Mientras caminaba los últimos pasos antes de encarar la importante audiencia, intentaba catalogar en mi cerebro la personalidad del ministro. Con rapidez desmenuzaba la información que me acababa de conceder el capitán de navío Vergara, que pude constatar con otras posteriores. Porque aquel joven político, en quien se habían depositado tan grandes responsabilidades, se movía con decidido acierto, según algunos siguiendo los pasos de su brillante antecesor, el teniente general de la Armada don Francisco Armero. Como meta inesperada, el marqués de Molins había conseguido elevar de forma significativa los presupuestos asignados a la Armada. Fama había cobrado su intervención en las Cortes, al denunciar que la cantidad asignada al presupuesto de Marina, Comercio y Ultramar en el año 1845, insuficiente a todas luces, era más de cuatro veces inferior a la del Ejército, la eterna comparación que, con el paso de los años, se había decantado permanentemente en disfavor de las fuerzas de mar. Pero también se le alababa en las labores de organización, donde destacaban la ordenación y ajuste de las plantillas del personal, las transformaciones y modernizaciones necesarias en los Cuerpos de la Armada, así como una certera regulación en la formación profesional. Y como trazo definitivo y necesario en la Institución, había sido quien ofrecía el empuje definitivo a la creación del Colegio Naval de San Fernando, y la más que reclamada escuela de contramaestres.
No obstante, donde más se había percibido la beneficiosa y valiente gestión del ministro se abría en el campo de la construcción naval, eje motor de toda Marina, así como en la imprescindible e importantísima rehabilitación y modernización de los arsenales, tanto de la Península como en Ultramar. Y tales detalles propiciaron el paulatino e imparable incremento de la Armada como fuerza naval, gracias a las gestiones personales llevadas a cabo para que en las Cortes se aprobaran los créditos extraordinarios y necesarios para la adquisición de nuevos buques, a partir de aquel mismo año de 1850. De tal forma, cuando el ministro Armero entregaba la cartera de Marina a su sucesor, las unidades en servicio de la Armada ascendían a tres navíos de línea, cuatro fragatas, cinco corbetas, doce bergantines y veinticuatro vapores, así como un elevado número de buques menores y de transporte.
Con la fuerza naval a disposición, la Armada había colaborado de forma importante en la ocupación de Fernando Poo en el golfo de Guinea, un decidido intento de establecernos en el África ecuatorial, de las islas Chafarinas en el norte de África, así como en las operaciones contra los focos de piratería que asolaban las aguas filipinas, desde el archipiélago de Joló, donde se destruyeron sus principales bases en Balanguingui, como en diversos puntos de la misma isla de Joló. También se colaboró en sofocar las peligrosas acciones de los insurrectos en Cuba, que alcanzaban cotas de cierta preocupación, y se intervenía en la revolución del Uruguay, que dio origen al establecimiento de una fuerza naval permanente española en el Río de la Plata.
Pero regresando al momento presente, poco me sorprendió la elegancia del gabinete de trabajo del señor ministro, pleno de clásica y distinguida sobriedad, porque lo conocía de ocasiones anteriores, especialmente durante la época de Vázquez Figueroa. Sin embargo, sí que llamó mi atención la figura de don Mariano Roca de Togores, a quien jamás había observado con anterioridad. Porque se trataba de un hombre mucho más joven de lo esperado, con aparente vitalidad, nervios lanzados, y sin el habitual empaque y afectación que suelen mostrar las altas Magistraturas, ya sean civiles o militares. Bien es cierto que, por aquellos días, el marqués de Molins contaba solamente con 38 años. Y por primera vez comprobaba, alarmado, que quien dirigía la nave de la Armada era siete años menor que yo. De regular estatura, magro de carnes, muy moreno de cabello, peinado con gracia a la banda, y una barbilla ligera de raspado, se movía como un sencillo jefe de sección dispuesto a afrontar cualquier ola que la mar le presentara. Y para cuadrar el gesto de su rostro en general comprensión, encajaba unos ojos negros de bondad, vivos y pequeños, así como una nariz recta y perfilada, detalles de los que suelen ofrecer cooperación sin retranca.
El ministro me miraba con evidente interés y curiosidad, mientras por mi parte entraba en presentación de normas.
—Quedo rendido a las órdenes y servicio de vuecelencia, señor ministro. Se presenta ante vos el capitán de navío Francisco de…
—Sé muy bien quien sois, comandante Leñanza, aunque no hayamos cruzado palabra hasta este momento. Debo deciros que, si he realizado este salto en el turno de audiencias previstas por mi ayudante, un detalle inusual en mi conducta, se debe en un ciento y más a la memoria de vuestro padre, cuya muerte sentí mucho. Y no lo toméis como frase protocolaria, porque lo digo entrado en la mayor verdad. Se trataba de un hombre extraordinario, de quien recibí desinteresada amistad e incomparables lecciones, cuando más lo necesitaba.
Quedé en completo silencio, mientras en mi rostro debían aparecer gestos de indudable ignorancia y sorpresa, como si sonaran en idioma mandarín las palabras que me dirigía. Porque nada sabía de esa personal relación con mi padre, que mencionaba. El ministro mostró una sonrisa de cierre en su rostro, al comprender mi situación.
—Creo que deberíais saber, comandante Leñanza, que conocí a vuestro padre hace bastantes años, en una recepción ofrecida por el general Espartero, cuando acababa de aterrizar como meritorio político en la Corte. Desde el primer momento lo consideré como una cabeza privilegiada pero, de forma especial, como la persona más honrada intelectualmente de las que había conocido en un mundillo plagado de intereses personales. Congeniamos desde el primer momento y os aseguro que acabé por considerarlo como un buen amigo, a pesar de la diferencia de edad que existía entre nosotros. Por esa razón, cuando se me nombró para desempeñar este puesto por primera vez, allá por 1847, mi inicial medida fue la de hacerlo llamar. Y tuve el placer de conversar con él durante muchas horas, lo que me sirvió como un rápido aprendizaje de lo que es la Armada, lo que ha sido años atrás, y del importante papel que debe desempeñar en el futuro. Y una de las primeras medidas que firmé fue nombrarlo para dirigir unas visitas de inspección a los tres arsenales y establecer las necesidades de modernización, así como la posible construcción de buques de vapor.
—Recuerdo ese nombramiento, señor ministro. Coincidimos en Ferrol por unos días.
—Bueno, cerremos el preámbulo, que nos atosiga el trabajo y no debemos perder mucho tiempo en recuerdos. Me han comunicado que deseaba conversar conmigo por un asunto familiar y particular de importancia. Y si se trata de un asunto familiar, supongo que también lo habría sido de importancia para vuestro padre. Os escucho con toda atención.
Rendido de voluntad ante quien ya consideraba como un gran hombre, largué el buche al completo y con absoluta sinceridad. Expuse todo al punto y la letra sobre el tema a tratar, desde las primeras noticias que tuvimos de Beto en su matrimonio con la hija del general carlista, la misión en Londres y todo lo sabido hasta el día de la fecha. Y ni siquiera hurté la información de lo sucedido a bordo de la lancha del Blasco de Garay y el falucho apresado, aunque rozara el peligro personal con esta declaración. También con cierta emoción repetí las últimas palabras dictadas por mi padre en el lecho de muerte, en las que me conminaba a proteger al primo. El ministro mostraba ahora seriedad, concediéndome el tiempo necesario para presentar mis razones sin límite de tiempo. Y no mudó un solo gesto de su cara, al escuchar mis últimas palabras. Pero ahora debía entrar en el meollo del asunto y lo prendí en percha sin dudarlo.
—He tenido conocimiento de los decretos de amnistía que han sido firmados por Real Orden. Pero mi especial petición se centra, señor ministro, a favor de que el teniente de navío Adalberto Pignatti Leñanza no sólo sea amnistiado, lo que ya es sentencia firme, sino también readmitido en los cuadros de la Armada. Como méritos a favor expongo los servicios prestados a la Armada por su padre, el capitán de navío Pignatti, por su tío, el teniente general Santiago de Leñanza, a quien conocisteis, y por su abuelo, el teniente general Francisco de Leñanza, muerto a resultas de las heridas sufridas en el combate naval del cabo Trafalgar y que recibió el condado de Tarfí de manos de nuestro Señor don Carlos el Tercero, tras meritoria acción de guerra en el empleo de guardiamarina. Todo ello sin contar otros miembros de la familia, que también perdieron la vida a temprana edad por razón del servicio. Es gracia que espero conseguir de vos, señor, como se ha tenido en cuenta con algunos oficiales del Ejército.
El ministro quedó en silencio, mientras acariciaba con lentitud el perfil de su barba. Parecía ciertamente preocupado por lo que acababa de exponer y dudó algunos segundos antes de entrar en respuesta.
—Veo que sois tan sincero como vuestro padre, al narrar lo sucedido a bordo de ese falucho apresado, una declaración que podría resultar harto peligrosa para vos. Pero haré como si no la hubiera escuchado. De todos los méritos familiares expuestos, os ha faltado citar que vuestro padre perdió un ojo en acto de servicio, y vos un brazo. Se trata de méritos indudables al exponer una petición extraordinaria. No cabe duda de que la familia Leñanza se encuentra claramente entregada con absoluta abnegación al servicio de la Real Armada, de la Corona y de España. Sin embargo y aunque bien sabe Dios que lo siento muy dentro, no puedo acceder a vuestra petición. Me duele mucho esta negativa, podéis estar seguro. Aunque los ministros sean catalogados como personajes omnipotentes, debemos ceñirnos en muchas ocasiones a dictámenes de superior categoría. Porque existe una orden de la Presidencia del Gobierno, refrendada de mano de Su Majestad, en la que se expone que ningún oficial inmerso en causa de guerra por delitos de espionaje, como es el caso de vuestro primo Adalberto Pignatti, pueda ser readmitido en los cuadros del Ejército o de la Armada. Sé que me podréis alegar a la contra, que se han efectuado dos o tres excepciones con oficiales del Ejército, así como otras que afectaban a los oficiales generales. Pero estas han sido dictadas directamente por Su Majestad doña Isabel, ese nivel en el que no puedo entrar. Y conste que estimo como un poco absurdas estas órdenes. Las labores llevadas a cabo por su primo en Londres no deberían haberse estimado como acciones de espionaje, sino de simple colaboración con el bando enemigo, de un rango igual o menor a quien ha tomado parte en combates. El trabajo del espionaje, que no se ha mostrado de tanta magnitud e importancia a pesar de los fondos invertidos, no debería alcanzar tan desmedida relevancia. Pero así se encuentra catalogado en pliegos y no es posible enmendar dictámenes tomados por escalones superiores hace años.
—¿Habéis dicho, señor ministro, que doña Isabel concedió algunas excepciones por su propia mano? ¿Y puedo saber en base a qué…?
—Vamos a ver, comandante Leñanza. Hablemos con la necesaria claridad. Según tengo entendido, sois el actual duque de Montefrío. ¿No es así?
—En efecto, señor ministro. Duque de Montefrío y conde de Tarfí.
—Bien. En ese caso, os recuerdo que, como Grande de España, se os concede el privilegio de efectuar derecho de petición en real cámara ante Su Majestad. No quiero decir que con seguridad os conceda la petición, porque la Reina solamente ha accedido a algunas de las que se le han elevado por esa especial vía. Pero ahí tenéis la única posible solución al problema. Y bien sabe Dios que, si se encontrara en mi mano, firmaría ahora mismo el decreto que solucionaba el tema.
De nuevo quedé sin palabras. Porque el ministro había entrado con tanta rapidez en el quid de la cuestión, que no sabía hacia donde podía caminar, si es que todavía me quedaba alguna opción a la vista.
—En ese caso, señor, nada me queda por…
—No os declaréis derrotado de antemano, Leñanza, siendo hijo de vuestro padre. Solicitad la audiencia con Su Majestad. La negativa la tenéis en la bolsa y nada perdéis con el intento.
—Tenéis razón, señor ministro. Así lo haré. Os agradezco con todo el corazón la delicadeza que habéis tenido con mi persona y las palabras pronunciadas sobre mi padre.
—Todas muy merecidas. Pero, decidme, Leñanza. ¿Necesitáis algo más? El brigadier Palomo me ha dicho que os encontráis pasado a situación de cuartel.
—Así es, señor ministro. Pero con toda sinceridad, después de casi cinco años separado de la familia, en estos momentos solamente deseo pasar algunos días en calma y disfrutar de los míos. Además, los asuntos patrimoniales de la familia se encuentran dejados de la mano desde bastante tiempo atrás, y debo tomarlos con la debida dedicación. No obstante, estoy seguro de que, pocas semanas después, me atosigará el deseo de regresar a la mar. Pero pocas posibilidades veo en el futuro…
—Siempre hay posibilidades. Cuando deseéis regresar al servicio activo, venid a verme. En ese campo no necesito permiso real ni se me coartan los deseos —el ministro exhibía una nueva sonrisa—. Por lo que veo, sois bastante experto en buques de vapor. No me vendría mal contar con vuestra presencia en el grupo de asesores, que trabajan diariamente a mi lado. Así podéis esperar a que salte la paloma marinera de vuestro gusto.
—Os lo agradezco, señor ministro. Seguiré vuestros consejos. Y de nuevo, os agradezco la deferencia que habéis tenido hacia mi persona.
Abandoné el gabinete del ministro con sentimientos encontrados en el pecho. Si, por una parte, me reconfortaba mucho comprobar la extraordinaria disposición de tan eminente figura hacia mi persona, así como las emocionadas palabras que sobre mi progenitor había lanzado, quedaba en tintes el rescoldo amargo al comprobar la enorme dificultad de conseguir el plan anhelado. Y ese no era otro que conseguir la reincorporación de mi primo al servicio activo. No obstante, el camino a la mano quedaba trazado con seguridad, aunque deba reconocer que me asustara emprenderlo. Bien saben los cielos que conocía con todo detalle mis derechos, pero nunca había pensado ejercer la prerrogativa del derecho de petición en persona en la cámara de Su Majestad. Y la imponente figura de la Reina Isabel, cuyas reproducciones adornaban despachos oficiales y edificios, se agigantaba ante mi alma como amenaza de calibre.
Pensaba en la necesidad de solicitar la real audiencia, así como los caminos que debería seguir de forma obligada para agilizar la encomienda, cuando comprendí que necesitaba disponer de algunos importantes datos antes de emprender lo que, en aquellos momentos, se me aparecía como una empresa gigantesca. Porque, ¿qué sucedería si mi primo Beto había sufrido heridas de gravedad en combate o, sencillamente, había fallecido? También debíamos sopesar la posibilidad de que se negara a regresar a España o desechara de plano la posibilidad de ingresar de nuevo al servicio en las unidades de la Armada. Era muy duro considerar tales posibilidades, pero necesario desde cualquier punto de vista.
Aunque mucho nos doliera, debíamos encarar la situación con crudo realismo. ¿Cómo podríamos tener conocimiento de tan importantes detalles, si ni siquiera habíamos establecido contacto con él o con su esposa? Y en caso de que se hubiese producido algún luctuoso acaecimiento, ¿habría pensado ella en comunicárselo a sus padres? Sin embargo, si se trataba de mujer medianamente inteligente o bien aconsejada, no parecía lógico pensar que dejara de defender los derechos familiares que asistían a su hija.
Aunque intentara borrar tan lúgubres pensamientos de un plumazo, los colores tristes circulaban por mi cerebro cuando el carruaje entraba en el palacio de Montefrío. Comprendía que debía mantener una importante conversación con mis tíos. Pero ante la triste situación que Beto atravesaba, quedaba como única posibilidad la de la tía Rosalía. Pero no estaba seguro de que debiera charlar con ella de lleno y entrado en verdades de fuego. Porque el tema de la posible situación de su hijo, podría arrastrarla a una situación de inconmensurable tristeza. Me había convertido en la cabeza única de la casa de Montefrío y ahora comenzaba a comprobar la dureza de soportar las muchas responsabilidades que se me abrían de proa a popa. En aquellos momentos añoré a fondo la figura de mi padre, que habría actuado con sano juicio y energía sin dudarlo. Por desgracia, nadie quedaba a disposición de entregarme un mínimo consejo. Debía ser yo y sólo yo quien atacara aquel asunto, que abría roderas de sangre en mi alma.
Dejé reposar el espinoso tema durante una completa semana, sin contestar con sinceridad a las preguntas elevadas por mis tíos, especialmente por Rosalía. Concedía largas al asunto y esquivaba las respuestas, para comprobar que los males se agrandaban más y más en mi pecho. Por tal razón, como si con ello me concediera un plazo especial, dediqué un par de días a visitar a nuestros administradores, los hermanos Sanromán, a los que debía la seguridad del patrimonio de la casa, un trabajo que encaraban con una honradez y profesionalidad dignas de elogio. Habían conseguido aumentar de forma notable nuestros activos, con inversiones de guerra muy positivas, sin asumir unos riesgos que siempre habíamos intentado evitar.
También establecí las primeras piedras para solucionar el asunto sentimental de mi hija. Abordé una extensa y agradable conversación con el joven Juan María. Y mucho agradecí a la santa Patrona, que me concediera lo que entendía como una donación extrema. Porque el mozo se mostraba noble sin tacha, persona de muy buen corazón, inteligente, trabajador y, lo principal, muy enamorado de Rosarito. Incluso entramos en el tema del futuro matrimonio, con posibles fechas y condiciones, sin que en ningún momento saltara media chispa que pudiera ensombrecer nuestras relaciones. De esta forma, y ya en charla con la pareja y mi esposa, llegamos a la decisión de que el matrimonio entre ambos tuviera lugar, tal y como deseaban, en el próximo mes de agosto, aunque pensara que se trataba de un mes demasiado caluroso para el empleo de casacas y mantos.
A pesar de posponerlo, alcanzamos el momento en que, sin más dilaciones, debía encarar el verdadero problema con la tía Rosalía. Y llegado al cruce, me decidí por la línea habitual de mi conducta. Nada mejor que emplear la total sinceridad con ella, aunque presintiera que no se correría la conversación en ríos de gracia.
—Tía Rosalía, querría hablarle de las gestiones que he llevado a cabo en el ministerio.
—¿Qué gestiones, sobrino?
—Sobre la amnistía de Beto y su posible…, su posible readmisión en el servicio de la Armada.
—¿Lo has conseguido? —mostraba rasgos de extrema alegría en el rostro—. Estaba segura de que…
—Por favor, tía, que nada he conseguido todavía. Bueno, su amnistía se encuentra firmada, por lo que ya no debemos temer a un consejo de guerra y posibles consecuencias negativas para su persona. Sin embargo… Bueno, será mejor que empiece por el principio.
Con cierta dificultad, porque Rosalía me interrumpía a cada dos o tres palabras pronunciadas, conseguí exponerle todo lo acaecido en el ministerio, en especial mi audiencia con el marqués de Molins. Por primera vez, calló de plano al escuchar la negativa del ministro a mi última petición. Pero sin concederle un segundo, le expuse la posibilidad del derecho de petición ante Su Majestad. Y como norma habitual en su conducta, se lanzaba de lleno por la vía que entendía como solución.
—Francisco, solicita esa real audiencia con Su Majestad. ¿Lo harás, verdad? No tienes más remedio. Beto debe ser readmitido. Y doña Isabel no ha de negar una petición tan razonada a quienes la han servido con tanta devoción durante generaciones.
—Bueno, tía, cálmate y seamos pragmáticos. Nada ganaremos con dejar volar los pensamientos al gusto. Creo que deberíamos enfocar otros aspectos del problema, antes de dar ese importante paso en palacio.
—¿Otros aspectos? ¿A qué te refieres?
—No es tan sencillo ejercer derecho de Grandeza y presentarse en audiencia de cámara ante Su Majestad. Se trata de una gran responsabilidad, que debería asumir en persona. Ya sé que, como duque de Montefrío, me corresponde y me la concederán en escaso tiempo. Pero antes… pero antes debemos estar convencidos de que obramos en acuerdo…
—¿En acuerdo con quién?
—Con mi primo Beto y con su padre.
—Olvida a tu tío Beto, que de momento no se encuentra hábil para encarar un mínimo problema contra la cara. Esta mañana, por ejemplo, duerme rendido y así seguirá hasta la tarde. En cuanto a tu primo, ¿cómo no va a mostrar su acuerdo?
—Pues no lo sabemos a ciencia cierta, tía. Son bastantes los carlistas que no desean reintegrarse en el servicio de nuestras armas. Incluso otros desean mantenerse alejados de la patria. No sería descabellado pensar que Beto deseara mantenerse con su suegro en el entorno de la Corte de don Carlos. O que haya sufrido problemas y se encuentre en otra situación. No lo sabemos. ¿Para qué dar ese importante paso de la real audiencia, si luego no ha de servir para nada?
Aunque no lo esperaba, Rosalía se mantuvo en silencio. Parecía pensar incluso en lo que, sin expresarlo con detalle, había dejado colgando de la columna. Pero como se trataba de mujer valiente y dispuesta a encarar los toros más duros, no perdió la cara.
—Te asiste toda la razón, Francisco. Hemos dado por hecho que todo se ha corrido a buenas durante estos últimos años, sin datos para comprobarlo. Es necesario establecer contacto con Beto y comprobar… —masajeó su cara antes de continuar, como si realizara un penoso esfuerzo—. Debemos comprobar que se encuentra bien y que desea regresar a esta vida aunque, por mi parte, no pueda dudarlo siquiera. ¿Quién nos puede informar de su real situación?
—Ya di los primeros pasos. Nuestro administrador, don Alonso Sanromán, posee un contacto de toda confianza en la ciudad francesa de Montpellier, donde tantos carlistas buscaron refugio. Se trata de una casa de banca, que ha prestado dinero a los dos bandos, algo bastante habitual en todo conflicto. Le va a pedir que busque a Beto y nos ofrezca noticias. También llevará a cabo indagaciones entre los oficiales fieles a don Carlos, muchos de ellos en grave deuda con él. Pero todavía nos queda otra oportunidad a la mano.
—¿Cuál?
—El general Elío. Debe saber dónde se encuentra su hija Margarita y su nieta.
—¡Mi nieta! Bendito sea Dios, que muero por conocerla y arrullarla entre mis brazos. Ni siquiera sé el nombre con el que ha sido cristianada. Pues no había caído en ese importante detalle —Rosalía continuaba inmersa en perdidos pensamientos—. ¿Y por dónde se mueve ese general en estos días?
—Según tengo entendido, pasó al Reino Unido en compañía de don Carlos. Se comenta en corrillos que ahora es su persona de mayor confianza. Creo que tomaron residencia en las afueras de Londres. Pero esperemos unos días a ver lo que nos contesta el banquero francés, antes de dar el siguiente paso. Si nada nos aparece por Francia, atacaremos el asunto en la Gran Bretaña. Debemos movernos con prudencia y sin prisas. Y por supuesto, no torcer el paso en ningún momento.
—Querido sobrino, parece que me encuentro ante mi hermano Santiago —Rosalía acariciaba mis manos con cariño—. Eres muy distinto de físico, pero con los mismos y nobles sentimientos. Lo dejo todo en tus manos con absoluta confianza. Sé que buscarás y harás lo mejor para conseguir la felicidad de la familia.
—Por supuesto, tía.
Quedé muy satisfecho con la conversación mantenida, porque se desarrolló por caminos mucho más adecuados de lo que esperaba. Y aunque habíamos dejado el tema alzado en nubes, lo que realmente me preocupaba era conocer si mi primo Beto vivía o había caído en algunas de las operaciones de guerra. Porque conociéndolo bien, estaba seguro de que, si había conseguido regresar a tierras francesas tras la escapada del falucho, se habría apuntado en las huestes del general Cabrera, personaje al que mucho admiraba. Pero como le había dicho a mi tía, debíamos esperar y confiar en la Santa Patrona, que nada más quedaba por hacer de momento.
* * *
Comenzaron a desfilar los días ante nosotros con extraordinaria lentitud, en esa permanente mudanza de sensaciones a la que nos somete el perdido destino. Me movía en diferentes frentes de actuación, aunque el tema del primo Beto se situara en cabeza por derecho propio. Pero como todavía no llegaban las noticias del banquero francés, tanto Rosario como yo nos ocupamos de los necesarios pormenores de la boda que se nos venía encima a pasos agigantados. No obstante y por fortuna, muy pronto Rosarito tomó diligencias propias con su madre, que me dejaron felizmente aislado del problema. Sin embargo y entrados en obligaciones de familia y cortesía, invitamos a los padres del pretendiente a un almuerzo en el palacio de Montefrío, en el que el mariscal de campo Elpidio Ramírez del Árbol procedió a la formal petición de la mano de Rosarito para su hijo Juan María. Una ceremonia íntima y emocionante, al comprobar que entregaba mi hija para siempre. Para colmo de bendiciones, todos nos sentíamos felices, al haber conseguido una unión que satisfacía a las dos familias en todos sus aspectos. De forma especial, mucho congratulaba observar el amor trazado entre los dos jóvenes, a los que se les abría una nueva vida plena de esperanzas.
En cuanto al tema principal y que más nos preocupaba, tuve conocimiento por don Alonso Sanromán de que todavía no había recibido noticias de su amigo, el banquero francés monsieur Bertrand Deschaumes. Pero confiaba en recibirlas con cierta prontitud, conociendo las habilidades propias de su colega en ese tipo de asuntos. De esta forma, entramos en el mes de mayo todavía en completa ignorancia, mientras mi tía Rosalía comenzaba a perder la paciencia y amenazaba a voz en grito con tomar un carruaje y partir de inmediato hacia la frontera francesa. Sin embargo, muchas veces en esta vida que los cielos nos trazan al gusto, parece mejor mantenerse en la dulce ignorancia, que entrar en verdades negras. Digo esto porque, a mediados del mes de las flores, nos entró la ola de proa con reventón de espuma.
Recuerdo aquella mañana en la que los rosales de nuestro jardín reventaban de hermosura y todas las plantas parecían agradecer los rayos del sol y sus caricias. El tiempo mayeaba en gloria de dioses y ninguna circunstancia eleva más el espíritu en bendición. Sin embargo, cercanos al mediodía, nos alcanzó con la correspondencia de postas propia de los lunes un abultado sobre, que no generó sorpresa alguna en principio, hasta quedar depositado el bloque sobre una mesita en la entrada del palacio. Pero bien sabemos que todo puede cambiar en esta vida al portón de luces. Porque al tomar el grupo de recados entre mis manos con cierta desgana y pura obligación, comprobé con rapidez y cierta alarma un franqueo en negro con un escudo estampado en cuña, alejado de los normalmente empleados en España. Y en efecto, se trataba de uno correspondiente al sistema postal francés. El corazón me dio un vuelco, al punto de comprobar que me encontraba en soledad y nadie podía observar mis movimientos.
En un primer momento, pensé en la posibilidad de que el contacto francés de nuestro administrador hubiese remitido la información solicitada de forma directa. Y aunque no parecía muy adecuado tal sistema, quedaba abierta la posibilidad de que don Alonso Sanromán le hubiese ofrecido nuestra dirección en Madrid para tal cometido. Sin embargo, cuando tomé el sobre en mis manos y comprobé la escritura con mayor detalle, no me cupo duda de que una mujer había escrito aquellas letras pequeñas y vistosas, parecidas a las cortesanas que se escribían muchos años atrás. Y las dudas cayeron al piso cuando, como remitente de cargo, aparecían con claridad las palabras mágicas: Madame Margarita Elío de Pignatti. Rue du Saint Antoine. Montpellier.
Quedé con el sobre en las manos sin poder emitir una sola palabra. De nuevo miré a mi alrededor, temeroso de que alguien observara mis dudas y temores. Comprobé una vez más el endoso, momento en el que me sorprendí. Porque la carta llegaba dirigida a don Adalberto Pignatti. Y en tal circunstancia, ningún derecho me asistía para comprobar el contenido del recado. Y aunque deseara con desmedida urgencia conocer lo que nos podía comunicar la esposa de Beto, me dirigí hacia el saloncito de las conchas, donde Rosalía charlaba de forma animada con mi esposa. Y una vez más me sentí aferrado de nervios blandos, al comunicar en titubeo la nueva.
—Tía, acaba de llegar este… —las palabras se estancaban como gorupo en mi boca, mientras le tendía el sobre lacrado—. Lo escribe Margarita Elío y se encuentra dirigido al tío Beto.
—¿De mi nuera Margarita? ¡Válganme los cielos! —Rosalía había saltado del sillón y se acercaba hasta mí para tomar el sobre entre sus manos, que temblaban como un cable en tensión—. ¿Por qué escribirá ella? ¿Acaso nos querrá notificar…?
Los temblores de mi tía aumentaban de grado, cercana a entrar en lastimoso llanto, como si conociera con detalle lo que el recado contenía. Pero seguía con el sobre en la mano, sin mover un solo músculo de su cuerpo, como si el papel le quemara hasta el más perdido rincón del alma. Elevo su voz con un lastimero quejido.
—¡Virgen santa y bendita! ¿Le habrá sucedido algo grave a Beto? En caso contrario, sería él quien nos enviaría…
—Cálmate, tía. No tiene por qué ser una mala noticia —mentía sin convicción alguna—. Pero creo que lo mejor es leerla de una vez y acallar las dudas. Sin embargo, la misiva se encuentra dirigida al tío Beto. No sé si debemos entrar en…
—Tu tío duerme, por gracia de los cielos. Y aunque se mantuviera despierto, no le ofrecería esta carta. Yo la leeré.
Mi tía comenzó a descalcar los lacres a fuerza y rasgar los pliegos del sobre, una acción que, con las manos entradas en tiemblo de justicia, le costaba un vistoso esfuerzo. Pero por fin pudo separar la sobrecubierta y desplegar a la vista tres pliegos de generoso tamaño, impregnados de la misma letra pequeña y trazados con una tinta muy negra. Pero todavía miraba de forma alternativa hacia Rosario y hacia mí, como si buscara ayuda en nosotros para cabalgar sobre el fuego del infierno. Fijó sus ojos en las letras y comenzó a leer en voz muy baja, como si dictara la sentencia del juicio final.