—Yo creía que los niños iban a volver hoy al colegio —dijo el señor Lynton—. ¿Por qué no han bajado a desayunar puntualmente?
—Oh, Ricardo… qué contrariedad… Chatín y Diana no están bien —replicó su esposa—. Los dos tienen fiebre… y no puedo enviar a Roger por si Chatín y Diana tuvieran algo infeccioso. En ese caso no le admitirían en la escuela.
—¡Dios nos asista! —exclamó el señor Lynton exasperado—. Después de cuatro interminables semanas de vacaciones, en las que en esta casa no ha habido más que ruido y alboroto, con ese perro «Ciclón» siempre entre mis piernas… y ahora nos esperan dos o tres semanas por el estilo.
—Oh, Ricardo, no podemos evitar que caigan enfermos —dijo la señora Lynton—. Chatín debe encontrarse realmente mal… porque no ha sido capaz de comerse ni una salchicha para desayunar, y ya sabes cuánto le gustan.
—No le haría ningún daño ayunar una semana entera —repuso el señor Lynton de corazón—. No voy a malgastar mi compasión en Chatín. Nunca vi a nadie que coma como él. ¡Estoy seguro que en el colegio no obtienen ni un céntimo de beneficio con él! Esto es un castigo.
Y recogiendo sus papeles se fue a coger el tren con aspecto abatido. Había estado esperando poder disfrutar de un poco de paz mientras los tres niños estudiaban en el colegio pero ahora desaparecía aquella posibilidad, por lo menos durante otra semana o tal vez más.
La señora Lynton subió a ver a Chatín, quien al verla entrar lanzó un gemido.
—Me encuentro muy mal, tía Susana. ¿Y no podrías volver a echar a «Ciclón»? No cesa de jugar y no puedo soportarlo. Está tan pesado esta mañana… me quita las sábanas, araña las alfombras, y…
—Lo sé, lo sé —dijo su tía tratando de calmarle y ordenando las ropas de la cama—. ¡Qué me vas a decir de «Ciclón» que yo no sepa! Ahora trata de dormir un poco antes de que venga el médico. Voy a ver a Diana.
Diana también se encontraba mal, y la señora Lynton tocó sus manos ardientes.
—Creo que los dos tenéis la «gripe» —dijo—. ¡Qué lástima que la hayáis pillado precisamente ahora, cuando terminan las vacaciones!
Roger todavía estaba bien, aunque a su vez estaba en cama, pues tenía algo de fiebre, pero había conseguido desayunar un poco.
El doctor llegó a las diez y media y en la escalera tropezó con «Arenque», el gato.
—Cuánto lo siento —dijo la señora Lynton—. ¡Debiera haberte advertido! «Arenque», si vuelves a hacerlo, haré que «Ciclón» te persiga.
—Dios mío, ¿quién es «Ciclón»? —preguntó el médico, que lo supo inmediatamente al ver a «Ciclón» que bajaba corriendo la escalera tras el gato.
Era un doctor simpático y alegre a quien los niños querían mucho, aunque aquel día Chatín y Diana sólo consiguieron esbozar una ligera sonrisa cuando hizo uno de sus chistes.
—¡Ah! ¡Supongo que esto es un truco para no ir al colegio! —exclamó cogiendo la mano de la niña para tomarle el pulso—. ¡Conozco estas martingalas! ¡Venía casi decidido a ordenar que os levantarais en seguida!
—Yo no podría ponerme en pie —dijo Diana con voz débil—. Anoche me levanté para beber, y apenas podía sostenerme.
—Bueno, no te preocupes —repuso el doctor en tono alegre—. Sólo tienes un poco de gripe…, de esa maldita gripe que se extiende por todas partes. Pronto te pondrás completamente bien.
—Bueno, menos mal que es sólo «gripe» y no la escarlatina o algo por el estilo —dijo la señora Lynton cuando el doctor bajaba de nuevo por la escalera.
—Pero es una «gripe» bastante maligna —repuso el doctor buscando sus guantes—. Vaya… ¿dónde los habré puesto yo?
—¡«Ciclón»! ¡Los tienes tú! —gritó la señora Lynton al perro—. ¡Suéltalos! ¡Eres muy malo!
Al fin el doctor recuperó sus guantes.
—Bueno, como le iba diciendo —continuó—, es una gripe bastante mala. Téngalos en cama hasta que yo le diga que puede levantarlos… y entonces, temo que no puedan regresar al colegio durante unos diez días. ¡Queda una tan débil! Lo mejor sería llevarlos al campo.
—Veré lo que puedo hacer —replicó la señora Lynton—. Bien, gracias, doctor. Hasta mañana entonces.
Roger no tardó en encontrarse tan mal como Chatín y Diana, y por toda la casa se oían quejas y lamentos. Tal vez el más desgraciado de todos fuese «Ciclón», el «cocker» de Chatín. Claro que él no estaba enfermo…, pero no podía comprender por qué los tres niños quedábanse en cama sin desear para nada su compañía.
—Es horrible —se quejaba Diana—. Si le dejo entrar se pone como loco, y no puedo soportarlo, me duele tanto la cabeza… y si no se lo consiento, empieza a arañar la puerta y a gemir hasta que lo consigue. ¿Es que Chatín no puede tenerle en su cuarto? Es su perro.
—Él tampoco lo quiere —repuso la señora Lynton—. Esta tarde le enviaré a dar un largo paseo con el hijo del panadero. Lo quiere mucho y le encantará llevárselo.
—«Arenque» no me molesta tanto —dijo Diana—. No arma tanto alboroto como «Ciclón», pero no me gusta que se tumbe encima de mi estómago y empiece a acariciarme con sus pezuñas. ¡Oh, mamaíta…, qué mal me encuentro!
—Pobrecita —la consoló su madre—. Pronto te pondrás buena. ¡No te preocupes!
Cuando Chatín cayó enfermo, la señora Lynton había puesto a Roger en otra habitación, con la esperanza de que no se contagiara, pero ahora que también había pillado la «gripe» volvió a trasladarlo al dormitorio de su primo. ¡Estaban tan abatidos que seguramente no tramarían ninguna diablura por el momento!
La enfermedad siguió su curso, y a los pocos días todos se encontraban mucho mejor.
—¡Si no tuviera las piernas tan flojas! —decía Chatín—. Parecen de gelatina. ¿Crees que volveré a tenerlas como antes, tía Susana?
—Claro que sí. No seas tonto —repuso su tía—. De todas maneras, sé que estás mucho mejor, porque esta mañana me pediste una salchicha para desayunar. Mañana probablemente querrás tres.
—Guau —ladró «Ciclón» que siempre conocía la palabra «salchicha» en cuanto la oía, y poniendo una pata encima de la cama de su amo, le contempló con tristeza. Durante aquellos últimos días no había comprendido a Chatín… que no se alegraba de verle… ni gritaba y reía como de costumbre… ni siquiera se animó cuando le llevó un hueso a medio roer.
Chatín acarició la sedosa cabeza de «Ciclón», y sus negras orejas gachas.
—Ahora ya me encuentro mejor, «Ciclón» —le dijo—. Pronto podremos volver a pasear.
—¡Guau! —ladró «Ciclón» muy excitado subiéndose de un salto encima de Chatín, pero eso era más de lo que el niño podía soportar aún y pronto fue expulsado severamente del dormitorio por la señora Lynton.
—Creo que a los niños les conviene un cambio de aires —dijo aquella noche la señora Lynton a su esposo—. Están mucho mejor, pero yo también me siento cansada. Podría avisar a la señorita Pimienta, mi antigua nodriza, para que se cuidara de ellos una temporadita. Les quiere mucho y los trataría bien.
—Buena idea —replicó el señor Lynton calurosamente—. Sé cómo se puso Chatín después de pasar un fuerte resfriado…, ¿te acuerdas? Parecía mucho más travieso y descarado. No creo que pudiera soportarle después del tiempo que lleva aquí.
—Sí… fue entonces cuando consiguió subirse al tejado, ¿no es cierto?… y vació un cubo de agua por la chimenea —dijo la señora Lynton—. Recuerdo el susto que me llevé. Bueno… telefonearé a la señorita Pimienta para ver qué opina. Sabe manejar muy bien a los tres y no les consiente ninguna tontería.
La señorita Pimienta dijo que sí… que se llevaría a los tres niños con el mayor gusto. Hacía mucho tiempo que no les había visto… ¡desde que estuvieron en Rockingdown con ella y corrieron tan extraordinarias aventuras!… ¡y tan peligrosas!
—Ya procurará que no vuelvan a hacer de las suyas, ¿verdad? —le dijo la señora Lynton preocupada—. Ya sabe usted cómo son… testarudos, inquietos y atrevidos, y necesitan una mano firme.
—No se preocupe —respondió la señorita Pimienta—. ¿Y a dónde piensa enviarles? ¿A la playa?
—Pues, no —contestó la señora Lynton—. El médico dice que les lleve al campo, pero a un sitio alto… y cálido. No quiere que chapoteen, ni se bañen, ni nada por el estilo, de momento. ¿No puede indicarme algún lugar apropiado que usted conozca bien?
Hubo una pausa, y al fin la señorita Pimienta respondió dudando:
—Pues… conozco un sitio. Tiene un nombre muy bonito, pero el pueblo no lo es tanto. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de la Aldea de las Campanas?
—Sí… ¿no es un villorrio muy antiguo que está cerca de Lillinghame? —dijo la señora Lynton.
—Ése es —replicó la señorita Pimienta—. Allí vive una prima que tiene una pequeña casa de huéspedes… y estoy segura de que le encantaría tener a los niños una corta temporada.
Estuvieron hablando de ello durante un rato. La Aldea de las Campanas le pareció muy bien a la señora Lynton. Allí cerca habían unos establos donde los tres niños podrían alquilar caballos y montar por el campo. Podían hacerse excursiones por las colinas y los bosques, y el aya estaba segura de que el aire les sentaría bien.
—Conforme —dijo la señora Lynton satisfecha por haberlo solucionado todo tan fácilmente—. ¿Querrá telefonear a su prima, señorita Pimienta, para quedar de acuerdo? Los niños pueden hacer el viaje esta semana, según dijo el doctor…, de manera que los meteré en el coche, pasaremos a recogerla… y luego les conduciré hasta la Aldea de las Campanas. La verdad es que es un nombre precioso… y tan apacible…
—Sí —repuso el aya, preguntándose si sería tan apacible cuando estuvieran allí «Ciclón» y los tres niños. Gracias a Dios que no estaría allí aquel extraño amigo suyo, que trabajaba en un circo… ¡Se refería a Nabé y su monita, «Miranda»!