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Inesperado desenlace

Durante varios días, disfrutamos sin medida gracias a la bendita suerte que nos acompañaba en el recorrido definitivo. Jornadas de sol y calor, vientos flojos de levante y noches preñadas de aurora. Incluso la estabilidad del camino real se nos aparecía como de especial ventura, cual vereda empedrada. Y apurábamos la distancia a pequeños sorbos, tal y como nos habíamos propuesto. Porque aunque Beto protestara, apenas corríamos más de veinte o treinta leguas cada día. Y como los animales, buenos ejemplares de raza, se habían repuesto de la terrible marcha a la que los habíamos forzado a la ida, todo se nos abría en colores azules. Tan sólo habíamos debido cambiar uno de los caballos de brega en Montpellier, por problemas de difícil solución aparecidos en uno de los de casa. Pero no parecía que aquel jamelgo gabacho cruzara a malas con sus nuevos compañeros, conducido por las sabias manos de Sebastián, con muchas herraduras en su espalda.

Tras un ligero descanso en Guadalajara, hicimos una última noche de asiento y posada en la bella ciudad de Alcalá De Henares, cuna cervantina y del saber universitario. Pensábamos dejar las últimas cinco leguas para la mañana siguiente y, de esa forma, entrar en la capital madrileña pecho avante y con repique de gloria. Por gracia, Beto apenas sufría con el movimiento del carruaje, aunque mucho lo temiéramos en un principio. No obstante, con frecuencia le costaba arrancar el paso cuando nos deteníamos, como mecanismo oxidado con el paso del tiempo. Pero pronto recuperaba la frescura y se movía con bastante agilidad, aunque a veces debiera ocultar una mueca de dolor, si se tomaba demasiada confianza con los músculos todavía afectados.

Atravesábamos lo que solía denominarse como campo de Buceta, casi en los arrabales de la ciudad madrileña, cuando la visión se emborronó en tintes de desgracia. Toda la suerte amparada durante semanas, que no era poca, pareció agostarse en un solo segundo. Debíamos aparentar demasiada felicidad para los higadillos del ángel negro, que decidió entrar a rebato de sangre. Pero deben tener en cuenta, que todo lo que voy a narrarles queda envuelto en manto de ligera niebla. Incluso es posible que algunas escenas hayan tomado cuerpo en mi cerebro con entera libertad y se deban más bien a malquerencias de los sentidos o alucinaciones.

Como les decía, corríamos la última legua para alcanzar la capital cortesana, un pletórico final a la terrible misión impuesta, cuando se corrió el telón en telarañas de pasión. Recuerdo perfectamente el relincho de muerte de un animal, los gritos de mando de Sebastián y la peligrosa inclinación del carruaje hacia la banda derecha. De forma instintiva, intenté proteger el cuerpo de Margarita y de la niña, que en esos momentos acunaba en sus brazos. Durante unos segundos, parecía que se podría recuperar la estabilidad, para entrar a continuación en desfase absoluto. Según observación directa de dos modestos labradores, que transportaban su carga de frutas a la ciudad en modesta mula, al animal delantero de la derecha debió faltarle el paso por deslizamiento de cascos o fallo de músculos. También es posible que recibiera un soplo de muerte repentino, lo que suele suceder en rafas ocasiones. La caída del jamelgo herido arrastraba a sus compañeros y al carruaje en su conjunto.

De pronto, me sentí introducido en un tonel bajo movimiento libre en severa tormenta. El carruaje giraba como peonza entre destellos y algunos objetos eran despedidos con fuerza, mientras escuchaba gritos desgarrados de Margarita, unos alaridos de dolor que jamás podré olvidar a lo largo de mi vida. También creo recordar, aunque ya digo que en tales acaecimientos la mente provoca jugarretas sin medida, a la pequeña Rosalía en vuelo, escapada del abrazo materno. Margarita la observaba con el pavor reflejado en su rostro, como si la hubieran desposeído del bien más preciado. Y por último, solamente me llega a la memoria un trueno muy parecido al del cañón, al mismo tiempo que luces brillantes saltaban a mi alrededor y la mente se cerraba en nubes negras.

Cuando desperté, apenas podía enfocar la visión con cierta regularidad. Estampas montadas y en movimiento, que producían un profundo mareo. Necesité algunos minutos para que las imágenes mostraran sus perfiles en orden.

Y como en aquellos momentos apenas recordaba detalle alguno de lo sucedido, no era capaz de comprender dónde, cuándo o cómo me habían depositado en un mullido lecho. Por fortuna, poco a poco conseguí centrar los análisis. Reconocí que me hallaba en mi propia alcoba del palacio de Montefrío, un detalle difícil de comprender. Y más todavía comprobar que el rostro cercano, que me sonreía con extrema benevolencia, era el de mi esposa Rosario. Sin embargo, al mismo tiempo y como fogonazo de verdad, rememoraba los rasgos de Margarita, que se superponían con evidente prevalencia. Me agité, nervioso, mientras la mano de Rosario retiraba un paño de mi frente, para aplicar otro a continuación. También escuché sus palabras.

—Debes permanecer tranquilo, Francisco. Por la bendita gracia de Dios Nuestro Señor, todo ha acabado sin mermas de orden en tu cuerpo.

Volví a repasar su rostro, que ahora mostraba una sonrisa de felicidad. Intenté pronunciar unas palabras, que parecían quedar atascadas en la garganta.

—¿Qué ha… sucedido…? Margarita… Rosalía…

—No pienses ahora en esos detalles, Francisco. Debes recuperarte porque recibiste un fuerte golpe en la cabeza. No es grave, pero debes permanecer tranquilo.

Rosario intentaba cambiar al paño una vez más. Sin embargo, atenacé su mano con la mía al vuelo y me expresé con la mayor autoridad.

—¿Qué les ha sucedido a los demás? ¡Dímelo!

El tono de mi voz no dejaba lugar a dudas, lo que así pareció comprender mi esposa. No obstante, fue mi hija la que entró en danza a mi lado.

—Ha sido terrible, padre, y bien que podéis ofrecer gracias a Dios por el bien concedido. Habéis tenido mucha suerte. La única que resultó ilesa y sin un solo rasguño fue la niña, esa preciosa Rosalía, bendecida por su ángel particular. Beto acabó con magulladuras generales y un brazo roto. Pero sin problemas en su pierna maltrecha. Vos mismo sufristeis un fuerte golpe en la sien, que pudo enviaros a los cielos y os ha mantenido dos días entrado en sueños. También padecéis la rotura de tres costillas. Por esa razón, os costará respirar sin dolor. Tenéis vendado el tronco a fuerza de martillo. Pepillo anda con un tobillo maltrecho, tras volar por los aires muchas varas de distancia. El viejo Sebastián todavía se mueve entre los cielos y la tierra, perdida la memoria en el más allá.

Y Toño con algunos huesos rotos.

—¿Y Margarita? —un sexto sentido me avisaba de no mostrar especial interés, aunque se tratara de imposible medida—. ¡Habla de una vez!

Rosarito me miró fijamente, como si no comprendiera el apremio que mostraba. Sin embargo, fue mi esposa quien entró en el debido auxilio.

—Mira, Francisco, la mala suerte se cebó a malas con esa pobre mujer. Margarita fue despedida del carruaje y sufrió un terrible golpe en la cabeza. Según el cirujano, murió de forma instantánea. Todos lloramos tan sensible pérdida.

Una vez más se emborronó la escena en oscuros, como si atravesara de nuevo la situación de perdido bamboleo dentro del carruaje y sufriera el trueno del infierno. Pero ahora podía observar el rostro de Margarita al fondo del pasillo, cercado de espinas pero con una maravillosa sonrisa en su boca. Creí que me llamaba y alargaba el brazo hacia mí. Intentaba progresar hacia ella, pero por cada paso que caminaba en su dirección, ella forzaba dos en alejamiento. Su figura se perdía en la distancia, aunque el gesto de placer en su rostro permaneciera inalterable. Era consciente de que la perdía de forma definitiva y ese sentimiento me hizo reventar de dolor. Y bien sabe Dios, que habría deseado llorar durante días y semanas, largar las lágrimas hasta secar la fuente.

* * *

La vida continúa. Se trata de una frase más que repetida y que tanta razón ampara, aunque incomode y mucho a quien la escucha en determinados momentos de nuestra existencia. Suele coincidir con ese estado en el que solicitas con grito desgarrado, que se atraviesen las semanas al golpe de maza y sin observar uno solo de sus segundos. Tras la terrible noticia recibida, recuperé la consciencia en un par de horas. Sin embargo, me dejé ir en silencio, como triste madero que el viento y la corriente manejan a su gusto en la superficie de la mar. Pensamientos, escenas dulces, otras preñadas de dolor y el terrible análisis final. A veces, dolía tanto el ejercicio, que debía aparejar imágenes felices, las más de ellas vividas en la ciudad de Montpellier. Margarita y yo de paseo, almorzando en el hotelito o amándonos sin medida en la alcoba. Semanas que parecían abarcar toda una vida.

Los días comenzaron a discurrir con desesperante lentitud. Respiraba mucho mejor, aunque se tratara de un detalle apenas tenido en cuenta. Recibía la visita del cirujano amigo, que confirmaba el buen estado. Pero por mi parte apenas elevaba palabra alguna, salvo monosílabos de asentimiento o rechazo. Rosario me acercaba sopas, gachas y carnes blandas, que tomaba sin degustar, como si se tratara de un estricto cumplimiento del deber. Recibía de forma periódica la visita de mi tía Rosalía, incluso la de Beto que, de nuevo, se movía con soltura y un brazo en cabestrillo, aunque con la tristeza grabada a fuego en su cara. Pero la vida parecía alejarse de mí. Sin luces y con pena.

Transcurrió un largo mes, un periodo de dolor que no deseo al peor de los enemigos. Porque el verdadero mal se encontraba preñado en cobre y oculto en las venas del alma. Creo que comencé a mejorar ligeramente, cuando necesité de un esfuerzo mental para recordar con preciso detalle el rostro de Margarita, que comenzaba a difuminarse, aunque tal hecho también causara estragos. Debía ser que, en efecto, la vida continua, aunque no lo deseemos, como una obligación impuesta.

La liberación me llegó con extrema suavidad, como la pleamar alcanza las playas de escaso gradiente. Creo que debíamos encontrarnos en los días finales del mes de julio, entrados en calores de fuerza y con las ventanas abiertas. Por la tarde, poco antes del crepúsculo, Rosario llegó a mi lado como todos los días. Por primera vez en mucho tiempo, recorrí con detalle su figura y su rostro. Reconocí que se encontraba radiante, aunque una sombra oscura cruzara su boca. Nos mantuvimos en silencio durante demasiados segundos. Por fin, tomé una de sus manos y comenzaron a brotar las palabras de mi garganta al golpe y sin permiso.

—No creo que llegues a perdonarme jamás, Rosario. Bien sabe Dios que, muy posiblemente, no lo merezca. Pero debes saber que te amo.

Me miró de cerca a los ojos. La seguridad cruzaba por los suyos, sin mostrar una sola duda. Escuché sus palabras, dictadas con especial dulzura.

—Ya te he perdonado, Francisco. Precisamente porque siempre te he amado con verdadera locura.

Jalé de su mano con suavidad, hasta quedar tendida a mi lado. La miré con detenimiento a los ojos, en los que podía descubrir el sufrimiento atravesado. Con aquella sabiduría especial que poseía, debía haberlo comprendido todo desde el primer momento. Ahora largó sus palabras con extrema lentitud.

—Deliraste algunas noches que pasé a tu lado. Reclamabas… reclamabas a Margarita con extraordinaria pasión. Cuando escuchaba esas palabras, me sentía consumir por un intenso dolor. No sabes cuánto. Francisco, por lo más sagrado de nuestras vidas, olvídala. Debes olvidarla si de verdad te importa nuestro futuro.

Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Y juro por la salud de mi alma pecadora que, amparada en la sensación de intenso dolor, se aparejaba otra de completo bienestar. Pero era la segunda la que inundaba mi pecho en beneficio. Al mismo tiempo, me recriminé la inaceptable y odiosa actitud mostrada hasta aquel momento. Porque Rosario no merecía ni una sola de las muchas ofensas recibidas. La atraje hacia mí, aunque sintiera dolor en el pecho.

—Te prometo ante la más sagrada instancia, que ya la he olvidado. Perdóname, mi amor, perdóname.

Al tiempo que apretaba su cuerpo contra el mío, también yo sentí las lágrimas en rodada por las mejillas. Creo que jamás había llorado de forma consciente con tan profusa emoción y tan animado caudal. Me sentí inundado de una benéfica paz, al tiempo que Rosario apoyaba su rostro contra el mío. Ahora me dejé ir una vez más, pero con un regusto de extraordinaria felicidad.

Luis Delgado Bañón

Cartagena, a 15 de febrero de 2014