Aunque nos retrasaran en alguna medida las lluvias y el mal estado de los caminos, con roderas y socavones más propios de sendas vecinales, cinco jornadas antes de la Natividad del Señor entrábamos en el patio empedrado del palacio de Montefrío. Y es fácil suponer las sensaciones que debí afrontar en el pecho a continuación. Por una parte, abrazaba a mi esposa e hija con alegría y placer sin medida, comprobando, alarmado, que la pequeña Rosario se había convertido de la noche a la mañana en una preciosa mujer. Sin embargo, retornaba a la mesa del calvario al comprobar la presencia de mi padre, tendido sobre la cama en su alcoba. Aunque se tratara de estampa esperada, me alarmó en principio su deteriorado aspecto y el color ceniciento de su piel, como si se tratara de una persona muy diferente a la que tantas veces había abrazado. No obstante, apareció en su rostro una luminosa sonrisa al comprobar mi presencia.
—¡Francisco! ¡Qué alegría, querido hijo! Dios misericordioso ha querido concederme un deseo que no esperaba realizar. Dame un fuerte abrazo.
Me fundí con mi padre en un emocionado e interminable abrazo, mientras intentaba evitar, no sin enorme esfuerzo, que las mejillas se embadurnaran de lágrimas gruesas. Porque al apretarme contra él, comprobé entristecido la debilidad extrema de su cuerpo. También pude sentir la emoción que vibraba en su pecho. Nos miramos a los ojos sin necesidad de pronunciar una sola palabra durante alargados segundos, de esos que dejan estigmas de sangre en el alma. Ambos comprendíamos la importancia del momento y a lo que nos enfrentábamos. Por fin, tras separarnos unas pocas pulgadas, escuché lo que jamás habría deseado percibir de aquellos labios exangües.
—Es muy triste tener que abandonar esta existencia sin posible retorno, Francisco. Amo la vida en todos sus cuadrantes. Pero de forma especial, sufro porque dejaré de ver y abrazar a los que tanto quiero.
—No digáis eso, padre, por favor. No vais a morir, eso no es posible —las palabras saltaban de mi boca sin un mínimo análisis.
—Quiera Dios que aciertes, aunque dudo de la veracidad de esas palabras —intentó enhebrar una ligera sonrisa, que quedó deslucida y a medio camino—. Mi buen amigo el doctor Medrano ha entrado en verdades de bulto a petición mía. Parece que este corazón se mueve en sus últimos latidos. Y bendigo la suerte que la Santa Patrona me ha concedido con tu inesperada presencia. Francisco, es mucho lo que debo decirte y ataco esta obligación como verdadero acto de últimas voluntades, por fuera de las escritas ante fedatario real.
No respondí porque apenas restaban fuerzas en mi alma para tal ejercicio. Tomé asiento junto al lecho y prendí sus manos entre las mías, unas extremidades macilentas que pasé a acariciar con el verdadero cariño que sentía. Mi padre comenzó a desgranar sin pausa los asuntos que estimaba de obligada ejecución, así como algunas mandas que no aparecían en su último testamento. Sin embargo, mucho me emocionó cuando llegó a pormenorizar sus deseos para el resto de la familia, especialmente al tratar sobre mi hija y el primo Beto.
—Que tu hija Rosario matrimonie como le corresponde. Se ha convertido en una mujer entera, atractiva y muy inteligente. Pero todavía queda por atacar el asunto de tu primo Beto, que retuerce mis venas en profunda tristeza cada vez que entra en mis pensamientos. Y no olvides que debemos enfocar su situación con la más amplia generosidad, un rasgo que nos ha distinguido a los Leñanza desde siempre. Se podrá decir que mi sobrino ha caído en pecaminosa traición, incluso mencionar otros muchos detalles negativos que poco o nada me interesan ahora. Porque la sangre propia supera las demás crestas. Debes tener en cuenta que en estas contiendas civiles abiertas entre hermanos, nadie posee la entera razón, nadie. No quiero entrar en las causas que lo hayan llevado a servir contra lo que estimamos como el verdadero camino a recorrer por nuestra patria. Puedes estar seguro de que tendrá sus razones en justo contrapeso. Pero no olvides que se trata del único representante de la otra rama familiar, que de ninguna forma debe quedar anulada. Además, bastante han sufrido mi querida hermana y el bueno del tío Beto con el paso de los años. Ayuda a tu primo cuanto puedas, en cualquier aspecto que lo necesite, sea el que sea. No puedes fallar en esta especial encomienda que largo sobre tus hombros.
En aquel momento, decidí no narrar a mi padre el encuentro sufrido con Beto a bordo del falucho, ni su final escapada a nado. No deseaba cargar la mochila del dolor final en una onza más.
—Cumpliré vuestros deseos hasta superar la raya, padre. Espero que el primo Beto disfrute de la necesaria suerte y no sea apresado por nuestras fuerzas hasta que finalice esta guerra. Pero lo intentaré todo, puede estar seguro.
—Llegará la ocasión, no te quepa duda. Una voz aquí dentro me lo repite —señalaba con la mano temblorosa su pecho—. Debes tener en cuenta que ya se preparan medidas de amparo, amnistía y perdón para el momento en el que la contienda con las fuerzas legitimistas finalice, lo que, según se espera, tendrá lugar en un futuro muy cercano. Sigue todos los caminos de instancia y súplica que se te abran a la mano y consideres necesarios. Pero si no quedara otro asidero disponible y la situación se agravara, acude en persona ante Su Majestad la Reina en derecho de petición. Nadie puede negártelo como Grande de España. Recuerda a doña Isabel los servicios prestados por la casa de Montefrío a la Corona durante siglos. Los reyes son bondadosos y generosos, pero no siempre recuerdan los detalles de honor cometidos por sus súbditos. No olvides que mi abuelo materno desempeñó la secretaría personal de don Carlos el Tercero durante doce años. Y toda la sangre que los miembros de la familia Leñanza hemos derramado en la mar por la Corona. Debes intentar que Beto sea amnistiado y, a ser posible, reintegrado al servicio activo en la Real Armada. Ya sé que no será cuestión sencilla, con ese baldón adosado de haber pertenecido a los servicios de espionaje. Pero has de intentarlo una y otra vez si es…, has de…
La voz de mi padre disminuía poco a poco de volumen, hasta perderse en un lejano susurro. El agotamiento producido por el esfuerzo aparecía con claridad en su rostro y en su agitada respiración.
—No habléis más, padre, por favor, que os faltan las fuerzas. Podéis quedar tranquilo porque llevaré a cabo con la debida exactitud todas y cada una de vuestras intenciones. Se lo juro por la salud de mi alma eterna. Me ocuparé del primo Beto como si se tratara del hijo más querido.
—Tras escuchar esas palabras quedo tranquilo, hijo mío, porque sé que eres muy noble de corazón y harás todo lo que te he pedido.
—Para que os alegréis en su justa medida, padre, debo comunicaros que vuestro nieto Santiago ha sido promovido al empleo de alférez de fragata.
—¿El pequeño Santi con la charretera[22] largada al viento? —ahora mostraba de nuevo una sonrisa de plena satisfacción—. Qué sabio es el destino entrado a favor. Sangre nueva de los Leñanza en permanente servicio de la Real Armada y de España. Así ha de ser por los siglos de los siglos.
Apenas pude conversar con mi padre un par de minutos más, porque pareció entrar en una ligera modorra. Al comunicarlo al doctor Medrano, que acababa de presentarse en nuestro domicilio, me comunicó que se trataba de una situación habitual, en la que ya había caído en ocasiones anteriores. Y con terror escuché sus palabras, al comunicarme que, muy posiblemente, no regresaría de alguna de aquellas entradas en modorra profunda. Ahora libre de ataduras, dejé rebosar las fuentes y lloré abrazado a mi hermana María y a Leonor, extraordinaria mujer a quien quería como una verdadera madre. Y como si el destino deseara rebosar la cesta, aquella misma tarde aparecían junto a nosotros mis tíos Rosalía y Beto. Los pobres llegaban desde Cádiz con la lengua en el piso y los cuerpos magullados, que no es canto de rana la subida a la Corte desde las Andalucías.
Por desgracia, la tía Rosalía no pudo despedirse de su querido hermano. Mi padre nos abandonaba definitivamente aquella misma noche, sin haber despertado de la modorra en que había quedado tras la conversación mantenida conmigo. Y mucho agradecí a los cielos que me hubiera concedido aquella última oportunidad de abrazarme a él con vida y rematar sus últimos deseos. Creo que fue la Santa Patrona la que nos concedió tan importante privilegio. También me congratulé de que la última noticia recibida hubiese sido la del ascenso de su muy querido nieto, por quien mucho vibraba día a día. Y como ya se encontraba el camino trillado, las lágrimas y sollozos entraron a reventar espuma por todo el palacio. De forma especial, mucho me impresionó observar la figura de Barbate, el fiel criado de mi padre durante muchos años de mar y tierra, con su pata de palo en nervioso ejercicio y rostro entrado en visible congoja. Lo consolé como pude.
—Acabo de perder a mi segundo padre, señor. Pero a este lo quería mucho más y de verdad. Al señor le debía todo lo que soy y el haber podido disfrutar de la vida. Por desgracia, todo ha acabado.
—Ya lo sé, Barbate. También él te dispensaba especial aprecio. Pero no digas que ha acabado todo. Para bien o para mal, la vida continúa. Esta seguirá siendo tu casa mientras vivas, porque te consideramos como un miembro más de la familia.
—Muchas gracias, señor.
Entendí que había entrado en un periodo de aceleración de acontecimientos, que me atacaban por ambas bandas sin descanso. Procedimos al entierro de mi padre en la ermita de la hacienda de Santa Rosalía, tal y como había dispuesto en sus últimas voluntades. Y por todas las almas unidas en rosario, que se trataba de una triste experiencia, que me dejó el espíritu rendido. Porque en aquella recogida capilla, enclavada en la más hermosa tierra serrana, se podía efectuar un recuento de nuestro acontecer histórico naval, con solo leer las fechas de fallecimiento de mis familiares. Allí se encontraban los restos mortales de casi todos los Leñanza, así como de algún ser especialmente entrado en la familia, como era el caso de Okumé, aquel negro africano que diera su vida por mi abuelo. Recuerdos de honor y de sangre, toda ella emplazada para la mayor gloria de la Armada y de España.
Nada más regresar al palacio madrileño, y aunque pensara disfrutar de unos pocos días con la familia entrada al calor del más riguroso luto, recibí de improviso una nueva nota, llegada por mensajero desde el ministerio de Marina. Y se trataba de una misiva escrita de la mano del jefe de mi división, una especial deferencia que nunca pude olvidar.
Estimado Leñanza: Siento profundamente tener que reclamar su presencia en este puerto con urgencia. Bien saben los cielos que no lo haría en un momento tan desdichado como el que atraviesa, si no lo estimara necesario. La división naval que se encuentra bajo mi mando ha sido disuelta en el día de hoy. Las unidades encuadradas en la misma deben pasar al puerto de Cádiz a la mayor brevedad posible. Como el buque de su mando se encuentra incapaz de encender calderas en un par de días como mínimo, me he tomado la libertad de notificar a su segundo comandante la necesidad de acelerar la puesta a punto y quedar listos para salir a la mar en cuanto su comandante regrese a su bordo. Le repito que siento comunicarle estas noticias en los tristes momentos que estará atravesando y que espero se diligencien con signo positivo. Reciba un afectuoso saludo. Firmado, José María de la Cruz, capitán de navío.
Me quemó en las manos aquel urgente recado del jefe de la división. Porque puedo jurar ante las Santas Animas que no podía empeorar la suerte entablada. Deseaba con extrema querencia permanecer algunas fechas con mi familia, después de haberme separado de ellos durante más de tres años. Pero el sentido de amor al servicio, que nos habían inculcado desde que sentáramos plaza en la Real Compañía de Guardiamarinas, pesaba muchos más quintales en la balanza. Como pueden imaginar con facilidad, ordené a mi criado Pepillo que preparara bagajes, así como alistar un carruaje de la casa para salir de estampida. No obstante y como ya caían las luces del crepúsculo a velocidad, decidí quedar en casa para disfrutar con los míos la cena de Nochebuena y partir hacia el Levante en la mañana del día de la Natividad de Nuestro Señor. Mucho protestó mi esposa y el resto de la familia ante la inminente partida, pero comprendieron que no quedaba más harina que moler. De nuevo me abracé a ellos en penosa despedida, el peor de los momentos que siempre he podido vivir.
* * *
La aceleración sufrida en mi vida que les he mencionado, se mantuvo durante bastantes semanas. Para mi satisfacción personal, pisaba de nuevo las tablas del Blasco cuando todavía faltaban cuatro o cinco horas para que el buque pudiera declararse listo de máquinas para dar avante. Y mucho me complació comprobar que mi viaje a Madrid no había supuesto un mínimo retraso en cumplir las órdenes recibidas. Ya les he comentado anteriormente la profesionalidad del teniente de navío Malpaso, que en ningún momento presentó nervios de ronda ni efectos negativos al recibir la orden de alistamiento en mi ausencia. No obstante, me comentó algunos detalles que desconocía.
—Creo que he llegado a tiempo, segundo.
—Por supuesto, señor. Pero en mi primer lugar quiero declararle, en mi nombre y el de toda la dotación, el abatimiento sufrido al tener noticia de la muerte de su señor padre. Le acompañamos en su doloroso sentimiento de pérdida.
—Muchas gracias, segundo.
—También siento mucho que haya dispuesto de tan escaso tiempo. Sé por experiencia que la muerte de un progenitor nos llega aparejada de una poco deseada labor de papeleo y pliegos a cubrir, precisamente en unos momentos en los que nuestro cerebro se niega a encarar labores de ese tipo. Cuando precisamente cruzamos días en los que solamente anhelamos el calor de la familia, se nos abren uno y mil derechos absurdos. Pero así es la vida.
—Mucha razón le ampara en esos comentarios, segundo. Al menos, conseguí despedirme de mi padre y, días más tarde, disfrutar de una Nochebuena con la familia, a la que no había podido abrazar en más de tres años. Ustedes, los que se mantienen en recalcitrante soltería, no han de padecer tales sentimientos. Como decía el general don Antonio de Escaño a mi padre, el oficial célibe es la mejor pieza para la milicia, al poder dedicar cuerpo y alma al servicio de las armas durante todos los días del año —intenté aparejar una sonrisa, que me quedó marcada a medio camino—. La verdad es que, como cualquiera puede suponer, no han sido unas Navidades alegres, estas que acabo de atravesar. Pero, bueno, pasemos al tema profesional. ¿Qué ha sido del capitán de navío de la Cruz?
—Una vez disuelta la división y recibida la orden en los buques de pasar de inmediato al puerto de Cádiz, decidió navegar a bordo de la fragata Cortés, ahora ya en situación de transporte, hasta la ciudad gaditana, donde mantiene a su familia. Me parece que todavía no dispone de nuevo destino.
—¿Y se sabe la causa de esta urgencia en el traslado de los buques? ¿Se ha de encarar alguna operación desconocida?
—Tan sólo puedo exponerle rumores en batida, señor, sin confirmación alguna. El capitán de navío de la Cruz me informó al despedirse de que, en su opinión, se va a formar una escuadra de orden para operar en aguas italianas. Ya sabe la penosa situación en que se encuentran el Santo Padre y sus estados pontificios. Pero nada más puedo concretarle porque lo desconozco. Y en la misma situación se encontraban los demás comandantes. Es posible que si nos llega la correspondencia, que he solicitado a la Capitanía General, podamos conocer algún detalle aparecido en la Gaceta.
—Bueno, segundo, lo que ha de ser, será. Pasemos a cuestiones más prácticas. ¿Estado de las calderas y máquinas?
—Me dijo don Artemio, señor, que muy pronto quedarán en orden y sin novedad que oponer. Creo que podremos levar las anclas en un par de horas.
—Magnífico. En ese caso, debo aligerar las despedidas en tierra.
—Haré que preparen la lancha, señor.
Con la premura grabada en cuerpo y alma, bajé a tierra y efectué las despedidas reglamentarias. Y fue el ayudante del capitán general, coronel Mesa, quien me informó del inminente paso de un ejército a Italia. Las fuerzas, nada despreciables en número, se estaban formando en Cádiz, donde deberían embarcar en algunos buques de la Armada y mercantes. Como es lógico, relacioné tales noticias con el urgente traslado de los buques de la extinguida división a la cabecera del departamento marítimo gaditano, lo que me movió con cierto nerviosismo y el temor a quedar fuera de madre en el asunto.
Al poco de regresar a bordo, recibía la novedad de don Artemio con entera felicidad. El segundo me ratificaba que nos encontrábamos a tope de excelente carbón, rellenos de víveres y aguada, así como listos de máquinas para salir a la mar de estampida. Levamos las dos anclas y bajo un viento fresco de levante, abrimos distancia de tierra para encarar la derrota hacia el sur. Y no concedí una mínima milla a la marcha, porque aplicamos la máxima potencia de máquinas en continuidad que, por fortuna, una marejada suelta nos permitía. Era consciente de que el resto de buques me adelantaba en dos jornadas e intentaba no quedar muy descolgado de la posible empresa.
Entramos en el nuevo año del Señor de 1849 en la mar, a la altura del almeriense cabo de Gata. La gran señora de las aguas llegó en mi auxilio, porque tanto la fuerza del viento como el estado de la mar nos permitieron el máximo andar del buque. De esta forma, en la tarde del segundo día del mes de enero largaba las anclas en la bahía gaditana, sin que calderas y máquinas hubiesen elevado una mínima protesta. Y si me mantenía preñado de cierto nerviosismo ante la falta de noticias y órdenes, quedaban aclaradas con bendita rapidez, al recibir a mi bordo dos horas después la visita del capitán de fragata Ramón María Idiáquez. Aunque todavía no lo supiera, se trataba del mayor general nombrado para la escuadra o flotilla, que las apelaciones variaban al día, que se había ordenado formar con tanta rapidez. Y gracias a los cielos, se trataba de persona alegre y amigable, de una antigüedad pareja a la mía, que me expuso la situación con rapidez.
—Siento llegar con cierto retraso a la llamada, pero me encontraba en Barcelona en periodo de inmovilización por mantenimiento de calderas y máquinas.
—Ya nos lo expuso con detalle el capitán de navío de la Cruz. Y le acompaño en el sentimiento por el fallecimiento de su señor padre. Una gran pérdida para vos y para la Armada. Pero no debe preocuparse una mota. Todavía nos faltan dos unidades que deben arribar procedentes de Ferrol. Esperamos que lo hagan en el día de mañana.
—Si me permite una pregunta que me corroe las entrañas, ¿a qué se debe esta urgencia?
—Porque, sencillamente, la Armada suele ser la última en enterarse de los planes que perfila el Gobierno, aunque afecten de lleno a las fuerzas navales. Lo primero que se hizo fue ordenar a los buques el traslado a este puerto, al mismo tiempo que se decretaba la formación de una escuadra bajo el mando del brigadier don José María Bustillo. Sabemos que deberemos escoltar y transportar fuerzas del Ejército a Italia para apoyar la situación del Santo Padre, pero desconocemos detalles más concretos.
—¿Transportar? En los antiguos navíos era posible embarcar una poderosa fuerza, pero en los buques actuales las posibilidades quedan bastante restringidas.
—Desde luego, aunque el brigadier Bustillo haga planes consistentes en tal sentido. Trabajamos en dicho asunto en estos momentos. Todavía no hemos rematado el informe y no sabemos si las unidades de la división serán capaces de transportar un número de hombres todavía no declarado en firme. En caso de necesidad, se emplearía algún buque mercante.
—Por cierto, Idiáquez. ¿Tan mal se han desarrollado los hechos en Roma?
—Mal y de forma bastante peligrosa. Parece que el Santo Padre acabó temiendo por su propia vida. Según me comentó el brigadier Bustillo, llegó a comunicar a un obispo español amigo, que si en el momento álgido de los movimientos revolucionarios se hubiera hallado un vapor español en puerto, no hubiera vacilado en embarcarse para Mallorca, como le había ofrecido nuestro Gobierno. Y habría sido sorprendente que lo llevara a cabo sin que se hubieran restablecido las relaciones diplomáticas entre ambos Estados, lo que el Gobierno reclamaba en los últimos tiempos con fuerza. Y gracias a la deteriorada situación, se restablecieron las buenas formas. Porque España acreditaba con rapidez ante el Vaticano como plenipotenciario a don Francisco Martínez de la Rosa, figura de gran importancia en la vida política española. Desde hace algunos meses, nuestro gobierno tomó la iniciativa de organizar algunas conferencias entre naciones católicas, para restaurar cuanto antes la autoridad del Pontífice en sus Estados. Pero como no fructificaban una sola pulgada, hace un par de semanas ordenó formar esta escuadra con urgencia y que se mantuviese lista para salir hacia Italia.
—¿Nada se decide entre las potencias católicas?
—Siempre aparece la gran rivalidad existente entre Francia y Austria, que echa por tierra cualquier solución a medio negociar. Esta situación favorece en mucho a los revolucionarios romanos que, según comentan, se encuentran a punto de declarar la República romana.
—¿Ha dicho la República romana?
—En efecto, porque solicitan la promulgación inmediata de la nacionalidad italiana y la convocación de una Constituyente. Eso significa, sin duda, el fin del poder temporal del Papa. El Santo Padre, aunque se encuentre seguro de momento, ha solicitado la ayuda militar inmediata de Austria, España, Francia y Nápoles. Y parece que los cuatro embajadores se encuentran reunidos en Gaeta para concretar la intervención militar, así como analizar las medidas políticas necesarias que garanticen la neutralidad y estabilidad de los Estados pontificios.
—¿Pero el Papa se encuentra establecido en plena seguridad?
—En estos momentos, sí. Ya sabe que Su Santidad escapó de Roma a la brava y pasó a Gaeta. Pero al mismo tiempo, nuestro Gobierno enviaba a dicho puerto al vapor Isabel II, que quedaba a disposición del Pontífice por si le fuera necesario. Comentan que España veía con buenos ojos la escapada definitiva del Papa y su venida a las islas Baleares, pero no creo que llegue a producirse tan drástico movimiento. También se dice que nuestro embajador en Roma se hizo el amo de la situación y mucho se lo ha agradecido el Santo Padre.
—En ese caso, parece que acabaremos por intervenir.
—Nadie lo duda en España. Entre las escasas órdenes recibidas por el brigadier Bustillo, se aparece meridiana la de alistarse para que se efectúe el traslado a Italia de casi cinco mil hombres. Y se trata de la primera partida, a la que seguiría otra con un número parecido. Pero ya le digo que estas cantidades varían cada día, y entorpecen en mucho efectuar el correcto cálculo de posibilidades de embarque.
—Bueno, ya sabemos que, como norma general, esos números de tropas entran en rebajas y acaban por quedar en la mitad.
—No creo que se produzca tal condición en este particular caso, Leñanza —el mayor general mostraba seriedad—. Porque ese número de hombres, 4.956 según el último listado que hemos recibido, se encuentran acuartelados en las inmediaciones de la ciudad, listos para embarcar y pendientes de la orden definitiva. Se trata del tercer batallón de Granaderos, tercer batallón del Rey, primer batallón de la Reina Gobernadora, dos batallones del regimiento San Marcial y el séptimo de cazadores de Chiclana. A estas fuerzas hay que sumar una compañía de ingenieros, dos baterías de artillería montada y una sección de caballería. Y al mando aparece el teniente general Fernando Fernández de Córdova, que acaba de ser relevado como capitán general de Cataluña y que dispone de gran prestigio en el Ejército. Como segundo aparece el mariscal de campo Francisco de Lersundi.
—La verdad, Idiáquez, que pocas veces he podido apreciar tal agilidad en los movimientos del Gobierno. Supongo que el número de buques de transporte y escolta será suficiente.
—Bueno, siempre se solicitan más unidades que las ofertadas a disposición. Pero sé que, en el fondo, el brigadier Bustillo se encuentra satisfecho. Han sido nombrados para formar la escuadra la fragata Cortés, donde ayer mismo se ha izado la insignia, las corbetas Villa de Bilbao, Ferrolana y Mazarredo, el bergantín Volador y los vapores de ruedas Blasco de Garay, Colón, Castilla y León. En Gaeta se añadirá el mencionado Isabel II. Como puede comprobar, se trata de la división del Mediterráneo reforzada con las corbetas. Pero como no se recibe castigo por pedir, el brigadier Bustillo ha solicitado que se incorporen la urca Marigalante y la fragata Cristina. Es posible que nos concedan la urca, que se nos aparece como de primera necesidad y posibilitaría una logística propia, muy importante en aguas italianas.
—Pero nos mantenemos sin noticias concretas. Me refiero a la fecha de una posible salida a la mar.
—A la espera, pero estimo que será cosa de poco tiempo. Hace unos días tan sólo, el Gobierno español ha hecho público un manifiesto internacional en el que expone el incondicional apoyo ofrecido al Papa. Se refiere a todo aquel que se estime necesario, para que la cabeza visible de la Iglesia sea restituida al estado de libertad e independencia, de dignidad y decoro que reclama imperiosamente el ejercicio de sus sagradas funciones. España quiere actuar y no perder el terreno ganado. Pero Francia parece manejar los hilos de la posible intervención napolitana, piamontesa y sarda, para rebajar nuestras posibilidades de liderazgo. No olvide que en la orden de formación de esta escuadra, las instrucciones iniciales eran las de pasar a Gaeta de inmediato y permanecer en aquellas aguas con objeto de asegurar la sagrada persona del Papa, tanto en territorio italiano como si optase por pasar a España. Sin embargo, dicha orden quedó en suspenso hasta que se decidiera la fuerza a embarcar y fecha definitiva de salida.
—En ese caso, quedamos a la espera.
—Todos, especialmente los buques de vapor, deben apurar sus mantenimientos al máximo y aprovechar la cercanía al arsenal de La Carraca. Por cierto, ¿mantiene necesidad de víveres, carbón, aguada…?
—De carbón necesito solamente unas sesenta toneladas, para salir relleno de carboneras. Supongo que los víveres deberán ser para tres meses.
—En efecto.
—En ese caso necesitaremos rellenar, especialmente alimentos de salud y legumbres. Pero me preocupa la calidad del carbón…
—Ya me han comentado casi todos los comandantes, las piedras de desastrosas propiedades que debieron embarcar en Barcelona. No se preocupe. El carbón que embarcarán aquí será de muy buena calidad. En cuanto a los víveres, que su segundo nos envíe un listado a la mayor brevedad, porque han de rellenar con urgencia… por si acaso. Bueno, olvidaba un asunto principal que me traía a su bordo. Mañana por la mañana, a once horas, reunión de comandantes en la cámara de la fragata Cortés. El brigadier ha decidido no esperar a nadie más para entrar en cabildeos.
—Precisamente pensaba efectuar mi presentación ante su autoridad…
—Lo hará mañana mismo, antes de la reunión.
—Muy bien.
Cuando volví a quedar en soledad, ordené al segundo que formara consejo de oficiales en su cámara. Ya saben quienes me conocen de cuadernillos anteriores, que siempre había defendido la opinión de que todos a bordo debían encontrarse al tanto de la situación que encaraba el buque, aunque en este caso particular nos faltaran noticias suficientes para aclarar al ciento el futuro. Y quedé satisfecho de mis hombres, entre los que no aparecía garbanzo dudoso hasta el momento. Aproveché para acuciar al segundo en el sentido de las peticiones a elevar a la comandancia, y quedar listos de todos los elementos por si se decidía una salida inminente.
Por medio de la lancha me trasladé al buque insignia en la mañana siguiente, con tiempo suficiente para efectuar mi presentación al jefe de la escuadra momentos antes. Y mucho debieron bogar mis hombres, porque la fragata Cortés se había atracado el muelle de carga en el otro extremo del puerto.
Debí sufrir alargada espera de recibo porque el brigadier Bustillo negociaba otros asuntos. Por fin, poco antes de la hora fijada para la reunión, y al paso de cámaras, me presenté ante él. Apenas pudimos cruzar unas pocas palabras.
—Me alegro de su presencia, Leñanza. Y siento mucho el reciente fallecimiento de su padre, a quien había tratado en varias ocasiones. Un gran hombre de la Armada que nos abandona.
—Muchas gracias, señor.
—Me gustaría charlar con usted, pero ya sabe que tenemos consejo de comandantes.
—Por supuesto, señor.
Si entro en completa sinceridad, debo aclarar que no me agradó al ciento el brigadier José María Bustillo en aquel primer encuentro. Ya saben mi personal manía de sacar conclusiones en base a un primer vistazo, y con escasos datos que analizar. Pero lo encontré un personaje distante y poco amistoso en el tono de su voz. Sin embargo, mostraba noble planta y físico de imparable actividad, aunque hubiese cumplido los cincuenta años.
En la junta de comandantes no escuché noticias nuevas de interés, sino una repetición un poco más detallada de la conversación mantenida la tarde anterior con el mayor general. La única novedad apareció al final cuando, como si se tratara de una despedida, largó la perla más interesante.
—Como les decía, a partir de este momento deben encontrarse listos para salir a la mar a petición de la insignia. No dispongo de órdenes precisas, pero es muy posible que debamos trasladarnos al puerto de Gaeta y permanecer en aquellas aguas, de momento. Parece ser que las fuerzas del Ejército, que se encuentran acuarteladas cerca de Cádiz, pasarán a Barcelona, donde se prevé reunir los buques mercantes o de la Armada que han de transportarlos a Italia, otra decisión mantenida entre cruces. Llegado ese momento, destacaremos algunas unidades desde Gaeta para su debida escolta o transporte, a no ser que se decida el destacamento directo en el puerto catalán de algunos buques de la fuerza.
Tras las últimas palabras del brigadier Bustillo, se hizo el silencio en la cámara de oficiales. Pero en mi opinión y a pesar de la firmeza cifrada en las palabras de nuestro jefe, todo se mantenía en el aire y sin ninguna decisión tomada de firme. En verdad que no sabíamos ni habíamos entrado en el habitual periodo de ruegos y preguntas, o si el mando cerraba el consejo. Pero pronto el brigadier remachó este último apartado.
—Bueno, señores, si no aparece ninguna duda de orden, cierro este consejo. Apuren en beneficio de sus unidades los días que nos queden en territorio español, donde es más sencillo superar algún problema que les pueda surgir. Y eso es todo. Muchas gracias por su atención.
Nos retiramos en silencio. Y poco me gustaba aquella situación de casi plena incertidumbre. Porque todo lo anunciado quedaba establecido en vapores, sin confirmación de ningún aspecto importante. De esta forma y después de saludar a diversos comandantes, tomé la lancha para regresar a mi buque. Aunque pareciera que todo el pescado se encontraba servido, no concordaba con tal situación. En primer lugar, parecía un contrasentido haber comenzado a acuartelar las tropas en emplazamientos cercanos a la ciudad de Cádiz, para imponerles a continuación un inmediato traslado a Barcelona, en la otra punta de España. Pero tampoco comprendía que la flotilla se desplazara a Gaeta, sin una presencia mínima de fuerzas del Ejército. Además, quien mandaba las fuerzas expedicionarias, el general Fernández de Córdova, todavía no había aparecido en escena ni mantenido una mínima conversación con quien mandaba la fuerza naval. En fin, un conjunto de interrogaciones y aspectos ignorados, que para nada tranquilizaban el espíritu.