Mamá Hubbard hubiera vivido en alguna parte durante su vida… ¿y por qué no allí?
La puerta se abrió en aquel momento, y apareció una mujer con un chal rojo, y una falda rayada, manejando un plumero. Se parecía tanto a Mamá Hubbard que los niños la miraron encantados y ella les sonrió.
—¿Sois forasteros? —les dijo con acento irlandés—. ¡Habéis traído el buen tiempo!
«Ciclón» arañó la cerca, pues deseaba entrar. Aquella buena mujer parecía ser de las que dan buenas golosinas, y el perro introdujo el hocico entre dos tablas para mirar a través de ellas.
—Ah… ahí está «Tirabuzón» —dijo la anciana—. Iré a buscarle un hueso… y también otro para el otro perro.
—Realmente podría ser Mamá Hubbard —dijo Diana excitada—. Quisiera saber si tiene perro. Se lo preguntaremos.
Y abriendo la puerta de la cerca echaron a andar por el caminito de piedras planas, bordeado de primaveras y alhelíes, yendo a detenerse ante la puerta donde aguardaron. Asomaron las cabezas para atisbar el interior de la casita, pero estaba sumida en la penumbra y apenas pudieron distinguir nada.
—Pasad —les gritó una voz, y entraron con sumas precauciones ya que sus ojos tardaron en acostumbrarse a la penumbra del interior, después del radiante sol de mayo.
La puerta daba directamente a una estancia reducida, y Mamá Hubbard, como ellos la llamaban, estaba en otra contigua. Diana se cogió sorprendida del brazo de Roger susurrando:
—¡Mirad… esa alacena! ¡Tiene una alacena!
Mamá Hubbard se hallaba de pie ante la alacena abierta que estaba empotrada en la misma pared de piedra de la casita. ¡Pero no estaba vacía! Sino llena de sartenes, platos y jarros de todas clases… era, en realidad, una despensa metida en la fría piedra. De allí sacó dos huesos para los perros.
—¿No tiene usted perro? —le preguntó Diana de pronto cuando la anciana volvió a salir a la sólita.
—No, pobre de mí —replicó Mamá Hubbard pareciendo sorprenderse ante su pregunta—. Por lo menos mío, si es eso lo que quieres decir. He vivido con mi bisabuelo casi toda mi vida, y a él no le gustan los perros, ni nunca le gustaron. A mí sí… y por eso siempre guardo algún hueso por si pasa alguno. A mi bisabuelo no le importa, mientras no vayan a molestarle al jardín donde está siempre.
Era asombroso oír que «aquella anciana Mamá Hubbard» tuviera realmente a su bisabuelo en el jardín.
—¿Podríamos verle? —preguntó Roger—. Supongo que debe ser muy interesante, ¿no es cierto? Debe recordar cosas que ocurrieron hace muchos años.
—Pues, él dice que tiene más de cien años —replicó Mamá Hubbard—. Ahora está dormido, mirad… venid a hablar con él cualquier otro rato. Sabe muchas cosas de la Aldea de las Campanas… más que esa mujer que está en el Antiguo Ayuntamiento… por más que haya leído, puedo asegurároslo.
Aquello era muy interesante y Roger exclamó:
—¡Desde luego que volveremos! ¡Y muchísimas gracias por los huesos!