Capítulo II - La Aldea de las Campanas

—¡La Aldea de las Campanas! —exclamó Diana entusiasmada al conocer la noticia—. Oh, mamá… qué bien suena. Me gustará mucho ir allí. Parece un nombre sacado de una canción de cuna.

—¿Es que allí hay campanas? —preguntó Chatín que iba recuperándose, aunque todavía estaba muy pálido, cosa que hacía resaltar sus rojos cabellos. Incluso sus pecas daban la impresión de haber desaparecido—. Me gustaría hacer sonar las campanas de la iglesia… ya sabéis… tirar de las cuerdas y hacerlas entonar una canción.

—No es tan sencillo —repuso su tía—. Bien, celebro que os guste el proyecto. De todas maneras podréis montar a caballo, y eso os gusta mucho. Creo que la Aldea de las Campanas es un pueblecito antiguo muy interesante además, con toda clase de historias y leyendas.

—¡Bien! —exclamó Roger—. Me agradan los lugares así. Nunca se sabe cuándo puede tropezarse con algo misterioso.

—No quiero que vayáis buscando misterios, ni nada parecido —dijo su madre—. Sólo deseo que os repongáis lo bastante para volver al colegio lo más rápidamente posible, para no perder más días de este curso, que tanta falta os hace.

La escuela no atraía gran cosa a los niños en aquellos momentos.

—Creo que si ahora tuviera que asistir a la clase de matemáticas me desmayaría, tía Susana —dijo Chatín con aire que quiso ser trágico. ¡Le habían gustado tanto los mimos de su tía! No tenía padres, y su tía Susana era para él lo más parecido a una madre.

—Es mucho más probable que quien se desmayara fuese tu profesor —replicó su tía—. Seguramente estará dando gracias a su buena estrella, por no haber tenido que soportarte aún este curso, Chatín.

—Me temo que este año no voy a tener muy buenas notas, tía Susana —dijo el niño todavía con aire de tragedia—. Quiero decir… que si por casualidad trajera algún suspenso, tú lo comprenderías, ¿verdad?

—No sería por casualidad —repuso su tía—. ¿Es que ya has olvidado las notas que tuviste el curso pasado? ¿Quieres que te las recuerde?

—No —apresuróse a responder Chatín, recordando de pronto lo malas que habían sido, y cambió de tema—. ¿Cuándo nos iremos? Vaya, será divertido volver a montar, tía Susana… aunque no sé si ahora seré capaz de subirme a un caballo. Mis piernas están tan raras.

—Bueno, en ese caso deja que monten los demás, y tú espera a que tus piernas te permitan hacerlo —le dijo su tía secamente, y Chatín suspiró comprendiendo que se habían terminado los mimos. ¡Bueno, fueron tan agradables mientras duraron!

Se marcharon un día después del desayuno. Los tres niños estaban pálidos, pero animosos. Resultaba divertido emprender la marcha hacia un lugar desconocido, y Diana pensó compadecida en sus compañeros que tenían que ir al colegio. Casi valía la pena haber tenido aquella horrible «gripe», para poder hacer aquel viaje inesperado.

La señora Lynton conducía el automóvil, y Diana sentóse a su lado. Detrás iban Roger, Chatín y «Ciclón», por supuesto, a quien le encantaba viajar sacando la cabeza por la ventanilla.

—Ve más de prisa, tía Susana —apremiaba Chatín—. Quiero ver lo que hace «Ciclón» cuando el viento le levante las orejas.

—No distraigas al conductor —le dijo Diana—. Y no dejes que «Ciclón» se asome mucho. Va a pillar un resfriado.

—No —repuso el niño—. Nunca se resfría, y ni siquiera le hemos contagiado la «gripe».

Por el camino recogieron a la señorita Pimienta, y entonces Diana fue a sentarse detrás con los dos niños. Todos se alegraron de ver a aquella mujer alta y pulcra, cuyos ojos brillaron como siempre tras los cristales de sus lentes. Tenía una sonrisa muy simpática y cambiaba totalmente la expresión de su rostro, que resultaba un tanto austero con sus largos cabellos grises, peinados muy tirantes hacia atrás.

—Los tres pequeños no están tan revoltosos como de costumbre —le dijo la señora Lynton—, pero supongo que eso no le importará. Temo que «Ciclón» esté igual que siempre… si acaso tal vez un poco más loco porque «Ciclón» es incurable.

«Ciclón» estaba encantado de ver a la señorita Pimienta, y poniendo las patas encima de su respaldo empezó a olfatear su cuello cariñosamente. Luego quiso quitarle el sombrero que ella se apresuró a sujetar.

—¿Todavía tiene tanta afición a llevarse los cepillos y esconderlos? —preguntó.

—¡Sí! —contestaron los niños a coro—. Y ahora además las toallas, señorita Pimienta.

El aya lanzó un gemido, tomando nota mentalmente de que debería esconder su toalla en un cajón, y no dejarla colgada junto al lavabo. Le gustaba «Ciclón», pero realmente era una dura prueba, y preguntóse qué tal lo soportaría su prima. ¡Oh… no se le había Ocurrido pensar en eso!

Fue un largo viaje hasta la Aldea de las Campanas. Comieron por el camino, y luego, por la tarde, los tres pequeños se durmieron en la parte posterior del coche. Empezaban a cansarse, pero mientras «Ciclón» sacaba la cabeza cuanto podía por la ventanilla, disfrutando inmensamente.

—Ya estamos llegando —dijo el aya mirando el mapa que tenía en su regazo—. ¿Veis esas colinas? Pues la Aldea de las Campanas está detrás, en la parte sur, por eso es tan cálida, a pesar de su elevación.

Rodearon las faldas de las colinas, y pudieron contemplar el antiguo villorrio. Las cosas estaban construidas con piedra blanca, y parecían más sólidas. Los niños se despertaron al entrar en la aldea que estaba situada en la ladera de una gran colina.

—Ya casi hemos llegado —les dijo la señorita Pimienta volviéndose hacia ellos—. Mirad… ésa es Casa Hubbard. Cuando yo era niña, pensaba que vivía en ella Mamá Hubbard. Y allí está un museo muy antiguo que antes era el ayuntamiento de la Aldea de las Campanas… en sus tiempos fue una mansión construida en el siglo XVI, y ahora se exhibe al público con gran parte de los muebles primitivos, y además tiene un pasadizo secreto.

—¿De veras? —exclamó Diana con entusiasmo—. ¿Y también permiten verlo, señorita Pimienta?

—Sí, si se pagan dos pesetas —dijo la señorita Pimienta—. Recogen mucho dinero durante el verano porque vienen de todas partes a ver la Aldea de las Campanas y a escuchar sus viejas leyendas. En el Bosque de las Campanas hay una o dos casas en las que podría haber vivido realmente Caperucita Roja.

—La Aldea de las Campanas… El Bosque de las Campanas… —dijo la niña—. Mamá Hubbard… Caperucita Roja… un pasadizo secreto… ¡Vaya…, resulta emocionante!

—Os aseguro que son cosas corrientes para las gentes que viven aquí —dijo su madre—. Mirad… ahí están los establos. ¡Me parece que estaréis más aquí que en ninguna otra parte, ayudando a cuidar de los caballos, y ensuciándoos más que nunca!

Los establos tenían un aspecto atrayente, y también parecían antiguos y un poco destartalados, pero los caballos que se dejaban ver en la dehesa eran lustrosos y cuidados. Los niños sintieron renacer sus energías.

Al fin el automóvil enfiló un camino que partía de la carretera principal, y se detuvo ante una casa de piedra antigua y de sólido aspecto. Era bastante grande, y por la parte de atrás se extendía en un par de alas de forma extraña, y con algunas dependencias exteriores. Por el jardín correteaban las gallinas, y se oía el graznido de los patos. Un perro salió ladrando a darles la bienvenida.

—Es un «spaniel» rubio —dijo Chatín encantado—. Eh, «Ciclón»… te presento a un primo tuyo. ¿Sabe usted cómo se llama, señorita Pimienta?

—Sí… «Tirabuzón» —replicó el aya riendo, y todos soltaron la carcajada. «Ciclón» y «Tirabuzón»… vaya un par de nombres… ¡y vaya un par de perros!

«Tirabuzón» parecía prácticamente tan loco como «Ciclón» a juzgar por su manera de saltar, ladrar y subirse encima de todo el mundo. ¡Cualquiera hubiese dicho que eran viejos amigos suyos! La prima de la señorita Pimienta salió a saludarles, muy sonriente. Se parecía a ella, pero era más baja y gruesa, y su sonrisa no era tan amplia y simpática. Sin embargo, los niños la encontraron muy agradable… y sobre todo tenía un perro muy bonito que sería un buen compañero de «Ciclón».

Pronto estuvieron en el interior de la casa sentados ante una espléndida merienda compuesta de pan casero, bollos y pasteles, con mermelada y miel. La señora Lynton vio con satisfacción que los tres niños parecían haber recobrado de pronto su enorme apetito. A Diana se le empezaron a colorear las mejillas y charlaba tan de prisa como los niños.

«Ciclón» y «Tirabuzón», se sentaban impacientes primero al lado de un niño y luego junto a otro, esperando que les arrojasen algún pedazo de pastel, y de cuando en cuando se olfateaban mutuamente como signo de amistad, aunque «Tirabuzón» gruñía si daban a «Ciclón» algún pedazo que consideraba debía haber sido para él.

—Y ahora —dijo la señora Lynton cuando hubieron terminado todos—, vosotros tres… a la cama en seguida. Ha sido un viaje muy pesado y fatigoso, y veo que las piernas de Chatín se están volviendo otra vez de gelatina.

Los tres protestaron…, pero no muy calurosamente. En su interior estaban deseando verse entre las sábanas. A Chatín le sorprendo desear semejante cosa, y se preguntó preocupado si es que se estaba haciendo viejo.

No tardaron en acostarse, y Diana cerró los ojos casi en el acto. Aquella noche compartía una habitación con su madre, pero la señora Lynton tenía que marcharse a la mañana siguiente muy temprano para regresar a su casa, y entonces Diana tendría el dormitorio para ella sola. Los dos niños dormían juntos… con «Ciclón», naturalmente. Nunca consentía separarse de Chatín, ni siquiera de noche.

—¿No tienes una alfombra vieja o cualquier otra cosa para ponerla sobre los pies de la cama de Chatín? —preguntó el aya a su prima—. Es sólo para que su perro no estropee tus colchas blancas, ¿sabes? Me temo que dormirá encima de la cama del niño. Espero que no te importe.

—El año pasado me hubiera incomodado —replicó su prima sacando una alfombra vieja de una cómoda—. Pero desde que tengo a «Tirabuzón» he aprendido muchas cosas. No le permito dormir encima de mi cama…, pero insiste en tumbarse en mi diván. Aquí tienes… llévasela a Chatín. ¡Vaya un nombre!

—Le llaman así debido a su nariz —repuso el aya escapando con la alfombra. Chatín ya estaba dormido. Diana también. Roger abrió un poco los ojos para darle las buenas noches, quedando dormido en el acto, y su madre se asombró al ver que el aya colocaba fa alfombra encima de la cama de Chatín, para que «Ciclón» pudiera tumbarse.

—Espero que lo paséis muy bien y descanséis —les dijo—. No creo que aquí ocurran muchas cosas, ¿verdad?

—No, nada —repuso la señorita Pimienta—. Es un lugar de ensueño, remoto y semiolvidado. ¡No hay emociones fuertes!

No debiera haberlo dicho. ¡Fue como pedir que ocurrieran, naturalmente!