22
Un nuevo frente

Rosalía carraspeó una vez más, antes de comenzar con la lectura de la carta escrita por su nuera. Y entre temblores más propios de órgano recalmón, desgranó las palabras dictadas por Margarita Elio a su suegro.

Mi muy estimado y querido padre:

Espero que perdonéis mi atrevimiento de escribiros directamente a vos, sin que hayamos disfrutado de contacto anterior. Pero así me veo obligada por las tristes circunstancias que rodean mi vida en estos momentos.

Mi tía largó el primer sollozo, que escapó de su garganta como silbato de niebla. Apretaba de firme los pliegos, que se movían en sus manos como hojas atizadas en duro vendaval. Decidí intervenir para disminuir el calvario y conocer las noticias con cierta rapidez.

—¿Quieres que la lea yo, tía? Será más rápido y sencillo.

—Gracias, sobrino —Rosalía, con lágrimas en caída libre, me tendía los pliegos—. Quizás sea lo mejor.

Tomé el conjunto abierto con la mano y me acomodé en el sillón. Miré en derredor, antes de lanzarme a una lectura que, estaba seguro, marcaría estrías de dolor en cada uno de nosotros.

Ahora comprendo que todo nos rodó a la mala desde el primer momento, aunque intentáramos ocultarnos la verdad con un manto gris. Y es nota bien sabida, que toda empresa que comienza con el pie cambiado, acaba por morder a malas en carne propia. Latigazos que la vida nos ofrece y que, a veces, somos incapaces de comprender. Cuando contrajimos matrimonio en la catedral de Lescar, Beto subió al altar de la mano de mi hermana mayor, María, en funciones de madrinazgo. Y mucho le hizo sufrir este detalle, porque ama a su madre con inconmensurable amor. Pero también añoraba la presencia de su padre en la ceremonia y del resto de la familia, a la que tan unido se siente a pesar de la distancia. Pero ya nada podemos reparar de aquella decisión, posiblemente equivocada, a la que nos forzó el amor que sentíamos y otras circunstancias paralelas de difícil solución.

Establecimos nuestra residencia en la ciudad de Pau, allí donde se había instalado el pretendiente carlista a la Corona con su Corte. En primer lugar, ya conoceréis los sentimientos políticos de mi esposo, así como su intachable fidelidad a don Carlos y lo que políticamente representa. Pasó a ser por voluntad propia oficial de la Real Armada legitimista, aunque no existiera realmente tal Institución. Fue ascendido al empleo de capitán de fragata, una promoción más simbólica que otra cosa. Y de su soldada, más lo que mi padre nos asignaba como círculo avenido en la Corte, podíamos vivir con cierta holgura. Sin embargo, para comenzar con un lento proceso que ahora considero como un merecido martirio, mi pobre madre moría aquel mismo año aquejada de las fiebres. Y lo hizo con extendido sufrimiento por encontrarse alejada de España y de los suyos. Pocos días después del enlace, a Beto le llegó el ofrecimiento económico de su tío Santiago, así como una carta entrañable y cariñosa que leyó cientos de veces, en la que con ternura y benévolo sentimiento, obviaba cualquier tema político. Y aunque mi esposo dudara en un principio sobre la respuesta a ofrecer, cometí el error de comentarlo con mi padre, quien obligó con energía a que Beto renunciara. Y mucho le dolió porque es muy grande el amor de mi esposo por su tío, a quien quiere como un segundo padre.

Cuando don Carlos hizo público su manifiesto reivindicativo y comenzaron a despuntar los encuentros armados, Beto se brindó para ejecutar cualquier misión de guerra por mar o tierra que se estimara necesaria. En un primer paso, recorrió varios países europeos en busca de financiación para la causa y establecer posibilidades de adquisición de armamento, para pasar después a comandar una misión de transporte por mar con tropa y pertrechos. Aunque me lo ocultara durante bastantes meses, supe que precisamente había sido su querido primo Francisco, quien lo detenía a bordo de un barquito pesquero en la costa catalana. Y por gracia inesperada, le brindaba con extrema generosidad la posibilidad de escapar, aun con peligro de su propia conducta.

—¿Tú encontraste a Beto y lo ayudaste a escapar? —preguntaba Rosalía, sorprendida, en un susurro—. ¿Por qué no nos comentaste…?

—Creí que solamente conseguiría aumentar vuestro dolor. Apresé el falucho en el que Beto se mantenía embarcado con otras fuerzas carlistas. Por encontrarnos metidos en espesa niebla y a escasa distancia de la costa, le ofrecí la oportunidad de que saltara al agua para salvar la vida, porque el fusilamiento se aparecía como pena inminente. No podía dejar que mi primo perdiera la vida por una acción personal bajo mi mando.

Mientras mi tía ofrecía una mueca de sentido agradecimiento, decidí continuar la lectura.

Beto saltó al agua y llegó a una playa, donde comenzó un particular calvario. Porque el pobre necesitó de nueve semanas para regresar a Francia. Debió correr interminables caminos de trocha y monte abierto, sufriendo fríos, heridas y hambre en cadena, auxiliado tan sólo por el magnánimo desprendimiento de algunos campesinos. Por fin, llegó hasta mí en lastimosas condiciones, perdida hasta la última onza de grasa.

Necesitó un par de meses para recuperar las perdidas fuerzas. Por mi parte, esperaba que su sangre se remansara en calma porque, como todos aseguraban, habíamos entrado en una guerra localizada y sin posibilidades de futuro. Así lo veía con claridad el general Cabrera, que mantuvo graves desencuentros con mi padre. Fue el momento en el que se sucedieron dos acontecimientos de enorme magnitud y gravedad, que sufrí como hierros al rojo sobre la carne. Por una parte, Ramón Cabrera se veía forzado contra su voluntad y por ese duende endemoniado del orgullo, a entrar en España y combatir bajo la bandera de su Señor. Beto, gran admirador de este general, se presentó como voluntario para luchar en sus filas y fue aceptado. Le otorgaron el empleo de coronel de Infantería. Pero por otro lado, don Carlos intentaba traspasar la frontera para ponerse al mando de sus fuerzas. Como ya sabéis, fue localizado por la policía francesa y expulsado de Francia. Como mi padre lo acompañaba, siguió sus pasos para instalarse con una reducida Corte en el Reino Unido, en una pequeña población cercana a Londres.

Ya había nacido nuestra hija, que cristianamos bajo la advocación de Santa Rosalía de Palermo. Beto quería que llevara el mismo nombre de su querida madre…

Debí interrumpirme porque reventó la puchera en el pecho de mi tía. Mezclaba sollozos con frases entrecortadas, que nos hacían sufrir como si un puñal se clavara en nuestro pecho.

—Mi nieta Rosalía. Mi nieta se llama Rosalía —masajeaba sus mejillas con extremo dolor, mientras algunas palabras saltaban al tranco desde su garganta—. ¡Madre del amor hermoso! ¡Pobre niña mía!

Decidí continuar con la lectura, como único medio para tranquilizar a mi tía. Pero también yo debí aclarar la garganta para no entrar en falsete de emoción. Porque con el tono trazado por Margarita, me esperaba una información de sangre en cualquier momento.

Os adelanto que la niña es preciosa y muy buena, que acaba de cumplir los tres años. Pero regresando a esta triste narración de penas, debo comentar que, con la marcha de mi padre a Inglaterra, comenzamos a atravesar ciertas penurias económicas. La soldada no nos alcanzaba todos los meses, una situación que se complicó mucho más cuando Beto pasó a España con las tropas del general Cabrera. Quedé sola en tierra extraña y sin disponer de nadie a quien largar la mano en petición. Porque mi hermana mayor había pasado a vivir en Holanda, sin conocimiento de su dirección, y la pequeña Gertrudis regresaba a España con unos tíos. Menos mal que la mujer del mariscal de campo Maturrén sintió lástima de mí y me concedió algún crédito. Porque, aunque os parezca difícil de creer y alejado de su normal comportamiento, no volvimos a recibir auxilio de mi padre. Ni una sola noticia.

Bueno, después de todo puedo asegurar que os he expuesto la parte más sonrosada de la historia. La venda negra nos asaltó cuando Beto padeció las heridas. En el combate sufrido junto al río Ter, en el que el mismo general Cabrera fue herido, Beto recibió algunos cortadillos de metralla, el principal y de mayor tamaño en la pierna derecha. Debió entrarle muy dentro porque para extraerlo perdió mucha sangre. Fue operado por el cirujano capitán Meneses, que también cayó herido dos días después. Ambos fueron evacuados hacia Francia y aquí llegaron por fin tras un calvario más de escape. Beto se encontraba en penosas condiciones, con el muslo muy inflamado, fiebre alta y noches de delirio. El propio Meneses lo trató, hasta que decidió llamar a un cirujano francés de gran prestigio. Pero este monsieur Charles Gabaron, hombre con escasa dignidad moral y profesional, exigía muy altos honorarios para proceder a la operación, por lo que debimos aceptar los servicios de otro cirujano menos conocido y, por lo visto, menos brillante. El caso es que, desde que el cirujano monsieur Despalmes lo operó, se mantiene en lastimosa condición. Aunque algunos días parece que va a remontar el vuelo, cae otra vez en profundos delirios con fiebre elevada. El capitán Meneses debía regresar a España y me recomendó que lo viera otro cirujano de mayores conocimientos. Pero nada puedo afrontar en la situación que atravieso, a pesar de haber vendido en almoneda todas mis joyas y lo que de valor manteníamos todavía en casa. Y ahora se nos suma el problema de falta de liquidez para afrontar la mensualidad al propietario de la vivienda que ocupamos.

Atravieso una situación terrible, querido padre. Beto no sabe que os escribo. Pero se encuentra en peligro la vida de vuestro hijo y la de vuestra nieta Rosalía, que apenas puedo alimentar. Por estas razones me atrevo a solicitar vuestro auxilio, petición que os elevo como un grito desgarrado. Estoy segura de que la razón de la sangre propia os hará olvidar los errores pasados y acudir en nuestro auxilio.

Podéis estar seguros de que vuestro hijo os quiere con entrañable amor, aunque la vida le haya llevado a tan triste situación. Quedo en esta ciudad de Montpellier en aguardo de vuestra ayuda, que espero recibir, aunque sea por puro desprendimiento cristiano. Recibid mis más sinceros sentimientos de respeto y filial cariño.

Margarita Elío de Leñanza

Cuando rematé la lectura, Rosalía lloraba sin descanso. Y sus alargados sollozos taladraban mi corazón a machetazos de dolor. Mi tía elevó por fin el rostro para mirarme. Se atragantaba cuando exponía sus palabras.

—Francisco, debo partir ahora mismo hacia Montpellier y aliviar en lo posible las penas que mi nuera…

—Nada de eso, tía. Esta misma tarde saldré hacia Francia. Se trata de una misión que he de encarar personalmente en nombre de la familia. Y quiera Dios que llegué a tiempo para rescatar con vida a Beto. Pero confiemos en la Santa Patrona, que no ha de olvidarnos en tan terribles momentos.

—¿Lo harás? ¿Deseas que te acompañe?

—Si me permitís sinceridad sin bucles, vuestra compañía, querida tía, no ayudaría una mota, más bien al contrario. Sin preocuparme de otras necesidades, puedo correr las leguas a mayor velocidad, un detalle de la mayor importancia. Tomaré el mejor carruaje, aquel que muestra las armas de la casa, y partiré. Bueno, antes deberé hablar con don Alonso Sanromán y que me entregue algunas cartas abiertas a mi favor, contra la casa de banca de su amigo en Montpellier.

—¿Necesitas…?

—Llevaré también unas bolsas con monedas de oro, para lo que puede suceder en el camino. No os preocupéis, tía. Traeré a Beto y a la niña conmigo, podéis estar segura.

—Y a Margarita —me lo exponía como si hubiera cometido un imperdonable olvido.

—Por supuesto, tía.

—Dios te oiga, querido sobrino. Pero no tardes y parte de inmediato. Quién sabe lo que estarán sufriendo esos pobres.

Para tranquilizar a Rosalía, me puse en marcha sin perder un solo segundo. Mientras Pepillo preparaba lo más imprescindible en un baúl viajero, pasaba a galope tendido por el gabinete de mi administrador. Don Alonso, tras ofrecerme como tantas otras veces sabios consejos, me facilitaba en escaso tiempo los documentos necesarios, que posibilitaran mi vida y acciones en ciudades desconocidas. Y así, sin pensarlo una vez más, tras despedirme de la familia, salía en volandas hacia Cataluña. En previsión de posibles males, ordenaba entroncar al carruaje de luces, aquel que incorporaba el escudo de la casa en los portones, cuatro animales de brega dura, menos vistosos pero de los que solíamos emplear en largas tiradas. Además, con dos hombres de confianza en el pescante y estrictas órdenes de elevar la marcha en lo posible, siempre que los caballos no reventaran cueros antes de arribar al destino. Porque, una vez en la ciudad francesa, podríamos adquirir otro tiro de animales con parecidas condiciones.

Aunque nadie me recomendara el camino a seguir, ordené a Sebastián, sin dudarlo, que tomara la vereda real de Aragón, que conduce posteriormente hacia Cataluña. Sin tiempo para comprobar situación y distancias, recordaba que la ciudad de Montpellier, una de las principales de nuestro añorado Rosellón, se encontraba a dos o tres leguas de la costa mediterránea. Y con el perfil de la carta marina grabada en la sesera, estimaba que deberíamos cubrir unas treinta leguas desde la raya pirenaica, bendecidos por la brisa marítima del golfo de León en la distancia. Todo ello si existía un buen camino que corriera la costa francesa desde el paso fronterizo hacia el norte. Porque, también a ojo de mal navegante, deberíamos atravesar las conocidas ciudades de Perpiñán, Leucate y Narbona, si la memoria no me fallaba.

Cuando la ciudad de Madrid quedaba perdida a popa en la distancia, elevé un rezo de fuerza a la Santa Patrona. Y si por una parte pedía a Nuestra Señora del Rosario las mejores condiciones para alcanzar cuanto antes nuestro destino, también le rogaba en tambor para que mi primo Beto resistiera los embates que la vida le propiciaba. En abierta verdad, seguía considerándolo un hombre poco inteligente, pero de buen corazón. Y no merecía atravesar esa montaña de sufrimientos en que se había convertido su vida. Todo ello sin hablar de la pequeña Rosalía, tierno ángel que nada debía sufrir por los errores ajenos.

Por gracia de los cielos entrados en benefactora cadena, desde las mismas puertas de Madrid hasta nuestro destino cierto en la Francia, las condiciones de vientos, cielos y temperaturas no pudieron cuadrar más a favor. Por fortuna, atacábamos la empresa en la medianía del mes de abril, una época del año que, no obstante, a veces se mueve en las tierras de España con aguas a reventar calderas. El sol brillaba, el azul dominaba los cielos y el terreno se mantenía seco, sin esos relentes matinales que suelen cuadrar a la contra. Y como Pepillo había tomado a la rápida una elevada cantidad de embutidos, panes, quesos y vinos, dábamos cuenta en el carruaje sin necesidad de efectuar demasiadas paradas de venta forzosa, salvo cuando los animales necesitaban descanso, agua y forraje.

Aunque intentara no pensar en el cuadro que podría encontrar al arribar a nuestro destino, se trataba de empresa imposible cerrar los ojos al ciento. Porque eran muchas las posibilidades y las más de ellas con resultados de extremo dolor. Poco a poco, las preguntas negras recalaban en el cerebro para entrar con picas y sin salvaguarda. ¿Habría muerto Beto? ¿Sería posible atacar su traslado a España? ¿Se encontraría la niña con fuerzas? Tan sólo Margarita quedaba al margen de las preocupaciones, al parecer la única con energía suficiente para sobrellevar la cruz impuesta. Y todo ello sin olvidar que bien deseaba tomar por los cuernos al famoso cirujano, ese maldito monsieur Gabaron, y lanzarlo contra los parapetos sin misericordia. Menos mal que el vino, trasegado en la justa medida, ofrecía los necesarios periodos de ensueño, hasta que alguna rodera del camino nos hiciera saltar como liebre en picacho.

* * *

Me sentí inmensamente dichoso cuando, como feliz imagen abierta en la distancia, pude observar las esperadas torres cuadradas de la catedral de Montepellier, un templo que, como supe más tarde, se encontraba dedicado a la advocación de San Pedro. Un bienestar más espiritual que otra cosa, porque ya el cuerpo llamaba a desbarate de miembros sin misericordia. Pero como la urgencia se había enjaretado a mi alma sin posible fisura, una vez atravesada la puerta antigua que llamaban del Peyrou, posiblemente una de las antiguas entradas a la capital, pregunté al primer parroquiano disponible por la calle de San Antonio. Y debía ser céntrica y conocida, porque aquel vejete nos la anunciaba sin dudarlo a escasos pasos. De esta forma, corrimos hasta dejar el pórtico de la catedral por la derecha, extraño y bonito soportal con picachos más propios de baluarte defensivo, hasta recalar en la amplia avenida que buscábamos.

Aunque debiéramos repasar la calle de San Antonio en ida y regreso, por fin encontramos la «casa de los españoles», muy cercana a un magnífico edificio que resultó ser la Universidad, famosa por sus aulas de Medicina. Y creo que fue entonces cuando, detenido el carruaje frente a un edificio de cierta hermosura y nobleza, caí en la cuenta de que debería afrontar la dura verdad escasos minutos después. Nada de especulaciones o análisis de posibilidades sino la pura y, mal que pese, dura realidad. Estoy seguro de que, a causa de las razones expuestas, comencé a moverme con cautela y lentitud, temeroso en verdad de lo que podía encontrar a partir de aquel momento.

Bajé del carruaje y me enfrenté a un portón de generosas dimensiones, adornado en su centro con una aldaba de hierro en forma de caballo alzado. Intenté escuchar algún ruido interior, una pista que me pudiera conceder la necesaria información, pero nada se percibía. Ni siquiera a aquella hora del mediodía se distinguía el habitual aroma de algún condumio en preparación. Pero como era absurdo mantener aquella temerosa disposición, acabé por efectuar el golpe que podía cambiar algunas vidas. Sin embargo, no escuché paso alguno en la distancia, como si la vivienda se encontrara vacía. Y comenzaba a temer alguna dolorosa situación cuando, sin esperarlo y sin aviso previo en ayuda, la puerta se abría con lentitud. Fue entonces cuando entré en pasmo de sangre.

Ante la puerta aparecía una mujer joven, pocos años superada la veintena. Pero juro ante los sagrados libros, que jamás había recibido una impresión como aquella, la de quedar sojuzgado al pronto y sin excusa por unos ojos y un rostro hasta el máximo límite que se pueda imaginar. Puedo definir sin posibilidad de error que Margarita Elío, porque no dudaba una mota sobre su verdadera identidad, era la mujer más maravillosa, atractiva y encantadora que jamás había observado a lo largo de toda mi vida y que, también lo juro, jamás volví a encarar. Muchos adjetivos de gloria se podían añadir a los ya citados, sin deber excluir el de la aterradora seducción que emanaba de su aureola personal.

De regular estatura, en Margarita destacaban sus ojos verdes, de una claridad como jamás había observado, tanto así que la mirada propia parecía atravesarlos y hurgar en su propio cerebro. Al mismo tiempo, su rostro redondo, los labios carnosos y una pequeña nariz en alzada conformaban la perfección del ser humano, o así me lo pareció en aquellos momentos. Y aunque procediera a un análisis rápido, también su melena trigueña, del color del oro viejo, caída en rizos de portón, aumentaba el fantástico espectáculo que se me concedía. Fui consciente desde el primer momento, de que aquella mujer podría manejar mi alma a su libre albedrío y por siempre jamás, un sentimiento que me empequeñeció hasta alcanzar niveles desconocidos. Y para colmar el vaso, escuché su voz, como llamada de ángeles en reclamo.

—Sois el duque de Montefrío, ¿verdad?

—Soy tu primo Francisco, Margarita. Nada de formalismos entre familia, por favor. Hemos recibido tu carta y he venido a ritmo de reventar los animales para ayudaros en todo lo que sea posible.

—Un maravilloso carruaje —dirigía la mirada, embelesada, hacia el vehículo—. Digno de un rey.

—A un rey perteneció. Don Carlos el Tercero se lo obsequió a su secretario privado, mi bisabuelo. Pero, dime, ¿cómo se encuentra Beto?

—Por favor, pasa. ¿Necesitan los demás…? —señalaba a Pepillo y a los dos hombres que, cubiertos de polvo hasta los hijares, se mantenían en el pescante.

—Tan sólo mi criado particular, si dispones de alguna habitación para el servicio. Los otros dos se buscarán la vida por la ciudad.

—Esta vivienda es muy grande, Francisco. Y con una zona amplia para el servicio, aunque… aunque no dispongamos de nadie en ayuda que la ocupe. Pero creo que todos pueden instalarse con cierto bienestar. Por favor, pasa de una vez, que me siento incómoda.

Con tiemblos en las venas, la seguí al interior de la vivienda. Porque las sensaciones que he expuesto en un primer análisis, se multiplicaban por diez y por mil conforme transcurrían los segundos. Sin embargo, me recordé la misión principal que no debía olvidar. Debí repetir la pregunta.

—¿Cómo se encuentra Beto y la niña?

—Tu primo sigue en el mismo y penoso estado. Parece suficientemente fuerte para soportar la terrible situación que atraviesa, aunque no sepamos hasta cuándo. Pero la pierna se le ha inflamado otra vez. Y aunque me avergüence decirlo, apenas dispongo de unas pocas monedas para adquirir los ungüentos necesarios. Ni siquiera nos queda un miserable frasco de láudano, para cuando entra en dolores profundos —hablaba con un deje de infinita tristeza, capaz de achicar el corazón más bragado—. El pobre no se queja, pero sé que sufre mucho.

Sin dudarlo y mientras sus ojos continuaban taladrando mis sentidos, saqué de la casaca una de las bolsas acopladas. Se la entregué a Margarita.

—Toma, Margarita. Esto te servirá para los primeros gastos que debas afrontar, sean los que sean. Si te faltan…

—No me avergüences, Francisco, por favor —mostró un encendido rubor sin subterfugios.

—Nada de vergüenzas ni falsos sentimientos, prima Margarita. Seamos prácticos. He venido a ayudaros como jefe de la familia Leñanza y de la casa de Montefrío. Y así lo haré. Si te faltan elementos de vida de cualquier clase como víveres, medicinas u otra cosa, hazle una lista a Pepillo, mi criado. Y escribe el necesario láudano. Es muy listo y lo conseguirá todo.

—¿Habla francés?

—Habla todas las lenguas que permite una clara inteligencia. Situaciones más difíciles ha afrontado por esos mundos de Dios, con éxito. Pero, dime, ¿algún cirujano visita regularmente a Beto?

—Pasa de vez en cuando el doctor Despalmes, pero como un favor especial. Un acto de simple misericordia porque no puedo pagar sus servicios. Ya os contaba que otro facultativo, profesor en la Universidad y reputado como uno de los mejores de Francia, se…

—Ya leí sobre ese maldito Gabaron. Ajustaré cuentas con él, no lo dudes.

—Pero si pudiéramos afrontar sus gastos, Francisco, es el más indicado y, posiblemente, el único capaz de sacar a Beto del estado en que se encuentra. Tu primo lleva sin ingerir alimentos dos días, aunque le preparo una sopa pobre que rechaza, y delira casi todas las noches.

—Quiero verlo. ¿Es posible?

—Por supuesto. Pero creo que duerme tras haber atravesado una noche espantosa.

Cuando comprobé la figura de mi primo Beto sobre la cama, debí efectuar un esfuerzo para no elevar a los cielos un grito desgarrado. Porque aquello que veían mis ojos se parecía más a un avejentado moribundo, que a un hombre de cuarenta años que solía desplegar una fortaleza admirable. Por fortuna, dormía profundamente aunque se agitara a intervalos, como si le atizaran perversos latigazos. También comprobé el estado de su pierna, inflada como un pellejo de vino y con un color que poco decía a favor. Había que actuar de inmediato y me decidí a hacerlo.

—Margarita, debemos actuar sin perder un segundo o se puede producir…

—O Beto morirá. ¿Crees que no lo sé? —se percibía el enorme esfuerzo que realizaba para no entrar en llanto. Por fortuna, pronto comprobé que se trataba de una mujer con una fuerza muy especial—. En estas condiciones arrastro los días desde hace semanas. Creo que se trata de un celestial obsequio, que todavía se encuentre con vida. Pero solamente el doctor Gabaron…

—Ese Gabaron o quien sea.

—Mira, Francisco, aunque lo odie con todas las fuerzas del alma, se trata del único cirujano que, en opinión generalizada, puede obrar el milagro.

—¿Dónde vive ese malnacido matasanos? Iré a verlo ahora mismo y lo traeré hasta aquí aunque deba arrastrarlo. Por cierto, ¿y la niña?

—Lo poco que me queda lo empleo con ella para alimentarla. Es fuerte y se encuentra muy bien. Ven conmigo.

A partir de aquel momento, entré en ebullición de calderas. Y ninguna palabra más exacta para definir el estado que atravesaba mi cuerpo y mi alma. Pero el tema principal se abría en surcos y debía tomarlo sin perder un segundo. Así que visité al famoso doctor, un prepotente gabacho de extraordinaria fortaleza corporal, a quien habría deseado romper en huesos finos con sumo gusto. Pero lo necesitábamos y, tras depositar en su mano una bolsa con monedas de oro, que comprobó a la vista con abierta descortesía de su parte, me acompañó a la vivienda de la calle de San Antonio. Y sin esperar un segundo, realizó un examen profundo del enfermo. Escuché sus palabras, largadas con extrema autoridad y sin vacilación.

—Su primo, señor duque, se encuentra en una muy peligrosa situación. Su vida pende de un hilo muy fino. Debe ser intervenido inmediatamente, porque esa pierna presenta síntomas de inminente cangrena. Y perdonen mi franqueza, pero no sé si será necesario amputar o no. Dios dirá. Pero si dejamos pasar un día más, puede morir en cualquier momento.

Mientras Margarita tapaba sus ojos con las manos en silencio, entré en las posibles soluciones.

—Haga lo que estime necesario para salvar su vida, sin escatimar esfuerzo o gasto alguno. ¿Dónde puede intervenirlo?

—En el Hospital de la Piété, muy cercano a esta vivienda. Pero le adelanto que, al ser extranjero, los cargos serán muy elevados y mis propios…

—Mire, doctor —aunque intentaba medir mis palabras, los gestos de mi cara debían ser inequívocos—, ya le he dicho que haga lo que sea necesario, cueste lo que cueste. ¿Me comprende?

—Por supuesto, señor. Bien, haré las gestiones necesarias para que lo trasladen esta misma tarde.

Todo se sucedió con la rapidez y diligencia necesaria. Dos horas después, al mismo tiempo que Pepillo llegaba a la vivienda con bolsas y sugerentes alimentos velados, sin olvidar tres frascos de láudano, aparecía un carruaje hospitalario con una camilla en la que se transportaba a mi primo. Tanto Margarita como yo lo acompañamos por nuestra cuenta, dejando la niña a cargo de una sirvienta, el ama que había trabajado anteriormente en la casa. La requerimos con urgencia y aceptó la encomienda, tras abonarle los atrasos no pagados. Y debo aquí declarar en sinceros, que al doctor Gabaron, aunque de cualidades personales muy poco humanitarias, no se le podía negar una extrema dedicación profesional. Siempre, claro, que tintinearan las monedas de oro a la vista.

La intervención del doctor con Beto se alargó durante horas. Me sentía a punto de desfallecer, con el cansancio entrado a desguace de músculos, mientras comprobaba que también Margarita se encontraba cercana al agotamiento total. Decidí que ambos tomáramos alimentos en una cercana posada, a la que llamaban hotel de París. Sentado frente a ella en la mesa, su belleza me achicaba el alma por momentos, aunque al mismo tiempo fuera incapaz de separar la mirada una pulgada de su rostro y deseara permanecer en aquella dulce situación por toda la vida. Y si mucho disfruté con unas viandas extraordinarias, más me satisfizo comprobar que Margarita engullía los alimentos como náufrago recién arribado a la costa, tras penosa experiencia. Así se lo comenté.

—Mucho has debido sufrir, prima Margarita.

—No sabes cuánto, Francisco. Jamás llegué a pensar que el hambre atizara latigazos tan duros. Ha sido una terrible experiencia que jamás podré olvidar.

Cuando clavaba sus ojos verdes contra los míos, me sentía desfallecer, como si la sangré se licuara a tientos y fuera incapaz de enhebrar una palabra más. Y no lo entiendan como una de las experiencias pasadas en mi vida, en las que la necesidad puramente irracional del hombre, lo lleva a cumplir actividades de la carne que son olvidadas en escaso tiempo. Aquella situación era distinta, porque en esos momentos habría realizado lo que Margarita me hubiera ordenado sin dudarlo, como perrito lamedor. De esta forma, me costaba mantenerme centrado en el tema que debíamos lidiar. Y bien que me dolía atravesar aquella situación en la que, según estimaba, mi egoísmo sentimental cuadraba tan alto, que podía oscurecer las obligaciones de la vida.

—Por Dios, Margarita, siento un profundo dolor al escuchar tales palabras. ¿Cómo has tardado tanto en establecer contacto con nosotros? Somos la única familia de Beto y, por lo tanto, familia tuya.

—Mientras Beto se mantuvo con suficiente raciocinio, se negaba en redondo. Sufría un sentimiento de culpabilidad, como si os hubiese ofendido hasta alcanzar la cima del mal. Después, también yo necesité demasiados días para tomar la decisión que, como dices, debimos ejercer con anterioridad. Pero de nada sirve rememorar las faltas cometidas. Espero que no deba arrepentirme toda la vida por no haber…

—Salvaremos a Beto, no lo dudes. Creo que hemos llegado a tiempo —faltaba a la verdad sin mover una pestaña—. Tan sólo necesitamos paciencia y creer en la bendición de Dios.

—De Dios y de todos los santos, a quienes he rezado durante muchas noches, demasiadas. Has llegado a mi vida como un ángel salvador, Francisco. Y no lo olvidaré jamás mientras viva.

Quedé sin fuerzas al escuchar su tono de voz, entrado ahora en arrobado cariño, como si los ángeles me transportaran en abanicos de concha. No me sentía capaz de descifrar su cambiante mirada, de la que creía extraer sentimientos más que prohibidos. Pero era tanta la felicidad al dejarme posar en su flujo, que ni Satanás en persona me habría separado de ella.

—Debemos regresar, Francisco. Por cierto, crees que me permitirán dormir junto a Beto en ese hospital.

—Pues no lo sé. Dependerá de que lo instalen en dormitorios corridos y de que se encuentren con demasiados enfermos. Regresemos a su lado y ya preguntaremos al cirujano.

Cuando volvimos al establecimiento, todavía Beto se movía entre las manos del cirujano Gabaron. Las preguntas en mi pecho seguían abiertas. La primera, sobre la posibilidad real de supervivencia, sin duda la más importante. Pero también en la probable amputación de la pierna, esa extremidad cuya ausencia tanto marca la vida de una persona. Del brazo de Margarita paseamos sin descanso por el recogido claustro del hospital, donde nos recomendaron sufrir el mortal aguardo. Y ya caían las luces a plomo a través de las amplias cristaleras, cuando observamos la figura del cirujano, ataviado con un batín blanco en vuelta, donde podían comprobarse a la vista las manchas rojas de la sangre vertida por mi primo. Me pareció observar una sonrisa en su rostro, primera señal positiva desde mi llegada a Montpellier. Ni siquiera necesitamos elevar pregunta porque ya nos anunciaba las nuevas.

—Bueno, señores míos, creo que nos ha sonreído la suerte, al menos de momento. No debo obviar que hemos atravesado momentos de duda y grave peligro, porque el enfermo se nos venía abajo. La terrible decisión la tomé sin encontrarme muy seguro. Me refiero a negar la posible amputación de la pierna. Un problema que todavía dejo alzado en el aire y que los próximos días nos ofrecerán definitiva solución. Incluso su vida se mantiene en interrogantes, pendiente de ese hilo que antes les mencionaba. Ahora más grueso, pero un hilo. Los próximos tres o cuatro días nos ofrecerán la verdadera respuesta. Por un lado, hemos actuado con bastante retraso. Pero también es cierta la fortaleza de su primo.

—En ese caso, doctor…

—Solo nos queda esperar, señor mío. Posiblemente, una larga y dura espera, especialmente para la señora. Pero no queda más remedio.

—Doctor Gabaron —entraba Margarita con vacilación y tono pausado—, ¿qué puedo…?

Como el galeno no parecía entender sus palabras, intenté aclararlas.

—Mi prima quiere saber si se la autoriza a quedar al lado de su esposo. Le gustaría permanecer junto a él en todo momento.

—Siento decirle que se trata de un imposible. En la sala mejor acondicionada del hospital, disponemos de catorce lechos. No podemos permitir que familiares o amigos duerman allí. Incluso durante el día, solamente se les permitirá mantenerse a su lado durante el periodo de visitas que he establecido sin posibles excepciones. Nadie duda en estos días, de lo poco beneficioso que resulta para los enfermos la llegada de personas del exterior, algunos con enfermedades contagiosas. Ya sé que resulta novedoso y poco apetecido por los familiares. La veo muy cansada, señora. Regrese a su casa, descanse y mañana a las diez los espero aquí. Les informaré del curso de los acontecimientos y podrán visitar a su esposo durante unos minutos. Aunque ya le adelanto que se le mantendrá sumido en una benéfica inconsciencia, para evitarle los fuertes dolores que padecería tras la intervención.

Sin alegar una sola palabra en oposición y tras agradecer la labor del galeno, abandonamos el hospital. Lo hicimos a pie porque, con mucha suerte, el establecimiento se situaba en la misma calle de San Antonio y a escasos metros de la vivienda. De esta forma, tras un ligero paseo en el que disfrutamos del fresco de la noche, llegamos al edificio. Pepillo, con su habitual maestría, se había hecho dueño de la situación y organizado todo, mientras el ama contratada se mostraba feliz, sin duda por las dos monedas de oro que había depositado en su mano. La pequeña Rosalía dormía como una santa bendita, tras haber ingerido una buena cantidad de alimentos.

Sabedor de que necesitaba un auxilio corporal, Pepillo apareció en el saloncito con una frasca de una bebida francesa a la que llamaban fino, muy parecida a nuestros orujos, aunque con un sabor más profundo y de aires vegetales. Y para mi sorpresa, también Margarita decidió probarlo, según sus propias palabras como un necesario tonificante. Una vez servidos, alcé mi copa.

—Bueno, querida prima, creo que podríamos brindar con cierta felicidad. Parece que todo puede aparejarse en ventura y con excelentes resultados.

—No corras tanto, Francisco. No podemos lanzar las campanas al vuelo una sola décima. Me parece que nos encontramos en los primeros peldaños de una muy alta escalera. La vida de Beto todavía se mantiene en peligro. Dios quiera que mañana veamos el segundo tramo.

—Lo veremos. Seamos optimistas, que bien lo mereces. Beto no ha perdido la vida y, de momento, mantiene intacta su pierna. Dos grandes noticias. Pues brindemos por ello y recemos para que el buen camino continúe, aunque, como dices, se trate de una vereda bacheada y con muchas leguas de recorrido.

—Tienes razón.

La bebida me permitió recuperar fuerzas imaginarias y entrar en calor. Sin embargo, recuerdo de aquella velada la enorme felicidad que sentía tripas adentro. Porque con la simple observación del rostro de Margarita o el hecho de escuchar el tono de su voz, me sentía colmado de bendiciones. Y prefería no pensar en las posibles causas, dejar correr las verdades a medias y mantener una falsa disposición mental, que evitara otros análisis más profundos.

Llegó el momento en el que los cuerpos no soportaban un mínimo esfuerzo más, especialmente el de Margarita. La pobre mostraba con penosa claridad las huellas del cansancio, físico y mental, un agotamiento al que se había sometido durante demasiado tiempo y que parecía cercano a reventar. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que debía dormir allí sin la presencia de Beto. Cohibido hasta los bordes, intenté largar las palabras de obligado cumplimiento.

—Bueno, Margarita, creo que sería prudente buscar posada para que pueda…

—¿Buscar posada? ¿Te has vuelto loco? —accionaba las manos en molinete, ciertamente indignada—. Disponemos de habitaciones de sobra. Ya le expliqué a tu criado la que te correspondía a ti, una muy amplia y cómoda, situada al final del pasillo de dormitorios. Seguro que se encuentra preparada.

—Pero… la verdad… Margarita. No sé si será prudente y adecuado que duerma donde…

—Por favor, Francisco —ahora empleaba el tono dulce y persuasivo. Se acercó a mí, hasta posar una de sus manos en la mía, un contacto físico que reventó como bombarda en la cara—. Seamos sensatos y dejemos de lado acciones que considero entradas en el ridículo. Es posible que en España no fuera adecuado ni cortesanamente recomendable que viviéramos en la misma vivienda, sin la presencia de mi esposo. Pero la situación que atravesamos nos supera de largo.

Dudé unos pocos segundos, aunque el duende mostrara una entera satisfacción. Decidí otorgarle razón.

—La verdad, Margarita. Me encuentro tan agotado, que dormiría en pie apoyado contra el quicio de la puerta. No dispongo de fuerzas para discutir ese asunto. Si me dices donde puedo…

—Acompáñame. Pero antes, Francisco, quiero agradecerte como se merece la ayuda que nos has prestado —otra vez su mirada me taladraba sin defensa—. Has llegado a mi vida como un ángel salvador cuando ya no depositaba esperanza alguna, y me encontraba cercana a tomar una drástica solución que…

—Calla, por favor. No he hecho más que lo que habría hecho cualquier mortal bien nacido. No hablemos más de ese asunto. Piensa solamente en que conseguiremos solucionar los problemas y podremos regresar a España con la familia en cuanto nos sea posible.

—Dios te oiga.

Atacado por un agotamiento que se alzaba poco a poco sin posible freno, a los pocos minutos me encontraba tendido en una cama de grandes dimensiones, más propia de ejercicio matrimonial, en una alcoba con muy escasos muebles. Pero poco o nada me importaban los detalles. Cerré los ojos para entrar en sueños, convencido de que bien merecía un descanso. Y para culpa propia, la última imagen avistada fue la del rostro de Margarita y sus ojos, una estampa que se grababa poco a poco con fuerza de gacheta en mi cerebro.

No sé si llegué a dormir horas o minutos. Desperté entre la oscuridad sin ojos apretados, como si un golpe de mar hubiese avivado mis sentimientos por alto. Y no se aparecía como norma habitual en mi proceder aquella interrupción del sueño. Segundos después giraba el cuerpo para acompasar la postura, cuando creí escuchar un suave rumor por fuera de la puerta. Entré en inesperada tensión, como si el duende me avisara del peligro en adelanto. Incorporé el cuerpo y alerté la escucha, sin percibir una nota más. Comenzaba a estimar mi reacción como un exceso propio del cansancio, cuando al ruido se repitió. Y ahora sin dudarlo, lo estimaba como el lento siseo de unos pies enguantados en parsimonioso arrastre sobre el suelo. Dos veces más se produjo el rumor, un sonido de apagado murmullo que tremolaba en cruces la piel de mis brazos.

Ahora con entera claridad, percibí el sonido del picaporte al ser girado con extrema lentitud. No se trataba de generosa alucinación sino de la palpable realidad. Escenas imaginarias de todo tipo se agolpaban en furioso desorden por mi cerebro. Pero una de ellas con mayor peso y en dominio absoluto. El rostro de Margarita entraba de lleno, con sus ojos elevados en triste mirada y ese gesto oscurecido que había analizado como de puro agradecimiento o algo más dulce. Aunque reposara en silencio y cerrara mis ojos a batientes, comprendí que la puerta se abría y cerraba poco después. Y ahora el rumor de pisadas se hacía perceptible con enorme claridad.

El latiguillo de la sangre entraba en circulación extrema, cuando sentía el balance producido en la cama al posarse sobre ella otro cuerpo. El embozo del cobertor se desplazaba para permitir la entrada de un cuerpo junto al mío. Y aunque parezca absurdo, mi inmediata preocupación fue comprobar que solamente me encontraba vestido con una ligera y corta camisa de dormir. Pero ya los pensamientos de duda quedaban aislados al margen. Porque un cuerpo se juntaba con el mío, como niño que busca la necesaria protección de la madre. No podía continuar aquella escena de teatro, aunque me sintiera incapaz de elevar una sola palabra. Por fin, al comprender con celestial alarma que una carne se pegaba a la mía en desnudo y mis sentidos entraban en golpe de látigo, me vi obligado a romper el silencio.

—¿Qué haces? —ni siquiera pronuncié su nombre porque ni el más desquiciado de los dementes lo habría dudado—. Sabes que no…

Los dulces dedos de su mano taparon mi boca, un maravilloso roce, para obligarme a un deseado silencio. No veía un solo perfil de su rostro, pero imaginaba los detalles a la perfección. Pero también imaginaba su cuerpo, desnudo junto al mío, una visión que atizaba los goteros de la pasión hasta cruzar el umbral de la tensión. Por fin, escuché el susurro de su voz, la sensual atracción del canto.

—No digamos nada. Los dos sabemos muy bien lo que nos ha sucedido. He podido leer tus pensamientos cuando me mirabas, y seguro que tú habrás leído los míos. No pensemos en normas, obligaciones y futuros desastres. Quiero dejar atrás el dolor. Esta noche solamente te pido que me ames o moriré de tristeza.

Al mismo tiempo que comenzaba las suaves caricias por todo su cuerpo, una estrella parecía pulsar hasta el más escondido de mis sentimientos. Pero no lo entiendan como un acto de desaforada pasión carnal, nada más lejos de realidad. Se trataba de un sentimiento amoroso, que cuajaba en infinita felicidad. Y justo antes de besar su boca, escuché mis propias palabras.

—Margarita, amor mío.

Eliminado el cansancio, posiblemente por orden del mismísimo Satanás, nos amamos durante casi toda la noche con exquisita ternura. A veces entrábamos en periodos de sencillas y tiernas caricias, susurros encantados, frases cortas y repetidas con el amor como dominador de escena. Pero también cuando la caldera saltaba en vapor, nos dejábamos arrastrar por esas acciones que la carne reclama en justa compensación. Jamás olvidaré mientras viva, aquella noche de interminable amor. Amor prohibido, pero puro en toda su extensión. Y ni el más santo del coro celestial podría demostrar lo contrario, aunque con estos sencillos pensamientos condenara mi alma a las tinieblas eternas.