Una vez recuperada de manos revolucionarias la capital romana y las principales ciudades de los Estados pontificios, el Gobierno español dio por terminada la misión del ejército expedicionario en apoyo del Santo Padre. Sin embargo, ordenó una repatriación escalonada de las fuerzas, para que todavía se sintiera durante algún tiempo la presencia española en tierras italianas. A pesar de que nos encontráramos metidos en las festividades propias de las Navidades, en la segunda quincena de diciembre comenzaron las operaciones de embarque de nuestros soldados en las unidades de la Armada, con dos expediciones desde Terracina y Gaeta al puerto de Barcelona.
Por fortuna, pude atravesar esas jornadas tan señaladas del año con plena tranquilidad en mi querida ciudad de Gaeta. Y aunque mucho doliera la separación de los seres queridos, conseguimos celebrar la Nochebuena y la Natividad del Señor con cierta normalidad y regusto español. Por gracia de los cielos, pudimos adquirir a buen precio, y gasto adjudicado a la generosa mesa del comandante, unos pavos que allí denominaban como campanos, ejemplares de extraordinario tamaño, que hicieron las delicias de boca y paladar. También me produjo una enorme satisfacción comprobar que las costumbres populares navideñas del Reino de Nápoles, en mucho se parecían a las españolas y posiblemente procedentes de una misma fuente. Incluso asistimos a una inolvidable misa del gallo en la iglesia de la Santísima Anunciación, que en mucho recordaba la habitual ceremonia que se celebra en tal fecha por nuestras tierras.
En el mes de febrero, el Blasco de Garay fue uno de los tres buques escogidos para efectuar un traslado de fuerzas y pertrechos desde Terracina hasta la ciudad de Valencia. Y por último, también participamos en las acciones de transporte que cancelaban definitivamente las operaciones, en la que el general Fernández de Córdova embarcaba a bordo de la fragata Cortés. Por fin, arribábamos al puerto de Barcelona sin novedades que declarar, aunque en esta última navegación la mar nos ofreciera alguna bofetada de orden, que acabó por escaldar el espíritu aventurero de muchos hombres. Y no fueron pocos los que, al pisar tierra española, hincaban la rodilla en la piedra del muelle y se juramentaban para no volver a embarcar en el resto de su vida.
El día 5 de marzo de 1850, en el puerto catalán se congregaba una vigorosa multitud para aclamar con palmas y vítores a nuestros soldados, como si regresaran de una extraordinaria y sangrienta campaña de guerra. Pero de forma especial, la mayor parte se decantaba en nervioso remolino alrededor de la figura del general en jefe, que saludaba mano en alto con felicidad plena y gestos de gloria. Una vez desembarcados, se daban oficialmente por finalizadas las operaciones de apoyo al Ejército por parte de la Real Armada, en la que fue denominada como campaña de Italia.
Una vez reunida la escuadra en libertad y sin compromisos externos bajo el mando del brigadier Bustillo, nos mantuvimos en el puerto barcelonés durante dos largas semanas de espera, un periodo de quietud y reposo sin tarea a la que morder una sola esquina. No obstante, pocos días después del triunfal arribo, sufríamos un nordeste duro y cascarrón, con visos de futuro desamparo, que nos hizo levar las anclas a la rápida y salir a la mar durante dos días. Por fortuna, no se produjeron en la escuadra más daños a señalar, que la pérdida de un ancla con cinco grilletes de gruesa cadena en el vapor Vulcano. Sin embargo, se debieron acometer un buen número de pequeñas reparaciones y ajustes en fino, cuando pudimos largar los ferros de nuevo en la fosa catalana.
Tal y como se esperaba, por fin se recibió la orden para que la escuadra pasara en conjunto al puerto de Cádiz, allí donde año y medio atrás habíamos iniciado la empresa italiana. Navegación galana y con libertad recobrada. Una vez en la inolvidable bahía gaditana, se disolvía la escuadra bajo el mando del brigadier Bustillo con extrema rapidez, para quedar de momento bajo la mano del capitán general del departamento marítimo gaditano. Y si anidaba interrogantes en mi cerebro sobre la futura asignación del Blasco en alguna otra división con misiones de mar atractivas, antes de que se produjera mi esperado desenlace, para nada resultaron efectivos tales pensamientos. Porque dos jornadas después del fondeo, entrados en los últimos días del mes de marzo, leía en la Gaceta mi inmediato desembarco del buque de primera clase Blasco de Garay, así como el nombramiento para el mando del mismo del capitán de fragata Nicolás Santolalla.
Para rematar el cuadro a la brava, al día siguiente recibía notificación de la mayoría general del departamento, en la que se me prevenía del inmediato desembarco. Y sin mayores estragos ni alardes de fortuna, aquella misma tarde entregaba el mando de forma provisional en manos del teniente de navío Malpaso, al ser anunciado el embarco del nuevo comandante para el siguiente día. Una vez en tierra y como solía ser norma habitual, no giré la cabeza hacia atrás para comprobar la silueta de mi querido buque en la distancia. Cerraba un importante capítulo de mi vida marinera y no parecía aconsejable aferrarse a estampas que no podrían regresar.
Con los pensamientos perdidos en la bruma y los baúles preparados por mi criado Pepillo, tomábamos un carruaje de postas que nos encaminaba con ligereza hacia la calle de la Amargura. Una vez más, llegaba a nuestra residencia gaditana, un noble edificio en el que tantas empresas habían vivido los miembros de la familia Leñanza, inolvidables y gozosas algunas de ellas, aunque con otras cubiertas de pésame muy negro. Por fin, cuando golpeaba la puerta a martillo con la aldaba del león, desconocía si mis tíos Beto y Rosalía habrían regresado a su particular morada, en la que intentaban olvidar los muchos males atravesados.
Cuando se abría la puerta, comprobé el avejentado rostro de Manuel, uno de los fieles servidores que jamás se apartaba del palacete. Sin más esperas, tras comprobar que nadie de la familia se encontraba presente, tomaba posesión de la alcoba principal en aquel precioso aconchadero particular de la casa de Montefrío en la ciudad gaditana. Pero ya ordenaba a Pepillo que no estibara en los armarios más prendas que las mínimas necesarias. Porque, una vez comprobado que se mantenía el carruaje de cinco vidrios en las cocheras, decidía salir sin pérdida de tiempo hacia la Real Isla de León, nombrada desafortunadamente como San Fernando desde la guerra al francés. Y allí, en la mayoría general del departamento, arreglaba el papeleo que necesitaba para encontrarme libre de ataduras. De momento, quedaba pasado a situación de cuartel en la Corte, aunque ahora se denominara en pliegos como oficial pendiente de un nuevo destino.
Por putañera y maldita desgracia, mi hijo Santiago no se encontraba en Cádiz por aquellos días. Y bien que lo sentí en la sangre porque, de esa forma, marraba en una de las posibilidades más soñadas desde semanas atrás. No veía al joven alférez de fragata desde bastantes años, demasiados, y los deseos de abrazarlo con fuerza se agigantaban en mi pecho. La goleta Constitución en la que se encontraba embarcado, había salido a la mar dos semanas antes. Y no se esperaba su regreso hasta un mes después, porque debía efectuar escala de transporte en el puerto de Melilla. Y era tan grande mi deseo de escuchar sus aventuras, que dudé de permanecer en la ciudad hasta que arribara en vuelta.
Como suele ser habitual, me sentí atacado por extrema urgencia de alcanzar la Corte, esa prisa que desbarata el alma cuando encuentras la meta del recorrido al alcance de la mano. En la mañana siguiente abandonábamos la ciudad plateada en dirección del camino que recorre las Andalucías hacia el norte. Y aunque me aseguraran que ya no solían aparecer bandoleros por los caminos, más que en casos muy esporádicos, ordené que dos hombres bragados de la casa nos acompañaran en el carruaje, armas a la mano y con pocos deseos de preguntar. Pero a pesar del regocijo que se alimenta cuando se emprende el definitivo retorno, me sentía desosegado y nervioso cuando pasábamos por las Puertas de Tierra. Menos mal que el rostro de Rosario y de mi hija abanicaba el cerebro en dulce, así como la sencilla vida familiar del día a día, que mucho se añora cuando se ha perdido.
Haciendo un ligero recorrido de memoria sobre mi vida de los últimos años, recordé que en el mes de agosto de 1845 había abandonado la ciudad de Madrid y la familia. Salía escopetado hacia Ferrol, para pasar posteriormente a Londres a bordo del vapor Piles, y embarcar como segundo comandante del vapor Blasco de Garay, destino soñado. Y ahora, entrado en el primer día de abril de 1850, regresaba por fin al hogar. Se trataba de una separación demasiado larga, aunque hubiera atravesado algunos días en su compañía durante las Navidades de 1948, para ofrecer un adiós definitivo a mi padre.
El trayecto hacia la Corte no se pudo abrir con peores condiciones meteorológicas, como si también los dioses me quisieran obsequiar con un temporal de tierra en bienvenida. Nos azotaron lluvias en torrentera, estruendo de truenos como cañones en salva rápida y rayos que caían por las dos bandas del carruaje. Para colmo de males, algunas zonas del camino presentaban sus lindes borrados al ciento, con peligro cierto de que los animales hicieran por algunas hondonadas con espantoso peligro. Por estas razones, debimos tomar posada en un par de ventas, que ya los hombres amparados en el pescante morían de humedad y sufrimiento. Necesitamos de tres jornadas completas para alcanzar la villa madrileña. Y me creí entrado en sueños celestiales, cuando atravesamos el portón del palacio de Montefrío.
Una vez más me fundí en un emocionado abrazo con mi esposa y mi hija, un ejercicio que, por repetido en el tiempo, jamás dejó de enternecerme. Fiel a su costumbre, Rosario derramaba gruesas lágrimas de placer al comprobar que recobraba al esposo, aunque no pudiera asegurar la permanencia de tan querido ejercicio durante alargado tiempo. Comprobé la presencia de mis tíos, aunque solamente llegara hasta mí en emocionado saludo la tía Rosalía, que también largaba prendas de emoción. Y fue en ese mismo momento, cuando recibí la primera de las malas noticias, de esas que acechan negras y embozadas durante los momentos de placer.
—¿Y el tío Beto? ¿Ha salido?
—Nada de eso, sobrino. Se encuentra enfermo y rendido en cama.
—¿Enfermo? —aunque no disponía de datos, el duende me hacía temer lo peor—. No puedo imaginar al tío Beto atacado por alguna enfermedad. ¿Acaso de gravedad?
—Pues, la verdad, todavía no lo sabemos. Desde hace cinco o seis semanas sufre de grandes dolores en la espalda, aunque el doctor Lafuente, su buen amigo, no es capaz de encontrar la causa cierta. Ha probado ungüentos y remedios de todo tipo, que hasta el momento no han ejercido la esperada solución. Cuando los dolores aumentan de grado hasta hacerse insoportables, solamente el láudano le concede cierta paz.
—¿Puedo saludarlo?
—Deberás esperar algunas horas, Francisco. Ahora duerme, después de no haberlo conseguido durante toda la noche. Cada hora de sueño que consigue es una pura bendición. Pero ya lo harás cuando despierte.
Poco a poco, me pusieron al día de las noticias más importantes. Salvo la situación del tío Beto, todo se corría en rastros de normalidad. Y la primera sorpresa de bulto llegó por boca de mi hija Rosarito. Porque poco después, cuando me ofrecían un refrigerio en el saloncito de las conchas y, con hambre en duelo, atacaba un plato de jamón y lonchas de tocino a la brasa, mi preciosa niña entraba con petición de cintas. Y como pude comprobar que su rostro cuadraba en rubores intensos, deduje que se trataba de problema de amores.
Debo aclarar que, aunque para mí siempre fuera la niña Rosarito, mi preciosa hija había cumplido ya los veinte años. Una mujer entera y de belleza incomparable, con una figura proporcionada y estatura superior a la de su madre. Pero por encima de otros atributos destacaban sus grandes ojos, azules como las aguamarinas de Indias, que contrastaban con una cabellera muy rubia, casi entrada en blanco plateado. Y como parecía trabarse su lengua, llegó la madre en auxilio.
—Por Dios y los santos, niña, que no hay prisa. Ya le contarás a papá…
—¿Qué sucede, Rosarito? —la animé para que entrara en danza—. ¿Acaso algún mozo ha pedido autorización para cortejarte?
Mi hija quedó muda mientras me miraba con ojos de asombro. Comprendí que había acertado de lleno en la diana y al primer disparo. Pero de nuevo debía apoyarla mi esposa en ayuda.
—Verás, Francisco, no hay nada que esconder en este asunto —mi esposa hablaba con nervios abiertos y a excesiva velocidad—. Hace tres meses, un joven muy apuesto y de noble familia solicitó autorización para visitar oficialmente a Rosarito. En primer lugar, la niña lo aceptó encantada. Parece que se habían conocido en algún sarao o fiesta de empaque. Ante tal situación, decidí que el pretendiente hablara con el tío Beto que, en tu ausencia, ejercía como cabeza de la familia. Mantuvimos una conversación sobre el tema y resolvimos conceder la petición. Verás, Francisco, como tú no estabas, decidimos como mejor…
—Por favor, querida mía, que no tienes nada que explicar ni reprocharte. Obrasteis en normas de honor y con absoluta cordura —me giré hacia la niña, que parecía más tranquila—. ¿De quién se trata, Rosarito? ¿Le amas de verdad?
—Padre, por supuesto que le… que le amo con locura. Se trata de un joven apuesto, noble, gentil, muy educado de formas, con una elegancia incomparable, resuelto…
—Bueno, ya veo que ese mozo cubre con soltura casi todos los adjetivos que se le puedan endosar a un apuesto galán. ¿Tiene nombre? ¿Acaso es militar? ¿Cómo van esas relaciones?
—Se llama Juan María Ramírez del Árbol y Fonseca. Es el hijo primogénito del marqués de Centellas, mariscal de campo del Ejército, retirado por invalidez. Sufrió graves heridas en un combate durante la Guerra Carlista de los Siete Años, por la que recibía la Cruz de San Fernando —la niña hablaba con orgullo, segura de que me gustaría escuchar esos detalles—. Pero Juan se dedica a las leyes y aspira a ser diputado.
—¿Diputado progresista?
—¡No, padre! —Rosarito parecía haber escuchado una terrible blasfemia—. Del partido moderado.
—Bueno, eso está mejor —sonreía porque me movía entre bromas, sin que la niña lo advirtiese—. ¿Habéis trazado planes de futuro?
—Pues la verdad, padre… —de nuevo titubeaba.
—Nuestra hija, un poco enloquecida de nervios amorosos, quiere contraer matrimonio este mismo verano —interrumpía la madre con agitación—. Pero ya le dije que lo entiendo como un movimiento demasiado apresurado. No hay necesidad de que…
—Vamos, Rosario —tomé la mano de mi esposa con el verdadero cariño que por ella sentía—. Recuerda lo poco que duró nuestro noviazgo, unos escasos meses. Y apenas habías cumplido los dieciocho años.
—Eso no me lo habías dicho, madre.
—Vamos, niña, no olvides que se trataba de otros tiempos.
—No tantos, madre.
—Bueno, ya lo decidiremos y todo se correrá para bien —dije para cerrar el capítulo—. Como es lógico, me gustaría conocer al muchacho.
—Esta misma tarde vendrá a recogerme para dar un paseo por el Prado.
—Por supuesto, acompañada por doña Gertrudis, la doña —medió Rosario.
—Pues esta misma tarde, padre —insistía la moza con extraordinario interés—, podría conocerlo.
—Pues si eres feliz, hija mía, me alegro por ti. Esta tarde charlaré con el apuesto, inteligente, gentil y educado mozo.
Todos reímos la chanza abierta, que rebajaba los nervios al piso. Pero puedo asegurar que mucho me alegraba comprobar los rastros de felicidad que apreciaba en el rostro de mi hija. Comprendía que por aquellos días vivía uno de los momentos de más ilusión en su vida, esos que se recuerdan siempre con especial gozo, y no pensaba trasquilarlos en una sola pulgada. Conforme la charla se animaba, me dejé caer en el mullido sillón, mientras miraba a Rosarito con extremo orgullo. Sentía muy a fondo que no nos acompañara el pequeño Santiago en la ocasión, para cubrir la marea al gusto eterno. Pero así se mueven las aguas de nuestra vida, con crestas y vaguadas al placer propio de los dioses.
* * *
Atravesé una primera semana de apetecido reposo, con escasa o nula necesidad de pensar siquiera en asunto alguno de importancia. Tan sólo se movía en colores grises la salud del tío Beto, a quien por fin pude saludar con emoción. Y bien que me entristeció su doloroso estado, la palidez de su rostro y, más importante todavía, su ánimo caído al ras, como si no deseara vivir más tiempo. Intentando elevar su espíritu, conversaba cada día por largo, y aumentaba las dosis con historias reales o imaginadas, al comprobar que nuestras charlas lo relajaban y disminuían el dolor. Le explicaba las operaciones en las costas catalanas y las posteriores de Italia, que parecían interesarle mucho. Sin embargo, poco me gustaba la perdiz servida, porque ya pasaban demasiadas semanas sin que apareciera le necesaria mejoría. Y no podía pensar en vivir el resto de sus días con el láudano abierto en chorro, que a veces lo dejaba en un estado de alejamiento casi absoluto.
Aunque hablé en dos ocasiones con don Juan Lafuente, viejo cirujano de la Armada y buen amigo del enfermo, nada pude sacar en claro. Porque me exponía con toda sinceridad su ignorancia en ese preciso caso, tras haberlo probado todo. Y aunque mi tío se negara en principio con cierta energía, solicitamos la consulta de otro afamado doctor, don Benito Llamara, según algunos facultativo muy versado en los problemas de la espalda. Y bien que lo reconoció durante una alargada hora, sin dejar un poro de la zona dorsal y lumbar sin acercar la lupa. Poco después y aunque nos trasladara una larga perorata llena de palabras ininteligibles y entregara nuevos remedios fabricados de su propia mano, el enfermo no parecía salir adelante en una media vara.
En conversación privada con la tía Rosalía, entré por fin con la necesaria sinceridad sobre el primo Beto. Porque nada sabía de él, desde que saltara la borda del falucho por la costa catalana. Sabía que se trataba de un tema doloroso, pero no tenía más remedio que abordarlo. No podía olvidar la promesa jurada a mi padre en el lecho de muerte, que para mí suponía una tabla de ley.
—¿No habéis sabido nada del primo Beto en los dos últimos años?
—Bueno, durante el verano pasado recibidos una carta fechada en la ciudad de Montpellier. Pero no exponía nada en concreto de sus posibles actividades. Nos hablaba de su esposa y de su querida hija en un tono muy emocionado, pero nada más de interés. Le contestamos a la dirección expresada. Y le preguntábamos sobre detalles más concretos, especialmente por su situación personal y militar. Pero no hemos recibido ninguna noticia más. Como comprenderás, el curso de su vida me tiene estragada el alma. Porque tu tío sospecha que haya podido entrar en España con las tropas de Cabrera y que haya sufrido alguna…
—No pienses eso, tía —moví las manos como si deseara alejar un pesado moscón—. De las malas noticias se acaba por tener conocimiento con malsana rapidez. Lo que debemos encarar ahora es la necesidad de que su nombre se incluya entre los decretos de amnistía. Y, si fuera posible, su reingreso en la Real Armada.
—Aunque poco conozco de los temas militares, sobrino, veo muy difícil que consigamos ese segundo e importante paso. Pero me conformo con que salve la vida y pueda regresar a España sin peligro. Además, me gustaría tanto conocer a esa niña, a mi nieta. Dios mío, qué golpes nos ofrece la vida.
Mi tía acabó por buscar la necesidad del abrazo porque comenzaba a llorar con gemidos de dolor, lo que ya me temía desde el primer momento. Para mis adentros pensaba que, aunque nada bueno significara la ausencia de noticias, esperaba que Beto se encontrara bien amparado por el general Elío, su suegro, entre la corte de don Carlos. Pero debía entrar en acción sin perder mucho tiempo y aclarar los decretos de amnistía que, para miembros de la Armada, no habían aparecido todavía en la Gaceta. No me encontraba versado en tales asuntos, pero debía tomar ese toro por los cuernos aunque poco me gustara.
Por las razones expuestas, así como la necesidad de aclarar algunos asuntos que afectaban a mi situación personal, en la segunda semana me dirigí al ministerio de Marina con el uniforme de presentación y recibo. Por aquellos días mantenía la cartera de nuestros asuntos don Mariano Roca de Togores, marqués de Molins. Y parecía una excepción a la regla, porque ocupaba el puesto de ministro en segunda tacada y ahora con más de dos años continuados en la silla. Este político manchego había conseguido que, por primera vez en muchos años, el personal de la Armada hablara bien de su ministro. Debo aquí recordar que, como norma habitual, la cartera de Marina se pasaba de unas manos a otras sin tiempo siquiera para calentarla ligeramente. Porque, si en 1848 habíamos disfrutado de dos ministros, eran seis los habidos en 1847, dos más en 1846 y así en rodera sin fin.
El marqués de Molins había sido uno de los más firmes apoyos del general Narváez, en cuanto a la decisión de enviar tropas a Italia en defensa del Papa. Y también se le achacaba a su sabia mano el resurgir de la Real Armada, que continuaba adquiriendo unidades de vapor, al tiempo que los arsenales comenzaban a repuntar en las novedosas tecnologías de construcción naval y de equipos propulsores. Su presencia constituía una oportunidad que no se podía perder.
Cuando alcancé el edificio del Ministerio, dudaba de la sección a la que debía dirigirme. Deben tener en cuenta, que el problema de las amnistías apenas había aparecido en nuestra Institución durante los últimos años, debido al escasísimo número de hombres emparejados en dicha situación. Por fortuna, se solucionaron gran parte de las dudas al encontrarme en el pasillo de la primera planta al brigadier Pedro María de Estremera, aunque ahora mostrara faja y vueltas de jefe de escuadra. Tan excelente persona y magnífico oficial había sido mi jefe en la Sección de Instrucción del Estado Mayor de la Armada, hasta que embarcara en el Blasco de Garay. Como el aprecio entrambos era grande y mutuo, me saludó con extremo afecto.
—¡Santo Dios, Leñanza! Mucho me alegro de verlo por aquí.
—Quedo a vuestras órdenes y servicio, señor general. También yo me alegro de saludarlo. Por cierto, le felicito con alegría por haber conseguido la faja[27]. Muy merecida, por cierto.
—También yo le felicito por su ascenso al empleo de capitán de navío —señalaba las vueltas de relumbrón en mi manga—. Ya sé que acabó por recibir el mando del Blasco de Garay, tal y como planificamos, aunque la empresa le costara demasiados meses. ¿Llegó a tomar parte en las operaciones italianas?
—Por supuesto, señor. Desde el primer día hasta el desenlace. He desembarcado hace pocas semanas.
—Y ahora, supongo que pasado a cuartel.
—Qué remedio, señor.
—Pues por desgracia, mañana mismo marcho hacia Ferrol en una comisión de arsenales que durará algunos meses. Como se encuentra recién llegado a casa y disfrutando de la familia, después de una alargada ausencia, no es momento para que comience a separarse. Espero que, a mi regreso y si no se le ha aparecido un mirlo blanco, una especie a extinguir, pueda volver a trabajar a mi lado.
—Sería un honor y un placer, señor. Porque de capitán de navío, solamente puedo mandar buque que ice insignia a su bordo, si no cambia una vez más el reglamento. Y muy pocos son los que aparecen con tales características en estos momentos.
—Así es. Porque los dos navíos que se mantienen en las listas, Guerrero y Soberano, apenas se pueden considerar unidades activas y recibirán la picota en pocos meses. Bueno, se comienzan a construir dos navíos modernos con 86 cañones, que serán bautizados como Reina Doña Isabel II y Rey Don Francisco de Asís. Pero el primero no estará listo hasta dentro de un par de años. Además, supongo que en el Reglamento de Dotaciones aparecerán como mandos propios de brigadier. Por cierto, ¿necesita algo? Cuente conmigo para lo que estime oportuno.
—No quiero molestarle, señor, que le supongo con más de mil asuntos en…
—Nada de melindres, amigo mío. Dispongo de mucho tiempo libre, hasta que a las doce me reciba el señor ministro.
—Pues no es fácil lo que busco, señor. La razón principal de mi visita es comprobar si se van a producir decretos de amnistía para los oficiales de la Armada, que hayan tomado parte activa en el bando carlista…
—¿Oficiales de la Armada en el bando carlista? —mostraba rostro de extrañeza—. Bueno, creo que solamente han surgido contados casos.
—Así es, señor. Muy pocos casos. Pero uno de ellos es el de mi primo, teniente de navío Adalberto Pignatti Leñanza. Se trata del único hijo del capitán de navío Pignatti, que por cierto se encuentra muy enfermo, y de la hermana de mi padre. Y mi progenitor me pidió en su lecho de muerte, que hiciera todo lo posible por ocuparme de su futuro. No tengo más remedio que entrar a saco en el tema. Después de todo, solamente quedamos dos Leñanza en mi generación.
—Supe la muerte de su padre y mucho lo sentí. Pero con entera sinceridad, nada conozco de ese tema particular de las amnistías. No obstante, sé dónde podemos encontrar respuestas.
La suerte me bendijo de lleno una vez más, porque el jefe de escuadra Estremera me allanó el camino como si se tratara de su propio hijo. Tras largar un par de preguntas y dirigirnos a la sección de personal patentado, encontramos al capitán de navío Sebastián Vergara. Y mucho me alegré porque lo conocía bastante, al haber coincidido de dotación en la fragata Lealtad. Por fortuna, manteníamos una excelente relación y la necesaria confianza. De esta forma, una vez con el camino trazado de firme, entré en agradecida despedida de mi antiguo jefe. Y no mentía al asegurarle que mucho me agradaría trabajar de nuevo bajo sus órdenes.
Tras tomar asiento en el reducido gabinete, expuse a Vergara el asunto que me movía a la visita. Accionó los brazos con energía, como si se tratara de un tema trillado en doble vuelta.
—Vaya por Dios, Francisco. No sabía que fueras primo carnal del teniente de navío Adalberto Pignatti. Sin duda, conforma uno de los casos más excepcionales que han aparecido en este conflicto. En principio, se trata de uno de los cinco oficiales que abandonaron la Armada para entrar al servicio de armas de don Carlos. Porque hubo otros, cercano a la decena, que simplemente abandonaron la actividad, pero quedaron a medio camino, sin rendir servicios al bando carlista. Pero no sé si sabrás que Adalberto Pignatti se encuentra catalogado en una situación bastante especial, más…
Como parecía dudar de entrar en datos que podían ofender al más sensato, le ayudé.
—Conozco muy bien el caso de mi primo, Sebastián. Se trata de haber llevado a cabo labores de información contra el Gobierno legítimo en Londres. Vamos, el espionaje en su más pura versión. Debes saber que fui yo, precisamente, el que informó con detalle de tales acciones, por mucho que me doliera.
Le expuse con pocas palabras mi triste experiencia de espionaje en la capital británica, conforme asentía con la cabeza.
—Como dices, debió ser una experiencia bastante dolorosa, de forma especial si se trata del único pariente a flote. Sin embargo, las instrucciones recibidas del Gobierno en el ministerio de la Guerra, que se han hecho extensibles al de Marina, son las de abrir la mano sin cortapisas. Por tal razón, ha sido el propio ministro Togores el que tomó la decisión, hace pocos días, de que Pignatti entrara en el decreto de amnistía que se prepara y será publicado la semana próxima. Todos los que abandonaron la Armada serán amnistiados. Y todos podrán reingresar en nuestra Institución…, todos menos el teniente de navío Adalberto Pignatti. Como puedes imaginar, debido a esa especial consideración que lleva anotada en su expediente personal.
—Vaya por Dios. Bueno, por una parte, me alegra que pueda regresar a España sin peligro de ser sometido a consejo de guerra, prisión o penas mayores. Todo ello si descubrimos donde se encuentra, porque nada sabemos de su vida hasta el día de hoy. Pero me apena que no pueda regresar a la Armada. ¿No hay posibilidad de especial petición?
—Creo que se trata de algo muy difícil, Francisco. Solamente el ministro en persona podría solucionar ese apartado, si dispone de competencias para ello, lo que ignoro. Te conozco bien y eres capaz de entrar con sable en mano contra el turco si es necesario. Así que solicita audiencia con el ministro y exponle el problema. Pero con sinceridad, lo veo como empresa muy complicada. Eso sin contar, que su regreso a la Armada podría traducirse en una experiencia poco agradable para él.
—¿Poco agradable? No te comprendo.
—Pues con entera sinceridad, supongo que siempre será tratado como el espía. Ya sabes que las lenguas sueltas entran en coros de aquelarre y escasa benevolencia con demasiada frecuencia.
—Entiendo lo que quieres decir. Pero ese problema debería afrontarlo Beto por sus propios pasos —pensaba con rapidez, intentando decidir el camino a seguir—. Creo que pediré audiencia con el ministro. Nada pierdo con intentarlo.
—Te advierto que el ministro Togores habla con todo el mundo. Se trata de persona llana, muy afable, inteligente y que suele comprender los problemas de los demás.
Continuamos conversando con franca camaradería durante bastantes minutos, incluso recordando pasados tiempos en aguas caribeñas. Acabamos por sopesar las posibilidades de destino para un capitán de navío en los momentos actuales, pocas y de escaso atractivo. Vergara me puso al día de algunos asuntos de interés, como la construcción de los dos navíos en el arsenal de Ferrol, en los que tantas esperanzas se cifraban. También supe con cierto detalle de la puesta de quilla de las fragatas Berenguela y Blanca, así como de las importantes reformas que se llevaban a cabo para fomentar el reclutamiento y organización de la marinería, que comenzaban a dar sus frutos. Y bien sabían los dioses que con ese problema nos habíamos partido la sesera durante bastantes años, desde que la Matrícula de Mar descendiera casi a cero.
Aunque la conversación con mi buen amigo y compañero Vergara se animaba por momentos, mi cabeza se encontraba prendida en un tema muy concreto. Tanto así que conseguí enhebrar una calurosa despedida, con promesas de continuar la relación en los siguientes días. De su sala de trabajo me trasladé como movido por marejada gruesa a las dependencias propias del ministro. Y sin dudarlo, me dirigí a un desconocido brigadier que, según me habían informado, actuaba como ayudante personal del ministro y responsable del listado de audiencias.
—Quedo a las órdenes y recibo del señor brigadier. Se presenta ante vos el capitán de navío Francisco de Leñanza, duque de Montefrío, pasado a cuartel este mismo mes. Desearía, si es posible y así se me autoriza, audiencia con el señor ministro.
El brigadier, hombre cincuentón y sin un solo cabello en la cresta, me dirigió la mirada con detenimiento por primera vez. Y por el gesto poco agradable de su rostro, deduje que debía tratarse de oficial prepotente y escasamente sociable. Me contestó de forma seca y muy poco agradable.
—¿Duque de Montefrío? Creo haberlo oído con anterioridad.
—Posiblemente se debería al trato con mi padre, el teniente general de la Armada Santiago de Leñanza, fallecido el pasado año.
—Es posible. ¿Qué tema o petición desea exponer al señor ministro?
Me molestó que ni siquiera insinuara en rastros el debido pésame. Pero conforme transcurría la conversación, menos me agradaba el talante de quien ya consideraba como un malparido culebrón, con aquella manía mía de calibrar a las personas al primer vistazo. Apreté los machos y me mantuve con la dignidad por alto.
—Se trata de un asunto familiar y particular de importancia, señor brigadier.
Me miró con extrañeza, como si no comprendiera una sola de las palabras lanzadas en respuesta.
—¿Asunto familiar importante? —tomó un pliego que mantenía sobre su mesa y comenzó a repasarlo, como si en él buscara la respuesta. Deduje que debía ser el listado de visitas pendientes al ministro—. Como puede comprender, el señor ministro tiene demasiadas audiencias, tantas que, si recibiera a todos los que así lo desean, no podría trabajar un solo minuto.
—Como capitán de navío, soy consciente de las muchas e importantes ocupaciones propias del señor ministro. Pero le repito, señor brigadier, que se trata de un asunto importante. En caso contrario, no intentaría molestarle, puede estar seguro.
De nuevo me repasó con la mirada, como si se encontrara ante un raro espécimen del mundo animal. Por fin, se detenía algunos segundos en la manga de mi uniforme colgada en percha, a causa de la falta del brazo, un detalle que debió interesarle.
—Bueno, Leñanza, pase al saloncito de recibo. Pero nada le prometo porque esta mañana nos encontramos ahogados. Es posible que espere algunas horas y después deba citarle para otro día.
—Lo comprendo, señor.
Me extrañó que cediera con tanta rapidez. Porque esperaba que me despachara sin miramientos para futuras audiencias, días o semanas después. Sin decir una palabra más, pasé al pequeño salón que me había señalado con el brazo. Y para desgana propia, comprobé que allí aguardaban cinco personas más en aquel momento: un jefe de escuadra, un brigadier y tres paisanos ricamente vestidos. Después de saludarlos con extrema corrección, tomé asiento. Y como nadie me dirigía la palabra, mantuve el más impenetrable silencio.
Comenzaron a pasar los minutos en lenta cadencia, un ejercicio de espera que siempre había marcado mis venas con tintes muy negros. Pero no quedaba más remedio que atacar la piña abierta y sufrir. Dejé volar los pensamientos en libertad, para acabar por centrarlos en la figura de mi primo Beto, razón única de mi presencia en tan escasamente acogedor escenario. Ya deben saber quienes hayan leído algún cuadernillo de mi vida, que nunca habíamos coincidido en opiniones ni forma de ser, aunque en el fondo la sangre siempre estableciera los puentes necesarios.
Pasaron poco más de dos horas y todo se mantenía inalterable. Como ya entrábamos en el mediodía, esperaba que, de un momento a otro, nos comunicaran que el ministro pasaba a sus aposentos particulares para efectuar el almuerzo u otra obligación programada. Sin embargo, entró el brigadier con su habitual lentitud de movimientos, para entonar con voz ciertamente engolada.
—Don Borja Valdés de Ortúzar, por favor acompáñeme. El señor ministro le espera.
Las esperanzas caían rendidas a los fondos. Porque si el ministro empleaba dos horas con cada uno de los que manteníamos dura espera, podríamos alcanzar la noche casi en ayunas. Sin embargo, en esta ocasión regresaba el brigadier malparido diez minutos después. Y para cubrirme en sorpresa de cruces, escuchaba la voz del ayudante.
—Capitán de navío Francisco de Leñanza, duque de Montefrío, por favor acompáñeme. El señor ministro le espera.
No quise mirar al jefe de escuadra, al brigadier o a los dos paisanos elevados, que ahora me miraban con extrañeza y cierta envidia, por ese acendrado pudor que se mantenía instalado en mi alma desde la juventud. Un tanto cohibido, seguí los pasos del brigadier y salí del salón, para encarar el pasillo que desembocaba en el gabinete personal del señor ministro de Marina. Respiré a fondo un par de veces, como si me faltara aire en los pulmones. Porque en aquella entrevista se cifraban muchos de los deseos que anidaban en los pechos de mis queridos tíos, sin olvidar la promesa cifrada a mi padre en sus últimos momentos de vida. Tan sólo elevé un ligero rezo a la Patrona, antes de cruzar el umbral de la puerta.