En esta ocasión, el descenso en latitud por la costa gallega y portuguesa se llevó a cabo en placer de damas, apenas acariciados por un viento fresco del noroeste y una marejada suelta que nos tomaba por la aleta en jugoso beneficio. Y como la dotación se hacía a sus puestos de mar y guerra al punto y con escasas excepciones, que se purgaban a la mala con energía, las millas corrían hacia popa en bendición. Sin embargo, aunque no lo comentara ni con los obispos para no demostrar inseguridad hacia los trabajos de los maquinistas, anduve con el oído bien abierto durante las veinticuatro horas de la primera singladura, por si el sonido monstruoso en la rueda de babor volvía a producirse. Por gracia de los cielos, todo funcionaba al gusto de cristianos, sin que brotara un solo gemido en cualquier mecanismo.
Tan sólo una nota negativa saltaba con aquellas benditas condiciones. Cuando la mar entra en caricias por la popa y el viento sopla con una fuerza pareja a la velocidad marcada por el buque, el humo negro y vacilante que brotaba de la chimenea quedaba flotando sobre nuestras cabezas, a veces en penosa persistencia. Y tal estado producía una incómoda sensación en los cuerpos, cercana a la falta de aire puro para respirar, incluso unos especiales mareos difíciles de controlar. Pero como poco o nada se podía hacer para remediar el incómodo entuerto, batíamos alas y escupíamos las carbonillas que nos caían una y otra vez sobre los lomos.
Los miembros de la dotación parecían agradecer que retornáramos al Mare Nostrum, como si el comandante les hubiera ofrecido un especial obsequio. Son muchos los hombres de mar que imaginan a nuestro viejo mar, navegado siglos atrás por fenicios, griegos y romanos, con aguas plateadas en absoluta permanencia, un gran error que muchos han comprobado en carnes propias. Porque cuando la mar mediterránea levanta la cresta en ofensa de duelo, se muestra capaz de morder tanto o más que las aguas circundantes del mismísimo cabo de Hornos. La gran señora de las aguas se muestra mudadiza como cortesana y sabe vestir los disfraces que en cada momento necesita. Siempre recordaré una Tramontana de cuartas sufrida en el golfo de León a bordo de una fragata, que casi nos rinde a los fondos, y un penoso intento de cruzar el freu de Menorca bajo nortada de uñas, que finalicé en obligado regreso hacia la isla del Aire.
Tras una navegación galana y dulce, de esas que aumentan el fervor por la mar en los primerizos, arribamos al puerto de Cartagena que habíamos abandonado pocas semanas atrás. Durante la navegación desde Ferrol, la división solamente había sufrido un pequeño incidente a bordo del vapor Castilla, que nos retrasó la marcha en bastantes horas. El buque debió largar todo el aparejo y navegar por medio de sus velas, mientras en sus calderas llevaban a cabo un urgente mantenimiento de rascado y limpieza. Pensé en silencio para mis adentros, que tan necesaria función podía haber sido realizada en el arsenal ferrolano durante los días de sesteo, y salir a la mar libre de quintas, aunque no todos los maquinistas demostraran la debida profesionalidad o les faltaran tablas de suficientes conocimientos.
Este vapor Castilla, de excelentes líneas y adecuado porte, había sido adquirido en México. La nueva Marina mexicana lo había comprado, junto con un segundo buque del mismo tipo, y ambos bautizados con los nombres de Moctezuma y Guadalupe. Sin embargo y debido a los graves problemas financieros que atravesaba la joven nación indiana, se había visto obligada a venderlos, una puja en la que había entrado nuestra Armada. Por fin, pasaban a nuestras listas oficiales tras adquirirlos al ventajoso precio de 220.000 y 390.000 duros. Según me explicaron, los mexicanos los habían comprado en más de seiscientos mil pesos fuertes, con lo que nuestra adquisición se efectuaba en una sexta parte de dicho valor. El Guadalupe, finalmente, tomaba el nombre de León.
Tras las rutinarias presentaciones de rigor y entrados en la segunda jornada en puerto, el jefe de la división izaba señal por banderas en la que reclamaba reunión de comandantes a su bordo sin margen de recibo. Y hacia allí partía mi comandante en la lancha, con sus prisas y nerviosismo habituales. Quedé a la espera de noticias, mientras en la cabeza rumiaba una vez más los sentimientos profesionales que taladraban el cerebro con inevitable repetición. Las palabras de mi padre sobre el pronto nombramiento como comandante del Blasco se mantenían vivas y, aunque intentara evitarlos, los nervios comían tripas adentro en cuanto comprobaba la llegada de oficial correspondencia. Bien sabe Dios, que nada negativo podía alegar contra las acciones y comportamiento profesional del capitán de navío Díaz Herrera, cuyo trato conmigo se aparecía como extremadamente afable y con mucha confianza en mi trabajo. Comprendía que deseara permanecer a bordo en su puesto el mayor tiempo posible, que ningún animal muerde con gusto su propia cola. Pero también era fácil vislumbrar que, por mi parte, deseara tomar el mando cuanto antes y a la primera china. Además, una vez involucrados en la división, bajo el mando de un capitán de navío, se aparecía como más lógica y necesaria la posibilidad de que se produjera el relevo esperado y recayera el mando del Blasco en un capitán de fragata.
Cuando el comandante regresó a bordo, me llamó con urgencia a su cámara. Entendí con sobradas razones, que deseaba ponerme al día de las disposiciones tomadas para la división.
—Bueno, segundo, debemos meter cabeza en la acción sin retrasos —masajeaba sus manos con energía, como si debiera entrar en duro forcejeo de un momento a otro—. Mañana salimos a la mar.
—¿Misión de vigilancia, señor?
—En efecto, aunque esa obligación en concreto aparezca más tarde. De momento, hemos de pasar al puerto de Valencia, donde se establecerá nuestro cuartel general de operaciones. Bueno, también es posible que, de acuerdo a las noticias que nos ofrezcan desde la Capitanía General valenciana, la división entera o alguna de sus unidades pasen al puerto de Castellón. Es de suponer, que desde ambas localidades se destaquen hacia el norte las unidades designadas, esas que han de llevar a cabo la vigilancia sobre el posible tráfico de armas y tropas de los carlistas.
—Con todos los respetos, señor, estimo que se escogen puntos de apoyo situados muy hacia el sur. Hay demasiadas millas hasta la costa norte catalana, que será la zona en la que, posiblemente, deberemos ejercer nuestra misión de vigilancia con mayor insistencia.
—Tiene toda la razón, pero esa es la menestra servida a disposición. También yo estimo que la zona más conflictiva se nos abrirá en la costa gerundense y por la Cerdaña catalana, dada su cercanía a la Cerdaña francesa y a la Provenza. Es de suponer que Marsella sea el puerto de despacho más importante, aunque algunos puertos franceses más hacia el sur, como Argeles, Collioure o Port Vendres se empleen como alternativos o de apoyo. Pero, bueno, es tan importante el número de informadores o espías desplegado en los puertos de la Francia, que ya nos alumbrarán el horizonte llegado el momento. Tan sólo debemos rezar para que acierten en sus vaticinios. En mi opinión, una vigilancia permanente y exhaustiva sería lo ideal.
—Estimo, señor, que disponemos de escasas unidades para vigilar en permanencia tantas millas de costa, un detalle que suelen olvidar las autoridades instaladas en tierra.
—Así nos lo ha expuesto el jefe de la división. Desde el ministerio se le han prometido otras fuerzas con rapidez, aunque no lo creo. Pero de nada nos sirve entrar en lamentos.
—Tiene razón, señor. En ese caso, preparación del buque sin demora y listos para salir a la mar con las primeras luces de la mañana.
—En efecto y siguiendo aguas a la capitana.
Abandonamos Cartagena cuando todavía el castillo de Moros nos cerraba la visión del disco de oro. Pero cuando el sol se alzaba con vigor un par de cuartas sobre el horizonte, ya nos movíamos por fuera de la bahía, siguiendo aguas a la fragata Cortés, donde izaba su insignia el capitán de navío de la Cruz. Como si la mar mediterránea quisiera conceder razón plena a los que por ella suspiraban en la distancia, no se podían pedir mejores condiciones en aquellos días del mes de marzo. Durante aquella primera navegación, se mantuvo un sol radiante con calores añadidos, mar rizada y ventolina de levante que en poco embuchaba las velas de la capitana.
Atracamos en Valencia con un ligero retraso al plan previsto. Pero el viento brilló por su ausencia y los buques de vapor debimos ajustar nuestro andar a los clásicos de vela, que lanzaban bordos casi de continuo y con escasa espuma a popa. Pero ya se sabe que es mala costumbre en los vapores la de ajustar horarios y marchas a la milla, cuando amparas en conserva algún buque movido por el cambiante y mudadizo soplo de Eolo.
En la capital levantina se sucedieron las reuniones con autoridades del Ejército, mucho ejercicio de voz y escasos resultados, pero especialmente con aquel coro de espías, uniformados o no, que atizaban comentarios de todo tipo y no siempre coincidentes. Una semana después de nuestro arribo, siete días de desmayo y mano sobre mano, se ordenó que los vapores Blasco de Garay y Castilla pasaran de inmediato al puerto de Castellón, donde debían esperar órdenes. De esta forma, el capitán de navío Díaz Herrera pasaba a mandar aquella pequeña agrupación naval, sin más órdenes en la mar que las de su propio pensamiento.
Cuando largábamos las anclas frente a la ciudad de Castellón, el tiempo se achubascaba ligeramente, aunque todavía con el soplo tendido a la baja y escasos rastros de entrar en aumento de males. Y no debimos esperar mucho tiempo para recibir alguna noticia sobre nuestro cometido porque, tan sólo una hora después, una lancha del puerto se dirigía hacia nosotros con determinación en su boga. Por fin, tomaban el portalón con escasa agilidad un coronel de Infantería y un paisano, que entendimos como uno de más de los informadores de fortuna. Tras presentarse al comandante en cubierta, nos retiramos a su cámara, en la que tomamos asiento junto a los dos personajes. Y no aguardó en la debida cortesía quien se había presentado como coronel de infantería Manuel Espuerta y el señor diputado, que así se denominó al civil sin más indicaciones, para entrar por vereda llana.
—Debe salir de inmediato hacia aguas catalanas, señor comandante —decía el coronel con un tono ligeramente engolado y un tanto conminatorio. Sin embargo, mudó las formas con rapidez, al observar los gestos de evidente desagrado que aparecían en el rostro de Díaz Herrera—. Bueno, supongo que le habrán notificado, que deberá acatar las órdenes de la Comandancia Militar…
—Así se me comunicó de forma verbal, coronel. Pero eso de aguas catalanas es una información muy poco precisa. ¿Se refiere a algún punto en concreto?
—Bueno, debo exponerle con cierto detalle lo que nos tememos, una información que nos ha movido a llevar a cabo esta especial…, esta especial misión. Bajo la mayor reserva posible, puedo decirle que se tienen muy fundadas sospechas… —ralentizaba su exposición a propósito, como si se dispusiera a revelar un secreto de estado—, de que el pretendiente legitimista, don Carlos, pretende pasar de Francia a España en estos días por vía marítima. Parece ser que lo ha intentado por tierra durante las últimas semanas, pero encontró demasiada presión de fuerzas leales en la frontera. Se nos ha comunicado que, en esta ocasión, se encontrará acompañado por el mismísimo general Cabrera, así como otros altos mandos de su Ejército y hombres de la mayor confianza. Consideramos de enorme y vital importancia para el futuro de esta nueva guerra, si así podemos definirla, apresar el pequeño buque en el que navegan. Se trataría de un éxito colosal y con importantes derivadas en el devenir de la contienda. Según nos han informado, lo intentarán a bordo de un falucho pesquero u otra unidad similar de pequeño porte. Pero, por favor, deben tener en cuenta que al conde de Montemolín, llegado el caso, se le han de dispensar todos los honores debidos. Por supuesto, como primo carnal de Su Majestad la Reina Isabel. Mucho se me ha recalcado esta especial condición.
—No pensaba arrojarlo por la borda con un chuzo de abordaje golpeando contra su espalda —entraba el comandante con morros cerrados, un poco harto de la superioridad que manejaba el coronel—. Como es norma habitual en los buques de la Armada, trataré a cada uno en acuerdo a su categoría personal.
—También nos han informado de que esa pequeña unidad pesquera saldrá del puerto francés de Port Vendres. Se supone que intentará tomar la pequeña localidad gerundense de Llansá o, una vez traspuesto el cabo Creus, la de Cadaqués. Incluso es posible que escojan como destino cierto la bahía de Rosas. Es de esperar que lleven a cabo la navegación durante la noche, para que no se perciba su presencia.
—Muy pocas millas a navegar. Dispondremos de escaso tiempo para interceptarlo. ¿Se conocen fechas posibles para ese traslado?
—La información que nos ha llegado habla con bastante exactitud del 28 de marzo como probable fecha. Pero deberíamos cubrir un arco en el tiempo más grande, si es posible.
—Nos encontramos a 25 de marzo. Mañana mismo abandonaremos Castellón. Creo que podemos alcanzar las aguas francesas en unas quince horas como máximo, si la mar nos respeta el andar. Patrullaremos desde el golfo de Rosas hasta Llansá.
—También los informadores han especificado que emplearán un buque de muy pequeño porte, para que les sea posible navegar muy pegado a la costa.
—Ese es un inconveniente importante porque este buque mantiene un calado algo superior a los catorce pies… ¿no es así, segundo?
—Catorce pies y tres pulgadas[18] a la salida de Valencia, señor.
—Como se trata de un elevado calado, es mi intención que una de las lanchas de fuerza sea armada en conveniencia y efectúe la vigilancia a tocar piedras, mientras el Blasco se mantiene a prudente distancia aguas afuera.
—Tenga en cuenta, comandante, que en ese falucho pueden encontrar resistencia armada.
—No pensaba enviar a una veintena de hombres a bordo de la lancha con pañuelos blancos, coronel —ahora Díaz de Herrera enarbolaba una sonrisa de condescendencia y superioridad—. Nuestro personal se encontrará armado en conveniencia y situaré al mando de la lancha a mi hombre de mayor confianza. Me refiero al segundo comandante.
Al pronunciar las últimas palabras, el comandante me señalaba con su mano. Y por todas las zorronas del burdel argelino, que no se me había pasado por la cabeza tal posibilidad. Como norma general, en tales ocasiones se concedía el mando de la lancha y misión a cubrir a un joven alférez de navío, pero jamás al segundo comandante del buque. El comandante pareció comprender mis lúgubres pensamientos.
—Deben tener en cuenta que, en situación normal, el mando de la lancha se concedería a un joven y moderno oficial. Pero dada la importancia que otorgamos a la misión, estoy dispuesto a quedar a bordo sin mi mano derecha.
—Me parece una medida muy acertada, comandante —el coronel sonreía de placer.
—Tan sólo debemos comprender, que con el empleo de la lancha a boga de fuerza, la pasada de vigilancia hacia el norte se ralentizará bastante.
—Comprendo. En ese caso, señor comandante, y para tranquilidad de todos, ¿no podría salir a la mar esta misma tarde? No me tome por entrometido, pero le aseguro que no podemos fallar en la ocasión. Los deseos de que así se produzca vienen de muy…, de muy arriba.
Pareció pensar mi comandante durante unos segundos. Comprendí que poco le agradaba mantenerse al dictado de aquellos dos hombres, aunque no quedara más harina que moler sobre la piedra. Asintió con la cabeza, cuando desgranaba sus palabras son lentitud.
—Como hemos rellenado víveres y aguada hace pocos días en Cartagena, no se nos presentará problema alguno en ese apartado. ¿Cómo andamos de carbón, segundo?
—Unas 260 toneladas en carboneras, señor.
—Por pura curiosidad, comandante —intervenía de nuevo el coronel Espuerta—. ¿Cuál es la capacidad máxima de sus carboneras y cuánto consume al día?
—La capacidad máxima es de 350 toneladas, sin cubrir cintas. El consumo depende de la fuerza de máquina que se desee desarrollar. A máxima presión, unas cuarenta toneladas al día.
—Un elevado consumo, sin duda. En ese caso, señor comandante, ¿a qué hora debemos encontrarnos aquí?
—¿Ustedes? No comprendo…
—Deberá perdonarme una vez más, por no haberme hecho comprender. Quería decirle que hemos de embarcar el señor diputado y yo durante esta misión. Para el caso de que se consiga…
—Supongo que serán órdenes de la Superioridad —no disparaba el comandante en salvas de gozo, enfadado de que se le asignaran funciones por alguien más moderno y al soplo de luces—. Lo digo porque no me ha mostrado una sola orden escrita. Ni siquiera he escuchado el nombre de este señor, al que solamente denomina como diputado y he de embarcar a mi bordo medio embozado. No sé, lo encuentro todo bastante irregular y muy poco adecuado a nuestras costumbres militares. Perdone que le hable con entera sinceridad.
—Bueno, señor comandante —el coronel se movía ahora entrado en nervios y con actitud dubitativa—, he de reconocer que también he pecado de improvisación. Deberá perdonarme, pero poco conozco de los usos y protocolos militares. En realidad, mi empleo de coronel es más bien honorífico. Pertenezco al gabinete de Su Majestad doña Isabel y me asignaron este cometido porque conozco personalmente al conde de Montemolín. Algunos recordaron mi nombramiento como coronel y decidieron que sería mejor vestir uniforme. Pero aquí llevo las órdenes del Capitán General, que conforman todo lo que les he expuesto —comenzó a extraer unos documentos del interior de su casaca—. En cuanto el señor Eduardo María García Enríquez —ahora señalaba hacia el silencioso personaje—, se trata de un diputado a las Cortes por Navarra, que hace años fue edecán de don Carlos. No obstante, se nos recomendó discreción sobre su presencia a bordo. Pero le pido disculpas con sinceridad, por cómo he manejado este asunto desde el primer momento. De todas formas, si no dispone de sitio a bordo…
—No es eso, coronel. Siempre hay sitio a bordo de un buque de la Real Armada —el comandante movía las manos en gesto de rechazo—. Ahora comprendo su desconocimiento de los usos y costumbres castrenses. Pero si hemos de salir a la mar esta misma tarde, les recomendaría que permanecieran a bordo, a no ser que necesiten algún material o bagaje de tierra.
—Bueno, ese problema podemos solucionarlo en escasos minutos.
—Pues ya ha escuchado las intenciones, segundo. Listos para salir a la mar en cuanto calderas y máquinas nos ofrezcan la novedad.
—Quedo enterado, señor.
Con las primeras horas de aquella misma tarde, levábamos las anclas para proceder a la misión impuesta. Y bien que anidaba en nuestros corazones cierta tensión, al comprender que cabía la posibilidad de arrestar, porque de eso se trataba, nada menos que a quien los legitimistas trataban como Su Majestad don Carlos VI. La relación del coronel Espuerta con el comandante se aligeró en buena medida, hasta llegar a concluir que se trataba de una excelente persona, a la que habían embarcado en una misión alejada de su diario acontecer. Por el contrario, el diputado navarro se mantenía en el más absurdo de los silencios, como si el simple hecho de dejar escuchar el dulce trino de su voz entrara en pecado de lesa majestad. Acabé por reconocer que se trataba de un estúpido con gorguera suelta.
Aunque disponíamos de tiempo más que suficiente para cumplir las órdenes, siempre ajustados a los tiempos que marcaban los informadores, todo en la mar puede darse un revolcón de 32 cuartas y marcar grietas en la cara. Digo esto porque, entrados en la noche y preparando la lancha para cumplir la misión de vigilancia cercana bajo mi mando, se nos vino encima un manto de niebla de los que jamás se olvidan. Niebla espesa como sopa de gorullo, mar en calma chicha y vapores que se elevaban en jirones finos hacia los cielos desde la superficie de las aguas. Bien sabe Dios que siempre consideré tal estampa capaz de abrir surcos de sangre en la piel del hombre más bragado. Porque si el temporal de barbas blancas se sufre en carnes con violencia y necesidad de entrar en faena dura, la situación de manta trabada y prieta, que llega a impedirte observar los palos de a bordo e incluso los propios pensamientos, se asocia a un camposanto con desfile de las Santas Animas en procesión de duendes. Y cuando se estima que el peligro procede bien tapado desde el más allá, el alma comienza a bombear desgracias anticipadas y coros de naufragio.
Éramos conscientes de que tal condición ralentizaría en mucho la navegación de la lancha. Porque ante la necesidad de moverse bien pegados a las piedras y con aquellas madejas grises en baile ante los ojos, debería ordenar una boga al mínimo andar y con las perchas de defensa bien dispuestas. Como así lo comprendió también el comandante, aceptó mi sugerencia de adelantar en lo posible los periodos de tiempo establecidos. De esta forma y sin dudarlo, el comandante ordenaba una valerosa estrepada de dos horas a máxima potencia de nuestras máquinas, con el alma en vilo ante la situación de nula visibilidad. Poco después y estimando que el buque debía encontrarse pocas millas al sur del golfo de Rosas, dimos la lancha al agua, complicada acción en la que apenas identificábamos el rostro del hombre más cercano. Había escogido personalmente y uno a uno a los marineros y soldados de la dotación, así como las diferentes armas a emplear y el patrón de boga, función que cobraría el contramaestre segundo, don Andrés Almagro.
Bajo una mortecina luz que oscilaba sobre nuestras cabezas en el castillete de mando, el comandante me ofreció sus últimas recomendaciones en presencia de la pareja invitada a la escena.
—Recuerde, segundo. Si localiza el objetivo y le asalta algún peligro contra los ojos, efectúe dos disparos de fusil. Acudiremos con rapidez aunque debamos saltar sobre las piedras.
—Quedo enterado, señor. Pero entiendo que, en caso de necesidad y acción de defensa, puedo emplear las armas como bien me dicte mi propio saber y entender. Nada conocemos de la situación que podremos encarar, en caso de localizar el falucho.
—Desde luego. No creía necesario mencionar tal detalle.
—Pero, por favor, no olvide la posible presencia de Su Alteza… —el coronel intervenía como si rogara por la vida de un querido hermano.
—Puede estar seguro de que mi segundo no olvidará absolutamente nada, coronel —cortó el comandante con sequedad e indicación clara de que se mantuviera al margen de las órdenes—. Quede tranquilo en ese sentido, Leñanza. Por supuesto que, en caso de necesaria defensa, puede abrir fuego como mejor lo entienda. Y si algún carlista, sea soldado o general, efectúa algún movimiento peligroso, no lo dude, disparo a la barriga.
—Muy bien, señor. En ese caso y si no se aparece alguna sugerencia más, con su permiso embarco en la lancha y doy comienzo a la misión.
—Mucha suerte, segundo.
De esa forma arrancamos las acciones que he dejado a medio narrar en las primeras páginas de este cuadernillo, cuando el marinero Palanca había observado una sombra por la banda de estribor y la manta espesa de niebla alzaba sus velos en inesperado y vertiginoso giro. Ni siquiera podía imaginar en avanzada locura, las emociones que debería padecer horas después.