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Duro tornaviaje

A partir de aquella primera e inolvidable noche, que me atacó el alma como una manta negra mediterránea, la vida comenzó a correr a ritmo desbocado, con sus claros y oscuros. Y deberían encontrarse bien metidos en mi pellejo, para comprender lo que por entonces estimaba como diferencia práctica entre ambos colores. Porque estoy seguro de que no todos concordarían conmigo en las debidas apreciaciones, incuso calificando algunas como más propia de seres demoníacos o enajenados. No obstante, me siento plenamente convencido de acertar cuando pienso que, muy posiblemente, comenzó una nueva vida para mí. Al menos, puedo asegurar que inicié un inexplorado camino, de forma que mis propias apreciaciones y convicciones aceptaran una medida alternativa, incluso conceptos jamás analizados en mi conducta.

Aunque me mostrara optimista de cara al exterior para elevar la moral de Margarita, atravesé momentos en los que creía topar contra el muro del desastre. Porque durante una larga semana, Beto se mantuvo luchando a brazo partido entre la vida y la muerte. Y si alguna pequeña esperanza se alzaba, o así lo entendíamos, el doctor Gabaron nos devolvía a la cruda realidad con rapidez y una sinceridad como pocas veces he atisbado en la conducta de un facultativo. Por dos veces supusimos como inminente la amputación de la pierna, decisión que se posponía de momento para un examen posterior. Incluso en una de las tardes, mediada la semana, parecía que mi primo entraba en ahogos profundos y no llegaría a superar el trance. Creo que en todos esos momentos de dolor llegaba la Santa Galeona en auxilio, y lo sacaba de las garras de la muerte a dentelladas.

Margarita y yo paseábamos sin descanso por los pasillos del claustro, cuyas piedras llegamos a conocer una a una, como si se tratara de hijos propios. Tan sólo podíamos observar la figura de Beto durante unos minutos por la mañana y otros pocos por la tarde, metidos en una sala con demasiados enfermos, familiares y ninguna intimidad. Además y por desgracia, ni siquiera llegábamos a comprobar sus ojos abiertos o una auténtica reacción de vida, con la mente perdida en sueños y delirios más o menos repetidos. Menos mal que el doctor, ahora encantador y solícito en extremo con nosotros, conforme vaciaba mis bolsas de oro en sus manos, acudía de forma periódica a informarnos de los progresos o recaídas del enfermo. Tomábamos el almuerzo cada día en el recogido hotelito cercano al hospital, donde también llegamos a ser considerados como miembros de la propia familia.

Sin embargo, desde que, ya con las luces en caída, regresábamos a la casa de San Antonio, daba comienzo a una vida diferente. Y no exagero una mota porque de eso se trataba, de una existencia paralela y gozosa sin posible parangón. Ofrecíamos un beso a la niña, antes de que entrara en felices sueños. Y aunque Pepillo se moviera con demostrada práctica entre pucheros y limpiezas, acabamos por contratar el necesario servicio para que la vivienda se moviera en cuerdas de orden. De esta forma, al llegar la noche mi criado nos servía la cena preparada por Amelie, una extraordinaria cocinera, a la que seguía de forma invariable un rato de charla distendida, con la frasca de fino aguardiente a la mano. Se trataba del momento glorioso y tan anhelado a lo largo del día, porque ya atisbaba el calor de Margarita cercano en el tiempo.

Nos despedíamos cada noche en el salón con la necesaria severidad. Pero cuando entraba en mi cama, contaba los segundos hasta que, con noche cerrada, escuchaba el fantástico rumor de sus pasos sobre el piso. Y cuando Margarita se introducía en el lecho junto a mí, siguiendo el mismo y silencioso procedimiento del primer día, apenas podíamos reservar un solo segundo sin entrar en dulces lances de amor. Tiernas conversaciones, caricias sin fin, deseos imposibles y anhelos pasionales satisfechos. Dos personas distintas, dos nuevas existencias, dos caminos inexplorados y trazados a vara larga. Cómo olvidar aquella segunda vida que atravesé en carro de luces durante bastantes semanas. Porque cabalgamos en fuego durante un buen número de jornadas, muchas pero tan vividas al minuto que podría exponerlas una a una con sus particulares momentos, que nunca dos actos de amor verdadero saltan en el aire por igual. Montpellier, bella ciudad que siempre permanecería amadrinada a mis más dulces pensamientos.

Debíamos llevar poco más de veinte días de tránsito en aquella doble existencia, cuando el doctor Gabaron, exultante y con una alargada sonrisa en el rostro, llegó hasta nosotros. Y para colmar el cuadro en dulces colores, se trataba de una mañana con sol a radiar y temperatura envidiable.

—Bien, señores, con harto placer debo informarles de que, si no salta alguna novedad negativa que no espero, la enfermedad de don Adalberto ha superado el peor trance. Y no han sido pocos los momentos en los que estimábamos la batalla casi perdida. Creo que podemos asegurar, que su vida no corre peligro mortal y la infección de la pierna se ha estabilizado, un milagro que no esperaba cubrir con tanta rotundidad. No obstante, resta un alargado camino por delante. Necesitará de mucha constancia y ejercicio para recuperar unos músculos que casi han desaparecido. Pero ahora podemos depositar las esperanzas en el paso del tiempo, en una vida sana y con buenos alimentos, sin olvidar algunos ungüentos y medicinas que deberán incorporarse durante semanas o meses.

—Bendito sea Dios, doctor Gabaron —declaraba Margarita con emoción—. Nunca podré agradecerle lo suficiente, que haya salvado la vida de mi esposo.

—Debo reconocer, señora, que la suerte nos ha acompañado en buena medida.

—Doctor Gabaron, ¿cuándo podrá el enfermo pasar a la vivienda? —preguntaba con profundo temor, sin querer declarar a mi propia alma los deseos que anidaban en el pecho.

—Es pronto para entrar en esos detalles, señor mío. Pero así, a medida gruesa, diría que en diez o doce días podría abandonar el hospital. Quede claro, que habré de ejercer visita de forma regular en su domicilio. Y si les parece oportuno, deberíamos incorporar el trabajo de un facultativo especializado en desarrollo muscular. Se trata de una novedad médica que solamente en este hospital se desarrolla, para que los enfermos con miembros altamente afectados, recuperen su propia actividad. Claro que supondría un aumento en el…

—Ya le dije, doctor, que afrontara los gastos que estimara necesarios. Pero debo realizarle otra pregunta, muy importante para nosotros. ¿Cuándo podrá don Adalberto soportar un traslado a España?

El doctor me miró con interrogantes abiertas en el rostro. Parecía dudar, como si no se atreviera a formular una respuesta definitiva.

—No puedo contestarle con datos ciertos. Supongo que me habla de un traslado a Madrid, muchas leguas de carruaje.

—En efecto, le hablo de una mudanza a la ciudad de Madrid. Pero lo haríamos en las etapas necesarias que nos recomendara.

—Sería peligroso no esperar a que la enfermedad del pecho desapareciera por completo, así como que la herida del muslo presente una cicatrización definitiva. Todo ello, a no ser que les obligue alguna urgencia familiar o profesional que…

—Nada de urgencias, doctor. Lo que mejor resulte para el enfermo.

—En ese caso y también a ojo largo, creo que se podría trasladar a Madrid en un mes más, aunque yerre en la predicción.

—Muy bien.

Conforme las luces se ampliaban en la vida de Beto, manteníamos el mismo ritmo de vida. Ahora ya las buenas noticias nos alcanzaban cada mañana, porque el progreso se mantenía permanente y a buen ritmo. Y por fin pudimos charlar con el enfermo, a quien abrazamos emocionados. Incluso mostraba una benéfica sonrisa de felicidad, que hizo llorar a Margarita. Me tomó de las manos para entrar en devociones.

—Nunca podré agradecerte lo que has hecho por nosotros, Francisco.

—Vamos, Beto, que ninguna misión especial he llevado a cabo. Eres un hombre fuerte y…

—No me vengas ahora con excusas de fraile, primo. El doctor Gabaron me ha contado todo con detalle y soy consciente de que, sin tu oportuna ayuda, habría muerto. Muchas monedas de oro has debido gastar. Así de sencillo. Sin contar que has dedicado tu vida a nosotros durante mucho tiempo. Margarita y yo te estaremos agradecidos mientras vivamos. No obstante, es posible que puedas regresar mientras recupero…

—No desvaríes, primo. No abandonaré Montpellier sin vosotros.

—Gracias, Francisco. Que Dios te recompense como mereces.

Mientras escuchaba aquellas palabras de emocionado agradecimiento, el duende se movía por mi cerebro con risas preñadas de burla. Y juro por Dios, que debía concentrar mis pensamientos en el tema que trataba, sin permitir un mínimo vuelo hacia esa otra vida que manejaba con extremo placer.

—Lo que tienes que hacer es ejercitar esa pierna con el doctor Fabious. Cuando más trabajes, antes podremos regresar a España.

—Bien que lo deseo, como si se tratara de alcanzar el verdadero paraíso. No sabes cómo duele seguir los movimientos que me ordena una y otra vez. Pero no dudes de que me empeñaré al máximo. ¿Y la pequeña Rosalía? —ahora se dirigía a su esposa.

—Grande, sana y contenta. Recuperamos el servicio del ama Marie y una cocinera le prepara las mejores comidas. Engorda día a día.

Beto volvió a mirarme con ese gesto de agradecimiento, que quedó instalado en su rostro durante meses. Volvió a emitir una frase, que escuché de su boca en cientos de ocasiones.

—Gracias, Francisco.

—Por favor, calla ya. Lo absurdo ha sido que no recurrieras a la familia con anterioridad. Todo habría sido resuelto con mayor rapidez.

—Y que no llegaras cuando ya me encontraba ofreciendo los últimos suspiros de mi vida. Por cierto, Francisco, me preocupa un detalle…

—Habla lo que estimes oportuno.

—¿Podré regresar a España sin problemas legales? Ya sabes a lo que me…

—Has sido amnistiado por Su Majestad. Solamente se mantiene en duda tu posible reingreso en la Armada, condición que espero conseguir —no deseaba entrar en detalles, para no preocupar en demasía al enfermo. Sin embargo, necesitaba confirmar un importante dato—. Porque supongo que desearás recuperar tu posición como oficial de guerra.

—Claro que sí —contestó con demasiada rapidez, un detalle que no esperaba—. Bien que siento todo lo que ha supuesto mi lealtad a la causa… para nada.

—Vamos, olvídalo. Todo en esta vida se cuece al gusto propio y no es malo recuperar sensaciones perdidas. Pero ahora no hables más. Descansa, que esta tarde has de ejercitar la pierna.

—Tienes razón. Los ejercicios de esta mañana me han dejado agotado.

En cuanto pisábamos la calle de San Antonio, Margarita y yo recuperábamos nuestra segunda vida. Y bien que lo hacíamos con extremo ejercicio de placer. Pero no me refiero solamente al de la carne en pasión abierta, sino al sencillo hecho de pasear, conversar o comprarle algún capricho. Ese día a día que puede cubrir en disfrute puro cada momento de nuestra existencia.

Aproveché la mejoría de Beto y nuestra libertad de acción para visitar al banquero francés monsieur Bertrand Deschaumes, corresponsal de don Alonso Sanromán en aquella zona de Francia. Y como esperaba, todo se solucionó a la rápida. Recibí de su mano crédito ilimitado en su casa, con giro en blanco contra la de Madrid. También cuando recibimos la nueva del doctor Gabaron sobre la indudable mejoría en la salud de Beto, escribí a mi tía Rosalía para exponerle las buenas nuevas. Porque, desde nuestro arribo a Montpellier, solamente lo había hecho en una ocasión para indicar con pocas palabras la feliz instalación en la plaza y la dirección a la que podían cursarnos noticias. También le explicaba las bellezas de su nieta que, con seguridad, la emocionarían hasta cubrir ruedas.

En compañía de Margarita me dejé arrastrar por la dulce marea, ese gozo permanente en el que había desembocado nuestra vida. Y tras un esfuerzo muy duro durante los primeros momentos, conseguí expulsar los pensamientos de culpa desatada, hasta llegar a considerar que solamente debía pensar en el presente. Dejaba atrás los deberes contraídos, sin pensar en el futuro incierto y de tintes negros que podía aplastarnos si se analizaba con cierto realismo. Cada mañana, al abrir los ojos a un nuevo día, mi único pensamiento se centraba en el deseo de vivir aquella nueva jornada con Margarita, como si se tratara de la última dádiva concedida. Todo lo demás resbalaba como aceite en la llana. Una locura, sin duda, pero qué cuerdos llegué a considerar unos pensamientos tan enajenados. Ahí se encontraba el meollo de aquella felicidad.

* * *

Debió ser a finales del mes de mayo, cuando se nos autorizó el traslado de Beto a nuestro domicilio. Y aunque supusiera en teoría una inmensa alegría, tal aseveración entraría en acción de puro cinismo. Porque la nueva situación cortaba una importante parte de mi segunda existencia. No obstante, mucho me emocionaba contemplar la sonrisa de Beto, como niño que hubiera conseguido el más profundo de sus deseos. Todo le llamaba la atención, hasta el más pequeño de los detalles ordinarios. Recuperaba la vida, que había estimado no llegar a alcanzar de nuevo.

Por desgracia, un desconocido puñal se clavaba en mi alma. Porque seguía disfrutando de la compañía de Margarita durante el día, pero sufría durante la noche al saberla junto a otro hombre, sin que mis manos pudieran recorrer su cuerpo y escuchar sus palabras de amor encendido. Recurrí al aguardiente francés como láudano salvador, un caldo que encontraba más delicioso cada día. Y llegué a alcanzar la raya por más, al punto de balancear el cuerpo en demasía cuando decidía entrar en sueños.

Ahora los días transcurrían con cierta rutina. Muchas jornadas en las que nos visitaba el doctor Gabaron y el experto Fabious. Y si el primero alargaba la periodicidad de sus reconocimientos ante la falta de necesidad, el segundo no dejaba de asistir cada mañana y cada tarde para comprobar un progreso que se nos aparecía a la vista. Todos nos felicitamos cuando Beto comenzó a caminar por sí mismo, aunque debiera auxiliarse con unas muletas durante las dos primeras semanas. En cuanto a mí, al menos paseaba con Margarita en solitario durante el día, momentos dulces en los que recuperábamos los sentidos apartados. Y si a veces deseaba entrar en reproches por la situación establecida, los cortaba en el pensamiento a tenazón de espuma. Porque comprendía que solamente me restaría aquel detalle durante el resto de la vida. El placer de contemplarla y de su conversación, manejando solamente en el cerebro otras experiencias que se disolvían poco a poco como azúcar en el agua.

Para elevar la moral en algunas cuartas, por aquellos días recibimos una abultada carta de la tía Rosalía. Hablaba de todo con entera satisfacción y esperanzas de futuro abiertas. Incluso comentaba dulces detalles de su nieta, como si la hubiera disfrutado durante horas en sus brazos. Sin embargo, la noticia que más nos alegró me afectaba directamente. En el palacio de Montefrío se había recibido una nota oficial del ministerio de Marina dirigida a mi persona. Con su habitual sabiduría, mi esposa había decidido comprobar su contenido, por si acaso me afectaba con urgencia. En ella, se me comunicaba que el teniente de navío Adalberto Pignatti Leñanza reingresaba en la lista de oficiales del Cuerpo General de la Armada, en la misma línea de escalafón que disfrutaba en el mes de abril de 1843, última revista satisfecha. La decisión se debía a la necesaria equiparación con una veintena de oficiales del Ejército en similar situación, a quienes les alcanzaba el perdón real en cadena. Tal hecho me aliviaba de solicitar el derecho de real audiencia en persona, así como el hecho de presentarme ante Su Majestad, una estampa poco apetecida en mis adentros. También Beto se alegró en su justa medida, al comprobar que se le liberaba de todo compromiso negativo.

En la tercera semana del mes de junio planeamos el definitivo regreso. Y bien que lo deseábamos todos. Por mi parte, lo estimaba como medida necesaria, aunque también picara en dolor abandonar la maravillosa ciudad en la que había vivido, posiblemente, los momentos más felices de mi vida. O así lo estimaba por entonces. De esa forma, visitamos a los doctores en debida despedida. Y mucho se alegraron al comprobar la ligera cojera de Beto que, no obstante, se movía con cierta agilidad. Fabious le recomendó no cesar un solo día en los ejercicios prescritos, y supongo que Gabaron sintió tristeza al perder la bolsa semanal de monedas, que pocos clientes tan generosos debía tener.

El día veintiuno de junio abandonamos de forma definitiva la ciudad de Montpellier. Pepillo había ordenado los bagajes y agenciado las viandas necesarias para el camino, mientras por mi parte conseguía las monedas para afrontar los gastos de ventas o posadas. Porque nos establecimos un máximo de distancia a recorrer en cada jornada y no desgastar el ánimo de mi primo, por mucho que repitiera que podía afrontar cualquier esfuerzo. Más valía seguir los consejos del doctor Gabaron al punto y la letra, sin exponer una mota. Beto pasó a ocupar el asiento delantero del carruaje de banda a banda, acondicionado con almohadones de miraguano, mientras Margarita y yo nos juntábamos en el trasero. La pequeña Rosalía, inicialmente en brazos de su madre, pasaba a ratos por los míos o los del padre. Intentábamos liberar el peso de los brazos maternos, que ya la niña cargaba libras de más.

Bien que sufrí al observar por última vez en la distancia las torres de la catedral, una estampa de la ciudad de Montpellier que guardaría a buen recaudo y por siempre en el alma. Cerraba una etapa de mi vida que jamás había sospechado llegar a disfrutar. De todas formas, todavía sentía una enorme felicidad al contemplar el rostro de Margarita a mi lado y escuchar su voz. Se trataba de pequeños trofeos, de esos a los que te aferras con arpeos de fuerza cuando la nada te amenaza por detrás.