Basado en la navegación por estima más absoluta y tras las muchas horas transcurridas bajo la espesa niebla, entendí que debíamos haber dejado la bahía de Rosas en toda su extensión por la banda de babor, y encontrarnos quizás tanto avante con el cabo Norfeo o sus proximidades. Ordené ajustar la proa a estribor en lo posible, que no deseaba entrar de morros contra las siniestras piedras de El Gato. En esos momentos se produjo una más de aquellas ligeras etapas de visión en alza momentánea. Y cuando regresábamos a la opacidad más absoluta, escuché un rumor de voces tendidas a la baja, de acuerdo a las rígidas órdenes de silencio impuestas a bordo por mi persona. Comprendí que se trataba del contramaestre segundo don Andrés Almagro, que se acercaba a mi oído.
—Los vigiadores creen haber avistado un bulto gris por la proa, ligeramente tendido a estribor en una o dos cuartas, señor segundo.
—¿Un bulto gris? ¿A proa?
—Uno de ellos, el marinero Palanca, estima que puede tratarse de un falucho pesquero o embarcación semejante, aunque no pueda precisarlo. Como es fácil comprender, el avistamiento se produjo durante unos pocos segundos, antes de que la manta volviera a cerrar la ventana.
—¿Es de confianza el marinero Palanca?
—De los mejores y más serios, señor.
No lo dudé un segundo y pasé a ordenar al contramaestre.
—Don Andrés, que se cargue la vela de inmediato. Personal listo para entrar en boga y con las armas al alcance de la mano.
—¿Arma cargada?
—Por supuesto. Y a la mínima visión de bulto o perfiles grises, fusil a la mano con puntería en su dirección. Pero, por favor, pase las órdenes con voz muy tendida.
—Quedo enterado, señor.
Los nervios desfilaron hacia popa con extraordinaria rapidez, condición habitual cuando las cuerdas se templan al fuego. Comprobé de forma instintiva, que el sable reglamentario colgaba de mi biricú y el pistolón se mantenía encastrado a fuerza en el fajín, un sencillo contacto que me ofrecía una bendita seguridad. Una vez más, desde que me hubiese sido amputado el brazo izquierdo tras el combate de Puerto Cabello, echaba en falta el segundo apéndice y poder tomar las dos armas en las manos a un mismo tiempo, ejercicio que jamás podría volver a producirse. Pero como necesitaba un mayor contacto físico, me decidí por el arma de fuego, que tomé en la mano con decisión.
Atravesamos unos cinco o seis minutos de elevada tensión, lo que percibía en un ligero movimiento de mi mano. Sin embargo, el hecho de encontrarnos completamente embozados entre algodones grises, parecía alejarnos de la realidad. Pero todo llega en esta vida y en muchas ocasiones de forma inesperada, como tantos efectos que encaramos en la mar. Porque se produjo la desaparición absoluta del manto gris, lo que aconteció en escasos segundos y al puro golpe de encantamiento. Pero lo más importante fue que, conforme se evaporaban las madejas y el azul celestial dominaba la escena a chorros, descubrimos la presencia de un falucho pesquero… ¡a unas cuatro o cinco varas de distancia de nuestra borda! ¡Una aparición que bien se podía achacar a los dioses negros más emputecidos del infierno! Por fortuna, la embarcación nos ofrecía la banda de estribor y se mantenía casi sin avantear una miserable yarda, aunque se mantuviera el peligro de inminente colisión. Pueden comprender que la sorpresa se elevaba a bordo de la lancha hasta los cerros, al punto de estimar por los higadillos que vivíamos un sueño. No obstante y a pesar de la tensión impuesta, nuestros hombres, de acuerdo al mandato recibido, mantenían los fusiles en la mano con decisión. Y como descubrieron personal uniformado en la cubierta del buque, apuntaron hacia sus cuerpos sin necesidad de orden posterior. También la sorpresa había anidado en los rostros de aquellos soldados, claramente carlistas por el uniforme, que miraban asombrados hacia la lancha, como si sufrieran una de las peores pesadillas.
En efecto, se trataba de un falucho pesquero de unos cincuenta pies de eslora, con un tambucho elevado de generosas proporciones, situado a proa del palo mayor que desplegaba una cangreja de bulto. Como complemento del aparejo, disponía también de un pequeño trinquete con vela latina. Con todo el aparejo en flameo de pobres, cuidaba su proa por medio de seis remos que accionaban a través de unas pequeñas portañuelas abiertas casi a ras de borda. Pero los hombres alistados a la dura empresa no bogaban a fuerza. Entendí que tan sólo intentaban mantenerse a suficiente distancia de tierra. Por la cubierta se observaba la presencia de una veintena de hombres, cobijados entre mantas, que buscaban cubrirse de esa humedad habitual que muerde al alba. Sin dudarlo un segundo, tomé en la mano la bocina dorada, la mágica trompeta de órdenes, que ajusté a mi boca y en la que grité a pulmón.
—¡Carguen el aparejo y mantengan los remos fuera de guardas de inmediato! El falucho queda apresado por la lancha perteneciente al vapor de ruedas de la Armada Blasco de Garay. Les habla el capitán de fragata Leñanza, segundo comandante del buque. Si desobedecen la orden o abrigamos una mínima sospecha en sus movimientos, abriremos fuego sin dudarlo.
Necesitaron demasiados segundos para obedecer mi orden. Pero lo comprendí porque todavía los rostros evidenciaban una fantasmal sorpresa, como si se les hubiera aparecido el mismísimo Lucifer con fuego abierto en fauces y tridente al rojo en la mano. No obstante, el terrible asombro para mí, la visión en sobresalto que jamás habría deseado observar, se produjo pocos segundos después. Del tambucho de gobierno emergieron hacia la cubierta dos figuras, que deseaban comprobar la imagen de la lancha. Uno de ellos mostraba uniforme carlista correspondiente a un capitán de infantería. Pero el segundo, el último en mostrar sus perfiles a la vista, no era otro que mi primo Beto. Un ramalazo de quemazón recorrió mi cuerpo, como si me hubiesen aplicado la vara roja de la Inquisición, al comprender que era sangre de mi sangre la que amenazaba con nuestras armas. Y para colmar el vaso a la mala, se mostraba enjaezado con el uniforme de la Armada y vueltas correspondientes al empleo de capitán de fragata, aunque en la parte superior izquierda de su pecho mostrara una escarapela con las armas de don Carlos. No sé que meritorias acciones había llevado a cabo por la causa legitimista, pero lo habían ascendió con extraordinaria rapidez.
Cuando por la escotilla de popa comenzaban a aflorar otras cabezas, ya me había abarloado al falucho con garfios de fuerza y mis hombres comenzaban a posesionarse de la cubierta enemiga, con el contramaestre don Nicolás Almagro a la cabeza. Todos ellos con armas a la mano, puntería a los pechos y rostros de escasa amistad. Acabé por saltar a la cubierta del falucho, cuando podía identificar a los que salían de su vientre, en su mayor parte oficiales de alta graduación. Y por la salud de mi alma, que temblaba tripas adentro ante la posibilidad de enfrentarme cara a cara con el pretendiente carlista al trono de España. Sin embargo, mi vista se dirigía de firme hacia Beto, que con la mayor palidez en su cara no dejaba de mirar en mi dirección. Hacia él lancé ahora mis palabras, embastadas en tono grueso y sin miramiento alguno.
—¿Entiendo que sois el comandante o patrón de este falucho?
—El patrón, un pescador que nada tiene que ver con esta empresa, se mantiene al timón en estos momentos. Lo auxilian cinco de sus marineros habituales. Pero asumo la responsabilidad del mando de este falucho.
Beto consiguió articular estas pocas palabras con enorme esfuerzo. Llegué hasta él con dos saltos, mientras mantenía el pistolón en la mano, bien amartillado y listo para abrir en sangre los ojos más cercanos. Mantuve el tono airado y de dominio, aunque me doliera muy dentro aquella terrible escena.
—Habéis sido apresado como falucho rebelde. ¿Quién se encuentra a bordo?
—No os comprendo —mantenía el tono de voz tan a la baja, que debía esforzar los oídos para comprender.
—Es muy sencillo. Quiero que me haga un resumen del personal que se encuentra a bordo, con indicación de sus empleos o cargos.
Era el momento temido. Porque esperaba que me nombrara a don Carlos de un momento a otro. Y preparaba mis posibles argumentos y palabras, cuando pasó a enumerar a un conjunto de dos generales, cinco coroneles, veinte oficiales más de menor rango, así como un total de cincuenta hombres pertenecientes a una compañía carlista de infantería. Por fortuna, la mayor parte dormía al quite y sin armas a la mano, unas piezas que apartamos hacia la lancha. Pero quería más por mi parte, al observar algunos hombres con levita civil.
—¿Y los civiles? ¿Quiénes son?
—Algunos paisanos que deseaban pasar a España, sin compromiso alguno con la causa legitimista —había titubeado en exceso para dar una respuesta, que estimaba de falsedad absoluta.
—Bueno, ya descubriremos en su momento quienes son esos golillas. ¿En qué puerto francés habéis sido despachado?
De nuevo dudó Beto, antes de contestar, como si no debiera ofrecer aquella información. No obstante, pareció rendirse a la necesidad.
—Port Vendres.
—¿Qué carga almacenan a bordo?
—Tabaco, uniformes y unos cincuenta fusiles.
—¿Tabaco? Más parecéis un falucho contrabandista —me dolió lanzar aquellas palabras, de las que pronto me arrepentí. Sin embargo, debía mantener el papel de dominio por encima de cualquier otra consideración.
—La tropa exige tabaco, un producto que se ha hecho tan necesario como la harina —Beto hablaba con una tristeza tan abierta, que de nuevo sentí dolor. Pero no quedaba más cuarta que la expuesta.
—Arrumbarán de inmediato hacia el sudeste, donde debe encontrarse nuestro buque, al que todos pasarán. Tomo el mando de esta presa personalmente.
Comprobé en escaso tiempo que apenas nos separaban unas cien yardas de las piedras, aunque la sonda en aquella zona fuera muy generosa. Me había decidido por tomar el mando en persona, al comprobar que la manta de niebla se mantenía por zonas y en cualquier momento podíamos toparnos con una nueva cortina, condición habitual en el Mediterráneo por aquella época del año. De esta forma, una vez desarmados todos los hombres y mantenidos una docena de los míos a bordo, ordené que el resto regresaran a la lancha para marinarla en conveniencia. Y me encontraba en el tambucho, que establecía como situación de mando, cuando un mariscal de campo rubianco y poderoso de carnes se acercó hasta mí. Comenzó su perorata en tono de mando y rastros de superioridad, como si hablara a uno de sus subordinados.
—Soy el mariscal de campo Julián Mendigorría. Como debe saber, han de ofrecernos el tratamiento y consideración que…
—¡Calle la boca hasta que sea requerido a declarar! No sois más que un rebelde, que ha alzado las armas contra el Gobierno legal de su patria y contra su Reina —le hablaba en tono alto y con escasa cortesía—. Nada más quiero escuchar de vos. Y seréis tratado a bordo del vapor Blasco de Garay como así lo entienda mi comandante, el capitán de navío Díaz Herrera. Ahora deberá agruparse a popa con sus compañeros sin elevar una sola queja. ¿Me ha entendido con claridad?
Para que comprendiera que no gastaba una palabra en flechas de vapor, lo apuntaba con el pistolón al pecho. Me dirigió una mirada con deseo de muerte inmediata, pero acabó por achicar el gesto y retirarse con el grupo de oficiales en popa. Por fin, pude quedar con Beto en lo que entendía como necesaria soledad, momento en el que le pregunté en tono más distendido.
—¿No se encuentra Su Alteza, el conde de Montemolín, a bordo?
—¿Nuestro señor don Carlos a bordo? —su extrañeza parecía sincera—. En absoluto. ¿Cómo se te ha podido ocurrir que…?
—¿Y el general Cabrera?
—Tampoco.
—Pues parece que don Carlos deseaba pasar a tierras españolas a bordo de un falucho.
—Nuestro Señor don Carlos pasará a España en cuanto lo considere necesario. Pero no creo que emplee el medio marítimo.
Beto me miraba como si entendiera segura mi entrada en demencia absoluta. No obstante, todavía se le observaba el temblor en las manos. Aproveché que nadie podía escucharnos.
—Estás loco, Beto. Bueno, sin olvidar la traición. ¿Sabes a lo que te arriesgas?
—Desde luego. Todos nos arriesgamos a recibir la muerte antes o después.
—Pero no con deshonor. Y más en tu caso, después de haber ejercido en Londres como un vil espía. Juro por Dios que nunca lo habría creído posible en algún miembro de mi familia. Traidor e informador a sueldo.
—Francisco, no te consiento que…
—Me consentirás todo lo que estime oportuno decir, Beto. Y como en caso de que acabes por ser apresado en el Blasco de Garay, serías ajusticiado en pocos días, debes escapar cuanto antes.
Había tomado una importantísima decisión sobre la marcha, sin haberla meditado un par de segundos. Pero no podía consentir que Beto fuera pasado por las armas, aunque así me obligara el cumplimiento del deber.
—¿Qué dices? ¿Escapar? ¿Cómo?
—Creo que hablo con suficiente claridad. Mira, a proa nos llega una nueva manta de niebla —le señalaba con la mano—. Siempre has sido buen nadador. En cuanto se cierre la visibilidad, deberás arrojarte por la borda sin perder un segundo y bracear unas cien yardas solamente. Las piedras no son peligrosas porque apenas se levanta una pequeña marejadilla. Una vez en tierra, deberás apañártelas como puedas. Abandona la casaca y remanga la camisola como si fueras un trabajador del campo. Es poca la distancia hasta la frontera, aunque creo que se encuentra infectada de fuerzas. También podrías llegar a Llansá, localidad muy cercana, y tomar algún pesquero al quite. ¿Llevas dinero encima?
—Tres o cuatro monedas de oro.
—Más que suficiente. Algún pescador te transportará a puerto francés por una moneda de oro. Ahora nos dirigiremos a proa y quedaremos en la amura contra la borda, mientras te hablo con fingida autoridad. En unos cinco minutos, estaremos bajo la niebla espesa de nuevo.
Miré a mi primo a escasa distancia y sentí una pena difícil de explicar. Sin saber por qué, lancé una pregunta que se podía considerar absurda.
—No puedo permitir que te fusilen. Y lo hago especialmente por tus padres. ¿Tienes hijos?
—Una hija preciosa.
—Pues salta al agua sin dudarlo, si no quieres que quede huérfana a tan temprana edad.
Beto se quedó mirándome con una extraña expresión en el rostro, una mezcla de asombro y agradecimiento. Dirigió la mirada hacia tierra, tras comprobar que, en efecto, la niebla se acercaba al falucho.
Todo se produjo con extraordinaria rapidez. En pocos minutos, nos encontramos de nuevo con las madejas de algodón entre los ojos, incapaces de comprobar la presencia de un gigante a nuestro lado. Escuché las palabras finales de Beto: Gracias, Francisco. Nunca olvidaré lo que haces por mí. Y a continuación, el ruido característico del chapoteo producido por un cuerpo al caer al agua. Esperé un par de minutos más, para retranquearme hasta popa y encarar al contramaestre, tras preguntar a varias sombras en repetición.
—¿Don Nicolás?
—Mande, señor segundo.
—Uno o dos hombres se han lanzado al agua en proa. Creo que uno de ellos era el oficial de la Armada rebelde, que se encontraba al mando del falucho.
—¿Quiere que hagamos algo…?
—Los dos o tres oficiales que se hayan lanzado al agua, en escaso tiempo alcanzarán la costa y se perderán tierra adentro. Nada podemos hacer con la jodida niebla a nuestro alrededor. Sólo complicaríamos más esta penosa situación, que se nos puede voltear contra la cara en pocos segundos. Vigilemos bien a los que restan a bordo, sin rebajar una sola pulgada la presión. Continúen gritando que dispararán a la primera sombra que se perciba en movimiento.
—Ya lo hacemos, señor. Aunque no seamos capaces de distinguir una rasa a una cuarta de distancia, estoy seguro de que los apresados no moverán un solo cabello. Y con un poco de suerte, esta zona de niebla pasará en pocos minutos.
—Eso creo.
Continuamos bajo la niebla durante media hora más. Y juro por las Santas Ánimas, que bendecía aquella condición por primera vez en mi existencia, aunque nos complicara la vida a bordo del falucho. Era consciente de que había cometido una grave irregularidad, que debería ser castigada. Pero nadie tendría conocimiento de aquello, aunque el contramaestre hubiera dudado de mis palabras. Y prometo por los santos óleos, que no me arrepentí jamás una onza de lo que hice. No podía permitir que el único hijo de mis queridos tíos Rosalía y Beto, que tanto habían sufrido en su vida, acabara sus días en el paredón por efecto de una acción comandada por mi persona. Intenté respirar a fondo un aire que me faltaba en los pulmones, mientras deseaba suerte a mi primo en su escapada.
* * *
Una vez despejada la niebla y de nuevo con visibilidad casi infinita, ordené al patrón del falucho que arrumbara hacia el sudeste, donde debía aparecer la silueta de nuestro buque. No obstante, necesitamos poco más de dos horas de lenta boga para que la silueta del Blasco se dejara ver hacia el sur-sudeste, bastante más caído en demora de lo que había supuesto en un principio. También nos divisaron a bordo y arrumbaron con rapidez hacia nosotros con las máquinas a máxima potencia. Mientras el buque cerraba distancias, pensé que mi comandante y los dos invitados especiales entrarían en nervios de tensión al observar la silueta del falucho apresado. Estimarían como segura la presencia del conde de Montemolín y se prepararían para recibirlo a bordo.
Cuando el sol cruzaba la meridiana, todos los generales y oficiales apresados habían sido transbordados al Blasco. Dejamos a los soldados en el pesquero, para no complicar la situación a bordo de nuestro buque. Se ofreció un cable a la proa del falucho, que comenzó a ser remolcado. Como dice el refrán inglés, una presa siempre es una presa y acarrea beneficios, además del honor guerrero, aunque se trate de una balandra de puerto. No obstante, para marinar la embarcación se había nombrado al alférez de navío Lafuente. Se le embarcaron una docena de hombres armados hasta los dientes, para que lo manejaran con comodidad.
Entendí que tanto el comandante como los dos políticos invitados se sentían un tanto decepcionados, al comprobar que el aspirante legitimista al trono no se encontraba a bordo de la presa. Incluso intentaron llevar a cabo una nueva revisión del falucho, por si aparecía algún pañol no examinado, una verdadera estupidez que tanto el comandante como yo negamos. Se dedicaron a interrogar a los apresados, así como a redactar una lista de todos ellos, diligencia a la que se aplicaron con inesperada energía. Una vez a solas y con la necesaria reserva, el comandante me preguntó por el escape de algunos oficiales.
—¿Un oficial de la Armada a bordo del falucho? La verdad, segundo, que últimamente se le aparecen demasiados carlistas aparejados con el botón de ancla —el comandante sonreía de buen humor—. No sería otra vez su primo Pignatti.
Deje pasar algunos segundos, antes de contestar. Y como bien sabe Dios que la mentira me fue condición casi imposible a lo largo de toda la vida, debí reconocerlo. No podía mentir a mi comandante.
—Así es, señor. La verdad es que no escapó más oficial que el capitán de fragata Pignatti. Estaba a mi lado cuando se lanzó al agua.
—¿Lo dejó…? —su pregunta quebró a medio camino, consciente de la realidad.
—Sí, señor, lo dejé escapar. Podría haber empleado el arma cuando saltó al agua, y no lo hice. No puedo disparar a mi propia sangre. Ya sé que deberé ser reprendido o incluso sometido a un consejo…
—Mire, segundo —el comandante me tomaba del brazo con entera confianza—, deje las mandangas chinas a la banda contraria. Cualquier oficial de la Armada habría obrado de la misma forma. No pienso tomar ninguna medida que le suponga un mínimo demérito en su expediente personal. Además, si lo ha hecho, será porque lo encontraba justo y nada más hay que hablar. En el informe que hemos de elevar al jefe de la división y a la Capitanía General, exponga solamente que un par de oficiales se arrojaron al agua, mientras el buque se encontraba en medio de una niebla impenetrable. Se desconoce su identidad. Y sin más comentarios.
—Se lo agradezco mucho, señor. Puedo asegurarle que me ha concedido…
—Bueno, ha hecho un buen trabajo, segundo. Además, le agradezco su permanente sinceridad y lealtad conmigo, una prebenda que tanto escasea por el mundo en estos días. Y una vez olvidada esa anécdota, que así la considero y jamás ha existido, aproemos hacia Castellón. Allí entregaremos todos los prisioneros. Por cierto que, según nuestro parlanchín invitado, el diputado navarro, ha sido buena la pesca de los políticos.
—¿Personas importantes?
—Tres carlistas de larga andadura y puesto elevado junto a don Carlos. De forma especial, ese llamado Jaime Istúriz, que tanto se ha movido en los círculos legitimistas madrileños. Pero no piense mal, que no le une parentesco alguno con el ministro moderado. En cuanto a los generales, ninguna voz de altura, aunque ese mariscal de campo la eleve como un gallito de taberna.
—Ya debí cortar sus palabras cuando me requirió a bordo del falucho. Cree que todavía se encuentra entre sus tropas.
—Hizo bien porque he refrendado su acción. Supongo que serán fusilados en pocos días. Y le advierto, segundo, que lo considero una medida ajustada y necesaria a lo que entendemos como traición.
Aunque era consciente de que mi comandante no amparaba segundas intenciones en sus palabras, pensé en Beto y las posibilidades que le había concedido. Pero intenté olvidar lo acaecido y no macerar una pulgada más la carne entrada en dolor. De esta forma y sin nada más que comentar, aumentamos la potencia de máquinas en demanda del puerto de Castellón. Y bien que agradecía a mi comandante la postura tomada, que mucho decía de su compromiso personal hacia mis actos y bondad natural, unas cualidades que jamás podría olvidar.
Largamos las anclas frente al puerto de Castellón en aquella misma tarde. Y como si las nuevas se propalaran por medio del viento, poco después nos enviaban un lanchón para desembarcar a todo el personal apresado. Así que, en escaso tiempo, quedamos libres de compromisos al completo, porque incluso hicimos entrega del falucho a la Junta de Presas acabada de constituir. Y para sorpresa general, comprobamos que las cajas de fusiles nuevos almacenados en la bodega pertenecían a una casa danesa, lo que diversificaba más todavía el origen del armamento adquirido por los carlistas para sus fuerzas, condición que no suele agradar a los responsables de la intendencia, más inclinados a una normalización general en las armas y pertrechos. En cuanto al tabaco, clasificado en la clase de Virginia en rama, dejamos una buena parte para nuestra dotación, que lo encontró de extraordinario gusto.
Aquella misma noche, mientras paseaba por la cubierta y el sol cerraba luces a la espalda de la ciudad, volví a pensar en mi primo Beto y sus circunstancias personales. No podía alejar de la mente lo que habría podido sucederle, si no hubiera intervenido con aquella rapidez. Incluso podía establecer como posible un apresamiento posterior por las fuerzas leales, y que hubiese sido fusilado bajo cualquier acusación, que no eran pocas las habidas contra su persona. Estampas de la niñez acudieron en bandada a mi cerebro, estampas añejas de juegos infantiles que jamás volverían. Un ejemplo más de los giros que nos ofrece la vida, hasta alcanzar esferas que ni siquiera podíamos soñar años atrás.