Tras la emotiva experiencia sufrida con la ceremonia de bendición del Santo Padre, quedamos un tanto agostados de cuerpo y alma, como si hubiésemos cumplido la misión principal concedida a la escuadra. Y nada más lejos de la realidad, aunque en las tres o cuatro semanas siguientes apenas pensáramos que deberíamos tomar parte en los movimientos que se iban desarrollando por tierras italianas. Por tal razón, durante bastantes días, tan sólo nos concentramos en las noticias que nos llegaban de España, gracias al compromiso casi permanente del ministro español Martínez de la Rosa con el brigadier Bustillo. Y debo aquí señalar en sincera alabanza, que el avezado político no descansaba un solo día en su misión de información y establecimiento de contactos, recorriendo muchas leguas en su carruaje por ciudades y pequeñas localidades italianas.
Gracias a la información del diplomático y la alegre locuacidad de sus ayudantes, tuvimos conocimiento de que las tropas isabelinas habían dado comienzo a una política muy agresiva contra los carlistas en toda la zona septentrional catalana. Si, por una parte, las tropas legitimistas del general Marcelino Gonfau eran aniquiladas en toda línea por el ejército liberal, el mismísimo general Cabrera debía emprender una dura retirada después de combatir a sangre y fuego en el santuario de Pinos. Pero más importante todavía se presentó el mes de abril, en el que el pretendiente al Trono intentaba cruzar la frontera y entrar en España para ponerse al frente de sus tropas. Antes de conseguirlo y muy controlado en todo momento por el servicio de información español, que transmitía cada uno de sus pasos a nuestros vecinos del norte, el conde de Montemolín era identificado y prendido por las fuerzas de la policía francesa. Se produjo un enorme revuelo de noticias encontradas en la Corte, con dilaciones y discusiones de todo tipo, así como dudas abiertas en las autoridades francesas de las que, en verdad, mucho se desconfiaba. Por fin, el Gobierno galo decidió la expulsión del Pretendiente de territorio francés y la obligación de regresar al Reino Unido. De esta forma, la pequeña Corte carlista embarcaba en el puerto de Rochefort, para pasar definitivamente a su exilio británico.
Si la moral de las tropas legitimistas se movía en el andarivel, la detención y expulsión del intitulado como Carlos VI supuso el mazazo definitivo. El día 23 de abril, el prestigioso general Cabrera, en el que se cifraban las últimas esperanzas, se veía obligado a traspasar la frontera con sus exiguas fuerzas y entrar en Francia. También en esta ocasión era detenido por la policía francesa, que lo conducía en obligado internamiento al puerto de Tolón. Todos los factores vaticinaban un fin de la guerra, que se daba por concluida en pocas semanas. Porque el día 14 de mayo cruzaba la frontera la última partida carlista, que dirigían los hermanos Tristany, con lo que se daba carpetazo a la nueva contienda civil, llamada como Guerra de los Matiners, Movimientos Legitimistas en Cataluña o, con posterioridad, Segunda Guerra Carlista.
En cuanto a los asuntos italianos, poco se movía el ajedrez de fuerzas y acaecimientos, aunque algunas noticias ofrecieran especial enjundia. La primera de ellas que se nos concedió fue la llegada de los ocho mil hombres franceses a Civitavecchia, lo que movió al Gobierno español a actuar de inmediato y concretar el envío de nuestras tropas desde Barcelona. En la última conferencia de naciones católicas se habían delimitado con claridad las zonas de actuación de cada una, y España deseaba ocupar la suya en el sur-sudeste, en teórica colaboración de los napolitanos.
Con anterioridad, en la primera semana de abril, por parte española se pensaba en la necesidad de asegurar el puerto y localidad de Terracina, a escasas millas al norte de Gaeta, dadas sus mejores características para la llegada de las tropas y posibilidad de establecer al mismo tiempo un amplio frente de actuación. Como de acuerdo al tratado signado, se necesitaba la aquiescencia del Rey Fernando de las Dos Sicilias, Martínez de la Rosa argumentó la posibilidad de que el mencionado puerto fuese utilizado para la llegada de voluntarios revolucionarios en territorio napolitano. Y caló fuerte en el espíritu de don Fernando el aguijón preparado. Por fin, se decidió efectuar la acción conjunta, en la que tomarían parte cinco buques de nuestra escuadra y dos napolitanos, estos últimos bajo el mando del capitán de navío Gabriel Gamaralla. Toda la fuerza se movería bajo el mando conjunto del brigadier Bustillo.
El Blasco de Garay fue uno de los buques escogidos para la operación, a la que se sumaron la fragata Cortés con la insignia, así como los vapores Vulcano, León y Castilla. Por parte napolitana se incorporaban los vapores Sentinella y Cassiopea, que fondeaban a escasas yardas de nosotros en la última semana de marzo. Abandonamos el fondeadero de Gaeta el día primero de abril, para establecer una derrota hacia fuera, con la intención de entrar en Terracina desde el nordeste. Y aunque no se sospechara con alguna mínima certeza la posibilidad de buques en apoyo de los revolucionarios y los posibles transportes de tropas aludidos en conveniencia, porque no disponían de una sola unidad, el Castilla fue designado para destacarse en descubierta y llevar a cabo una inspección general del escenario.
Cuando el vapor Castilla regresaba a nuestra altura con las esperadas noticias de inexistencia enemiga, la fuerza al completo establecía derrota directa al puerto de Terracina, donde fondeábamos dos días después. Con extraordinaria celeridad, el mayor general de la escuadra era destacado por su jefe a tierra, en unión del capitán de navío Gamaralla, donde se entrevistaron con las autoridades locales del puerto napolitano, que se pusieron a las órdenes y disposición de lo que el representante de don Fernando deseara. Mientras tanto y para cubrir el expediente de la farsa impuesta, dos lanchas de la fuerza española pasaban a inspeccionar los buques presentes en puerto. Y poca carnaza se nos servía en la ocasión, porque además de unas pocas balandras y tarquinas propias en las faenas de pesca, sólo aparecían fondeados dos pailebotes y un vapor con bandera británica, que no ofrecieron sospecha alguna en carga o flete tras ser repasados en línea.
También me agradó contemplar la población de Terracina desde la mar, una nueva estampa a grabar en mi mochila marinera. Muy abierta en arco hacia las aguas, en la distancia se podían observar una importante cantidad de monumentos que reflejaban su importante pasado romano y medieval. Según nos explicaron, había sido una localidad muy empleada en la época romana como balneario, gracias a sus aguas termales interiores y posibilidad de tomar las marinas en edificios que penetraban desde tierra hasta las extensas playas de fina arena.
Una vez asentada nuestra posición en Terracina, el brigadier Bustillo ordenó el habitual Consejo de Comandantes, al que acudieron también invitados los mandos napolitanos. Ahora con maneras un tanto más engoladas y diplomáticas, nuestro jefe entró de lleno en las misiones que deberíamos encarar.
—Bien, señores, debemos felicitarnos por haber conseguido asegurar este importante puerto, sin que hayamos encontrado oposición alguna.
Entendí que Bustillo lanzaba aquellas palabras para completar el argumento esgrimido ante los napolitanos.
—Ahora y una vez que los franceses han arribado con sus fuerzas en Civitavecchia, se me ha ordenado pasar de inmediato a Barcelona para embarcar las tropas expedicionarias que, bajo el mando del teniente general Fernández de Córdova, hemos de trasladar a Gaeta. Se estima que en un primer escalón embarcarán en los buques de la escuadra unos seis mil hombres, que desembarcaremos en el mencionado puerto. Y se prepara una segunda tanda de unos cuatro mil, que desembarcarán precisamente en este puerto de Terracina. En conjunto y como se preveía desde un principio, un total de unos diez mil hombres. Tan sólo quedará en Gaeta el vapor Isabel II, que se mantendrá a disposición y servicio del Santo Padre, como había actuado antes de nuestro arribo. Aprovecho la ocasión —ahora Bustillo mostraba una agradable sonrisa— para agradecer como es debido la colaboración recibida de los buques napolitanos, con el capitán de navío Gamaralla al frente, que ahora quedan en libertad para proceder en acuerdo con sus órdenes nacionales particulares.
El capitán de navío Gamaralla elevó su imponente figura, un hombre de unas dos varas de altura y fuerte complexión, para declarar.
—Ha sido un verdadero honor para estas unidades de la Real Marina de Nápoles bajo mi mando, señor brigadier, haber colaborado con nuestros aliados españoles. Espero que dispongan de toda la suerte y ventura para llevar a cabo las operaciones previstas, con el éxito que vaticino en plena seguridad.
Como si se produjera una nueva y prevista aceleración de efectos, aquella misma tarde fondeaba frente a Terracina el resto de los buques españoles, de acuerdo a las órdenes dictadas con anterioridad por el brigadier Bustillo. Y a última hora, el jefe de la escuadra decidía un cambio notable de intenciones, al establecer que quedara fondeado en Gaeta al servicio del Pontífice el vapor León en lugar del Isabel II, por problemas aparecidos en el primero que necesitaba un recorrido de calderas inmediato. Se trataba de una clara demostración de la inexistente amenaza que se podía esperar en aquellas aguas. No estoy seguro de que se notificara al Santo Padre la situación real del buque nombrado para su personal servicio, que debería mantenerse inmovilizado por un periodo mínimo de tres semanas.
Nos preparamos para levar las anclas en la mañana del día siguiente, por lo que dediqué unas últimas miradas de futura añoranza hacia el puerto de Terracina y sus alrededores. Pero antes de abandonar aquel precioso escenario, todavía nos alcanzó una noticia de bulto sobre los asuntos italianos. Se trataba de la derrota sin paliativos de los soldados franceses llegados a Civitavecchia ante las tropas de Garibaldi, ocurrida bajo los muros de Roma en los días finales de abril. Mientras los orgullosos generales de la grande República solicitaban inmediatos refuerzos, los revolucionarios elevaban su moral hasta la cima. Y de esta forma, recibían un buen número de voluntarios en sus filas, que asentaban además sus previas conquistas y los planes de futuras empresas. Debo declarar en cerrado, pero con entera sinceridad, que muchos compañeros, y yo el primero, nos alegramos de la derrota gabacha ante la ciudad eterna, una debacle que cortaba su insoportable prepotencia de cuajo.
La formación de marcha de nuestra escuadra establecía una derrota directa hacia el puerto de Barcelona, donde se habían congregado las fuerzas del Ejército a transportar. Y si arrancamos la empresa con un noroeste frescachón y marejada de picos en alza, poco a poco la mar y el viento se fueron planchando en beneficio de damas, hasta rendir en un lebeche fresco y cabrillas de honor. Así recorrimos muchas millas, hasta alcanzar el estrecho de Bonifacio, que separa las islas de Córcega y Cerdeña. Como sucedía con cada nuevo escenario geográfico a encarar, me emocionaba contemplar la costa escarpada con caída hacia los fondos del infierno. Y aunque los derroteros marcaran profundidades en cientos de brazas, prendía aperos en la piel comprobar la presencia de las rocas en pico tan cerca de nuestras tablas. No obstante, mucho disfruté al avistar preciosas islas e islotes de especial belleza, como los pertenecientes al archipiélago de La Magdalena y las Lavezzi.
Al abandonar el mar Tirreno y meter cabeza en el golfo de León, se encabritó la bicha por décimas. Hay quien mucho habla del cabo de Hornos y otros accidentes geográficos, que suelen mostrar la cara más negra a los navegantes.
Pero posiblemente debido a mi mala fortuna con algunas zonas específicas de mar, juro ante los sagrados libros que jamás tomé ese trozo de la mar mediterránea con rizos a favor. La Tramontana, cosida con perchas al citado golfo leonés, nos atacó por estribor a la dura. Menos mal que debimos recoger el final del suplicio, porque se trató de una singladura solamente, aunque nos dejara baldados de costillas y lumbares. Solamente el vapor Isabel II, que tantos recuerdos dulces enhebraba en mi cabeza, presentó algún problema de orden, al rendir el mastelero del juanete de proa, batiburrillo de maniobra que fue aclarado con rapidez.
En la mañana del día décimo del mes de mayo descubrimos en la distancia, alzado en magia por la bruma, el castillo de Montjuic, aquella primitiva atalaya, reforzada y modernizada con el paso de los años, que tantos importantes momentos de la historia de España había observado desde sus alturas. La capitana, al frente de la formación, enmendó su proa en un par de cuartas para arrumbar con precisión al muelle. Una vez a la vista de la ciudad y mientras preparábamos la faena de anclas, la fragata Cortés izaba señal por banderas en la que se nos ordenaba esperar en facha los movimientos del buque insignia. Y se necesitaron algunos minutos de plática con los prácticos, hasta que recibíamos la nueva orden de atracar en punta al muelle sur y que, de esa forma, los buques se situaran abarloados en paquete. Precisamente el Blasco quedaba situado en uno de los extremos, mientras la fragata Cortés y la corbeta Villa de Bilbao lo hacían en el opuesto.
Como en dicha situación se nos ofrecía a la vista cualquier movimiento de mar o tierra, pronto comprobamos que el general Fernández de Córdova no dejaba mucho tiempo a los hombres de la escuadra para aligerar pajarillos. Una hora tan sólo después de nuestro atraque, llegaban al buque insignia un grupo encabezado por un brigadier de enorme estatura, mayor general del ejército expedicionario, acompañado por el personal de su departamento. También embarcaba pocos minutos después un capitán de navío, a quien bien conocía. Se trataba de don Segundo Díaz Herrera, el anterior comandante del Blasco de Garay, que debía haber mudado con cierta ligereza las querencias habaneras por otras barcelonesas. Y mucho me alegró comprobar su presencia y la posibilidad de poder saludarlo. Todos conferenciaron durante un elevado número de horas con el brigadier Bustillo y su mayoría general, al punto de que necesitaran aligerar algunos cordiales y refrigerios, que les permitieran continuar el trabajo. Por fin, comprobamos cómo los oficiales del Ejército y el comandante Díaz Herrera desembarcaban de la fragata y se alejaban por el muelle hasta alcanzar sus carruajes.
Como todos esperábamos, el brigadier Bustillo llamaba a consejo de comandantes aquella misma tarde, como si lo hubiesen lanzado en disparo con cometa de fuegos. Porque ya caían las luces de pleno y se mordían a bordo los tarros de luz, cuando nuestro jefe tomaba la palabra en la cámara de oficiales de la fragata Cortés.
—Bueno, señores, en primer lugar deseo felicitar a todos los buques y dotaciones de esta escuadra bajo mi mando, por la profesionalidad demostrada durante ese temporal que, aunque ligero en el tiempo, nos ha batido los costillares durante más de veinte horas. Y soy consciente del cansancio general, así como de que es hora tardía, pero el paso de los minutos nos come y más vale prevenir la torta. Por cierto, José Antonio —Bustillo se dirigía con entera confianza al capitán de fragata Montes, comandante del Isabel II—, ¿sufrirás muchos problemas para guindar ese mastelero?
—Ninguno, señor. Quedaremos listos de maniobra en un par de días.
—Me alegro. Bueno, habrán comprobado que hemos conferenciado por largo con el personal de la mayoría general del ejército del general Fernández de Córdova, así como con el capitán de navío don Segundo Díaz Herrera, recientemente nombrado como capitán del puerto de Barcelona. Mañana mismo comenzaremos las funciones, que no son pocas. Por una parte, efectuar los importantes rellenos de víveres, aguada y carbón hasta alcanzar tapas, trabajos en los que colaborará el mencionado capitán del puerto, que ha sido nombrado como coordinador en las funciones de embarque de las tropas. También será necesario preparar los buques para el embarque de tan extensa fuerza en muy pocos días. Y antes de escuchar quejidos en barrena, deben comprender que nos será imprescindible apretar costuras a bordo, de acuerdo a los planes calculados con extremo detalle. Porque van a ser muchos y de alto grado los oficiales a embarcar, comenzando por el general en jefe, su segundo, el mariscal de campo Francisco de Lersundi, y otros cuatro brigadieres. Y pueden comprender que yo seré el primer cordero sacrificado en sus propias prebendas. Por mi mayor general se les repartirá el monto final y total de hombres que han de embarcar en cada buque, tras un profundo análisis de las posibilidades. Soy consciente del esfuerzo que significa ante la escasa capacidad de nuestras unidades. No obstante, se emplearán dos paquebotes de fuerza que han de fondear mañana, que nos eliminarán de un elevado número de cuerpos y, especialmente, armamento de campaña. En total hemos de transportar a Gaeta 4.903 hombres, si no varía la cifra que nos ha sido entregada, con su propio armamento y viáticos. En dos meses deberemos repetir la operación para transportar otros 4.200 hombres, en este caso al puerto de Terracina.
El brigadier Bustillo comprobaba los datos en los pliegos que disponía ante él, mientras su rostro comenzaba a ensombrecerse y oscilar con el movimiento de los tarros de luz en péndulo.
—Comenzaremos el embarque de las tropas y sus propios armamentos en cuanto nos sea posible. Pero sin olvidar el dato más importante y definitivo, de que deberemos finalizarlas antes del día 22 de este mes. Y queda prevista en calendario la fecha del 23 para abandonar este puerto. Como sé que me van a recordar la necesidad de embarcar un carbón de calidad, no deben preocuparse de tal detalle. El capitán de navío Díaz Herrera me ha asegurado que se encuentra almacenada en el muelle una muy elevada cantidad con las mejores piedras. Y se trata de oficial que conoce a fondo dicha faena, por haber mandado el Blasco hasta hace pocos meses. En cuanto a los víveres, deberán pasar a mi mayoría general mañana mismo a primera hora las necesidades de cada buque, para que sean satisfechas con tiempo suficiente. Y les ruego que no marquen sacas en exceso, porque en Gaeta y Terracina dispondremos del apoyo que hasta ahora se nos ha brindado. Bueno, señores comandantes, si no tienen alguna pregunta o duda directa, los dejo con el mayor general.
No dio opción Bustillo a exposición de dudas o posibles preguntas porque abandonaba con rapidez la cámara, visiblemente agotado por el trabajoso día que había debido soportar. Ocupó su sitio sin dudarlo el mayor general de la escuadra, capitán de fragata Ramón María Idiáquez, que pasó a exponer con el debido detalle todo lo que el brigadier había trazado en bulto. Y allí nos mantuvimos tomando anotaciones hasta bien entrada la noche, con la gazuza en recorrida de tripas y una sed más propia de náufragos, necesidades que no pudimos satisfacer hasta regresar a nuestras respectivas unidades.
Aunque a bordo de los buques se aparecieran las necesidades habituales que se deben afrontar a la llegada a puerto, como el imprescindible arranchado general, al mismo tiempo debíamos enfocar la preparación del buque para una nueva salida a la mar. Y como especial presente de jornada, el imprescindible aumento del empeño con los menesteres en bulto y forma que se avistaban. De forma especial, en un primer análisis parecía difícil cubrir las necesidades del número de hombres a embarcar. Después de masajear los cerebros hasta rifarlos, a bordo del Blasco lo conseguimos retirando pólvoras y balerío en un elevado porcentaje hacia el pañol de popa y, de esa forma, aligerar toda la sección proel en las dos cubiertas. Pero sin pausa y con demasiados latigazos de rebenque, comenzaron las faenas de embarque de los elementos necesarios para la vida del buque, antes de acometer la estragadora tarea del embarque de tropas, que siempre trastoca el día a día a bordo de cualquier unidad.
La presencia de los hombres del ejército complicó la vida en nuestras tablas hasta alcanzar cintas rojas. De forma especial, el número de oficiales era tan elevado, que para poder satisfacer los almuerzos debíamos efectuar tres turnos. Los cuerpos se arracimaban en camarotes con escasa o nula comodidad, y las jardineras[24] presentaban siempre el cierre por uso permanente. Los soldados también protestaban en sirena por el escaso margen de espacio concedido, con los beques de proa a demasiada distancia y en escaso número como para satisfacer necesidades perentorias del cuerpo. Y si tales faenas se aparecían como dificultosas en puerto, podíamos suponer lo que sería en un cercano futuro en la mar.
No obstante y posiblemente por gracia de los cielos, pudimos cumplir con el horario establecido a machamartillo por el general Fernández de Córdova, con la aquiescencia del brigadier Bustillo, aunque se alcanzara la justeza al límite. Porque cuando comenzaban a caer las luces en la tarde del mismo día 22, quedaban arranchados los buques a son de mar, listos para efectuar el traslado de tropas hasta los puertos italianos. Aquella misma tarde, el general Fernández de Córdoba, acompañado de su segundo, embarcaba en el muelle del puerto a bordo de una falúa, que los transportaba al buque insignia. En la meseta de la fragata Cortés, eran recibidos con los honores de ordenanza por el brigadier Bustillo y el capitán de navío Quesada.
Tras una semana de látigo y con heridas abiertas, pude respirar en deseada beatitud. Porque en la mañana del día 23 de mayo del año del Señor de 1849, la escuadra formada por la fragata Cortés, la corbeta Villa de Bilbao y los vapores Isabel II, Castilla, Lepanto, Blasco de Garay, Vulcano y Piles, este último agregado a la escuadra en el puerto de Barcelona, nos hacíamos a la mar con los casi cinco mil hombres del Ejército a nuestro bordo, sin olvidar todo el armamento y pertrechos que un ejército de diez mil hombres necesita para afrontar operaciones en tierras extranjeras con un año de duración. Habíamos cumplido con la misión impuesta y, una vez fuera del puerto de Barcelona, me felicitaba por haber alcanzado la meta trazada. Solamente nos quedaba navegar algo más de quinientas leguas de mar, para largar la pesada carga al muelle italiano y que la suerte de los cielos corriera a favor.
* * *
Si agotadores se habían presentado los escasos días atravesados en el puerto de Barcelona, es difícil encontrar los adjetivos negativos suficientes para definir las singladuras que siguieron a continuación. Y no me refiero a los habituales temporales de látigo y orden, olas monstruosas con sus golpes de muerte y peligro para el buque, sino a la vida de a bordo que normalmente corre con bendita tranquilidad. Porque ya de inicio, mi querido golfo de León nos recibió con las uñas abiertas y en filo, para movernos en cuernos altos y con vaivén permanente. Ahora se trataba de un noroeste cascarrón que, sin llegar a trufar cascos y aparejos, durante tres largos días nos atacó hasta hacer la vida muy difícil en cada uno de los buques de la escuadra.
Quienes más sufrieron aquella penosa experiencia fueron los soldados del Ejército, demasiados hombres arranchados a bordo como madejas de estopa prensada. Y como una gran parte del conjunto acabó por sufrir el clásico mal de la mar, esos mareos de vientre y cerebro que padecen los no habituados y que acaban por estragar el ánimo más severo, las consecuencias dejaban llagas en cada una de las pulgadas del buque. Porque muchos no llegaban a los beques o a la borda para regurgitar a tiempo hasta la primera papilla tomada en la infancia, o aliviar el vientre de pestilentes y urgentes necesidades. Como triste resumen, en los sollados[25] improvisados se acabó por percibir una insoportable hediondez más propia de cubierta de chusma[26] en las galeras del Rey.
El único apartado positivo de aquella negra situación consistió en que las necesidades de tomar alimento y caldos disminuyeron de forma drástica, incluso en los oficiales cuyos viáticos de mesa corrían a nuestro cargo. Muchos apenas abandonaban los catres, donde creían encontrarse en mejores condiciones, mientras otros vacilaban por la cámara de oficiales sin atreverse a morder salazón o ingerir algunos vasos de un vino garrafón y espeso que habíamos embarcado en Barcelona, capaz de rascar las gargantas hasta abrirlas en surcos. Estimaban en común y habitual error de los no iniciados, que si no se embarcaban alimentos en el buche, nada habría que arrojar en respuesta. Desconocían que nada mejor que comer y beber para atravesar la corrida negra, porque el mal de la mar pasa de las tripas a la mollera cuando no hay prendas que largar al océano.
Por nuestra parte, mucho protestaban marineros y soldados de la dotación por el pestilente aroma que se sufría a bordo de proa a popa, sin olvidar los presentes en forma de vómitos u otras ofrendas menos agradables que se podían encontrar en cualquier rincón del buque. Mi segundo ordenó llevar a cabo baldeos de orden mayor y con alta periodicidad, aunque aquella podredumbre impregnara nuestro buque a besar mamparos y necesitáramos de muchos días para eliminarla, aun con el personal desembarcado.
Por fortuna, todo se alcanza en esta vida. Tras cuatro interminables singladuras, que algunos calificaron como de espanto e inolvidable tortura, el día 27, una vez cruzada la meridiana, comprobamos en el horizonte la silueta del monte Rolando y las conocidas líneas del puerto de Gaeta. De forma inesperada, se produjo a bordo una explosión de jubilosa alegría, con voces y palmas elevadas en amparo, como si hubiésemos alcanzo el bendito Dorado. Lo comenté con el teniente de navío Malpaso, mientras reíamos a batientes.
—Segundo, parece que hemos arribado a puerto, alcanzados por la diosa Fortuna.
—En efecto, señor. Pero es comprensible. Algunos hombres han sufrido una experiencia desconocida y terrible. Y ya comentan que, posiblemente, sea mejor perder la vida en tierras italianas, que soportar las mismas condiciones en el necesario tornaviaje a la Península.
—Bueno, eso supone que afrontarán las faenas en tierra con espíritu renovado.
—La parte positiva, señor, es que todos esos hombres acaben por comprender, que la vida a bordo de un buque de la Armada no se corre todos los días en situación de dicha galana. Pocas veces nos creen cuando les aseguramos que la vida en la mar es dura.
—Tiene razón, segundo.
—Pues parece, señor, que tienen prisa en desembarcar. La capitana acaba de ordenar, que en cuanto los buques se encuentren firmes en posición de fondeo, comiencen los desembarcos del personal.
—¿No se espera a mañana?
—No, señor. Pero le aseguro que, aunque acabemos la faena una vez rendida la noche, cuanto antes nos desembaracemos de esta pestilente compañía, mejor para el cuerpo.
—Espero que así lo entiendan nuestros hombres.
Esa misma tarde largábamos los ferros en las agujas previas y, sin lo que entendía como una adecuada espera, comenzamos las operaciones de desembarco a la brava. Resultaba ciertamente gracioso comprobar que aquellos hombres huían de las tablas en movimiento, con el único deseo de pisar tierra firme y recuperar una vida que estimaban perdida. Y algunos, al pisar de firme las piedras del muelle de Gaeta, besaban la tierra y reían como niños alborozados, una estampa que observaba por primera vez en mi vida.
Como la mar se encontraba en plata y el viento caído a cero, acabamos con la maniobra de desembarco a medianoche, una inesperada excepción. Porque ya digo que todos estimábamos en principio, que dichas faenas se llevarían a cabo en la siguiente jornada. Y aunque entraba la noche al galope cuando el último soldado abandonada nuestra cubierta, mi segundo ordenó baldeo corrido y de fuerza en interiores, un saludable intento de eliminar el aroma que nos habían dejado como muestra nuestros compañeros del Ejército. Y juro por las almas de todos los Leñanza, que por mi parte caí en la cama como bala rasa en bajada libre. Entré en sueños benditos aquella noche, tras saborear unos vasos de esa grapa que el Santo Padre había enviado a los buques en obsequio. Y debía encontrarse muy bendecido el caldo, porque me hizo alcanzar la gloriosa modorra con extrema rapidez.
Habíamos llevado a cabo la primera parte de la misión impuesta a la escuadra, posiblemente la tarea más importante de las que nos correspondería realizar en aquellas operaciones italianas. Y como, poco a poco, el buque recobraba la normalidad exterior e interior, condición tan soñada cuando se ha perdido, todos a bordo, de capitán a paje, mostraban sonrisas de cuadro, como si hubiesen recibido el mayor y más goloso de los premios. Sin olvidar que un beneficio importante debíamos agradecer a la Santa Patrona. Porque en los cuatro días de mar, con una marejada muy dura en algunos momentos, no sufrimos accidente alguno, ni de la dotación ni de los hombres del Ejército embarcados, lo que representaba un verdadero milagro.
Tocaba a su fin una importante parte de la empresa, aunque sabíamos que esa maniobra de transporte debería ser repetida un par de meses después, con un monto de personal y material parecido. Tan sólo la fecha se mantenía en el aire, dependiendo del curso que tomaran los acontecimientos. Pero todo se arrimaba a los moldes previstos con anterioridad y podíamos encontrarnos satisfechos. Y para cuadrar la voluntad al costado bueno, cuando leímos la correspondencia recibida en Barcelona, mucha y atrasada en semanas, el segundo comprobó en la Gaceta mi ascenso al empleo de capitán de navío. Aunque en verdad que lo esperaba para cualquier momento, dada mi antigüedad como capitán de fragata y los buenos informes remitidos por mi anterior comandante, mucho me alegró. Tan sólo se aparecía en rastro de lejana tristeza, el hecho de que mi padre no hubiera llegado a disfrutar de esas nuevas vueltas en mi uniforme. Y aunque se presentara difícil, Pepillo consiguió que el sastre me adecuara un par de uniformes con las nuevas enseñas.
Una vez en el empleo de capitán de navío, comprendía que en cualquier momento se podía decretar mi desembarco. Sin embargo, no me preocupaba en demasía porque eran muchos los comandantes que se mantenían en destino de inferior categoría. De esa forma, cuando el brigadier Bustillo entró en felicitaciones por la reciente promoción, me confirmó en el destino de mando por derecho, condición que se encontraba transferida en sus órdenes. Pensé que, al menos, mientras duraran las operaciones en aguas italianas, podía quedar en tranquilidad al mando del Blasco de Garay. Y como tantas otras veces en mi carrera, quedaba a verlas venir con calma y sano espíritu.
La enorme saca de correspondencia recibida también amparaba una carta de mi esposa Rosario, fechada seis semanas atrás. Y mucho me entristecí al leer entre líneas, que las sombras de desolación y melancolía se mantenían en duro señorío por el palacio de Montefrío. La ausencia de mi padre pesaba como losa de granito, y todavía extrañaban su figura y consejos de cada día. De forma especial era su mujer, Leonor, la que se abatía entre lágrimas noche y día, aunque disfrutara de la presencia de su hijo Marco y de un nieto recién llegado al mundo. Supuse que regresaría a su tierra portuguesa, donde se podrían paliar algunos de los dañinos efectos que las sombras cercanas producen en el ánimo.
Menos mal que, para alegrar los pajarillos, Rosario también me trasladaba otra larga e interesante entrega de mi hijo Santiago. El joven alférez de fragata se encontraba alborozado con sus misiones de mar por el estrecho gibraltareño a bordo de la goleta Constitución, armada con catorce cañones y en tarea de vigilancia del corso. El mozo me comunicaba su primera experiencia de guerra, al haber atacado y rendido a un corsario de extraña procedencia, posiblemente sudamericano, que se movía con el aparejo en reliquias tras un fuerte temporal. Agradecí a la Patrona tal situación, porque el bergantín montaba dieciséis cañones y podía haber entrado en sangre corrida.
La imagen de mi hijo abierto en combate, con humo de pólvora quemada contra la cara y fusileros alzados en la jarcia, se mantuvo en mi cerebro durante bastantes días. Bien sabe Dios que deseaba abrazarlo y poder ofrecerle los consejos que siempre necesitamos de las anteriores generaciones. Pero para mi desgracia, ni las Santas Animas sabrían cuándo me podrían conceder tan esperado beneficio. Dice el refrán, que la mar une y separa, aunque ejerza con mayor consistencia la segunda opción, al menos en mi particular caso.