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Operaciones en el Mediterráneo

No puedo asegurar que, a partir del traslado de las tropas españolas de Barcelona a Gaeta, cuyos efectos negativos todavía debimos sufrir a bordo de los buques de la escuadra durante un par de semanas, comenzáramos un sesteo marinero de flores y conchas. Porque abierto a la mar, jamás la paz alcanza el alma en completo sosiego y la mala puede saltar en cualquier momento con consecuencias desastrosas. Pero entrado en la más absoluta sinceridad, una vez recuperada la normalidad en tablas y sollados, los meses de junio, julio y agosto se nos abrieron a proa con extrema benevolencia y dulce serenidad. Tan sólo mediado el mes de los calores extremos, nos saltó durante la noche un ventarrón de poniente, con mar en aumento y posible peligro, situación que, sin órdenes previas, nos hizo levar las anclas a todos los buques y salir del fondeadero aguas afuera. Porque más valía encarar la situación alejado de la costa, ante una mar que nos podía montar piedras adentro. Por fortuna, se trataba de un efecto pasajero que, seis o siete horas después, nos devolvía a la normalidad.

Ahora le correspondía lidiar las cuernas largas al general Fernández de Córdova y sus muchachos, cuyos pasos seguimos en los buques de la escuadra con el máximo interés. Y con algunos efectos añadidos, porque en dos ocasiones debió trasladarse una de nuestras unidades a Barcelona, con objeto de transportar determinados armamentos y pertrechos exigidos por el general en jefe, misiones para las que fueron comisionados los vapores Piles y Vulcano respectivamente, sin incidencias dignas de mención.

Como era habitual y obligado en tales ocasiones, el brigadier Bustillo, en una reunión mantenida con el general Fernández de Córdova y ambas planas mayores, ofreció el concurso de los soldados de Marina, artilleros, marineros y grumetes para batallar en tierra, si se aparecía la ocasión de necesidad en despliegues cercanos. Era de común conocimiento, que las dotaciones de los buques habían entrado en fuegos por tierras de medio mundo con bastante repetición a lo largo de la Historia. El general rehusó, agradecido, el concurso que le ofrecía el jefe de la escuadra. Alegaba con toda sinceridad que esperaba, con la ayuda de la Santísima Señora, contar con fuerzas suficientes para enfrentar la empresa requerida.

El embajador Martínez de la Rosa, con una labor diaria, incansable y muy eficaz, había preparado un adecuado recibimiento a las tropas españolas. Tanto así, que al día siguiente del desembarco de nuestros hombres, 28 de mayo, casi sin tiempo para adecuar cuerpos, vestuarios y oropeles, las tropas de Fernández de Córdova eran revistadas y bendecidas con la debida solemnidad por el Santo Padre. Pío IX se concedía una parada militar de cortesía y coro de fanfarrias en el paseo marítimo de Gaeta, en la que destacaban uniformes de gala, cascos coraceros y pabellones engalanados. Y el Pontífice en persona bendecía la bandera coronela del Regimiento Inmemorial del Rey, regalo personal de la Reina de España a nuestra Infantería, en representación de todo el ejército expedicionario. Como extraordinario colofón, el Pontífice colgaba de su moharra, con sus propias manos, la corbata azul y roja de la Orden Piana. Parecía evidente que el Papa Pío IX había tomado apetitoso gusto a favor de tales acontecimientos eclesiástico-castrenses y disfrutaba de lleno con ellos.

Es obligado mencionar el debido reconocimiento a la extraordinaria labor y resultados obtenidos en los trabajos llevados a cabo por los jefes del ejército expedicionario, que consiguieron mostrar los regimientos, batallones y compañías en cuadros de gloria, como si hubiesen pasado por un adecentamiento acelerado de cuerpos y bagajes. El resultado de tales actos festivos y multitudinarios, buscado día a día por nuestro embajador, no se hizo esperar. Pocas fechas después de la clamorosa parada militar pontificia, aparecían en toda la prensa europea llamativas imágenes de los actos, que elevaban el nombre de una España atrasada y atascada en sus propios problemas internos durante demasiados años.

Como he mencionado, los franceses desembarcados en Civitavecchia habían puesto sitio a Roma con demasiada prepotencia en los últimos días del pasado mes de abril, como si debieran enfrentar a un grupo de harapientos sin formación militar. Pero atacaron con tanto brío como desacierto profesional, al punto de sumar tan elevado número de bajas, que les imposibilitaba continuar la lucha hasta que recibieran los oportunos refuerzos. Precisamente, una de las primeras iniciativas adoptadas por el general Fernández de Córdova, una vez asentado en Gaeta, fue la de ofrecerse a los mandos franceses para luchar hombro con hombro en el cerco de Roma. No obstante y como era de esperar, el orgulloso general Oudinot se opuso con severidad y escasa cortesía a la propuesta española. Alegaba en tintes de poder, que se trataba de una íntegra competencia de la honra francesa y de su Ejército, que acabaría por tomar la ciudad eterna sin ayuda de nadie. Aunque las lenguas de filo aseguraran que el general Córdova no deseaba más que humillar al francés, el ofrecimiento fue tachado de inadecuado por el Gobierno español, que le prohibió volver a repetir tales ofertas sin aviso y concesión previa.

El problema inicial en cuanto a la posible estrategia a emplear por nuestras fuerzas en el teatro italiano, se centraba en la postura adoptada por el Rey Fernando de las Dos Sicilias. Aunque en los documentos signados se especificara el firme ofrecimiento napolitano de incorporar a la fuerza española y bajo su mando una división escogida de infantería, el Soberano mudaba de parecer y opinión cada día, con severa irritación del general en jefe y del ministro plenipotenciario. Por fin y ante las fuertes presiones a que eran sometidos, los napolitanos decidieron mantenerse en permanente alerta, pero retirados al límite de su frontera. De esta forma, las fuerzas españolas quedaban en plena libertad para moverse en la zona geográfica que nos había sido asignada en el tratado internacional.

El día primero de junio recibí una agradable sorpresa a bordo del Blasco. El coronel de infantería Francisco de Alvear, con quien había trabado una buena amistad durante los días de mar que atravesamos en el traslado desde Barcelona, y uno de los pocos que pudo continuar viviendo con cierta normalidad a pesar de la marejada dura, me visitó en agradable despedida.

—Acudo a despedirme, tal y como le prometí, comandante Leñanza.

—¿Ha dicho despedirse, coronel? ¿Tan pronto? Esperaba que pudiera ofrecerle un adecuado almuerzo en la próxima semana. Quería demostrarle que no siempre se come rancho frío de cecina y queso a bordo de los buques de la Armada, como debieron sufrirlo durante la navegación.

—No lo pongo en duda y bien que lo siento. Pero ya sabe que el general Fernández de Córdova, saco de nervios e iniciativas, no desea perder un solo minuto. Desde que pisó tierra italiana, no se ha detenido ni para descansar algunas pocas horas. Este hombre acabará por fundir en reverbero a toda su plana mayor. Así que, mañana, día segundo de junio, partimos en operaciones.

—¿Mañana? —mi sorpresa era auténtica.

—Así es.

—La verdad, coronel, estimaba que esperarían la llegada del segundo traslado de fuerzas.

—Nada de eso. A pesar de que disponemos de pocos efectivos y necesitamos esos cuatro o cinco mil hombres que han de llegar en unas semanas, nos ponemos en marcha para establecernos en Terracina.

—¿En Terracina? En ese caso, podían embarcar de nuevo en los buques de la escuadra y navegar unas pocas millas… —me detuve porque andaba en chanza y cercano a reír.

—Creo que los hombres de esta fuerza se encuentran saturados de mar y preferirían una marcha de doscientas leguas, antes de tomar la mar de proa otra vez. En Terracina, donde deberá desembarcar el segundo grupo expedicionario, estableceremos la base de operaciones. Pero de momento, quedará aquí el general Arteche con su batallón, para seguirnos en la semana próxima.

—¿Puedo saber cuál es la exacta misión de nuestras fuerzas, si acaso se conoce?

—En concreto y con detalle, nada sabemos todavía, al menos a nivel de coronel. Pero suponemos que, en principio, nos moveremos con plena libertad por los territorios que nos concede el acuerdo internacional. La misión global queda abierta con claridad, si no saltan roderas contra la cara: ocupar las cuatro provincias de la Iglesia, en las que el general quiere restablecer el orden y la autoridad pontificia. Y si hay que entrar en bronca dura con los republicanos, pues mecha avante y a por ellos.

—¿Se ha concertado algún movimiento con las tropas francesas?

—En esta especial contienda, donde crecen los resquemores y envidias como setas, no se concierta nada, comandante —el coronel sonreía de buen humor—. Francia y Austria se moverán por sus territorios asignados en el arco septentrional, sin cruzar una sola pulgada la del vecino, mientras nosotros lo hacemos por el meridional y los napolitanos quedan en paso de baile.

—¿Es fuerte el ánimo y disposición del general Fernández de Córdova?

—¿Fuerte? Le aseguro que este hombre de bigotín emplumado es capaz de enfrentar a una manada de elefantes sobre su caballo. Según me comentaba un compañero que trabaja en la plana mayor, solamente tuerce el gesto cuando le entregan algún recado del presidente Narváez, con recomendaciones a las que tan aficionado parece.

—¿Recomendaciones para la guerra? Pero de qué…

—De todo tipo. Creo que en la última le expone con tono paternal, que si Garibaldi pretende volverle loco con guerrillas, llamando su atención en muchas partes para obligarle a subdividir sus hombres, lo evite a cualquier precio. Que no debe jamás fragmentar su fuerza ni comprometerse a una clase de guerra deslucida y comprometida para los extranjeros.

—¿Y las acepta de buen tono el general?

—Parece que no lo conoce. Córdova ríe y descalifica a Narváez con fuertes vocablos, mientras arroja esos papeles al fuego.

—Esperemos que sepa lo que hace. De todas formas, coronel, creo que se aparecen pocas posibilidades de sufrir feroces combates.

—Pues nada sabemos, comandante. Ahora comienza a llegarnos alguna información sobre la verdadera composición de las fuerzas revolucionarias, que no aparentan la superioridad de la que hablaban los franceses cuando cayeron vencidos. Si Francia acaba por derrotarlos en línea, que lo harán con la superioridad adquirida recientemente, esos muchachos de Garibaldi saldrán a la carrera en marcha dura. Sus posteriores acciones dependerán de la presión que les apliquen las tropas del general Oudinot. Pueden escapar por el sur, condición que les haría chocar de frente con nuestras fuerzas, o hacia el sudeste, en cuyo caso no los veríamos a no ser que entráramos en forzada persecución. En fin, se mantienen demasiadas variantes en el aire todavía.

—Espero que no sufran muchas bajas.

—Bueno, comandante Leñanza, eso queda al deseo de los dioses. Y ahora debo regresar con mis hombres. Que disfrute de la mar, si le aparecen misiones de enjundia.

—También yo le deseo mucha suerte, coronel.

El coronel Alvear me ofreció un inesperado abrazo, tras el que salió de estampida. Aunque lo había tratado de forma un tanto superficial, comenzaba a sentir verdadero aprecio por aquel espigado infante, a quien estimaba como un buen hombre y magnífico jefe.

Aunque pronto quedamos en Gaeta sin la presencia de nuestros compañeros del Ejército, las noticias nos seguían llegando con elevada periodicidad. Por ellas supimos que los franceses, una vez reforzados con nuevas tropas procedentes de Marsella y Saboya, acababan por entrar en Roma a fuerza de pólvora, después de un alargado y muy duro bombardeo al que fue sometida la ciudad por medio de cañones de sitio y de marina. Y estas acciones dieron origen a una dura protesta colectiva de los representantes diplomáticos de todas las potencias con representación oficial en la ciudad eterna. Acusaban al general Oudinot, incluso en términos amenazadores, de haber faltado al derecho de gentes, a las leyes de la guerra y al respeto debido a los monumentos romanos clásicos. Y posiblemente a causa de estas protestas, aunque también algunos esbozaran razones de no indisponerse con los revolucionarios, las tropas francesas no rindieron con el debido desarme y oprobio a las huestes de Garibaldi ni a los voluntarios internacionales que los apoyaban.

Como muchos consideraban con pleno acierto, se entraba en el momento definitivo del conflicto bélico. Porque todos en la zona española mantenían especial atención a las inmediatas acciones posteriores de los revolucionarios. Era necesario comprobar con lupa gruesa los movimientos de Garibaldi, que nos podían afectar de forma muy directa. Con poco más de quince mil hombres bajo su mando, el caudillo italiano optaba el segundo día de julio por retirarse libremente de Roma, para levantar campamento a cuatro leguas de la ciudad. Y para defender su retirada, proclamaba a los cuatro vientos que el rápido abandono de la ciudad vaticana se debía a su intención de aplastar con sangre y fuego a las tropas españolas. Pero en verdad que la mayor parte de los observadores internacionales, así como los jefes del campamento español, entendían esas palabras como bravata de gallo escaldado, sin mayores consecuencias.

Por su parte, las tropas españolas de Córdova, en lugar de fortificarse, avanzaron por derecho al encuentro de los revolucionarios. Llegaron a Piperno, no lejos de Valmonte, donde parecía que Garibaldi había concentrado sus fuerzas. Pero el gallo italiano cantaba la sonata del embudo con extrema rapidez, porque Garibaldi, viendo que los hombres de Córdova se aproximaban con decisión, decidía levantar tiendas y marchar hacia Terni, una vez cruzada la cordillera de la Sabina.

En la última semana del mes de junio, se nos ordenaba preparar los buques de la escuadra nombrados para navegar hacia Barcelona y repetir la función de embarque de tropas. Respecto a la operación anterior, solamente se ofrecía el cambio del vapor Castilla por el Isabel II, que debía quedar de apoyo en Terracina. La experiencia previa nos allanaba el camino y facilitaba los preparativos acometidos a bordo. De esa forma, con una mar entrada a media tinta, llegamos a la capital catalana el día 26 de dicho mes. Y sin reuniones de fuste ni otras componendas en retraso, dos días después embarcábamos los 4.278 hombres que, bajo el mando del general Zavala, debían pasar a Terracina y completar el ejército de más de nueve mil hombres con el que soñaba el general Fernández de Córdova.

En esta ocasión, mucho favoreció la suerte a nuestros compañeros del Ejército. Porque durante los cuatro días que empleamos en cubrir la distancia entre Barcelona y Terracina, no se podían reclamar mejores condiciones de mar y viento. La navegación fue más propia de cortejo de damas ociosas en las falúas del río Aranjuez, sin trompos de altura ni dietas en frío, que los fogones se mantuvieron encendidos durante toda la comisión. Por fin, los soldados desembarcaban en el puerto italiano, sonrosados de cara y sueltos de piernas, como si hubiesen asistido a un agradable festejo marinero. Y no lo creían sus compañeros de la primera expedición, cuando les narraban la feliz experiencia marítima con paseos por las cubiertas, cuerpos al sol y cielos azules.

Como de momento no se nos exigía más cooperación que algún traslado de pertrechos de Gaeta a Terracina, u otros más específicos desde Barcelona, normalmente dictados a la rápida y con extrema urgencia, acciones que debimos rendir en tres ocasiones más, el brigadier Bustillo decidió ofrecer navegación a sus buques. Si algunos emplearon derrotas de vigilancia hacia el norte, otros, entre los que se incluía al Blasco de Garay, fueron destacados hacia el sur, con lo que pudimos mostrar el pabellón en la bahía napolitana y costas de la isla de Sicilia.

Como les he adelantado, en Nápoles crucé mi segundo enamoramiento italiano, si cabe más profundo todavía que el primero. Porque aquella preciosa bahía, con luces y perlas grabadas en toda su extensión, cortaba los pensamientos para rebozarlos de espesa hermosura. Al norte del golfo aparecía en mando la ciudad de Nápoles, capital geográfica de la Campania y del histórico reino en su conjunto, amparada a corta distancia por la de Pozzuoli. Pero al repasar con la mirada hacia levante, destacaba el monte Vesubio, volcán dormido que parecía cobijar a toda la bahía bajo su manto. Hacia el sur, cerraba las aguas napolitanas la península Sorrentina, con la ciudad de Sorrento en lanza, que separaba el golfo de Nápoles del de Salerno. Y para marcar de forma especial su límite estratégico, aparecían en la mar como brillantes dorados las islas de Capri, de Isquia y de Procida. Incomparable belleza en aguas y tierras, con la historia española grabada piedra a piedra.

En una de las dos ocasiones que debimos fondear frente a la ciudad de Nápoles, tuve la suerte de bajar a tierra, con motivo de la invitación a una recepción ofrecida por el gobernador general, cursada a las representaciones diplomáticas acreditadas y comandantes de los buques españoles surtos en bahía. Pero además de las especiales regalías que me acariciaron en el recibo, también disfruté como un niño en juegos de viento, al contemplar en mi recorrido las calles, plazas, iglesias y palacios. Porque sentía en el pecho un orgullo difícil de ocultar, al comprobar cómo todo lo español impregnaba cada una de las piedras de la ciudad. Se respiraba el mismo aroma, se observaba en la población el mismo bullicio y hasta podíamos percibir los sentimientos que se caldean en cualquier ciudad española.

Fue precisamente durante la recepción oficial mencionada, abierta en calores pero con la más extraordinaria galanura principesca, cuando, de forma inesperada, se empeñaron en fuegos las armas propias de mi cuerpo. Y juro por los libros sagrados que todavía hoy, tantos años después, me avergüenzo de aquella experiencia, aunque al mismo tiempo me concediera sensaciones difíciles de olvidar. Y como me muevo entrado en la más absoluta sinceridad, lo narraré sin componendas.

Por los salones del palacete se movía una notable cantidad de hermosas mujeres, las más de ellas de especial belleza y con una muy abierta picardía. Además, he de reconocer que aquellas jóvenes napolitanas destacaban muy por alto en los ejercicios de la seducción y del más puro encantamiento, hasta producir en muchos hombres un indudable hechizo. Si a tales cualidades se le suma que el hombre de mar suele sufrir durante demasiados meses la ausencia de una mujer a su lado, la mezcla de querencias podía reventar como una bombarda de superior calibre.

Me encontraba con el comandante de otro buque español, cuyo nombre prefiero cerrar en orden, cuando nos fueron presentadas dos hermanas de extraordinaria belleza. Se llamaban Rossella y Paola. Aunque comenzara nuestra conversación por los derroteros habituales de presentación, conocimiento y mera cortesía, pronto me sentí atrapado por la seducción que fluía de cada poro del cuerpo de aquella mujer, Paola, como si me hubieran lanzado una red de rescate en cepo sobre la cabeza. El elemento principal lo constituían sus ojos, negros y redondos, que se ampliaban poco a poco, como dos platos abiertos en noche de luna. Además, no parecía empresa fácil apartar los ojos de su extraordinario escote, que recordaba modas lejanas y añoradas, en las que unos muy generosos senos dominaban por alto, como islas aisladas en torrente. La tentación picaba en dulce y los rumores de sangre conseguían un ligero trémolo en las piernas, por fortuna imperceptible. Y como Paola entraba de proa por derecho, creí naufragar cuando escuché una pregunta de sus labios.

—¿Desde cuándo no veis a vuestra esposa, comandante Leñanza?

—Mucho tiempo, señora mía, demasiado quizás —contestaba como un autómata, cual cordero dispuesto al sacrificio.

—Ningún hombre debe atravesar esa penosa situación, ¿no os parece?

—Es posible que dispongáis de razón cierta. ¿Y vos? ¿Acaso os mantenéis en soltería? Sería difícil creer que una dama de vuestra hermosura…

—¿Soltera? ¿Célibe yo? —una risita aguda brotó de su garganta—. Nada de eso. Matrimonié con el conde Stratiani a los dieciocho años. Se trata de aquel gracioso vejete que conversa con el cardenal Sifri.

Paola señalaba con la mano a un pequeño grupo apostado frente a nosotros. Y en efecto, distinguí al orondo cardenal en animada conversación con un hombre entrado en la sesentona, calvo como perola alumbrada, esmirriado de cuerpo y con escasa estatura. Sin embargo, aquel noble vestía en oros como príncipe florentino. No obstante, me sorprendió entender que Paola pronunciaba la respuesta con un tono de voz muy cercano al desprecio. Pero ya sonaban sus palabras de nuevo en diana.

—Estoy casada con un hombre que me supera la edad en cuarenta años nada menos —ahora sonreía, como si su comentario marcara una chanza divertida—. Pero debe saber que se trata de un noble personaje con una extraordinaria posición, que pertenece a una de las más adineradas familias del Reino.

Todo en esta vida presenta su cara blanca y negra, ¿no le parece? Pero para mi desgracia, paso mucho frío por las noches.

Al emitir sus últimas palabras, Paola se tomaba los hombros con sus brazos, como niña desvalida y abandonada entre montañas nevadas. Intenté salir de la arena con media chanza y mantenerme en lo que entendía como un juego divertido.

—Pero, señora mía, nos encontramos en un mes de agosto muy caluroso.

—Hay agostos muy fríos y eneros muy caldeados. Todo depende de con quien se compartan los sueños y los juegos, comandante Leñanza.

Quedé detenido, como si una voz me avisara del peligro en acecho. Sin embargo, al recorrer su cuerpo y su rostro una vez más, Se trataba de misión imposible escuchar los consejos del duende. Para colmar el vaso, ahora Paola bajaba el tono de voz y lanzaba sus palabras con especial susurro, como deben sonar los cantos amorosos de las sirenas del cabo Picón, que atraen a los hombres de mar sin posible remisión hacia sus rompientes.

—¿Hace mucho tiempo que no acariciáis el cuerpo de una mujer, Francisco?

La confianza emprendida por la doña, el tono de su voz y el contenido de sus palabras, que en aquel alocado momento consideraba como una conversación natural y necesaria, desplazaron mis rumores para abrir todos los sentidos en un deseo carnal difícil de contener. Porque deseaba besar y acariciar a Paola de norte a sur, para acabar poseyéndola entre sábanas de seda. Me lancé hacia la sima sin tomar una sola cordada de retenida.

—Mucho. Y os juro que en estos momentos moriría por hacerlo.

—Soy muy curiosa, amigo mío. Decidme con sinceridad. ¿Con quién desearíais hacerlo en estos momentos? —ahora abría sus labios con una sonrisa prendida en procaz picardía.

—Con vos, por supuesto —me lanzaba a la caldera sin posible retroceso—. Paola, jamás he conocido a una mujer tan deseable. Por desgracia, soy consciente de que se trata de imposible empresa.

—¿Imposible? ¿Por qué ha de ser imposible? —de nuevo aparecía el pícaro mohín en su boca, que abría las puertas del infierno—. Nada es imposible en el fabuloso reino de Nápoles. Pienso que, al disponer de un solo brazo, las caricias que despliegue con él por el cuerpo de una mujer, serán de especial sabiduría y con maravillosos resultados. Pero debe saber, Francisco, que también yo le deseo fervientemente.

Se hizo el silencio, una callada que me produjo cierto temor y un profundo desasosiego. Deben tener en cuenta que aunque me hubiese encontrado cerca de los fuegos carnales en diversas ocasiones, jamás había engañado a mi esposa Rosario. Volví a beber de mi copa de vino, buscando quizás en el caldo la solución a una empresa perdida de antemano. Porque el órdago estaba lanzado sobre el tapete y no se entreveía como posible el necesario retroceso. Paola rozó mi mano al comentar con naturalidad.

—Francisco, siga mis pasos en unos segundos. No se arrepentirá.

Sin mencionar una sola palabra más, Paola se separó de mí mientras parecía arreglar su tocado con las manos. Desapareció por una cercana arcada cubierta de cortinas, dejándome en la más absoluta indefensión, como quien debe afrontar a un ejército enemigo sin compañía propia. Y me disponía a seguir los pasos de aquellos ojos negros, cuando escuché la voz de la hermana, Rossella, que llegaba a mi lado acompañada por su pareja.

—No se apresure en exceso, comandante Leñanza. Espere todavía un par de minutos, aunque le cueste. Así parecerá más natural. Después, atraviese esas cortinas y se encontrará frente a los aseos de las señoras. Pero continúe un poco más hacia la derecha y penetre en la biblioteca. Allí estará Paola.

También la hermana sonreía, como si se tratara de un juego al que acudían en mutuo auxilio cada día. Y por todas las toninas verdes del Mediterráneo, que ya mis sentidos se rifaban en fuegos. Me mantuve clavado al suelo con picas, mientras observaba el juego de Rossella con mi compañero, muy parejo al sufrido por mí segundos antes. Pero por fin, pareció recordar mi presencia.

—Vaya ahora, señor Leñanza. Acuda con lentitud y como si nada extraordinario sucediera. Entre en la biblioteca y… y disfrute.

Mientras Rossella emitía una risita que poco agradaba a los oídos, mis pies actuaban por su cuenta. Porque como movido por resorte invisible, pasé por debajo de los cortinajes con lentitud y continué pasillo avante, alumbrado ahora por una iluminación más débil, concedida tan sólo por unas pequeñas lámparas de péndulo con tulipas cuarteronas de cristales oscuros. Comprobé las puertas de los que con claridad debían ser aseos de señoras y, en medida obediencia a las instrucciones de Rossella, continué pasaje avante hasta alcanzar una angostura en la que una formidable puerta de doble hoja cerraba el paso. Sin dudarlo, giré el pomo y empujé.

Ante mis ojos aparecía una espléndida biblioteca de grandes dimensiones. Hileras interminables de libros, alzados en estanterías que alcanzaban el techo, corrían de parte a parte sin alcanzar el final. Tan sólo en la zona central se desplegaba un conjunto de sillones en corro, alrededor de una mesa ovalada. Pero no localizaba la figura de Paola, a quien mis ojos buscaban con evidente ansiedad. Aunque la iluminación ofrecida por cuatro lámparas de bronce dificultaba comprobar los detalles, pronto escuché un ruido hacia mi derecha. Y antes de que pudiera descubrir su origen, una mano me tomaba con decisión para conducirme con cierta urgencia a la parte trasera de la estancia. Paola sonreía, mientras me señalaba un rincón en el que aparecía una especie de chaise longue de cuatro o cinco cuerpos, que se mantenía en discreto aparte del resto de la sala. Asido al cable de alivio, intenté recuperar el dominio perdido, aunque supiera que se trataba de imposible tarea.

—Me parece poco discreto…

—Calla.

Paola se acercó a mí con lentitud. Ahora, con aquella difusa iluminación que disfrutábamos, la encontraba más bella, atractiva y deseable todavía, si es que era posible tal condición. Se distinguía su agitada respiración, que hacía balancear sus pechos en irresistible alzada y casi forzarlos a abandonar las cuevas. Pensaba en posibles salidas a una situación que me alarmaba por momentos, cuando se acercó a mí hasta posar sus labios contra los míos con inesperada fuerza. Al tiempo que tomaba mi mano y la posaba en uno de sus pechos, comenzó a besar mi boca, un ejercicio de succión en el que creí perder hasta el último de los pensamientos. Y como la marea alcanzaba la cresta con espuma, sin posible retenida me lancé a la brega furiosa del amor, perdido el más mínimo freno. Me dejé ir entre suspiros y gozos de incomparable medida, como no recordaba haber ejercido en muchos años. Idas y venidas de dichosa gloria, con mi mano en incansable repaso de aquel extraordinario cuerpo que se ofrecía a mí sin dejar una sola prenda al quite.

Fui el primero en regresar al salón de recibo, nervioso y aturdido, mientras la joven intentaba arreglar su apariencia, lo que consideraba un ejercicio de imposible cumplimiento. Y aunque nadie me dirigiera la mirada ni pareciera haber comprobado mi ausencia, el subconsciente esperaba que, en cualquier momento, todos me señalaran en terrible acusación. Porque jamás habría considerado como posible aquella gozosa experiencia, más propia de lupanar tirado, sin un mínimo de respeto o decoro hacia quien nos había invitado. Sin embargo y durante unos pocos segundos, llegué al convencimiento de que casi todas las señoras allí presentes, habían pasado en alguna ocasión por la gozosa chaise longue de la biblioteca. Busqué con la mirada hacia la hermana, que se acercaba hacia mí con una sonrisa en la boca.

—¿Habéis disfrutado de la extraordinaria biblioteca del gobernador, comandante Leñanza?

—Así es, señora mía. Una magnífica colección.

—No lo dudo. Creo que, cuando regrese mi hermana Paola, deberé hacer una visita con su amigo. Parece que también él disfruta con la lectura de antiguos libros.

—Estoy seguro.

El resto de la velada no me concedió un mínimo alivio. Por fortuna, parecía que el conde Stratiani mantenía la animada conversación con el cardenal Sifri y todo se movía en cuerdas de absoluta normalidad. Sin embargo, la procesión navegaba a borbotones por mi cerebro. Es bien sabido que tras el gozo prohibido, llega el arrepentimiento en oleadas duras para clavar picas de acero sin misericordia. Y así me encontraba en aquellos momentos, abatido de cuerpo y alma. Sin embargo, durante mucho tiempo no pude olvidar el cuerpo desnudo de Paola y el momento en el que la hice mía. Ejercicio más propio de villanos, si se efectúa en momento y lugar no adecuados, pero con extremo placer. Y quedaba meridianamente claro que la biblioteca de un palacete en sesión de oficial recibo, no conformaba el sitio más apropiado para el ejercicio del amor en su parte más animal.

Cuando Paola regresó al salón, comprobé su natural sonrisa y paso decidido. Sin embargo, me sentí cohibido como niño atrapado en vergonzosa falta. Estimaba misión imposible mirarla siquiera a la cara, sin que todos los presentes comprendieran que había gozado de ella pocos minutos antes. Sin embargo, la joven se movía con extrema naturalidad y entraba en conversaciones intrascendentes, como si los actos realizados no empeñasen importancia alguna. Me maravilló aquella ligereza y mundana experiencia, posiblemente producto de la repetición de parecidos hechos, que no cabía otra explicación. Pero ya sabemos que a todo se acomoda el espíritu, por lo que algunos minutos después hasta fui presentado al conde Stratiani, a quien encontré como persona culta y de amena conversación.

Por fortuna para cuerpos y almas, todo pasa a popa en esta vida. Y para nuestra gracia, se borran los nubarrones negros con extrema rapidez, mientras permanecen los blancos en la memoria. Tan sólo en algunas noches, cuando se aparecía en el cerebro el querido rostro de mi esposa, saltaban rastros de pena y vergüenza en el pecho. Porque al rostro lacrimoso de Rosario se aparejaba el de Paola, entrada en risas y con su maravilloso cuerpo tendido en sugerente ofrecimiento. Arrepentimiento en duelo y dolor, un conjunto bien amasado por el hombre de mar en sus pensamientos.

* * *

Cuando regresábamos a Gaeta o Terracina de las comisiones de mar, con rapidez nos ponían al día de los acontecimientos atravesados en tierra por nuestras fuerzas. Incluso señalábamos en un mapa, desplegado en la mayoría general de la escuadra, el recorrido de las tropas españolas, en contraposición con las del enemigo. De esta forma y por medio del capitán de fragata Idiáquez supimos que, una vez reunida por fin la división española bajo el mando de Córdova en Piperno, el general establecía su definitivo plan de campaña. Pensaba atravesar la cordillera de la Sabina, ocupar el desfiladero de Tagliacozzo y caer sobre el enemigo, que sólo contaba con la opción de hundirse en la mar o perderse en los Abruzos, donde quedaría rodeado por el ejército austriaco. Y también supimos que Córdova rememoraba las gestas de aquel Gran Capitán, con un inolvidable protagonismo, precisamente, en el mencionado desfiladero.

De forma imprevista y con aviso de última hora, el general Nunciante, jefe del ejército napolitano, visitaba por aquellos días el campamento español. Intentaba conferenciar sobre la situación de las tropas establecidas en terreno napolitano y posibles acciones conjuntas, aunque se adivinara que entraba más en deseos lanzados al viento que en realidades. Córdova y su estado mayor le expusieron con claridad la idea general de campaña. Una vez escuchado el programa, el general napolitano se mostró altamente sorprendido.

—Permítame exponerle la opinión más sincera, general Córdova. Estimo que si lleva a cabo ese plan, conducirá a su ejército a la catástrofe más espantosa. Le adelanto que deberá atravesar una zona inhóspita y completamente virgen del paso militar a lo largo de la Historia. Una cosa es lo que aparece en los mapas, y otra la cruel realidad. No contará en ese escenario con postas a la mano, salidas de escape o refugios de orden, sin contar con que cerrará todas las posibilidades a recibir suministros.

Se hizo el silencio entre los generales, como si hubiese caído una losa de granito sobre la mesa. Algunos estimaron como de excesiva severidad, el tono empleado por el general napolitano en sus palabras. Sin embargo, Córdova, tras atusar su bigote con cierto nerviosismo, alegó a la contra.

—Mire, general Nunciante, también yo me emplearé con absoluta sinceridad y sin rizar el rizo en una sola vuelta. Estoy seguro de haber superado terrenos muy parecidos o de peores características en las tierras españolas. He recibido informes detallados y creo que podremos cumplir nuestra misión sin mayores inconvenientes.

—En fin —el general napolitano continuaba sorprendido, aunque rebajara las cuerdas—, entendí como mi deber anunciarle la realidad.

—Y yo se lo agradezco en su justa medida, general, no lo dude.

Continuaron las discusiones, entrados por fin en amigable camaradería, cuando se avisó al general Córdova de la llegada al campamento del general prusiano Willisen. Una vez presentado, expuso que había sido comisionado por su Rey para estudiar la organización de las tropas españolas y asistir al desarrollo de las operaciones, que estimaba de tanto riesgo como atractivo. Aducía a su favor el permiso firmado por el Gobierno español. Y aunque a Córdova le molestara no haber recibido aviso previo del embajador, lo invitó a la reunión en curso con gestos de amistad. Y se llegó a su fin sin que el general español enmendara en una línea sus planes de campaña, con cortés oposición de Nunciante e indudable interés del prusiano.

Para demostrar que se encontraba seguro de sus proyectos, la división española se puso en marcha en la siguiente amanecida, tal y como se encontraba previsto en las disposiciones de campaña. Se ordenó que se incorporara la mínima impedimenta individual y de grupo. Y aquel mismo día, todos los hombres se introducían por un terreno arisco y áspero de pies, hasta alcanzar las crestas de las montañas en grupos perfilados. Comprobaron que el trazado se abría con pésimas condiciones. Pero pronto comenzó a preocupar a Córdova la actitud del paisanaje montañés, al punto de dictar órdenes muy severas en cuanto al trato que se le debía dispensar. Quien parecía más impresionado era el general prusiano, invitado al acompañamiento. Porque como informaba en sus escritos dirigidos a Berlín, observaciones que se publicaban airosamente en la prensa prusiana, quedaba asombrado al comprobar que, tras penosas marchas de seis y siete leguas por terrenos impracticables de montaña, los soldados españoles llegaran a los pueblos o a los vivaques con deseos de confraternizar y divertirse al ritmo de la música propia del lugar.

Cuando las fuerzas españolas alcanzaron la ciudad de Enrola, localidad amplia y tranquila en comparación a las anteriores atravesadas, comprendieron con abierta felicidad que habían superado la peor parte. Los soldados cayeron rendidos en sueños profundos, aunque pocas horas después fueran sometidos a una terrible tormenta de agua, truenos y rayos, acompañada de un fortísimo vendaval. Debieron atravesar una noche terrible, mojados de cuerpo y alma hasta los tuétanos. Sin embargo, la tropa solicitó una «diana con música de trompetas y tambores», para tomar fuerzas y cobrar impulso. Y como se corrió en voces de buen humor, se brindó la salida del sol con charangas, tambores y clarines.

Las tropas españolas comprobaron, alborozados, que a partir de Enrola los caminos se suavizaban en colores azules, como si se tratara de unos paseos por la corte. Pronto llegaron a la ciudad de Rieti, donde encontraron a una población que esperaba a los garibaldinos con preparación de fiestas y celebraciones festivas. Pero como aquellas personas habían lidiado guerras y adhesiones contrarias durante siglos, pronto se acomodaron y cambiaron los vivas hacia la banda española. Y ya restaban pocas leguas para enfrentar el desfiladero de Tagliacozzo, desde cuyas cimas Córdova esperaba divisar los campamentos de Garibaldi y comenzar la faena de fuegos. Sin embargo, enterado el caudillo italiano de la rápida aproximación española, levantó tiendas y carros para salir en escape hacia la Toscana. Y al comprender que podían entrar en territorio asignado a las tropas austriacas, se vio obligado a continuar su huida hasta alcanzar la población de Narni.

Una vez superado el famoso desfiladero, los españoles marcharon con decisión hacia Terni. Y en las cercanías de dicha localidad pensaba Córdova enfrentar a las tropas de Garibaldi, lo que se trazó como misión imposible, al comprobar que no quedaba un soldado republicano en la ciudad. El general español no sabía en aquellos momentos, que las fuerzas del caudillo italiano se desvanecían poco a poco a causa de la deserción y ante el empuje español. De esta forma, como Garibaldi eludía una y otra vez el posible enfrentamiento con las tropas españolas, el general decidió regresar a Rieti para tomar un merecido descanso, tras muchos días de marchas agotadoras. En su defensa, Garibaldi exponía que conocía muy bien a las tropas españolas, por haberse batido contra ellas en el Río de la Plata al lado de los insurgentes. Y en base a ese conocimiento, los creía capaces de cruzar la cordillera entera con infantes, jinetes, artilleros y mulos, lo que en verdad habían realizado parcialmente.

Por parte de las fuerzas francesas y una vez conseguida la toma de Roma con elevado número de bajas, el general Oudinot enviaba con especial ceremonial al Santo Padre, todavía en Gaeta, las llaves de Roma. Alborozado, Pío IX no esperaba una sola jornada y se presentaba ante la ciudad eterna, en la que entraba en olor de triunfo y multitudes en alborozo, posiblemente gran parte de las que lo habían expulsado con graves injurias meses atrás. Por su parte, el general Nunciante, todavía impresionado por el plan de campaña español, proponía en nombre de su Rey al Consejo de Embajadores, que la división española permaneciera guarneciendo de forma indefinida la ciudad de Roma y los Estados pontificios. El Gobierno español se sintió orgulloso y agradecido por tan prestigioso ofrecimiento, aunque lo rechazara de plano con extrema cortesía.

Como resumen, puedo asegurar que en los nueve meses de presencia española en tierras italianas, el resultado obtenido por el Cuerpo expedicionario fue el apetecido y buscado por el Gobierno, sin torcerse en una sola línea. Y más todavía, si se tiene en cuenta que no se sufrió una sola baja por combate, aunque se perdieran algunos hombres por causa de las fiebres o accidentes en el terreno. Pero todos los fines perseguidos quedaron del bando propio. Se repuso al Papa Pío IX en el Solio pontificio, el revolucionario Garibaldi huyó a América, los revolucionarios de diversos países abandonaron la península italiana, y los nacionalistas italianos aplacaron sus ansias de libertad en espera de una mejor y más propicia ocasión. Declaro sin entrar en parabienes de lisonja, que la iniciativa del Gobierno español se mostró completamente eficaz en cuanto al fin perseguido. Aunque la campaña se desarrollara sin afrontar combates, las maniobras dictadas por el general Córdova consiguieron que el ejército garibaldiano se disolviese como la espuma. Y como alegaba el embajador español en forma un tanto rimbombante, la doctrina militar de aquella época no prescribía la obligatoria destrucción del enemigo, sino su reducción a la más pura impotencia por medio de la estrategia y la táctica.

Como era de esperar, se recibieron honras y honores a torrente tras la exitosa operación. En particular, al general Fernández de Córdova se le concedió la Cruz de Brillantes de Pío IX, la Gran Cruz de San Jenaro de Nápoles y el nombramiento de Patricio Noble de las ciudades de Velletri, Narni y Rieti. Una vez regresado a España, el Gobierno le concedió la Gran Cruz de San Fernando. Como es fácil imaginar, fue muy generoso el reparto de condecoraciones y recompensas entre las fuerzas expedicionarias, siendo con carácter general la medalla conmemorativa de la campaña, acuñada por la Santa Sede y concedida a todos los españoles presentes en Italia. Todavía la luzco en mi uniforme con orgullo, distinción que me recuerda aquellos días italianos, una experiencia difícil de olvidar.

A la contra defendían los grupos políticos de oposición unas opiniones muy adversas, lo que es habitual en el juego partidario español. Se tachaba la política seguida por el Gobierno como de sentimental, así como que las tropas se habían enviado tarde y mal, después del fracaso de las conferencias de Gaeta. Aducían que si nuestras tropas hubieran llegado al escenario dos meses antes, habrían podido participar en las operaciones. Otros opinaban que se había producido un gasto absurdo, porque la restauración del Papa en su solio podía considerarse como inevitable, bien por mano de los franceses o de los austríacos. No obstante y como opinión personal, entiendo que dichas posturas no se ajustaban ni concordaban en una onza con la verdadera realidad de los hechos. Tan sólo buscaban la ganancia política partidaria, que por desgracia tantas veces se sitúa por encima de la meta nacional. Las conferencias diplomáticas no sólo no habían terminado, sino que únicamente habían celebrado la primera sesión, cuando el Gobierno español había decidido enviar las tropas al teatro italiano.

Tampoco defiendo la opinión de que, si nuestros hombres hubiesen arribado a Italia dos meses antes, podían haber tomado parte en las operaciones. Creo que la prudencia del Gobierno había sido adecuada y decidido el traslado de las tropas en el momento oportuno. Baste recordar los intereses que empujaron a Narváez a enviar soldados, para comprobar que no se trataba de política sentimental sino eminentemente pragmática. Los que negaban la extraordinaria oportunidad de la intervención, desechaban la capacidad española de hacer política exterior propia, para dejarla como siempre en manos de las potencias extranjeras.

También defiendo la ordenada y eficaz organización de las tropas del general Córdova en su preparación del traslado, así como una brillante acción de transporte por parte de la Armada. Nuestras tropas exhibieron en todo momento una disciplina, porte y preparación que causaron admiración y supieron ganarse la confianza de las gentes en los pueblos que debieron atravesar. Se consideraba norma habitual que, cuando el paisanaje conocía al soldado español de cerca y a fondo, los habitantes solicitaban su protección por encima de la correspondiente a otras naciones.

En cuanto a las unidades de la Armada, cumplieron al ciento con lo que se les requirió en todo momento, tanto en las misiones de transporte iniciales como en el mantenimiento logístico posterior. Y no debemos olvidar que se empleó un elevado porcentaje de las disposiciones totales de nuestra Marina por aquellos días. Se trataba de condición sabida la nula oposición en la mar, así como que las misiones de vigilancia no se mostraban de verdadera necesidad. Pero de esa forma, el pabellón español ondeó durante meses por toda la costa italiana, elevando nuestro prestigio nacional, una de las misiones que pocas veces se tienen en cuenta. Y en cuanto a mi persona en particular, debo reconocer que el cuerpo de la joven napolitana quedó grabado en el cerebro durante un alargado tiempo. Pero así son los amores de mar, con estrago inmediato y dulce olvido posterior, conforme las olas de la mar nos acarician los costados.