Tal y como me dictaba la voz del duende tripas adentro, el tiempo comenzó a transcurrir a galope tendido y sin mengua, la conocida aceleración de los cuerpos navales, aunque todavía necesitáramos de algunos días para recibir la noticia definitiva. El completo de la fuerza nombrada para conformar la flotilla acabó por fondear en bahía, de acuerdo a los buques previstos, con la incorporación final e inesperada del pailebote Bidasoa. Cada unidad pudo diligenciar sus problemas propios y quedar listos de máquinas y aparejos para desempeñar una alargada comisión, tal y como se preveía. Tan sólo se negó al brigadier Bustillo el concurso de las dos unidades solicitadas en aparte a la Dirección General de la Armada, incluso la urca Marigalante, que ya se daba por concedida aunque, en verdad, no se tratara de necesidad de primer orden en mi modesta opinión. Por aquellos días vivíamos nerviosos y pendientes de que nos alcanzara la sesera alguna nueva interesante, bien fuera de las referentes a la guerra abierta con las fuerzas carlistas o las que nos debían llegar sobre las decisiones tomadas por el Gobierno acerca de la campaña a desarrollar en Italia.
Entre las confidencias recibidas dignas de mención, que corrían a mecha larga por las cámaras de oficiales, debo exponer en primer lugar la inmensa alegría que sentimos, al tener conocimiento de que el general Cabrera había sido herido de cierta importancia en una acción contra las fuerzas gubernamentales junto al río Ter. Las tropas legitimistas debieron retirarse sin componendas ante la tremenda superioridad del ejército isabelino, lo que mucho condicionó el resto de la contienda, con la moral carlista tendida bajo la estera. Las fuerzas bajo el mando del general de la Concha buscaban una acción decisiva que concediera el carpetazo definitivo a la guerra, aunque Cabrera consiguiera de forma muy hábil que sus hombres eludieran el cerco al que los sometían.
Por fortuna, nuestro ejército no cesaba en su intento, porque algunas semanas después sorprendían nuevamente a Cabrera en la localidad catalana de San Lorenzo de Morunys. Y aunque el experimentado Tigre del Maestrazgo consiguiera evitar la derrota definitiva y escapar una vez más del bloqueo tendido, se aseguraba que había enviado un personal recado al pretendiente don Carlos, afincado por aquellos días en el Reino Unido. En el mismo le indicaba la baja moral que se sufría en todas las tropas que defendían sus derechos, así como la imperiosa necesidad de que cruzara la frontera y se personara al frente de sus hombres. Por nuestra parte comenzábamos a visualizar que, en un próximo futuro, se podría liquidar la contienda dinástica con tintes de gloria.
Sin que se nos hubiese ofrecido aviso previo, dos días después del inicial consejo de comandantes, el brigadier Bustillo repetía la orden y nos reclamaba por señal de banderas en el buque insignia. Y bien saben los dioses viejos, que no albergaba una mínima recorrida de nervios en el pecho. Porque ya sabíamos que el jefe de la escuadra demostraba especial querencia por las reuniones de mandos, no siempre con razón abierta, cualidad que, no obstante, encontraba digna de alabanza. Una vez asentados en la cámara de oficiales de la fragata Cortés, nuestro jefe tomó la palabra con inesperada rapidez.
—Bien, señores, ha llegado el momento que esperábamos con cierta ansiedad y hemos de comenzar a faenar la partida sin demora. Son demasiadas las noticias corridas en mentideros de cámara, pero por fin debemos mover toneles y chilleras sobre una base cierta —dirigió la mirada en abanico, al tiempo que ofrecía una sonrisa de triunfo—. Esta escuadra al completo abandonará las aguas gaditanas con las primeras horas del día de pasado mañana. Se nos unirá el vapor Piles, que acaba de fondear en la bahía, aunque no se encuentre formalmente alistado en esta fuerza. De acuerdo con la información expuesta en el código de escuadra que les ha sido entregado por mi mayoría general, se adoptará el orden de marcha número tres, con lo que se separarán las formaciones en línea de los buques de vela y vapor. Trazaremos derrota directa hacia el cabo de Gata. Y una vez tanto avante con el citado accidente, se dividirá la fuerza. Por una parte, los vapores Piles y León, bajo la voz del comandante del segundo, se dirigirán hacia el puerto de Barcelona, donde quedarán asignados en mando temporal al capitán general de Cataluña. Y en tal situación se mantendrán hasta que las fuerzas del Ejército bajo el mando del teniente general Fernández de Córdova embarquen en los buques que se asignen. Por otro lado, la parte gruesa de la escuadra enmendará la proa para arrumbar sin mengua hacia el cabo Spartivento, extremo meridional de la isla de Cerdeña, para, una vez librado, aproar directamente al puerto napolitano de Gaeta, nuestro seguro y definitivo destino.
Mientras hablaba, el brigadier Bustillo señalaba con un puntero los diferentes accidentes mencionados en una carta general del Mediterráneo occidental. De nuevo se detuvo para mirarnos en redondo. Parecía muy satisfecho en aquella fría y ventosa mañana, una situación nada parecida a la del caso precedente. Pero ya continuaba sin pausa en la cresta.
—En Gaeta se incorporará a esta escuadra el vapor de ruedas Isabel II, bajo el mando del capitán de fragata sin antigüedad don José Antonio Montes. Como saben, se trata de la unidad enviada en adelanto semanas atrás para mantenerse a disposición y órdenes del Papa. Nuestra principal misión será la de apoyar al Santo Padre y protegerlo, llegado el momento de necesidad. Y si así se requiere, patrullaremos las aguas que se estimen oportunas hacia el norte, en evitación de posibles apoyos a los revolucionarios. También se contempla emprender otras misiones que puedan aparecer como necesarias, de acuerdo a la situación nacional o internacional que allí encontremos. España no desea inmiscuirse en la política de los Estados Vaticanos, sino solamente restituir la autoridad de la Santa Sede tal y como le corresponde.
Bustillo golpeó con fuerza el atril, como si se sintiera personalmente afectado por la triste situación política que sufría la Santa Sede. Evitó el gesto de dureza que había aparecido en su boca, antes de continuar.
—Muchos de ustedes se preguntarán sobre las posturas adoptadas por otros países católicos y quiero enumerarlas de corrido. En primer lugar, Francia ejerce su habitual papel de no comer, pero no deja que nadie maneje la cuchara al gusto. Hace fracasar muchas reuniones, pero por fin se ha sabido que pretende enviar de forma inminente una fuerza de ocho mil hombres al puerto de Civitavecchia, cercano a la capital. El Gobierno entiende que Francia no busca apoyar a naciones aliadas en una empresa conjunta, o proteger la figura del Papa, sino actuar directamente sobre Roma, derrotar a los revolucionarios en su feudo principal y enmarcar el laurel de la empresa como un éxito nacional francés. En fin, a título personal, entiendo que se trata de una repetición en la historia de esa prepotencia gabacha.
Los gestos en el rostro de nuestro brigadier no pulsaban en dudas, ni mucho menos.
—La pasada semana llegó a manos del Gobierno la petición del cardenal Antonelli en la que solicitaba, en nombre del Papa, la necesaria intervención. También se recibía una propuesta de acción conjunta hispano-napolitana, procedente de Viena y París. En este momento, además de nuestra partida y que, de esa forma, todos comprendan que España se encuentra dispuesta a actuar, el Gobierno ha ordenado que la fuerza en preparación de diez mil hombres quede acantonada cerca de Barcelona, bajo el mando del general Fernández de Córdova. Moverá las fichas cuando lo considere oportuno.
El brigadier Bustillo tomó un pliego del atril, como si hubiese olvidado algún punto importante de los que debía exponer. Asintió en silencio antes de continuar.
—Sin embargo, Francia, también en acuerdo con sus retorcidos y habituales manejos políticos, se ha retractado del apoyo ofrecido pocas semanas atrás a España y a Nápoles. Al mismo tiempo, acaba de estallar en el norte de Italia una nueva guerra austro-sarda, aunque se prevé que sea de corta duración y con un fulminante éxito vienés. En fin, como la situación parece altamente peligrosa, el Gobierno ha preferido que una gran parte de esta escuadra salga hacia Gaeta y allí muestre nuestro pabellón. Que todos comprueben a las claras nuestra intención de inequívoco apoyo al Santo Padre, pero de momento sin fijación de fuerzas terrestres. No obstante, en cuanto Francia reemprenda la empresa hacia Roma, que lo hará en escaso tiempo, y finalice la guerra en el norte de Italia, se ordenará el embarque de nuestras tropas. Con antelación suficiente, destacaré algunas unidades desde Gaeta para que se dirijan a Barcelona y colaboren en la misión de transporte de nuestras tropas.
Bustillo giró una nueva y rápida mirada, para comprobar la permanente atención de sus comandantes. Y por todos los dioses de la mar, que no perdíamos una sola de sus palabras.
—Tal y como se preveía, deberemos actuar en conjunción con el reino de Nápoles, cuyo Rey ha ofrecido que sus fuerzas queden amparadas bajo el mando español. Sin embargo, esta nación prefiere adoptar una situación pasiva, solamente establecer una línea de contención hacia el sur. Nuestro Gobierno, por el contrario, está decidido a evitar el corrimiento de los revolucionarios en cualquier dirección, especialmente hacia el sur y sudeste, así como perseguirlos y enfrentarlos si es preciso. En fin, señores comandantes, esto es todo lo que puedo comunicarles hasta ahora. Quedan en el aire algunas decisiones importantes, que no podremos afrontar hasta que los acontecimientos tomen cuerpo. Preparen sus buques para la inminente salida a la mar. Y que la Santa Patrona nos conceda buena mar y vientos propicios.
El consejo se cerró sin mayor información de realce. Solamente tomó la palabra el mayor general, que deseaba exponer algunos asuntos periféricos y de orden interno para las diferentes unidades. El Blasco de Garay quedaba nombrado como segundo cabo de su línea, lo que poco o nada me preocupaba. Porque ya se sabe que con los buques de vapor es tarea sencilla mantener la formación ordenada, sin andar con cuatro ojos a los aparejos y permanente cálculo del andar. Por mi parte, regresé a bordo del Blasco con el ánimo ligeramente en suspenso. Por una parte, me encontraba feliz de arrancar la empresa y proceder a cubrir derrota hacia las costas italianas. Sin embargo, también pensaba que iniciábamos una importante empresa, teóricamente católica y conjunta, sin acuerdo firme con Francia, sin haber entrado en inteligencia alguna con Austria, sin contar verdaderamente y en concreto con Nápoles, y con la figura del Papa como único y verdadero aliado. Muchos en España comenzaban a preguntarse, ¿para qué enviamos fuerzas a Italia? ¿Qué fin persigue el Gobierno? Y no entendía esta última pregunta, repetida hasta la saciedad en los medios de prensa. Porque bien sabíamos lo que pretendía el presidente Narváez: sacar a España del ostracismo y posibilitar su entrada en la política europea con voz propia. Y reconozco que aplaudía aquella postura.
Con las primeras luces del día séptimo del mes de enero, levamos anclas a la orden sin que saltara bola negra en ninguna unidad. Poco a poco, la escuadra entera acabó por mostrar cabeza fuera de la bahía, momento en el que se ordenó la formación de marcha prevista. Y si los buques de vapor lo hicieron con una diligencia admirable, no fue así con los de aparejo vivo, a causa de un soplo elevado en miserable ventolina del nordeste, que no auspiciaba buenas condiciones para las corbetas y bergantines. Pero como los vientos se muestran tan casquivanos y mudadizos en aquel especial escenario geográfico, a la altura del cabo Trafalgar se entablaba un poniente fresco de fuerza y al alza, que bendijeron en palmas los buques aparejados a vela.
A la altura del cabo de Gata, tal y como se había previsto, se ordenó que los vapores Piles y León procedieran en acuerdo a las particulares órdenes recibidas. Ambas unidades, con demasiado humo negro en sus chimeneas, enmendaron el rumbo a babor. Para el resto de la fuerza se ordenó el orden de marcha número cuatro, con los buques de vapor en línea hacia levante, mientras los de vela se situaban con cierta independencia por ambas bandas. Y al observar la derrota a seguir en la carta, me animó pensar en el elevado número de millas que nos restaban por la proa. Deberíamos navegar entre la costa africana y las islas Baleares, hasta alcanzar el extremo sur de la isla de Cerdeña, la bella ínsula Sardigna con el cabo Spartivento en lanza hacia el sur, momento en el que deberíamos enmendar ligeramente a babor para enfrentar la última parte de nuestra derrota hasta el puerto italiano de Gaeta.
* * *
La navegación se ralentizó bastante, mucho más de lo que el brigadier Bustillo habría deseado. En primer lugar, a unas setenta y cinco millas de la isla de Ibiza, nos saltó un nordeste a la contra, que acabó por aumentar espuma hasta entrar en estadía de temporal. Y aunque no alcanzara la manta negra, bien que nos hizo sufrir por las dos bandas. Incluso todos los vapores acabaron por tomar la capa de vela recia y quedar a verlas venir, que no cabía otra maniobra de salvamento. Los efectos se dejaron ver con maldita exactitud. Porque después de luchar con olas blancas y vientos aturbonados durante más de tres días eternos, algunos buques presentaban daños de necesaria y urgente reparación. Y aunque el brigadier bufara en soplos negros por ambas bandas, no tuvimos más remedio que dirigirnos hacia el puerto de Ibiza, algunos buques armados en bandolas, donde fondeamos al abrigo propio. Y necesitamos más de ocho días para congregar a todas las unidades de la escuadra, con el bergantín Volador en funciones de batidor, en busca de los buques desperdigados por la acción del temporal.
Poco más de dos semanas necesitamos para restañar las heridas recibidas en cascos y aparejos. De forma especial, la corbeta Villa de Bilbao debía armar el bauprés con nuevos tirantes y moco de fortuna, el vapor Vulcano guindaba el mastelero del trinquete a la voz y nosotros trincábamos de nuevo uno de los cañones bomberos, desempernado por un duro golpe de mar y con destrozos en recorrida. Aún así, no todos pudieron superar el trance por sus propios medios. El vapor Castilla había sufrido deformaciones graves en la rueda de estribor, por lo que se decidió su regreso al arsenal de Cartagena y que procediera hacia el puerto de Gaeta con independencia una vez reparado.
Además de los daños expuestos en propulsión y aparejos, también se había producido cierta degradación en el almacenamiento de la aguada y los víveres. No obstante, nuestro jefe decidió que se tomarían las medidas oportunas al arribo de la escuadra a puerto italiano. No estaba dispuesto a perder una sola jornada más. Por tal razón, entró en danza de aquelarre satánico cuando sufrimos una encalmada de varas a la altura de la isla de Cerdeña, que apagó todo el trapo durante más de cuarenta horas. Los que desdeñaban la navegación clásica, afirmaban en sordina que así se pagaba el tributo de amparar buques de vela, que del soplo dependían.
Por las razones expuestas, la navegación pretendida al día y la hora se vino cuerdas abajo sin remedio. Repito una vez más, que es tan cierto como la existencia de la vida y la muerte, que en la mar el hombre propone y la gran señora de las aguas dispone. Seguro que algunos personajes de secano, bien atrincherados en faldas de tierra, se preguntarían por esa perezosa escuadra que necesitaba tanto tiempo para recorrer poco más de mil millas de distancia. No podrían comprender lo que habíamos soportado, el peligro cierto atravesado, que hubiésemos sufrido la pérdida de tres marineros caídos a los fondos de Neptuno y más de treinta se movieran a bordo de sus buques con huesos descoyuntados. Pero así se reta nuestra vida en la mar sin remisión, pocas veces comprendida en tierra.
Por causa de tanto elemento atravesado a la contra, no se produjo el milagro festero hasta bien entrada la mañana del día 14 de febrero. Y no me estimen exagerado de formas, que así lo defino por propio convencimiento personal. El tan esperado momento se cumplió al avistar en el manto del horizonte el precioso golfo de Gaeta, en el que aparecía enclavado nuestro puerto de destino. Y en los últimos estertores de la derrota, como paralizados de cuerpo y alma, cerrábamos distancia con inesperada y deseada lentitud. En aquellos especiales minutos y como rendido homenaje a nuestro esfuerzo, el soplo había caído a cero y la mar serpenteaba en láminas de plata, de tal forma que la ciudad se reflejaba en la superficie de las aguas como si se tratara de un celestial espejo.
Gaeta, la incomparable perla del Lazio, se alzaba misteriosa en la punta del monte Orlando, acantilado rocoso en rampante caída sobre el mar Tirreno, conectada con tierra a través de una lengua baja y arenosa. Y como extraordinaria coronación del monte, extendido de levante a poniente, se avistaba lo que bien podía ser considerado como un majestuoso castillo, aunque más tarde se nos informara de que se trataba del conocido mausoleo perteneciente a Lucio Munazio Planco, famoso político y militar de la inmortal República Romana. No era de extrañar, que la ciudad hubiese destacado en la antigüedad como uno de los lugares más escogidos por los patricios romanos para descansar del tumulto capitalino.
A la vista cercana de la ciudad, cuando la proa de la fragata Cortés rompía lanza con el castillo de Angioino, escuchamos el retumbo del cañón en la distancia. Se trataba de las salvas de honores con las que se recibía en gloria de pólvora a la escuadra española, disparados desde el mencionado castillo. Un conjunto de salvas blancas, que se elevaban de forma perezosa a los cielos en caprichosos bucles. Y como estaba previsto a bordo, todos los buques españoles contestaban, a la orden de la capitana, al saludo en la forma y número que marcaba el obligado ceremonial marítimo.
Puedo asegurar sin faltar a la verdad en una sola palabra, que desde aquel primer momento, cuando la torre de la Santísima Anunciación destacaba en el horizonte, quedaba mi alma completamente hechizada. Incluso podría declarar que caía rendida en amores por la costa y la tierra italiana, a la que dediqué un especial fervor desde aquellos momentos. Por fortuna, a lo largo de los siguientes años pude observar con cierto detalle casi toda su línea de costa occidental, en la que precisamente destacaba dos puntos por encima del resto: el golfo de Gaeta y la bahía de Nápoles. Debido a su especial orografía y privilegiada situación geográfica, Gaeta había sido secularmente denominada como la llave de Nápoles. Y bien que lo demostró don Gonzalo Fernández de Córdova al capturarla para las armas de España, tras la grandiosa batalla de Garellano. También era digno de mención el hecho de que ahora llegaran las fuerzas españolas bajo el mando del general Fernández de Córdova, descendiente de aquel Gran Capitán, cuya lealtad no fuera nunca comprendida por el Rey Católico.
Puedo adelantar en conjunto de sensaciones, que mucho disfruté de lo que desde entonces he denominado como mi periodo italiano. Y hablo de un gozo sentido tanto en la mar como durante las muchas ocasiones en las que pisé tierra. Aunque, de acuerdo con el proceder habitual de nuestro jefe, esperaba como primera medida una reunión de comandantes en el buque insignia, marré por completo en tales predicciones. Una hora después del fondeo de la escuadra, la falúa del brigadier, primorosamente empavesada en oros, se dirigía hacia el muelle principal de Gaeta. Don José María Bustillo, uniformado en gala de palacio, deseaba presentar sus respetos al Sumo Pontífice. Y según nos comentó posteriormente el mayor general, si nuestro comandante en jefe abandonaba la fragata con la emoción marcada en el rostro, aumentaba hasta alcanzar límites infinitos cuando le comunicaron que iba a ser recibido en audiencia privada por Pío IX en persona.
El brigadier Bustillo recibió un espadín de honor como obsequio especial de las mismas manos del Santo Padre, pieza que guardaría como el más preciado de sus tesoros por el resto de sus días. Pero asimismo y por boca del Secretario de Estado, se le comunicaba la firme intención del Santo Padre de revistar a la fuerza naval española y bendecir las velas de Su Majestad Católica como un merecido homenaje. Y también es fácil conjeturar las órdenes que recibimos a bordo de los buques a continuación. Porque cada unidad debía manejar cubiertas, aparejos y hasta la última chaza podrida del buque en brillantina dorada, como jamás había podido ser revistada, así como preparar todas y cada una de las acciones que se prevén en el ceremonial marítima para un caso tan excepcional y único como el que se presentaba. Y juro que empleo las mismas palabras dirigidas por el brigadier a los comandantes.
Según nos comentaron de forma repetida, en verdad que la emoción había embargado al Santo Padre cuando había comprobado por uno de los ventanales de su residencia la presencia de tal número de velas y buques bajo pabellón español, unidades de la Real Armada que llegaban a Italia para ser puestas bajo su santa mano y en su defensa. Y pensando en los pormenores que nos atacan en la vida temporal, la primera consecuencia que se podía obtener, de rotundo éxito político, sería que a partir de aquel momento se evaporara la malquerencia vaticana hacia el régimen isabelino y su permanente negativa a reconocer a doña Isabel como legítima Reina de España.
Aunque durante bastantes jornadas dedicamos hasta el último de los suspiros para embellecer cada madera, metal o lienzo del buque, incluso las gaviotas que se posaban perezosamente en las vergas, llevamos a cabo otras actividades que mucho me agradaron. La primera y principal la recibimos de la mano del cardenal Mario Bartollini, camarero privado del Papa, por quien fuimos invitados los comandantes y oficiales de los buques a una misa en el santuario della Santissima Annunciata. Durante la ceremonia intervinieron unos coros juveniles con voces más propias de ángeles, que en poco podían envidiar a los mejores de Toledo, Burgos o León. Posteriormente, giramos un recorrido a la ciudad, que tanto recordaba hechos y glorias de la historia española. Porque el completo nombre del castillo se aparecía como Angioino-Aragonese, algunos palacios mostraban nobles blasones españoles, y la puerta de entrada a la ciudad se conocía como Porta de Carlos III, nuestro Rey que también había disfrutado de la corona napolitana. Y es en esos momentos cuando percibimos con realismo y sin absurdos mensajes la labor de España en la Historia, ya fuera en Europa o en Ultramar.
Conforme transcurrían los días y se avecinaba el momento cumbre, así definido en todos los buques de capitán a paje de escoba, aumentaban los nervios con difícil remanso. Y estimo que se elevaron los pulsos cuando, en un nuevo Consejo de Comandantes, el brigadier Bustillo nos comunicaba que la ceremonia papal se fijaba para el día 6 de marzo, una fecha que debía quedar grabada en la historia particular y general de los barcos españoles y de la Real Armada. Porque, como aseguraba nuestro jefe, se trataba de la primera y única ocasión en la que un Pontífice revistaría a una fuerza naval y acabaría por embarcar en una de nuestras unidades, para bendecir al conjunto de tablas y corazones.
Como no sólo de razón espiritual se mantienen los cuerpos, aplaudimos muy a fondo que por las autoridades portuarias, sabiamente dirigidas desde la Curia, se nos concedieran todas las facilidades en el necesario acopio de víveres. Y bien que mostramos a bordo sonrisas de látigo, al observar la cantidad y calidad de carnes, pescados, legumbres, frutas y vinos, sin olvidar una especie de aguardiente con fuerza y cuerpo más propio de Ulises, al que los italianos denominaban como grappa. Porque no recordaba haber probado un caldo de tan alta graduación, incluso por encima de algunos orujos españoles. Y bien que grapaba aquel divino brebaje las tristezas al olvido, sin dejar un solo resquemor en el aire. Sin embargo, no se presentó de tan buen cariz el asunto del carbón, que tanto nos preocupaba. Pero como las facilidades a disposición no cesaban, por las autoridades del Santo Padre se fletaron unas gabarras, para que navegaran hacia otro puerto cercano donde se aseguraba la existencia de unas piedras negras de excelente calidad.
Como toda providencia acordada llega en esta vida, aunque se estime en principio alejada por siglos de nuestra existencia, entramos en la jornada señalada. Amaneció el sexto día de marzo de excelente cariz, con sol radiante, temperatura benéfica y un ligero soplo del sudoeste, que beneficiaba en mucho los cuerpos anudados. Las unidades de la escuadra habían enmendado el fondeadero para quedar más próximas a tierra y muy ajustadas entre sí, lo que las condiciones de viento y mar concedían, hasta formar una línea orientada en el sentido noroeste-sudeste. Y como última variación, de las muchas ordenadas, en los días anteriores se había notificado que el brigadier Bustillo mudaba su insignia a bordo de la corbeta Villa de Bilbao, que había sido la designada por el Santo Padre para embarcar y desde su cubierta ofrecer la bendición episcopal a las dotaciones. Esta noticia, cuya razón nunca llegué a comprender en su conjunto, había hecho feliz al comandante de la corbeta, capitán de fragata Antonio Osorio, como si le hubiesen concedido el más alto honor que en toda su existencia podía recibir.
De acuerdo con el horario y protocolo establecidos, que el brigadier Bustillo nos había comunicado de forma más que repetida en tres consejos de comandantes, a las once de la mañana comenzaron los actos. Por medio de los anteojos comprobamos la parsimoniosa y ceremonial procesión del Santo Padre en su silla gestatoria, portada al hombro duro por diez nobles, hasta el muelle, donde se encontraba atracada una majestuosa falúa que mostraba los colores del Vaticano. Con extrema lentitud, el Sumo Pontífice era ayudado para embarcar en la cámara, momento en el que el viento hacía tremolar con ligereza sus ropajes blancos. Con la bandera pontificia izada en linguete a proa, la embarcación desatracaba de un pequeño muelle de la ciudad, situado en su parte más oriental. El Santo Padre, sabiamente aconsejado, deseaba pasar revista a todos los buques a muy corta distancia y de vuelta encontrada[23], comenzando el desfile naval desde el más alejado de tierra. Por mi parte consideraba haber sido muy afortunado con la disposición de fondeo. Porque el hecho de haber largado las anclas en tercera posición a contar desde tierra, entre las corbeta Villa de Bilbao y el vapor Vulcano, me situaba a cien varas del buque que sería visitado directamente por Su Santidad.
El recorrido hacia fuera fue realizado por la falúa papal a suficiente distancia, como si deseara enmascarar su figura hasta el último momento. De esta forma, al llegar a la altura del primer buque, el bergantín Volador, el Papa, de pie en la cámara de su embarcación, saludaba con su mano mientras los buques de la escuadra habían cubierto vergas, pasamanos y tangones, listos para efectuar lo que en el ceremonial marítimo se denomina como saludo a la voz. Y cuando Pío IX llegaba a la altura de cada uno de los barcos, pico con pico, podía escuchar estruendosos vivas dirigidos a su persona.
Según palabras de monseñor Antonelli dirigidas al Nuncio Apostólico en la Corte Católica, el Santo Padre se sintió tan emocionado en aquella revista naval, que incluso llegaron a rodar lágrimas de felicidad por sus mejillas. Y el desenlace final se produjo cuando, alcanzado el costado de la corbeta Villa de Bilbao, ayudado por dos oficiales de la dotación comenzaba a subir por el portalón instalado en la banda de babor. Debo aquí señalar, que dicho portalón había sido fabricado por los mejores maestros carpinteros de la escuadra pocos días antes, de forma que su anchura, vara y media, así como sus cualidades de escalones con escasa altura y agarres firmes, ofrecieran la mayor seguridad a nuestro Santo Padre. Y en comentario cerrado puedo opinar que me parecieron necesarias las medidas de seguridad tomadas al comprobar la figura de Pío IX, de un volumen más que generoso, detalle que se distinguía a pesar de las capas sueltas. Aunque sonreía con abierta felicidad, me pareció persona de lentos y difíciles movimientos, así como rostro ligeramente abotargado. Porque no debemos olvidar que el Santo Padre cumpliría el próximo 13 de mayo la edad de cincuenta y siete años. Entendí para mis adentros, que debía haber sufrido graves y duras experiencias en los últimos meses, que lo habían avejentado en exceso.
Cuando el Papa pisaba la meseta de la corbeta Villa de Bilbao, con órdenes de corneta y tambores se rompía canasta en el pico de la cangreja de la corbeta, para desplegar una impresionante enseña personal del Papa. Al mismo tiempo, el brigadier Bustillo y el comandante de la corbeta, rodilla hincada en cubierta, besaban con emoción el anillo de San Pedro. En respuesta inesperada, el Papa los elevaba con sus brazos, al tiempo que agradecía de forma repetida los honores recibidos. Y sin pausa, se dirigían al alcázar donde se había instalado un sitial con brazadas de terciopelo, pasamanos de bronce y cables de seda recién trenzados. Cuando el papa accedía a él, a un toque de corneta en la capitana todos los hombres de la escuadra hincaban la rodilla contra la cubierta, momento en el que el Santo Padre bendecía a las dotaciones y los buques de la Real Armada, que la Reina Católica había enviado para su protección y defensa.
Puedo jurar que jamás olvidé aquella experiencia, como si el acto de revista y bendición ofrecido por el antiguo cardenal Ferretti, sucesor del Papa Gregorio XVI, mostrara réditos suficientes para conformar una vida completa. Supongo que todos lo comprenderán porque no se vive un acontecimiento de tal impacto emocional todos los días. Mucho tiempo después, todavía recordaba a la perfección el rostro sonriente del Papa al pasar a escasa distancia del costado de mi buque, momento en el que bendecía nuestras almas de forma pausada, una bendición que calaba en mi alma hasta rendir banderas. Jamás había soñado con encontrarme tan cerca de quien mandaba sobre la entera Iglesia Católica, el heredero de la Silla de San Pedro.
Tras la ceremonia, que se alargó por encima de lo marcado en el protocolo en más de tres horas, y aunque se le hubiese ofrecido la posibilidad de un almuerzo a bordo del insignia, el Santo Padre, visiblemente agotado, embarcaba de nuevo en su falúa para regresar a su residencia. Y no sin esfuerzo, porque cada escalón descendido parecía desencadenar una dura prueba, que nos hacía sufrir a todos los que podíamos observarlo. Aunque se desarrollara por fuera de los actos oficiales establecidos, la falúa del Santo Padre, por su orden directa, volvía a desfilar por los costados de los buques que, también por propia iniciativa de los comandantes, rendían honores a la voz en una emocionante despedida.
Como parecía que el viento refrescaba al cuarto y la mar cabrilleaba en exceso, una vez que el Papa desembarcaba en el muelle de Gaeta, el brigadier Bustillo ordenaba recuperar las iniciales situaciones de fondeo. Y con orden se llevó a cabo la maniobra, de forma que, en el caso particular del Blasco, debimos alejarnos de tierra en unas ochocientas yardas. Comprobamos que las dos anclas mordían la arena con fuerza, para quedar en tranquilidad celestial. Porque así nos sentíamos todos en aquellos momentos, todavía con la visión del Santo Padre y de sus bendiciones ancladas con argamasa de fuerza en el pecho.