Regresarnos al puerto madre de Barcelona, una vez cumplido el periodo de seis semanas de vigilancia ordenado. Y bien que perdimos un par de días en el tramo final, porque la mar nos castigó con severidad tramontana durante las últimas doscientas millas, hasta que pudimos tomar el redoso[20] de la costa. Una vez largada el ancla en firme, comprobé que también el jefe de la división había mudado fondeadero al puerto catalán a bordo de la fragata Cortés, por lo que le ofrecí la novedad de la vigilancia en persona. De forma especial y detallada, le expuse la acción emprendida contra el mercante francés que reventara en fuegos. Me excusé como si hubiera actuado en clamoroso fracaso, al no poder capturar tan valioso cargamento, aunque el capitán de navío de la Cruz me aliviara de la carga con rapidez.
—Por favor, Leñanza, no acepto sus palabras de ninguna forma. De nada ha de culparse. Obró en todo momento con profesionalidad y exactitud. Además, consiguió el fin principal que perseguimos con nuestra misión de vigilancia. Y ese no es otro, que impedir el arribo de armamento y fuerzas carlistas a estas costas.
—Pero ese disparo que reventó de forma indeseada en el mismo centro del buque, lo catalogo sin dudarlo como un fallo en la puntería de nuestros artilleros.
—Lo considero simplemente como un detalle de mala fortuna, uno más de los muchos que nos aparecen a diario en la mar. Nada parecido sufren los que mantienen el trasero bien pegado al sillón en tierra. De acuerdo con sus palabras, sus hombres dedicaban toda la atención al retardo de la explosión. Y como de todo se saca alguna lección, podemos asegurar que las granadas con mecha de retardo no son hábiles para ser explosionadas en la superficie de las aguas. Al menos, hasta que aparezcan esos proyectiles con espoletas al contacto que tanto anuncian, si es que nos llegan algún día. Pero muestro mi completo acuerdo en que lo intentara, cuando no era obedecido al hacer fuego con las balas rasas habituales. Por otra parte, nunca se alegra un hombre de mar al comprobar la muerte de tantos compañeros, amigos o enemigos pero compatriotas españoles, algunos con evidente sufrimiento. Pero así es la guerra sobre las aguas y sus terribles efectos. Piense solamente que se cumplió al ciento el objetivo perseguido. Supongo que, una vez finalizada la misión, presentará necesidades a su bordo.
—Bueno, señor, todavía disponemos de víveres y aguada para unas tres o cuatro semanas. Pero hemos de rellenar carbón para quedar al tope de posibilidades. Sin embargo, aprovecho la oportunidad de elevar estos informes en presencia, para reiterar el problema que supone embarcar carbón de mala calidad. En esta ocasión, pudimos dar caza al mercante contrabandista gracias a la extraordinaria actuación del maquinista primero, que consiguió separar las partidas de material. No obstante, supuso un esfuerzo tremendo para los paleadores y fogoneros. Creo que no habríamos podido mantener la velocidad necesaria más allá de dos o tres horas. Y en ese caso, el Marguerite habría escapado de nuestras manos.
—No es el primer comandante de vapor en elevar una queja parecida. Por fortuna, en los próximos días deben llegar a los puertos que utilizamos como bases de apoyo unas doscientas carretas con carbón de las provincias del norte y de excelente calidad. Al menos, eso me han asegurado personas de toda confianza. Pero estoy seguro de que nos obligarán a rematar las existencias del material basto, que todavía pueden observarse en el muelle de carboneo.
—Debe tener en cuenta, señor, que ese carbón de pésima calidad no afecta solamente a la necesaria potencia de máquinas. Parece que sufren mucho los quemadores e incluso la salud de nuestros hombres. Porque al quemarse el carbón con estrías, se producen unos vapores que se consideran muy peligrosos para la salud. Dos de nuestros paleadores y un fogonero debieron ser atendidos por el cirujano en la enfermería y quedar rebajados de esfuerzos, cuando se encontraban con problemas respiratorios graves.
—Se trata de un nuevo dato que desconocía por completo, Leñanza. Y en ese caso, intentaré por todos los medios que el carbón de mala calidad sea apartado de forma definitiva, aunque no le aseguro el éxito en esa empresa. Alegarán a la contra, que alguien ha de pagarlo, estoy seguro. De todas formas, le recomiendo que espere algunos días para rellenar las carboneras y ya veremos cómo se cuece la puchera más adelante.
—Así lo haré, señor.
—Ahora descansen un par de semanas, antes de encarar la nueva comisión de vigilancia.
—Si me permite una pregunta, señor, ¿cómo corren los asuntos de los levantamientos carlistas por las tierras de España?
—A pesar de las voces pesimistas y negativas, que no son pocas, se aparecen más blancos que negros. Como muchos habían aventurado, se trata de un movimiento bastante localizado hasta el momento, casi en su totalidad, en el norte de Cataluña. También ha sido importante la decisión de no empeñar todo el esfuerzo en la frontera francesa y permanecer muy atentos a otros posibles alzamientos en la Península. De esa forma, hemos conseguido que fracasaran las sublevaciones carlistas en Guipúzcoa, Navarra, Burgos, Murcia, Maestrazgo y Aragón. No obstante, hemos de reconocer algunos fracasos. Por ejemplo, el general carlista Castells ha tomado Igualada al mando de 400 hombres, localidad en la que se ha hecho fuerte, lo mismo que el coronel Francesch había conseguido en Reus meses atrás. Algunas otras acciones parecidas se han coronado con fracasos para nuestras armas, aunque se remediaran los efectos con mayor o menor velocidad. El capitán general de Cataluña, Fernando Fernández de Córdoba, aprieta los machos con rigor, aunque se rumorea que será relevado en breve por el general Manuel Gutiérrez de la Concha. Y debemos recordar que son muchos los que consideran a este general como uno de los mejores estrategas del Ejército. Debe ser porque mantiene sangre de la Real Armada en sus venas —el jefe de la división sonreía, divertido.
—¿Acaso sentó plaza en la Real Compañía de Guardiamarinas?
—Nada de eso. Me refería a su padre, el brigadier de la Armada don Juan Gutiérrez de la Concha y Mazón. Cuando desempeñaba el destino de gobernador intendente de la provincia de Tucumán en el virreinato de buenos Aires, defendió la legalidad al producirse la revolución de mayo de 1810. Y tuvo el triste honor de ser fusilado al lado del jefe de escuadra don Santiago de Liniers y Bremond, un hecho que todavía avergüenza a los dirigentes argentinos. El hijo sentó plaza como cadete en la Guardia Real y ha seguido una brillantísima carrera de armas. Pero también politiqueó lo suyo. Liberal decidido desde el primer momento, debió pasar algunos meses en prisión durante los últimos años de reinado de don Fernando el Séptimo. En la anterior Guerra de los Siete Años, consiguió tres cruces de San Fernando y múltiples ascensos en defensa de la causa isabelina. Adherido al partido moderado, participó junto a Diego de León en la tentativa fallida de derribar la regencia de Espartero, por lo que debió sufrir exilio en Florencia. Pero como también contribuyó al derrocamiento de Espartero provocado por Narváez, fue ascendido a teniente general, siendo nombrado capitán general de Castilla la Vieja[21].
—No sabía que este general fuera hijo del brigadier de la Armada Gutiérrez de la Concha, uno de los héroes en la defensa de Buenos Aires contra los británicos. Como dice, fue vergonzosamente fusilado junto al jefe de escuadra Liniers en la pampa llamada monte de los Papagayos, cerca de la posta de Cabeza del Tigre. Allí fueron alcanzados por los emisarios de la Junta Revolucionaria, que cabalgaban en su busca. Y sin más diligencias o proceso, que dictar a la voz en grito una inmerecida sentencia de muerte, fueron fusilados por un pelotón. Y para mayor escarnio de los asesinos, los miembros de la Junta autorizaron a que sometieran los cadáveres a la grosera rapacidad de los ajusticiadores.
—Ya veo que conoce a fondo nuestra historia y sus hombres. Desconocía esos detalles que menciona.
—Siempre me ha gustado leer nuestros episodios históricos, señor. Pero los de este caso concreto me los narró con todo detalle mi tío, el capitán de navío Adalberto Pignatti. Cuando mandaba el queche Hiena en el Río de la Plata, conoció a un capellán que había asistido antes de la muerte a los ajusticiados.
—Pues sabe más que yo.
—Regresando al tema que tratábamos, señor. ¿Son muchos los hombres de que disponen los carlistas en las provincias catalanas?
—Se estima que no alcanzan los ocho mil hombres, aunque se trate de estimaciones sin la necesaria confirmación. Y no debemos olvidar que el Ejército dispone en Cataluña de 40.000 soldados con armas a la mano. Pero lo que de verdad se teme es que el general Cabrera, que todavía permanece en Lion muy controlado por nuestros espías, se decida a dar el paso y entre en España al frente de unos 10.000 hombres. Pero también se trata de un tamaño de fuerza sin certificar, que todas las informaciones se mantienen en pura estima. El mayor peligro de Cabrera, según nuestros informadores, es la misión que le ha asignado el mismísimo don Carlos para que organice lo que llaman como Ejército Real de Cataluña, un intento de agrupar las partidas y fuerzas dispersas bajo un solo mando. Hay quien estima como inminente la entrada de Cabrera en España, aunque el capitán general de Cataluña se mantenga con mil ojos abiertos a las bandas.
—¿Continúa la política dura de los fusilamientos con juicio sumarísimo, señor? —preguntaba sin mostrar excesivo interés, mientras la figura de mi primo Beto se aparecía con claridad en la cabeza.
—En principio, sí. Como los británicos no presionan en ese sentido, tal y como acaeció durante la guerra anterior, no se ha bajado la mano hasta ahora y los jefes carlistas que son apresados, se llevan al paredón casi de inmediato. Sin embargo, parece que el general Fernández de Córdoba también es partidario de buscar una salida conciliada con los jefes legitimistas que se mueven en Cataluña. De todas formas, a lo que más se teme en estos momentos es a la posible entrada del conde de Montemolín en España, por lo que podría suponer de elevación en la moral de las fuerzas que lo defienden. Ahí es donde el Gobierno parece estar decidido a largar la mano fuerte. Como el espionaje parece haber entrado en acción con una fuerza como jamás se le había supuesto, es de suponer que muchos informadores se muevan alrededor de esa pequeña Corte carlista y ofrecerán el aviso con suficientes detalles. Y esperemos que acierten en la ocasión y no marren, como cuando nos aseguraban la entrada de don Carlos en España por medio de un falucho pesquero.
—Bien que lo sufrí en mis carnes, señor.
—Ya lo recuerdo.
Tras la conversación mantenida con el jefe de nuestra división, me costaba dejar de pensar en la figura de mi primo Beto. Consciente de que los oficiales carlistas capturados en el falucho habían sido ajusticiados pocos días después de las acciones que dirigí, me felicité al haber conseguido que mi primo escapara, aunque se tratara de una acción más que irregular e incluso de teórico apoyo al enemigo. No obstante y aunque ninguna noticia me hubiera llegado sobre el tema, tampoco podía asegurar que Beto hubiese alcanzado tierra francesa. Porque entraba dentro de lo posible que hubiese sido apresado en su necesaria escapada por tierra o por mar, con lo que también habría sido condenado al inmediato fusilamiento.
* * *
A bordo del Blasco de Garay reanudamos las misiones de vigilancia por la costa catalana que, con el paso del tiempo, se convirtieron en una aburrida tarea de sencilla y repetida navegación. Y no lo entiendan en el sentido de que un oficial de guerra de la Real Armada percibiera tedio o desgana por el simple hecho de cabalgar sobre las aguas, sino que la situación no se ajustaba en absoluto a los fines previstos. Porque no aparecía noticia alguna de cierto interés en las treinta y dos cuartas del horizonte. Ni siquiera la mar caprichosa entró en componendas de riesgo dignas de mención; mares arboladas, tramontanas de cuerda roja u otros pormenores dignos de ser tenidos en cuenta. Es innegable que, aunque los temporales duelan a toda una dotación huesos adentro, no hay nada peor para el hombre de mar que la rutina palaciega, de esas que te acaban por convencer de que la mar es una madre amantísima y bondadosa que te protege noche y día. Para colmo, nada digno de señalar descubrimos en aquellos meses, aunque variáramos las derrotas de búsqueda hasta los límites, incluyendo una novedosa pasada por las aguas cercanas a los estados orientales franceses, con piedras demasiado cercanas y una cartografía sin garantías.
Como anécdota festiva de aquellos días puedo señalar una misión encarada por fuera de la contienda que vivíamos, una tarea que nos sacó en bulto de la penosa rutina. En la segunda quincena del mes de abril, debí pasar a Valencia con cierta urgencia, para embarcar al diplomático don Hipólito Renuesa, a quien debía transportar de inmediato hasta el puerto de Nápoles, tras haber sido nombrado secretario de la embajada española en dicho reino. Entendí la misión como un tanto exagerada, aquella de empeñar la función de todo un vapor de primera clase para efectuar el transporte de una sola persona. También llegué a pensar que se tratara de personaje principal, embozado de nombre y función, condición que desconocíamos a bordo. Porque ni una sola palabra de aclaración se nos había comunicado desde la jefatura de la división, ni siquiera a quien ejercía la función de mando.
Por fortuna, se trataba de un hombre culto y divertido, entrado de lleno en la cincuentena, con quien conversé por largo y de forma amena durante los cinco días de navegación. Para su suerte, porque don Hipólito sentía el mal de la mar muy a fondo, nos bendijo la gran señora de las aguas en conchas doradas y el viento no se elevó una mota por encima de la estadía de fresco. Una vez fondeado frente a la maravillosa ciudad napolitana, con tanta historia española prendida en sus faldas, lo desembarcamos por medio de nuestra lancha y esperé noticias de la embajada por si se requerían mis servicios. Y como no obtuve ni una mínima respuesta de obligada cortesía, levé las anclas al tercer día y encaré el tornaviaje hacia el puerto de Barcelona, en acuerdo a las órdenes de comisión recibidas.
No corrimos la misma suerte en las millas de regreso porque nos ofendió la mar hasta rebosar la cresta. Un sudoeste cascarrón con visos de ventarrón sucio nos azotó a lo largo de tres singladuras, con amenaza de volar más alto, hasta que conseguimos tomar el socaire de las islas Baleares. Pero cayeron las ballestas del cielo con rapidez y nada más que señalar debimos afrontar hasta largar los ferros en el puerto catalán.
Después de navegar muchos cientos de millas durante demasiados meses por el viejo mar Mediterráneo, acabé por convencerme de que en esta nueva contienda no se emplearía el cauce marítimo para que los carlistas consiguieran el necesario armamento. Y hasta cierto punto era de lógica explicación tal fenómeno, en contra de lo acaecido en la guerra anterior. Porque con bastante claridad se conocía, que los legitimistas no disponían de puntos seguros en la costa catalana para recibir y distribuir el material, lo que les suponía un serio problema. Ni siquiera en los pequeños puertos de la Cerdaña podían quedar tranquilos y el transporte del posible material quedaba entrado en aires de interrogación. Así, puedo declarar como negro resumen, que en los meses restantes del año no llegamos a inspeccionar más de siete u ocho buques sospechosos, de los que apresamos cinco sin oposición alguna. Pero se trataba de pequeñas embarcaciones contrabandistas con tabaco en polvo y en rama, así como cigarros en basto, sin conexión alguna con la causa legitimista. Parecía que el tabaco pasaba a ser el producto más buscado por quienes deseaban comerciar en negro por la mar.
Por fortuna para el funcionamiento de nuestros buques de vapor, apareció en Barcelona gran cantidad de carbón negro y reluciente como piel de africano, situación que hacía sonreír al maquinista don Artemio, como si hubiera recibido la visita en su lecho de la cortesana más generosa. Sin embargo, pronto comenzamos a lidiar con un problema hasta entonces evitado. Me refiero a los sistemas de evaporización del agua, tan necesarios para que las calderas funcionaran con aguas dulces y escasa presencia de sales. Los tubos de repuesto para los evaporadores, almacenados durante nuestra estancia en los astilleros Blackwall con sabia previsión por el maquinista, acabaron por mostrar un profundo desgaste e imposibilidad de reutilización, lo que nos llevó a deber aceptar la siniestra situación de que se mantuvieran fuera de servicio demasiadas horas. Y como triste resultado, fue necesario alimentarse de agua de mar en algunas ocasiones, lo que comenzó a colmatar quemadores y estructuras con las malditas acumulaciones de sales, que llegaban a inutilizar las calderas durante demasiado tiempo. Se trataba de un problema candente en el que mucho trabajaban los ingenieros y profesionales, con opiniones diferentes. Porque algunos defendían la postura de aumentar los depósitos y tanques de agua clara, mientras otros estimaban que todo se resumía en perfeccionar los sistemas de evaporación. La situación a bordo dependía al ciento del número de millas a navegar y de que el agua dulce almacenada permitiera un alargado recorrido sin necesidades. Y esas corridas mediterráneas de escaso tiempo, colaboraban a que el problema no se agigantara en demasía.
La parte positiva del asunto se nos abrió a bordo ante la necesidad de regresar en ocasiones a la más pura navegación de vela, lo que ofrecía cierto atractivo desde un punto de vista puramente marinero. Y si el Blasco mostraba una planta propulsora de magníficas condiciones, no podía asegurar lo mismo en cuanto a su aparejo. Aunque las innovaciones marítimas hubiesen aparecido a lo largo de la historia con una elevada lentitud, parecía que ahora todo se aceleraba en línea y se había cambiado la torta de cara en escaso tiempo. Si en los primeros vapores se podía asegurar que las máquinas debían considerarse como un elemento auxiliar de la vela clásica, ahora se aparecía la banda contraria y encarábamos el aparejo como el verdadero sistema secundario. Y no quiero decir que supusiera peligro o inconveniente alguno el hecho de navegar a vela o que no fuéramos capaces de cumplir con las navegaciones impuestas aparejo arriba. Apenas notábamos quebranto en la navegación normal con las velas largadas al viento, pero mucho me temía descubrir algún vapor y sentir la necesidad de entrar en caza sin la benéfica propulsión de las ruedas. Es fácil acostumbrarse a navegar, sin elevar una sola mirada a los cielos en busca del soplo adecuado.
Como parecía que los males entraban en maldita repetición, en los primeros días del mes de junio sufrimos en la rueda de estribor un problema parecido al que debiéramos soportar más de un año atrás en la gemela de babor. Solamente fue necesario escuchar los primeros y quejumbrosos gemidos, para llegar a la conclusión de que deberíamos parar las máquinas y dirigirnos a puerto para reparar la cordada. Pero como ya la experiencia cobraba rendimientos, ni siquiera se proyectó desembragar la rueda de estribor a la brava, como intentáramos realizar en la costa gallega. Se cerraron válvulas por derecho y nos dirigimos con el aparejo alzado a nuestro seguro aconchadero de Barcelona, del que nos separaban en ese momento poco más de doscientas cincuenta millas.
La forzosa navegación a vela se llevó a cabo con un viento de levante fresco y marejada suelta, situación que nos auxilió la derrota en beneficio hacia nuestro puerto madre, donde entrábamos tres días después. Una vez fondeados en cuarentena, comprobamos que la avería sufrida en la rueda parecía calcada a la padecida en la ocasión anterior. Si en aquella ocasión habían sido cinco las palas desmadradas, ahora debíamos contentarnos con cuatro solamente. Y una vez más con fortuna añadida, porque ninguna de las palas se había malformado o partido, sino que se encontraban despasadas y con ataque lateral, fuera de sus guías respectivas, pero intactas. Y era un buen obsequio que no se debiera esperar a la composición de palas nuevas.
Fue precisamente cuando, una vez fondeados, informaba al jefe de la división de la avería sufrida y la necesidad de permanecer en puerto hasta verificar la reparación de la rueda de estribor, cuando recibí una noticia poco favorecedora para la empresa de la contienda civil, aunque esperada por todos. Acababan de informar al capitán de navío de la Cruz en Capitanía, sobre la entrada en España del general Ramón Cabrera, máximo exponente de las fuerzas carlistas y presencia que tanto se reclamaba por sus partidarios, como si se tratara del maná celestial y reparador. Y aunque las noticias corridas por bocas interesadas aludieran a que llegaba a las tierras de España a la cabeza de un poderoso ejército de más de quince mil hombres, poco se aproximaban tales datos a la realidad. Era sin duda más creíble, que el Tigre del Maestrazgo hubiera cruzado la frontera a la cabeza de unos tres o cuatro mil soldados solamente, aunque pronto se le unieran más fuerzas dispersas hasta quedar al mando de unos ocho mil hombres. Y esa cantidad, con la categoría de dicho general al frente, suponía un quebradero de cabeza para el Gobierno fácil de comprender. Cabrera soñaba con el llamado en anticipo como Ejército Real de Cataluña, formación ordenada por su Señor, mientras las fuerzas gubernamentales recibían la orden de impedir que la reunión de fuerzas alcanzara límites de gravedad.
La entrada del general Cabrera en tierras españolas coincidió en el tiempo, no por casualidad, con algunos nuevos levantamientos en las provincias más aplicadas al movimiento legitimista. Sin embargo, las fuerzas desplegadas por el Gobierno se mantenían muy atentas a tal posibilidad, de forma que uno a uno fracasaron los intentos, escasos en número y posibilidades, aunque se presentara algún momento victorioso que se precipitaba en el fracaso poco tiempo después.
El segundo semestre de aquel año de 1848 se nos apareció más rico en noticias de guerra, algunas negativas aunque jamás llegaran a presentar un verdadero peligro para la estabilidad gubernamental. Más bien, el Gobierno de Narváez debía enfrentar otros problemas interiores y exteriores de mayor enjundia, normalmente con motivo de intentonas de los exaltados o los revolucionarios, que querían socavar incluso los cimientos más sólidos de la nación. Pero no entraron en escena solamente dichos movimientos o los encuentros con las fuerzas carlistas en determinados escenarios catalanes, sino también otro acontecimiento, en este caso europeo, que podía actuar como factor a favor y evitar las miradas hacia el interior, unas operaciones que permitieran sumar voluntades de la España entera. Me refiero a los problemas que debía afrontar el Santo Padre en sus propios territorios. En verdad que poco conocía de este tema y fue gracias a una reunión de mandos con el jefe de la división, que pude adquirir los datos necesarios.
Para la reunión de comandantes convocada por el jefe de la división nos aprestamos los de los buques presentes en Barcelona. Me refiero a los de los vapores Blasco de Garay, Vulcano y Castilla, así como del bergantín Volador. Más que reunión de planeamiento o enfoque de las misiones de guerra, se trabó pronto la escena en una charla entre compañeros, que buscaban ponerse al día de aquellas noticias que, por encontrarnos de forma casi permanente en la mar, solíamos perder. Y hablábamos de los primeros movimientos apreciados a las fuerzas del general Cabrera y la oposición en marcha por parte del capitán general de Cataluña, cuando el capitán de navío de la Cruz abordó un tema completamente diferente.
—Me temo, señores, que aparece en el horizonte un tema que no todos enfocan con la debida importancia. Estoy convencido de que los violentos sucesos acaecidos en el Vaticano acabarán por afectarnos con mayor o menor consideración.
—¿Sucesos en el Vaticano, señor? —apunté a la rápida con rostro de absoluta ignorancia, ante la mirada atónita de mis compañeros.
—Luego nos acusan de que no nos encontramos al día de los acontecimientos políticos internos y externos —el jefe de la división sonreía—. Bueno, para que comprendan la razón de que estos hechos nos afecten en especial medida, he de hacer un ligero recorrido por los últimos años y nuestra especial situación respecto a la Santa Sede. Es posible que alguno de ustedes la desconozca.
Como los cuatro comandantes manteníamos rostros de incomprensión y desconocimiento, el jefe de la división entró a la brecha.
—Deben saber que los incendios y asaltos realizados contra iglesias y conventos en los años 1834 y 1835, así como la desamortización de Mendizábal de 1836 y la feroz política anticlerical llevada a cabo por los gobiernos radicales hasta 1843, provocaron la ruptura de las relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Se trataba de una situación no deseada por un porcentaje elevado del pueblo español y de sus dirigentes. Sin embargo, hace dos años tuvo lugar un importante giro, cuando fue elegido para ocupar el sillón de San Pedro el Papa Pío IX, que hoy gobierna el timón de la Santa Madre Iglesia.
—Un Papa con fama de liberal, aunque se considere pecaminoso acoplar al Santo Padre un perfil político determinado —apuntaba el comandante del Volador con inesperada soltura.
—Tiene toda la razón, Pastor —de la Cruz parecía sorprendido por los conocimientos del teniente de navío—. Fama de liberal en el momento de ser elegido, que aumentó por las medidas liberalizadoras que concedió a su pueblo como soberano temporal de los estados vaticanos. También es cierto que muchos gobiernos europeos recelaron de sus medidas. Incluso en España, los círculos más reaccionarios lo tildaron sin dudarlo como un Robespierre con tiara. No obstante, siempre he creído que la Iglesia escoge sabiamente a su Santo Padre en cada momento de la historia, bien sea por intercesión directa del Espíritu Santo o la de alguna mano sabia y terrenal.
—Todo depende de las creencias propias, señor —dijo Pastor, que deseaba entrar en la discusión para asombro de sus compañeros.
—En efecto, así es y, posiblemente, así deba ser. No obstante, cuando en abril de este mismo año el Santo Padre se negó a entrar en guerra contra Austria en apoyo a los demás estados italianos, esa fama benévola de liberalidad se transformó en demencial odio, elevándose el clamor popular en su contra. Los revolucionarios se adueñaron de las calles y, hace muy pocos días, unos desconocidos de clara estirpe revolucionaria han apuñalado al ministro Rossi y movilizado al populacho ante el palacio del Quirinal. La causa no era otra que exigir al Papa un gobierno a su medida. Parece ser, aunque no se trate de noticia convenientemente corroborada, que el Santo Padre ha claudicado y queda prisionero en su propio palacio. Por una buena fuente he tenido conocimiento de que los embajadores de Baviera, Francia y España se han brindado a un inmediato auxilio, y en estos momentos trasladan al Santo Padre a Gaeta, en el vecino reino de Nápoles.
—¿Nos pueden afectar tales sucesos, señor? —preguntaba con cierta inocencia el comandante del Vulcano, capitán de fragata Merano.
—En mi particular opinión, es el momento adecuado para que Narváez reaccione y establezca de nuevo unas buenas relaciones con la Santa Sede, al tiempo que encara una política más propia e independiente en cuanto a los asuntos de Europa. Es bien sabido que, desde que se coronó a doña Isabel II, nuestra política exterior se ha visto influida al ciento por Francia e Inglaterra.
Sin embargo, todo apunta a que este año puede ser el de esa soñada independencia. Por una parte, aparece esta revuelta en Italia, donde ese exaltado de Garibaldi intenta incendiar a todo el pueblo y concienciarlo del sentimiento de una verdadera patria italiana que, en verdad, no existe. Pero no olvidemos que en Francia ha caído el gobierno del rey Luis Felipe y es muy posible una nueva declaración de república, que poco conviene a nuestros intereses. Pero también con el Reino Unido han saltado nuevas coyunturas negativas y de cierta importancia. El Gobierno ha decidido que las intromisiones en la política interna del embajador británico Bulwer, tan prepotentes y osadas como las de sus predecesores, son intolerables, por lo que ha procedido a su inmediata expulsión. Y parece que se avecina una ruptura de relaciones con dicho país.
—Son noticias de especial calado las que nos expone, señor. De esa forma, quedaríamos sin el apoyo de las dos potencias que más nos ayudaron en contra de las posturas legitimistas durante la pasada guerra.
—En efecto. Tales condiciones nos alumbran con claridad la escasa importancia que el Gobierno concede a esta nueva intentona carlista. Son conscientes de que no seremos apoyados por esas dos naciones a las que debemos tanto agradecimiento, especialmente al Reino Unido, pero tampoco se posicionarán a favor de don Carlos. Parece ser que Narváez pretende trazar su propia política exterior, aunque haya quien asegure que se trata de misión imposible. Sin embargo, otros estiman que el general se encuentra con esa posibilidad a la mano en el momento adecuado. Acaba de vencer en la pasada primavera a los revolucionarios en casa. Y estos movimientos italianos le conceden la soñada oportunidad. Al tiempo que decide sobre nuestra propia política sin ingerencias, necesitamos restablecer las mejores relaciones con la Santa Sede. Se considera necesario firmar un nuevo concordato que supere las heridas causadas por la desamortización, que tanto afectó a las propiedades eclesiásticas, y por último y no menos importante, atraerse a los carlistas que tanto apoyan la causa romana y lo muestran como uno de los apartados que más nos separan. No estoy seguro, señores, pero podría salirle bien la maniobra a nuestro jefe de Gobierno.
—En ese caso, señor, ¿estima que deberemos actuar en la costa italiana? —preguntaba de nuevo Merano.
—Pues no lo sé, pero no lo descarto en absoluto. Por beneficiosa casualidad, disponemos de una división naval en el Mediterráneo, que debería navegar pocas millas para presentar nuestro pabellón en las citadas costas. Y no estimo que nuestra misión de vigilancia en las riberas catalanas se aparezca como de especial importancia. Bueno, por ahora parece que todo lo que se mueve en el escenario italiano, se ciñe a múltiples conferencias diplomáticas que se mantienen entre las naciones católicas europeas. Pero ese tipo de parlamentos suelen ser el primer paso para atacar otras decisiones de mayor importancia. Creo que en el primer trimestre del próximo año, sabremos más de este asunto.
Mucha razón tenía en sus palabras el capitán de navío de la Cruz, como pudimos comprobar meses después. Pero de momento, seguíamos ligados a nuestra política interior cercana, y en ese aspecto cobraba importancia el movimiento carlista. Aunque la contienda parecía adormecida, en aquel mes de diciembre tuvimos conocimiento de una importante victoria por parte del general Cabrera contra las del general Manzano en la población catalana de Aviñó. Y debió tomar extraordinarias medidas el general gubernamental, para que no se produjeran deserciones en masa entre su fuerza, amenazando con fusilamientos generales posturas adversas. Y si no se trataba de una victoria de máxima importancia, supuso una elevación de la moral carlista, cuando precisamente más caída se encontraba. El Gobierno apretó las tuerzas a sus generales y exigió victorias inmediatas, que paliaran los reveses sufridos.
De esta forma encaramos un año más los días que celebran la Natividad de nuestro Señor. Unas nuevas Navidades que preveía cebadas en tristeza y lejos de los seres queridos, cuyas figuras me costaba recrear con cierto detalle en la imaginación. Sin embargo, gracias a la mala suerte, que así la defino sin error, pude reencontrarme con ellos cuando menos lo esperaba. A mediados del mes de diciembre, se me había concedido la petición de entrar en un mes de inactividad. El maquinista me lo solicitaba desde bastantes semanas atrás. Con su habitual subordinación, exigía un inevitable periodo de recorrido general de calderas y máquinas, necesario para restablecer el alistamiento general del buque. Y como las empresas de vigilancia a encarar no mostraban la enjundia mínima necesaria, el jefe de la división me concedió la petición elevada. Pero como si el destino deseara cuadrar coros y voluntades, el día 19 me llegaba un correo de postas en el que se me anunciaba un grave ataque sufrido por mi padre. Y el propio doctor Medrano, amigo de la familia, me comunicaba que no podía vaticinar las posibilidades ciertas de un futuro, que estimaba preñado de perfiles negros.
Creo que la Santa Patrona decidió ofrecerme noticias de ambos signos en una misma cordada, quizás para no amparar a la mala el conjunto de la bolsa. Porque pocos minutos después también me alcanzaba con la saca de la correspondencia una misiva de mi hijo Santiago, fechada en el puerto de Cádiz dos meses atrás. Embarcado durante seis meses a bordo del bergantín-goleta Constitución, armado con catorce cañones y en misiones de vigilancia del corso por aguas del Estrecho, acababa de ser promovido al empleo de alférez de fragata. Y me emocioné al imaginar la figura del mozo con la tan deseada charretera al hombro. En aquellos momentos de tristeza y alegría conjunta, habría deseado encontrarme al lado de los dos hombres que más quería y mantener un desesperado abrazo durante horas. Después de todo, no se trataba más que de la comprobación del carrete propio de la vida. Mientras uno llega a la malla compacta, otro comienza a largar bobina.
Aquella misma tarde me hizo llamar el jefe de la división a su cámara. Y bien sabe Dios que no podía imaginar siquiera, que hubiera tenido conocimiento de la peligrosa situación que atravesaba mi padre. Y menos podía sospechar que tan negativa nueva le alcanzara por la vía oficial del ministerio de Marina y la condición de mi padre como teniente general. El capitán de navío de la Cruz me espetó la directa en cuanto aparecí ante él.
—Siento mucho el tristísimo y penoso trance que atraviesa su padre, Leñanza. También comprendo vuestro pesar. He tenido conocimiento por mensaje del mayor general del ministerio.
—Muchas gracias, señor. También a mí me alcanzó un recado particular de mi esposa, con un informe anejo del cirujano.
—¿Es muy grave…?
—En efecto, señor, parece que no pintan de colores blancos las nubes en la vida de mi querido progenitor. Además, no es la primera vez que sufre un episodio parecido, con graves alteraciones en su corazón. No obstante, parece que ahora la bombarda posee más pólvora y puede reventar en cualquier momento.
—En ese caso, ¿a qué espera? No lo dude un segundo y salga para Madrid de inmediato. ¡Vamos, mueva el culo de una vez!
—¿Salir para Madrid? ¿Abandonar el buque de mi mando, señor?
—Por todos los cristos, Leñanza, el buque bajo su mando se encuentra sometido a cuatro semanas de inmovilización por orden de mi mano. Y se mantendrá en la situación de fondeo donde ahora mismo se encuentra durante dos o tres semanas más, con trabajos en calderas e incapaz de dar avante. Y no olvide que dispone de un segundo comandante de absoluta confianza, según sus propias informaciones. Así que no lo piense más y salga a la carrera.
—Pero, señor, encontraría tal acción un tanto irregular…
—Miré, Leñanza, no maneje la perdiz en rondo un segundo más o conseguirá sacarme los nervios en garfio. Recuerde que en esta división naval soy yo quien decide lo que es irregular o no —el tono aparecido al pronto en la voz de mi jefe no aparejaba duda alguna—. Y se trata de una orden. Prepare una bolsa y arriende una carretela rápida, de las de ronda, sin necesidad de quedar a la inestable necesidad de esas diligencias. Por fortuna, tiene posibles para pagarla.
El capitán de navío de la Cruz apoyaba sus manos en mis hombros, al tiempo que me empujaba hacia la puerta con inesperada urgencia. No sabía cómo reaccionar, pero pronto comprendí que el jefe de la división lo hacía todo en mi beneficio.
—Muchas gracias, señor.
—Vamos, no pierda tiempo en agradecimientos. Y quiera Dios que su padre supere este mal momento.
Abandoné el buque insignia con una inesperada celeridad, como si me llevara la vida arrancar hacia Madrid a la mayor urgencia. Bien sabe Dios, que deseaba estar al lado de mi padre por si se producía algún fatal acontecimiento, en el que ni siquiera deseaba pensar. No obstante, también sentía tripas adentro cierta desazón por abandonar el Blasco, porque no me imaginaba encontrarme lejos de sus tablas cuando desempeñaba el mando. Pero conseguí largar tales pensamientos y, tras ordenar a Pepillo que tomara los enseres más indispensables, tres horas después abandonábamos Cataluña con la proa firme en las Castillas. El rostro de mi padre se agigantaba en mi cabeza y solamente rogaba a Dios por su salud y por el bien de su alma.