Si el ánimo se movía ligeramente en rastros bajeros por aquellos días de sesteo marinero, fondeados de firme en el puerto de Castellón, pronto recibí la nueva que esperaba con tanta ansiedad y que niveló la vasija en beneficio. ¡Cómo revienta la piñata del alma en luces con una noticia anhelada y esperada durante alargados meses, aunque tan fastuoso repique de campanas interiores perdure en el tiempo mucho menos de lo que cabía esperar! Por Real Orden de fecha 14 de abril del año del Señor de 1847, se me nombraba comandante del buque de primera clase Blasco de Garay. Y aunque lo estimen entre sonrisas cual pura exageración marinera, juro que disfrutaba de una especial sensación, como si se me hubiera nombrado dueño y señor de medio mundo. Porque el barco cuyas tablas pisaba conformaba medio mundo para mí, y pasaba a ser el dios particular e indiscutible en dicho escenario.
Pocos segundos después de recibir el nombramiento, decidía que el teniente de navío Agustín Malpaso ocupara el puesto a bordo como mi segundo comandante. Y bien que lo merecía aquel extraordinario oficial, en el que pude delegar las obligaciones del mando, cuando así lo necesité, con absoluta confianza. Al mismo tiempo, el capitán de navío Díaz Herrera aparecía en la Gaceta destinado como segundo jefe del Apostadero de La Habana. Y como aquel buen hombre parecía tomar la noticia con cierta alegría y palmas arrastradas a la vista, comprendí que se trataba de torta dispuesta en el horno con suficiente anterioridad. De esta forma, nos felicitamos mutuamente y procedimos al acto de relevo, presidido en la ocasión por el jefe de nuestra división, capitán de navío de la Cruz, que dos días antes había aparecido en el puerto castellonense a bordo de la fragata Cortés, acompañado por el resto de la fuerza bajo sus órdenes.
Tras la emotiva ceremonia, en la que se promete fidelidad a las armas de España y se ofrecían clamorosos vivas a la Reina por toda la dotación formada en cubierta, recibí la merecida enhorabuena, al tiempo que mudaba cuerpo y enseres a la cámara de popa. Y bien que agradece el alma contemplar la mar a través de la balconada sin limitaciones, consciente de que solamente Dios Nuestro Señor podía acallar mis palabras y órdenes a bordo. En debida cortesía, en compañía del comandante saliente acudimos a tierra para informar a las autoridades civiles y militares del cambio en el mando del buque. Volví a encontrar al coronel Espuerta, que mucho se movía entre bambalinas cortesanas. Me ofreció un inesperado abrazo por la toma del mando, como si se tratara de un viejo amigo o compañero.
Con buen criterio, se había cambiado el centro de operaciones para la división naval desde el puerto de Valencia al de Castellón, decisión en la que mucho había colaborado nuestro jefe. Y todavía pensaba para mis adentros, que bien se podía haber continuado en la empresa un poco más hacia el norte y señalar como eje central de los esfuerzos al de Barcelona, a escasas millas de la costa que debíamos vigilar a paso corto. De todas formas, se trataba de un significativo avance que nos beneficiaba a todos y suponía un importante ahorro en carbón y millas a recorrer.
Como había padecido en anteriores ocasiones, comenzamos un periodo de tiempo que, por mi parte, estimaba como absurda pérdida de esfuerzos. Una vez más debía enfocar esos periodos de lento enjuague en las mayorías generales, que se traducían en falta de operatividad, normalmente achacada a quienes ningún pecado habían cometido. Porque hasta dos semanas después de mi toma de mando, no se nos ordenó salir a la mar con dirección a las costas gerundenses y patrullar desde las aguas francesas hacia el sur, hasta la latitud correspondiente a las islas Medas. En esta ocasión, nos acompañaba como pareja consorte el bergantín Volador. Al mismo tiempo, se formaba una nueva sección compuesta por los vapores Castilla y Vulcano, que deberían completar la vigilancia al sur de nuestra zona, hasta alcanzar la altura del puerto de Blanes, estimada como límite de las áreas de búsqueda. Y había quien criticaba con dureza esta decisión, al dejar de lado la patrulla directa de la zona sur catalana. Y bien que me contaba entre los que así se declaraban. Porque ya se había comprobado en la contienda anterior, el tráfico de armamento procedente de las costas orientales de la Provenza o de Génova hacia puertos catalanes o valencianos en rumbo directo y sin auxilio de costaneo. Es posible que la escasez en número de unidades obligara a tal medida, aunque no comulgara con dichas especulaciones.
Aunque así lo comentaran algunos compañeros, no me incomodó en una sola mota el acompañamiento del Volador para las acciones de caza. Debo aquí señalar que muchos comandantes, entrados en lo que estimaba como un craso error, entendían que la compañía de un buque de vela ralentizaba o entorpecía la misión señalada para la unidad propulsada a vapor. Olvidaban, desde luego, las ventajas y garantías que las velas ofrecen. Además, el Volador se mostraba sobre las aguas como un buque muy velero y con escasas o nulas limitaciones. Y como había trabajado con anterioridad con su comandante, el teniente de navío Benjamín Pastor, un oficial de planta entera, todo se corrió a la buena y sin costras. De esa forma, también ejercía el mando en el conjunto de los dos buques y no aparecía pensamiento a la contra en la mar. Por las razones expuestas, sentí un agradable rumor por las tripas cuando levé las anclas y comencé la comisión de guerra impuesta, sabiéndome dominador de la escena y de los destinos de tantos hombres.
En aquella primera fase de la nueva vigilancia, que se preveía de cuatro semanas completas, apenas distinguimos en la mar algún avistamiento que nos produjera un mínimo interés. Porque tan sólo detectamos la presencia de unos pocos pesqueros o mercantes propios, en perfectas condiciones de despacho y flete. Y bien que revisamos de forma muy especial la carga de un mercante francés, que navegaba despachado desde el puerto de Marsella, marcando la borda el límite de su línea de flotación. Pero todo lo mostraba en regla, con destino adecuado a una plaza de Argel, y sin que aparecieran productos habituales en el contrabando de guerra.
Como triste y deslucido resumen, aquella vigilancia inicial se tradujo en demasiadas singladuras con anteojo en uso continuo, así como un disfrute sereno de las primeras millas como comandante de un vapor en la mar. Sin embargo, no todo se desarrolló con sesteo a la galana. Porque durante cuatro o cinco días la mar nos empitonó a la brava y con escasa misericordia, aunque, en verdad, no llegara a sobrepasar los lindes. Y en este caso, no se trataba de una clásica tramontana del Golfo, sino de un levante cerrado y cascarrón que nos hizo mover los cuerpos hasta reventar higadillos. Para colmo de molestias, la mar nos tomaba de través si ejercíamos las derrotas de vigilancia habituales, centradas en los rumbos norte-sur, con lo que debíamos llevar a cabo continuos bordos de confianza. Pero entrado en la cara de favor, mucho me admiró comprobar lo bien que tomaba la mar el bergantín Volador, que se dejaba correr en diana como pájaro en vela, un maravilloso espectáculo marinero que solamente con la propulsión a vela se hacía posible.
Siguiendo las directrices de nuestro jefe de división, al finalizar la cuarta semana de vigilancia y última corrida hacia el sur, recalamos en el puerto de Barcelona, con la intención de rellenar víveres, carbón y aguada. De esa forma, tras un ligero descanso ofrecido a la dotación, podíamos quedar listos para desempeñar una nueva comisión. Sin embargo, dos rémoras se aparecieron de entrada a la cara. En primer lugar, la escasa calidad del carbón estibado en el muelle barcelonés de levante, con estrías amarillas y desgaste de formas, una visión general de la que el maquinista despotricaba con toda la razón. Y bien sabíamos lo que un elemento de combustión en mal estado puede llegar a producir en los quemadores de a bordo. Por desgracia, aunque eleváramos la oficial protesta en papel y verbo, nada pudimos remediar. Tan sólo tomamos la decisión de intentar emplear mezcla de piedras en todo momento, y que no aparecieran demasiadas cargas de uso basto en las parrillas.
En segundo lugar, tal y como nos temíamos, también recibimos la oportuna visita de algunos jefes del Ejército destinados en la Capitanía General de Cataluña, acompañados por los impenitentes espías. Como estrategas de altos vuelos y geógrafos entendidos, a la vista de la carta náutica trazaban círculos y derrotas de posibles tráficos que, en mi opinión, solamente en sus desgastadas cabezas existían. Me repetía una y otra vez lo fácil que se aparece planificar acciones navales al calor de la mesa en tierra, teóricos planes que más tarde saltan por los aires con la primera marejada gruesa. Pero de alguna forma debían ganar el sustento aquellos iluminados, que en tan escasas ocasiones golpeaban el centro de la diana.
Por fin, se nos ordenó comenzar una nueva misión de vigilancia por la costa septentrional catalana el día décimo del mes de diciembre de aquel año de 1847, que agonizaba entre nuestros brazos. Siguiendo las prescripciones expuestas con claridad en la comisión de guerra trazada por la mayoría general de la división, abandonamos el puerto de Barcelona para llevar a cabo una nueva derrota de interceptación de posibles buques contrabandistas, en esta ocasión con una duración estimada de seis semanas. Y como ya se aparecía como pareja consumada, de nuevo acompañados por el bergantín Volador, a quien ya considerábamos por aquellos días como el hermano menor de la camada. Pero antes de pasar a narrarles la interesante y extraña situación que vivimos en aquella correría de sur a norte, debo exponerles la gran diferencia que se había producido en los últimos años en cuanto a la artillería naval, el arma que, después de todo, definía las acciones bélicas en la mar. Y debo exponerlo por lo mucho que afectó a nuestras acciones en aquella misión.
Cuando les hablo sobre el armamento propio de los buques de aquellos años, habrán leído que he especificado de forma repetida dos diferentes tipos de cañones. Me refiero a los tradicionales o de bala rasa, mientras que denominábamos como cañones bomberos a los que empleaban el método Paixhans, de empleo en las Marinas del mundo avanzado en los últimos diez o doce años. El cañón de bala rasa había supuesto la artillería habitual de los buques a lo largo de los últimos siglos. El fin primordial consistía en enviar a la mayor distancia posible, siempre con la debida exactitud en su puntería, una bala maciza de hierro, cuyo dañino efecto solamente se basada en los desperfectos que podía realizar al impactar en cascos, cubiertas, arboladuras y aparejos del buque enemigo, así como producir daños por el vuelo de sus elementos en cortadillos de metralla o al producir los peligrosos astillazos que tanta sangre derramaron en las cubiertas. El cañón bombero, sin embargo, disparaba proyectiles o balas explosivas. La diferencia se mostraba inapelable porque, al alcanzar al objetivo y encastrarse la bala en la madera, reventaban segundos después en terrible explosión, siendo capaces de hundir el buque con extraordinaria rapidez, así como producir incendios devastadores.
Estimarán con razón sobrada, que ya se habían utilizado tales sistemas en la guerra con anterioridad, como en el caso de las bombardas. Pero deben tener en cuenta que se trataba de cañones empleados con puntería elevada o celestial, como un mortero, normalmente en escenarios bélicos terrestres, sin llevar a cabo la trayectoria plana que en la guerra naval se necesita. También se podían contar en este apartado los obuses proyectados por nuestro gran artillero Rovira, que por desgracia no llegaron a cuajar con el debido éxito. Si en aquellas bombardas o morteros se encendía la mecha de la bomba que debía reventar en campo enemigo, aunque a veces lo hiciera en el aire o en campo propio, ahora era el mismo disparo el que prendía la mecha, con retardo suficiente para que la bala explosionara en el buque enemigo. Pero lanzados con una trayectoria igual a la de los cañones habituales. Además, el modelo de bala, esférico en un principio, se fue perfeccionando hasta alcanzar formas semiesféricas o cilíndricas, con lo que se facilitaba el empleo de esas mechas retardadas o espoletas, al tiempo que se mejoraba el vuelo del proyectil y su estabilidad, según los ingenieros.
El empleo de los cañones bomberos, también llamados durante algunos años como cañones Paixhans, se debía al proyecto realizado por el general francés Henry Joseph Paixhans. Este personaje abogaba desde los primeros años veinte del presente siglo por el empleo de cañones que emplearan trayectoria plana y, al mismo tiempo, proyectiles explosivos. Sus teorías se vieron corroboradas con el éxito en la demostración que se llevó a cabo en 1824, al efectuarse los disparos de prueba contra el navío de dos puentes Pacificateur, buque que quedó incendiado y destruido en escaso tiempo. Aunque los franceses habían ordenado la construcción de estos cañones en la década de los 20, los primeros Paixhans para la Marina Nacional francesa fabricados en serie y aprobados oficialmente lo fueron en 1841. Pero es necesario tener en cuenta que aquellas primeras piezas pesaban más de diez mil libras[19] y alcanzaban una distancia de tiro efectiva de dos millas aproximadamente.
Como era de esperar y con extraordinaria rapidez, en aquella década de los 40 que vivíamos se adoptó el uso del nuevo cañón naval por Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Rusia y todas las Marinas de cierto nivel. En Francia se generalizó en principio el canon-obusier de 80 libras, mientras que en los nuevos estados americanos se empleaban los cañones Paixhans de ocho y diez pulgadas, antes de que se adoptara de forma definitiva y oficial el cañón Dahlgren, desarrollado por el comandante John A. Dahlgren, que se llegó a considerar como el más avanzado de su época. Los británicos, por su parte, normalizaron tres calibres de cañones bomberos, siendo el más utilizado el cañón bombero Hartsley de a 68, con posibilidad de disparar proyectiles o saquillos de metralla de dicho calibre, así como balas huecas y macizas. Y era este calibre el que había sido seleccionado para armar a los buques de la clase Blasco de Garay.
Una vez aclarado con cierta sencillez el empleo de las nuevas técnicas artilleras, regreso al momento en el que dimos comienzo a la nueva tarea de vigilancia. Y puedo declarar con entera sinceridad, que no la atacábamos con excesiva confianza ni la habitual emoción guerrera, tras el fracaso absoluto del anterior intento. En todos nosotros anidaba el sentimiento, de que aquella nueva intentona carlista no acababa de adquirir el volumen necesario para presentar un peligro real a la nación, ni los ejércitos enemigos se decidían a atravesar la frontera o se posicionaban en las tierras de España con necesidad de recibir armamentos. Si a dicha situación le añadimos que, en aquellas fechas, atravesábamos las jornadas principales de las Navidades del año 1847, entrañables días que pasaríamos en la mar al completo, pueden imaginar los pensamientos en rondo por nuestras cabezas. Porque si hay una época del año en la que se añora a los seres queridos con mayor fuerza, es alrededor de la Natividad del Señor y la entrada en un nuevo año, un 1848 en el que cifrábamos todas nuestras esperanzas.
Posiblemente debido a mi particular estado de ánimo y en contra de las decisiones tomadas al calor de la cámara, en la primera trepada hacia el norte decidí separar nuestra derrota a suficiente distancia de la costa. No comulgaba con la teoría expuesta de que los buques con contrabando de guerra enemigo se aplicarían a un costaneo severo. Porque en caso de ser localizados e intentar una estrepada de emergencia, tal situación les limitaría el empleo de rumbos alternativos. De esta forma, una vez a la altura del puerto pesquero de Malgrat, ordené al bergantín Volador que efectuara descubierta por el nordeste a unas quince millas de nosotros, distancia variable en acuerdo con la visibilidad reinante y la necesidad de que pudiéramos comunicarnos por señales de banderas. Para ello, la mayoría general de la división había confeccionado un adecuado y manejable código de señales, que en poco se parecía a los clásicos códigos de escuadra del pasado siglo, que llegaban a conformar una Biblia de generoso lomo.
Los diez primeros días de la nueva misión de vigilancia se tradujeron en un deslucido ejercicio de navegación, bajo un viento fresco del sudoeste y una mar alzada en rizos de norma. Solamente avistamos un pequeño pailebote con bandera francesa, que mostraba las tracas al aire con sus pronunciados balances, clara señal de que se movía en lastre y sin carga útil. No obstante, procedimos a la debida inspección, sin que apareciera nada objetable a su bordo. De esta forma entramos en el nuevo año, que los agoreros sentenciaban como de mucha agitación política interior, con los liberales exaltados en trifulca diaria y harto peligrosa. En ese momento, situados a la altura del cabo Creus y a unas cien millas de distancia, decidí enmendar el rumbo a babor en unas siete cuartas, hasta quedar aproados al noroeste.
Nos movíamos con el nuevo rumbo y el Volador mantenido con benditas proas de empopada, cuando nuestra pareja largó una señal por banderas. El alférez de navío Lafuente, encargado de mantener el código a la mano, me la tradujo con rapidez.
—El bergantín Volador ha avistado un buque de vapor por su proa a unas seis millas de distancia, señor comandante. Parece ser un pailebote con dos chimeneas, elevado porte y borda a besar las aguas. De momento, no se le aprecia pabellón.
—¡Sala de máquinas! —sin dudarlo un segundo y como urgido por empresa celestial, había tomado la vocinera interior para ordenar al maquinista. Por fortuna, me contestó directamente don Artemio.
—Mande, señor comandante.
—Don Artemio, necesitamos máxima potencia de máquinas para cerrar distancias con un buque sospechoso.
—Quedo enterado, señor. Pero no olvide que, con un cincuenta por ciento del carbón malparido en fogones, habrá que restar alguna milla avante.
—¡Maldita sea la bicha que parió ese carbón y al mamalón que lo compró para su empleo en los buques de la Armada! —me salieron del alma aquellas palabras, que tanta verdad encerraban.
—Concuerdo con vuestras palabras al ciento y más, señor.
Mientras los penachos de humo negro se hacían dueños de la escena y el Blasco partía las olas con alegría en la dirección señalada, pasábamos la orden al Volador para que cerrara distancias todo lo posible con el vapor sospechoso. Y si alcanzaba distancia de tiro, debía coaccionarlo con fuegos para que parara sus máquinas. Sin dudarlo un segundo, el bergantín largaba a los vientos todo su aparejo, para entrar a un largo que le hacía encabritar las olas.
Una hora después de comenzadas las operaciones de caza, conseguimos avistar al buque sospechoso. En efecto, se trataba de un vapor aparejado de bergantín, con dos chimeneas y generosa eslora, así como un porte muy parejo al nuestro. Navegaba con rumbo sudoeste y lo que estimé como velocidad de crucero. Y debió ser en ese momento cuando descubrió nuestra presencia, porque efectuó un fuerte cambio de rumbo hacia el sudeste. De esta forma, limitaba al ciento las acciones del Volador. Entendí que no le preocupaba la presencia del velero, a quien podía evadir con rumbos aproados al viento, pero le preocupaba mucho más la de un vapor armado como el Blasco. No obstante, a la vista de su reacción quedaba claro que no deseaba ser investigado y que sus fines se aparecían como poco declarables.
La situación táctica quedaba decidida con meridiana claridad un par de horas después. El buque sospechoso, con muchas posibilidades de albergar contrabando de guerra a su bordo, se mantenía navegando con proas contra el viento. Mientras tanto, el Volador navegaba a la máxima bolina que le permitía su aparejo y nosotros cerrábamos distancias, hasta quedar a un rumbo paralelo al del vapor, por su aleta y a unas cuatro millas. Por fortuna, el buque desconocido mostraba la borda muy baja, situación que evidenciaba una carga a besar lindes, lo que reducía su andar en las millas suficientes para que nos posicionáramos poco a poco en situación favorable. Con el transcurrir del tiempo, el Volador quedaba fuera del juego de caza, mientras el Blasco apretaba la rueda en esperanzadora maniobra de alcanzar la posición definitiva.
Cuando conseguimos encontrarnos a unas tres millas de distancia de nuestro objetivo, situados por su aleta de estribor, largamos las primeras señales por banderas, de acuerdo al código internacional establecido pocos años atrás en la Convención del Mar celebrada en Londres. Se le ordenaba parar máquinas y quedar listo para ser inspeccionado. Sin embargo, en lugar de obedecer de inmediato como era su obligación, el humo que escapaba por las dos chimeneas parecía aumentar en su densa negritud. Por nuestra parte, intentaba que en la sala de máquinas se rindieran efectos hasta cubrir la verbena. Por fortuna y aunque se tratara de un trabajo de moler los lomos de los fogoneros, don Artemio intentaba emplear la mayor cantidad de carbón en buen estado, apartando el fileteado a las bandas. Tal y como le exigía, necesitábamos del mayor esfuerzo y velocidad durante unas seis horas.
Por fin, el vapor sospechoso largaba el pabellón británico a popa, lo que nos reafirmaba en la suposición de que se trataba a cien por cien de un bastardo contrabandista. Además, la bandera enjaretada al palo de popa no se mostraba acorde con el nombre que aparecía en su coronamiento, y que por fin descubrimos con el anteojo, donde podía leerse Marguerite. Fue el momento en el que ordené a Lafuente que envergara una nueva señal al palo del mayor, en la que se conminaba al vapor por última vez para que siguiera nuestras órdenes y detuviera sus máquinas. Y que tuviera presente que, en caso de nueva desobediencia, se abriría fuego contra él.
Esperé un cuarto de hora más, antes de anunciar por cornetín y a tambor de dobla que la dotación ocupara los puestos de zafarrancho y prevención para el combate. Y cuando recibía la pertinente novedad de mi segundo comandante, le ordenaba que se hiciera cargo personalmente de la artillería. Malpaso había sido el jefe de la batería antes de asumir la segunda comandancia, y deseaba a alguien de mi plena confianza en dicho puesto. De inmediato debería disparar con un cañón de a 32 una bala rasa dirigida por fuera de su costado de estribor y a escasa distancia. También le expuse la secuencia establecida para los disparos, si se mantenía la desobediencia por parte del jodido francés, como ya había bautizado al vapor en mi interior.
Mientras acariciaba el desenvainado sable con la mano derecha, pude escuchar el característico estruendo del cañón, ese bramido más propio del infierno, mientras un olor a pólvora quemada nos acariciaba las fosas nasales. Pocos segundos después, observábamos con claridad el pique de la bala, que se elevaba como poderosa fuente de agua a unas cincuenta yardas de su costado. Habíamos efectuado un primer aviso, lo que debía mostrar nuestra inevitable determinación en el empeño. Y aunque esperaba que el efecto del pique artillero hiciera efecto inmediato en la moral del capitán, no pareció haberle afectado una ligera mota al muy bujarrón. Porque el vapor Marguerite mantenía, imperturbable, la máxima velocidad que le permitían sus máquinas. El Volador quedaba ya a más de cinco millas a popa, cuando abrimos fuego por segunda vez, en esta ocasión a escasa distancia de su popa, donde se producía un nuevo pique y alzamiento de aguas.
Comenzaba a romper las tripas propias, cuando tomé la decisión que estimaba definitiva. Hice subir a Malpaso al castillete, para indicarle que hiciera fuego con uno de los dos cañones bomberos de a 68.
—No va a ser fácil, señor.
—Ya lo sé, segundo. Pero intente acortar el efecto retardador al máximo, de forma que se produzca la explosión antes de entrar la granada en contacto con el agua.
—Lo comprendo bien, señor, y así lo intentaremos, aunque jamás lo hayamos ejercitado.
Malpaso salió a la carrera hacia proa. Y siguiendo mis órdenes con su habitual exactitud, pocos minutos después se disparaba el primer proyectil explosivo, lo que producía un enfurecido trueno en cubierta. Debo reconocer que aquella situación suponía una nueva experiencia profesional para mí. Porque jamás había disparado un cañón bombero contra un objetivo a batir. Quedé varios segundos con la mente en suspenso, en anhelante espera de observar la explosión de la granada a flor de agua. Sin embargo, comprobamos a la vista el pique habitual de cualquier bala rasa, sin que llegara a producirse la esperada deflagración. Consideré sin dudarlo, que el proyectil había entrado en contacto con la superficie de las aguas antes de consumir el retardo de mecha, aunque la distancia de fuego se acercara a las dos millas y pareciera la perfecta para conseguir el efecto deseado.
Sin necesidad de nueva orden, Malpaso hacía cargar el segundo cañón bombero, retranqueado a popa, ahora con un retardo de fuego ligeramente menor. Y se disparaba a la señal de mi brazo convenida de antemano. De nuevo se produjo la nerviosa espera, tras la que sufrimos una nueva decepción, al no Comprobarse explosión alguna en la superficie y solamente el pique del agua como una bala rasa normal. No obstante, debemos tener en cuenta que el hecho de disparar sobre el agua no entraba en el habitual funcionamiento de los cañones bomberos. La exactitud del retardo debía ser muy superior y, posiblemente, una actividad a descartar en futuras acciones. Todo ello sin olvidar la escasa experiencia de nuestros artilleros en tales lances de fuego. A pesar de las consideraciones expuestas, me concedí un último intento, por lo que hice la señal a Malpaso desde el castillete. Y de nuevo escuchamos el retumbo del cañón, ese tercer disparo en el que centraba mis esperanzas. Porque el vapor continuaba a su máxima velocidad, aunque ya hubiéramos cerrado la distancia hasta las dos millas.
Creo que no olvidaré jamás lo que se produjo a continuación sobre las aguas. Porque el tercer disparo provocó la esperada explosión, pero no con la puntería adecuada. Creo que los artilleros se centraban tan a fondo en resolver el problema del retardo explosivo, que debieron calibrar la deriva del disparo con escasa exactitud. Ya les digo que la deflagración de la bomba se produjo, desde luego, pero no en la superficie del agua como esperábamos, sino en el mismísimo buque, en el centro de su eslora y a crujía. La explosión hizo saltar el palo mayor al completo por los aires, como si se tratara de pica de coracero enrabietado, que dibujó su trayectoria de forma caprichosa antes de caer al agua. Pero al mismo tiempo lo hacían un buen número de objetos de mayor o menor volumen y difícil identificación.
Debo reconocer que se trataba de mi primera experiencia en cuanto a observar el efecto de un proyectil explosivo sobre un blanco real y me impresionó vivamente. Pero todavía me conmovió mucho más lo que se produjo a continuación, y que hasta el último paje de escoba a bordo observaba con la boca abierta de admiración y cierto pavor. Porque, como si se tratara de una cadena de fuegos artificiales, de esos que se festejan en la Corte por los meses de verano, las detonaciones se repetían a bordo con una cadencia cada vez superior. Los fuegos en destello se elevaban hacia los cielos como una fuente diabólica de terror y muerte. Se formaban ramilletes de luces que, a su vez, repetían las explosiones en todo su recorrido. Estaba convencido de que, si se hubiera producido durante la noche, la mar se habría visto iluminada como si se prendieran mil tarros de luz a un mismo tiempo.
Aunque me encontrara paralizado por el dantesco espectáculo que se observaba, ordené parar las máquinas ante una situación que podía ser arriesgada para nosotros. Porque, entrados en la milla escasa de distancia al objetivo, algunos efectos de fuego lanzados hacia el espacio caían a nuestro alrededor con evidente peligro de conformar algún incendio. Nadie se movía a bordo, como si el espectáculo que se nos brindaba mereciera la máxima atención de cada uno, mientras comenzaban a reducirse el número de las explosiones y el Marguerite se deshacía como un muñeco de feria embadurnado de aceite y prendido con llama. Poco después, comprobé la presencia de Malpaso a mi lado.
—Lo siento mucho, señor comandante. Se trata de un sonoro fracaso —el segundo forzaba sus palabras a la baja con evidente pesar—. Se ha producido un evidente error en la puntería de deriva. El disparo ha debido coincidir con un balance del buque, porque todavía no puedo entenderlo. Todo ello sin olvidar la excesiva atención que prestábamos a la mecha de retardo. Pero no llego a comprender que hayamos producido un efecto tan terrorífico.
—No me cabe duda de que ese buque debía ir cargado hasta la galleta de pólvora, granadas, cartuchería y demás efectos de guerra. El proyectil, en el momento de hacer explosión, debió actuar sobre alguna caja de munición. Pobres hombres.
Aunque ya las explosiones cedían y quedaban difuminadas en pequeñas detonaciones, el buque comenzaba a hundirse con extraordinaria rapidez. Podíamos observar cómo algunos hombres, prendidos en fuegos por ropas y piel, se lanzaban al agua, desesperados. Incluso escuchábamos espantosos alaridos de dolor que largaban aquellos desgraciados, un generoso grupo que entraba en la nueva vida con profundo dolor y sufrimiento. No lo dudé un segundo más porque, después de todo, se trataba de hombres de mar y sobre las aguas cualquiera merece el apoyo de los compañeros.
—¡Máquinas avante! Intentemos recoger a todos los náufragos que nos sea posible. Por Nuestra Señora del Rosario, que nadie merece una muerte así. Segundo, que el cirujano Benítez se aliste en la enfermería con los elementos que estime oportunos.
—Quedo enterado, señor.
Tras las terribles escenas que habíamos presenciado, todavía nos restaba a proa un ejercicio harto doloroso. Porque cuando llegamos a la altura del buque, que acababa por desaparecer de las aguas, comenzamos a observar restos de cuerpos en la superficie, un aquelarre tenebroso y difícil de olvidar. Se trataba de brazos, piernas y troncos desmembrados, que parecían adquirir vida propia con el movimiento de las olas. No obstante, el peor momento nos alcanzó cuando comprobamos la presencia de un cuerpo flotando en la superficie. Como ya habíamos dado el bote al agua, se acercó hasta él. Mostraba una guerrera perteneciente al Ejército carlista. Incluso mantenía una especia de birreta encajada en la cabeza, mientras mostraba los ojos muy abiertos, como si deseara ofrecer a los cielos una exclamación de espanto. Pero al subirlo a bordo, se comprobó que le faltaban las dos piernas, desmembradas al tajo en espantosos jirones de sangre. Un muerto con rostro de vida. Tan sólo se le pudo cerrar los ojos en respetuosa mortaja.
Recogimos una elevada cantidad de restos y cuerpos calcinados, un terrible conjunto que ofrecimos a la mar en respetuosa ceremonia pocas horas después. Y debí reemplazar al capellán de a bordo, don Celestino Aranguren, entrado en violentas regurgitaciones ante la macabra visión. No conseguimos rescatar a un solo hombre con vida, lo que denotaba la espantosa experiencia sufrida a bordo del buque contrabandista. Tras el análisis de los restos, dedujimos que el Marguerite no sólo embarcaba armamento en elevada cantidad, sino que también debía haber transportado un par de secciones de militares carlistas, que se fueron al reino del dios Neptuno entre llamas y sufrimientos. Al mismo tiempo, se demostraba el demoledor efecto de los proyectiles explosivos, aunque la carga del buque hubiera actuado como efecto multiplicador.
Aquella misma noche reanudamos la misión de vigilancia, aunque en el pecho de cada uno se mantuviera durante mucho tiempo la dantesca y dolorosa visión de la tragedia. Era difícil olvidar las escenas vividas, de forma especial la de los cuerpos en llamas que se arrojaban al agua en busca de imposible salvación, así como los restos calcinados que fuimos recogiendo en macabra obligación. Y por encima de todo, el rostro del teniente con los ojos abiertos en muda súplica, última petición antes de pasar a la vida eterna por una causa que consideraba de obligación y honor debidos.