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División naval

Abandonamos Cartagena de Levante, la plaza fuerte de los cinco castillos, en la mañana prevista, sin incidente notable que señalar, aunque el ancla de babor tontoneara en exceso al ser izada, como si no deseara abandonar el lecho madre. No obstante, debo exponer que se produjo un repentino y profundo cambio en las condiciones ambientales, al pronto y sin aviso. Porque de unos días más bien calurosos y veraniegos, pasamos a un intenso frío regado con vientos del nordeste, como si se hubiera decidido anular el otoño por decreto y entrar en lo más duro del invierno. Y como todavía no se mantenían a mano casacones, tabardos y pellizas de mar, muchos hombres sufrieron de rigor durante las primeras guardias de alba. Menos mal que dejábamos atrás el milenario puerto con grasas suficientes y sin testigos de duelo en carnes, lo que en mucho auxilia el tráfico de la sangre.

Aunque repita la circunstancia en sonsonete de martillo, una vez más el primer maquinista demostró su impecable profesionalidad. Porque al tanto de que nuestra estancia en puerto se alargaría por más de diez días, había solicitado mi permiso para llevar a cabo una revisión general de calderas y válvulas. Como no disponíamos de orden alguna para mantenernos en previsión de inmediata salida a la mar, más bien al contrario, la petición fue concedida sin dudarlo. Y aunque algunos de sus hombres protestara en cinta cerrada, desde cubierta se escuchaban los lavados y rascados de paredes, así como periódicos soplidos de vapor, mientras la charanga de guitarras y flautas se esparcía en tono alto por el buque. De esa forma y gracias al sacrificio de unos pocos, salimos a mar abierta con el Blasco en perfectas condiciones, para ejecutar la misión inicial de arribar al arsenal de Ferrol e incorporarnos a la división naval recién formada.

Atravesamos el estrecho de Gibraltar sin novedad y continuamos con buenas condiciones de mar y viento hasta doblar el cabo de San Vicente, esa esquina geográfica que parece ofrecer bofetadas de rocío al navegante como norma habitual. Porque en cuanto comenzamos la trepada hacia el norte por la costa portuguesa, se nos vino encima la gran señora con garras abiertas sobre el cuello. Con un viento cascarrón del noroeste y mar entrada en marejada dura, el Blasco comenzó a mover las caderas como cortesana en dulce fornicio sobre lecho de sedas. No preocupaba la situación, que el Blasco superaba con las máquinas mar y viento sin problema, pero en mucho dificultaba la normal actividad a bordo. Y aunque me consideraran un segundo comandante duro en cuanto a las previsiones de los ejercicios doctrinales, en ningún caso anulé los de mar y guerra que se debían llevar a cabo dos veces al día, aunque así se me solicitara. Parecía que los efectos de las bebidas ingeridas en puerto todavía se movían por los fondos de bastantes hombres. Y es que son buenos los descansos para el personal, pero necesario regresar al tajo con rebenque en la mano.

Con reumas acumulados y bamboleo general del cuerpo, alcanzamos la latitud de la capital portuguesa, ese maravilloso estuario que tan bien conocía, a demasiada distancia para poder reconocerlo. Además, los chubascos se sucedían sin remisión, arreciando los vientos entre periodos de claridad, con la mar elevando un poco más sus barbas. Tanto así que, una vez a la altura de Oporto, donde se desmadran en vino las aguas del Duero, volvimos a quedar casi en parada, con la máquina a media potencia y la mar abierta unas dos cuartas por babor. Una situación parecida a la atravesada en el estrecho gibraltareño un par de meses atrás. Y tampoco nos preocupaba mantener una milla escasa avante, cuando la pica quebró por su parte más endeble.

Creo que se acababa de producir el relevo de la guardia de alba, en una noche cerrada de negro hasta los cantos, con un chubasco intermitente y mar muy dura, cuando desde el castillete de mando donde me encontraba pude escuchar lo que más parecía un bramido general de dragones. Y si me alarmó en grande durante los primeros momentos, pronto comprendí de qué se trataba, por haberlo padecido, aunque se tratara de orden menor, en los astilleros ingleses. En esta ocasión y sin solicitud de permiso, se cerraba el paso del vapor a máquinas antes de que el primer maquinista contestara a la vocinera que lo unía con el puesto de mando. Grité a pulmón.

—¡Informe, don Artemio!

—¡He debido cerrar vapor en situación de emergencia, señor segundo! ¡Tenemos avería importante en una o varias paletas de la rueda de babor!

—Ya lo imaginaba. En cuanto disponga de suficientes datos, suba a informar. Y no se preocupe, que vamos a dar el aparejo inmediatamente.

Así lo hicimos, que ya el barco comenzaba a atravesar costados a la mar con evidente peligro de partirnos el alma. Sin embargo, actuó con rapidez y acierto el nostramo a cargo, para quedar amparados en un santiamén con trinquete y capa. En aquel momento y sin necesidad de aviso, aparecía el señor comandante en el castillete, con la melena largada al viento y el casacón todavía en la mano.

—¿Qué sucede, segundo?

—Acabamos de dar el aparejo en capa plana, señor. Parece que una o varias paletas de la rueda de babor han sufrido percance severo. Se han parado las máquinas en situación de emergencia. Supongo que habrá escuchado el tenebroso ruido.

—Creo que se habrá oído hasta en las Indias. ¿Entiende que se trata de una sola paleta, como nos ocurrió en el Támesis?

—Una o varias, señor, que todavía no ha acudido don Artemio para ampliar la información. Pero el sonido es característico. Como dice, ya lo sufrimos durante las pruebas en el astillero inglés. Pero en esta ocasión parece de mayor volumen.

—¡Malditas sean las toninas verdes y sus putorronas crías! No parece momento oportuno para entrar en reparaciones.

—Bueno, señor, nos mantenemos bien con esta capa. Y a suficiente distancia de tierra.

En aquel momento aparecía a nuestro lado una sombra, que adiviné como perteneciente al maquinista. Escuché sus primeras palabras, que solían tranquilizar los ánimos más inquietos. Se dirigió al comandante.

—Tal y como le adelanté al segundo, señor comandante, entiendo que dos o tres paletas de la rueda de babor se han malformado. Puede que se trate solamente de un lateral desprendimiento por su misma guía o que hayan partido alas, embastando el conjunto sin retorno. No puedo asegurarlo con precisión hasta que nos entre el día. Los tarros de luz no ofrecen suficiente iluminación.

—¿Estima que se podrá reparar la avería en la mar bajo este temporal?

—Con tan bruscos movimientos a las bandas no es posible, señor. Deberíamos asumir un riesgo innecesario para nuestros hombres.

—Entiendo que debemos mantener cerrado el vapor. ¿No nos podemos auxiliar con la rueda de estribor, llegado el caso?

—Para ello, señor, deberíamos desembragar la rueda de babor, una maniobra complicada. Además, el empleo de una sola rueda solamente se contempla para casos de emergencia. Y no recomiendo intentarlo en esta situación. Si es posible, mantengámonos con el aparejo hasta que la mar rebaje sus notas o podamos tomar un abrigadero de resguardo.

—De acuerdo. Informe en cuanto disponga de datos más precisos.

Nos mantuvimos en base al aparejo y capa rendida sin mayores problemas, aunque el temporal levantara olas de altura con bigotes blancos, que rompían en el costado como martinete de bancada. Tan sólo y como condición habitual, poco me agradaba el empleo del trinquete reducido en capa, tanto así que, en acuerdo con el comandante, acabé por ordenar a don Martín que se cargara para entrar en capa completa de proa a popa. Y bien que agradecí en aquellas horas de negrura extrema el buen hacer del contramaestre, al que habíamos concedido la total responsabilidad del cargo.

De esta forma entramos en la amanecida, sin que la mar rebajara su cuota en una sola pulgada. Y ya los grises dominaban hasta ofrecernos los perfiles en cuadro, cuando don Artemio regresaba al puesto de mando. Pude observar su media sonrisa habitual, que rebajaba de entrada las pasiones.

—En efecto, señor, se trata de cinco palas desmadradas. No obstante, creo que nos ha bendecido el cielo con un carro de suerte.

—Pues vaya con la puta suerte —el comandante lo miraba sin comprender.

—Podría jurar que ninguna de las palas se ha malformado o partido. Se encuentran despasadas y con ataque lateral, fuera de sus guías respectivas, pero intactas. Y si se confirman esas condiciones, la reparación en puerto puede ser más favorable y rápida, sin necesidad de esperar la composición de palas nuevas. De momento y si le parece necesario, podemos intentar desembragar la rueda de babor. Pero le adelanto con sinceridad, señor, que se trata de maniobra complicada, unas acciones que jamás hemos llevado a cabo, aunque conozcamos la teoría cumplida.

Me divertía observar la sonrisa de confianza que se mantenía en el rostro del maquinista, mientras el comandante mostraba rastros de perplejidad y honda preocupación. Entré en su auxilio para que pudiera tomar una decisión.

—¿Cree posible enfrentar la reparación con esta mar, don Artemio?

—Bueno, señor, sería más sencillo entrarle al saco con mar en plata, pero podemos comenzar a preparar la labor. Y si esta mar acaba por caer, lo que hará tarde o temprano, tendremos preparado una buena parte del trabajo. Además, será necesario desembragar para atacar la reparación de la rueda y llevaríamos parte del asunto calzado en norma a la espalda.

—Creo que podemos confiar en la posibilidad que nos expone el maquinista, señor.

Tal y como esperaba, el comandante se decidió por mi sugerencia, que le tendía en bandeja de plata.

—De acuerdo, don Artemio, avante con esa complicada maniobra, siempre que no afecte a la seguridad del buque. Y le repito que puede ser muy positivo disponer de una rueda, llegado el momento.

—Quedo enterado, señor comandante.

Como si el maquinista hubiese entrado en profecía, en las primeras horas de aquella tarde comenzaba la gran señora a rebajar cuerdas de forma visible. Los trabajos en la rueda de babor se hacían audibles a veces desde la cubierta. Y cuando la mar cayó a ventarrón, cargamos la capa para largar mayor, trinquete y un triángulo de proa. Como el viento había rolado al norte casi puro, el Blasco comenzó a progresar en necesario bordo hacia babor, al límite de la bolina que, he de reconocer, no cuadraba por luces en nuestro buque. Y bien que se añora la propulsión a vapor, cuando se ha de entrar en bordos de necesidad. Entonces se recuerda que supone una gracia celestial, poder aproar al punto de la rosa que se desee, sin necesidad de mirar hacia los cielos.

Dos días después, arribamos al arsenal de Ferrol. Con la mar y el viento más propicios, acabamos por largar todo el aparejo y comprobar que el Blasco se movía a la clásica con mejores modos, aunque no mordiera millas avante en excepción. Un par de horas antes de tomar la ría, el maquinista nos ofrecía la buena nueva de que, una vez desembragada, podíamos disponer de la rueda de estribor. Pero siempre en el entendimiento de que tal acción debía tomarse en concepto de emergencia o urgente necesidad. Porque como ya he expuesto en ocasiones, la paridad de esfuerzos debe perseguirse en todo momento entre las dos ruedas. En caso de ejercer presión solamente sobre una de ellas, podía producir una desalineación en el eje muy peligrosa.

Aunque nos ofrecieran una favorable y cómoda situación de fondeo frente al palo de señales de la cortina del Parque del Arsenal, el comandante solicitó del práctico atraque a muelle firme, por causa de la avería que se debía solucionar. Tras algunas dudas y absurda ronda de comisiones en preguntas, el Blasco de Garay quedó atracado con cables firmes a los cañones del muelle.

Mientras el comandante vestía uniforme de recibo para presentarse a las autoridades departamentales y, a un mismo tiempo, al capitán de navío José María de la Cruz, jefe de la división en la que debíamos quedar encuadrados, decidí bajar a la sala de máquinas y observar los trabajos del personal. Una vez entre grasas y esfuerzos, comprobé que la reparación podía verse en la de Mazagatos, ante la inmensidad del problema. Porque una cosa es escuchar la falla y otra meterse por cuernos dentro de ella. Don Artemio me solicitó el necesario concurso del contramaestre. Consideraba imprescindible el empleo de aparejos de fuerza para destensar y suspender en un par de pulgadas la rueda. Accedí a sus deseos sin dudarlo. Pero pronto regresé a cubierta para no entorpecer los trabajos con mi presencia.

Una vez situado junto a la borda del costado de babor, a la altura del falso alcázar, dirigí la vista hacia la ciudad de Ferrol, que tan bien recordaba. Y una vez más entré en ligera nostalgia con cierto extrañamiento de la familia, cuyos rostros me costaba recordar con extremo detalle, triste situación que suele vivirse a vista de tierra. Aproveché la ocasión para escribir unas líneas a mi padre y felicitarlo por su reciente ascenso. Lo imaginaba perfectamente con una alargada sonrisa, al vestir el nuevo uniforme. Y bien que rogaba a Dios para que se le concediera la oportunidad de un destino acorde a su valía. Me sentía orgulloso y pensé en la figura de nuestros antepasados Leñanza, de forma especial la figura del sufrido galeote, el primer Gigante, abuelo de mi padre, que consiguiera sembrar el árbol cuyas ramas trazaban derrotas con metas muy nobles y siempre en el pensamiento del mejor servicio a la Real Armada y a España.

Antes de que regresara mi comandante, recibimos a bordo correspondencia atrasada en semanas, condición habitual cuando cualquier buque se mueve mucho entre puertos. Y por medio de la Gaceta correspondiente al día primero de diciembre, tuve conocimiento del horrible suceso acaecido en la Corte y del que no habíamos tenido noticia hasta el momento. La información comenzaba con un llamativo título, que no amparaba duda alguna: ¡Incendio! ¡El ministerio de la Guerra ya no existe!

En efecto, a las doce de la noche del penúltimo día del mes de noviembre, el ruido producido por una multitud de cristales al romperse, alertó al lacayo del ministro de Marina de que algo extraordinario ocurría cerca de su habitación. Pronto comprobó que, a través de las ventanas del archivo volcadas hacia las cocheras, salían lenguas de fuego de extraordinario tamaño. Gracias a sus gritos de aviso, se presentaron con extraordinaria rapidez los que durante la noche montan guardia de orden. Acudieron también con celeridad el jefe político, el capitán general, el ministro de la Guerra, el gobernador de la plaza, la tropa que prestaba servicio de armas y buena cantidad de soldados en auxilio. Los porteros y empleados de la Secretaría de Marina avisaron a los oficiales, con lo que a poco de comenzar el fuego, cada uno se encontraba en su puesto, pudiendo así con ayuda de la tropa salvarlo todo, absolutamente todo. El ministerio de Marina podía declarar con entera felicidad, que conservaba todo lo que poseía antes del terrible suceso.

Por desgracia, no fue el caso del ministerio de la Guerra. Por atolondramiento, tardío aviso a los oficiales o causas desconocidas, todo fue consumido por las llamas. Era tal el desorden en que quedaron papeles y archivos a causa del agua y el lodo, que no es posible pudieran utilizarse en el futuro ni la mitad. El despacho del ministro, que contenía muebles de extraordinario valor, quedó convertido en masa de cenizas. La subsecretaría, adornada también con exquisito lujo, ha sido devorada por las llamas. Incluso el cuarto donde se encontraba la caja, se había hundido con todos los fondos asignados al ministerio. Las consecuencias se consideraban catastróficas. La historia particular de cada uno de los individuos del Ejército se había sepultado entre aquel siniestro montón de cenizas y escombros.

Nada aparecía en la publicación sobre las posibles causas que originaron el desastre. En teoría, todos los braseros del edificio habían sido retirados con la debida seguridad, sin poder achacarse a tal empleo maldad alguna. Pero al constatarse que el incendio se había producido en dos o tres focos diferentes a un mismo tiempo, hizo pensar en posibles actividades criminales.

En medio de esta desgracia que envolvía la riqueza material del edificio, de los muebles, de la plata labrada e inmenso caudal de datos y antecedentes sobre el personal del Ejército, sobre la administración militar y asuntos de justicia, afortunadamente se han salvado todos los papeles correspondientes a los siglos anteriores al presente. Por gracia de los cielos, poco tiempo atrás se había remitido al archivo de Simancas toda la documentación anterior al siglo XIX. Sin embargo y en opinión del cronista, era muy probable que, con el paso de los días, acabara todo por hundirse, y solo quedara de tan hermoso edificio alguna sala correspondiente al ministerio de Gracia y Justicia, los departamentos de la Secretaría de Marina y la escalera principal. Por último, un periodista alegaba que la causa probable del incendio podía encontrarse en el despacho del señor ministro de la Guerra. Con motivo de la dimisión del ministerio Istúriz, el titular de la Guerra había decidido quemar un elevado número de documentos personales en la chimenea, sin comprobar que todo quedaba convenientemente controlado. Ya se sabe que los papeles en cenizas vuelan por libre con llamas prendidas y peligrosas. La noticia no acusaba directamente, pero dejaba la piedra sobre el quicio de la ventana.

En efecto, también se informaba en la Gaceta de que aquel mismo día del incendio hacía su dimisión el ministerio Istúriz. Su Majestad la Reina había llamado sucesivamente para encargarles la formación de un nuevo gabinete a dos sujetos muy conocidos por su alta reputación política, que rehusaron tal posibilidad. No obstante, a última hora y en atención a las circunstancias particulares en que se encontraba la nación, se llegó a un arreglo de mínimos. Los señores ministros retiraban su dimisión y habían vuelto a tomar las carteras respectivas.

Mucho me impresionó aquella noticia del incendio, así como las posibles causas. Pero al mismo tiempo, me congratulé a fondo de que no se hubiera destruido documentación alguna en el ministerio de Marina. Aterraba pensar que nuestros expedientes personales, con informes y datos de toda una carrera, se perdieran para siempre sin posible constancia. Por otro lado, tampoco me tranquilizaba la reanudación del ministerio Istúriz, hasta el momento incapaz de controlar la situación en que degeneraba la vida española. Por lo visto, Madrid hervía de norte a sur por causa de los exaltados, y se temían acciones harto peligrosas para la vida ciudadana. Me afectó personalmente al pensar en la familia, al punto de sopesar la posibilidad de que mudaran cuerpos al palacete gaditano y escapar de aguas turbulentas.

* * *

Con nuestro arribo a Ferrol se completaba la división naval que, según aparecía en la Gaceta, debía formarse para adiestrar a las dotaciones de los buques en cruceros sobre las costas de Galicia y Portugal. Pero nada más lejos de la realidad, como me comentó el comandante una vez a bordo, tras su presentación al jefe de la división.

—Nada de cruceros de adiestramiento ni mandangas parecidas, segundo, que hemos de entrar en faena seria sin perder un solo día. Tal y como nos adelantó el mayor general en el puerto de Cartagena, la guerra se mueve con más rapidez de la esperada. El manifiesto de don Carlos ha llegado hasta el último de los rincones de España. El Gobierno se encuentra temeroso de los movimientos que se puedan producir, aunque los generales intenten calmarlo. Por fortuna, los efectos todavía se sienten restringidos en la zona norte catalana. Pero bastantes tropas se encuentran preparadas en Francia, cerca de la frontera, para pasar a España. Todo depende de que se puedan controlar y sofocar los levantamientos que, según han comunicado los informadores, se preparan en varias zonas de nuestros reinos. Y como el general Pavía, al mando de 40.000 hombres, parece que puede impermeabilizar en elevado porcentaje la frontera hispano-francesa, es de suponer que los carlistas decidan emplear el medio marítimo, tanto para el traslado de tropas como de armamentos.

—¿También se empeñarán en traslados de tropas por medio de buques, señor? La verdad, no creo que cometan tamaña locura.

—No lo entienda así, segundo. Desde los puertos franceses de la Cerdaña o incluso de la Provenza, se puede arribar a determinadas zonas costeras de Gerona en muy pocas horas.

—Pero sería fácil cerrar aquellas aguas al canto con nuestras unidades.

—No olvide lo difícil que siempre supone cerrar toda una costa. Las noches, situaciones de poca visibilidad, mala mar y otros muchos factores pueden operar a su favor. Pero, bueno, esa razón es la que nos devuelve al mismo escenario del que procedemos.

—¿Regresamos al Mediterráneo?

—En efecto. Parece una soberana estupidez habernos hecho navegar tantas millas, para entrar de nuevo en repique de faena. Pero, bueno, ahora lo principal es que esa maldita rueda de babor quede reparada en perfectas condiciones y en el menor tiempo posible. El comandante general del arsenal nos ha ofrecido apoyo para la reparación. ¿Cómo marchan los asuntos en ese sentido, segundo?

—Según afirma don Artemio, no necesitamos auxilio exterior alguno, señor. Asegura que mañana quedará lista la rueda de babor.

—¿Confía en sus palabras?

—Tanto como en la palabra de mi padre o de los Santos Evangelios, señor.

—Pues en ese caso, no se hable más —mostró una sonrisa de confianza, como si mi propia palabra bastara para tranquilizar su alma—. Por cierto, olvidaba comentarle que, precisamente, se espera la llegada de su padre a Ferrol en el día de hoy. Parece ser que el ministro Roca de Togores, marqués de Molins, le ha nombrado para dirigir unas visitas de inspección a los tres arsenales y establecer las necesidades de modernización, así como la posible construcción de buques de vapor.

—¿Mi padre aquí en Ferrol? Bueno, ya construimos buques de vapor en nuestros arsenales, señor.

—Pero con los principales y más novedosos elementos traídos a la fuerza del extranjero. El ministro se refiere a construir buques con diseños de nuestros propios ingenieros, e incluso llevar a cabo la producción de calderas y máquinas en los ramos de los arsenales.

Sentí una inmensa alegría al comprender que aquel mismo día podría abrazar a mi progenitor. Y así lo expresé al comandante.

—Pues no sabe la alegría que me ofrece con la noticia sobre la visita de mi padre, señor. Hace año y medio que no hablo con él.

—Lo imaginaba. Como va a residir en el palacio de Capitanía General, se nos enviará aviso de su llegada para que pueda acudir a saludarlo. Pero dispondrá de escaso tiempo, porque el jefe de la división quiere salir a la mar en un par de jornadas como máximo. Se encuentra pendiente de nuestra reparación, así que haga llegar a su mayor general, el teniente de navío Fernández Somostro, una nota con la previsión de que esperamos quedar listos de máquinas a lo largo del día de mañana.

—Muy bien, señor.

—Por cierto, segundo, debe saber que se ha incendiado el ministerio de la Guerra y apenas queda un ladrillo a flote. Un verdadero desastre.

—Acabo de leerlo en la Gaceta, señor —le señalaba parte de la correspondencia recibida que había depositado sobre su mesa—. Menos mal que en la secretaría de Marina se obró con rapidez y buena mano, con lo que nada se ha perdido. Y según comenta el cronista oficial, se sospecha que pueda haber sido provocado.

—Eso parece. Nunca se sabe hasta donde pueden llegar esos exaltados y revolucionarios con sus terribles acciones.

Aunque acabábamos de llegar a puerto, ordené a los oficiales que se preparara el buque para salir a la mar dos días después. Y aunque algunos dudaran de que la rueda quedara lista para ese momento, estaba convencido por mi parte de que no fallaría don Artemio en sus predicciones. Al mismo tiempo, el resto del día me mantuve con los nervios aferrados y a la espera del aviso de la llegada de mi padre a Ferrol. Para no perder tiempo, una vez terminado el almuerzo, Pepillo me preparó el uniforme para efectuar la presentación. Porque no podía olvidar que, aunque padre, debía presentar mis respetos a un teniente general de la Real Armada.

Comenzaba a desesperar, con las luces del cielo en clara declinación, cuando un mensajero llegó a bordo con una nota escrita para el comandante. Y con cierta sorpresa, comprobé que se nos invitaba a una cena en el palacio de Capitanía General en honor de la visita de mi padre, a la que debíamos asistir en compañía del jefe de la división. Y ante el escaso tiempo que nos restaba avante para cumplir la comisión, el capitán de navío Díaz Herrera entraba en nervios alzados de peregrinaje, fiel a su norma de dejarse naufragar en una charca en demasiadas ocasiones.

Nos movimos hacia el palacio de Capitanía con las luces rendidas al piso. Utilizamos en la ocasión el carruaje servido a disposición del jefe de la división, que había pasado a recogernos. Y allí mismo efectué mi presentación a su autoridad. Creo que la suerte volvió a sonreímos, porque al primer pulso tomé buena sensación de su persona. El capitán de navío José María de la Cruz parecía un oficial inteligente, decidido y sin resquemores de bajos. Entrado por largo en la cincuentena, se mantenía con figura espigada en percha, magro de carnes, cabello negro abundante y ágil de movimientos. Pero el rasgo principal se mostraba en lo que entendía como sinceridad de mirada, condición que mucho alecciona a favor.

Cuando llegamos al salón principal del palacio, avisté la presencia de diversos generales y mandos que charlaban en animada conversación. Sin embargo, entre ellos destacaba como un faro en la distancia la figura de mi padre y hube de remansar escotas con la necesaria paciencia, porque debía entrar en la obligada cortesía de presentaciones. No obstante, poco tiempo después me fundía entre los brazos de quien me concediera la vida por derecho. Y como si todos comprendieran la situación, quedamos en un ligero aparte durante unos pocos segundos.

—Hoy os he escrito para felicitaros, padre. Nada sabía de esta visita de inspección. Me alegro mucho de vuestro ascenso, que bien lo merecéis.

—Muchas gracias, hijo. Ha sido una sorpresa que pasara a la situación de actividad, lo que tomo con mucho entusiasmo y renovada ilusión. En cuanto a la familia, puedes quedar tranquilo, que los tuyos se mueven en orden y con salud. Tu esposa Rosario te envía sus más cariñosos recuerdos.

—Mucho deseo abrazarlos, padre, que los meses de ausencia aumentan al golpe.

—Nuestra ley de vida.

—Mucho me ha preocupado leer el incendio del ministerio de la Guerra y las acciones incontroladas en Madrid. ¿Entiende que la familia queda en seguridad? Creo que, en caso extremo, podrían pasar al palacete de la calle de la Amargura en Cádiz.

—No es necesario. Con toda sinceridad, no creo que las aguas lleguen a rebosar, aunque me preocupen las actividades de algunos grupos políticos, que desean ganar la orilla en vuelo. No te inquietes y déjalo de mi mano. Llegado el caso, actuaría con rapidez.

—Por supuesto, padre.

Aunque portara en la carpeta mental varios temas en los que interesarme, deseaba informar a mi padre de lo sucedido en Londres con el primo Beto, aunque todavía me doliera bien adentro y sintiera cierto ánimo de culpabilidad difícil de evitar. Sin embargo, entendía que no era el momento.

—Padre, si llegamos a disponer de algún momento con la necesaria intimidad, me gustaría informarle de un asunto importante.

—Conseguiré que así se nos conceda.

Aunque volara sobre mi cabeza la figura de mi primo, conseguí disfrutar durante el resto de la velada muy a fondo. Porque mucho agrada comprobar la categoría del padre, en este caso concedida por el resto de autoridades. Creo que una sonrisa de placer debía aparecer en mi boca, al comprobar el interés que causaban sus palabras entre todos. Y no se andaba con chiquitas el nuevo teniente general. Porque exponía con una muy sincera claridad y seguridad de sus palabras, la penosa situación de nuestros arsenales y el gigantesco empeño que significaba ajustarlos a los nuevos adelantos, tal y como perseguía el ministro de Marina.

Todavía pude disfrutar de la compañía de mi padre en otra ocasión, gracias a su propia iniciativa. Porque con buenas palabras y mano izquierda lanzada, consiguió que mi comandante le ofreciera un almuerzo a bordo del Blasco, con lo que pude aumentar el tiempo disponible en su compañía. Creo que por tal razón, el jefe de nuestra división retrasó en una jornada la prevista salida a la mar, aunque el Blasco hubiera dado el listo de máquinas y aparejo en la fecha avanzada.

Mi padre, en acuerdo con el capitán de navío Díaz Herrera, apareció a bordo media hora antes de la prevista para el almuerzo. Y quedados en la necesaria intimidad, nos dedicamos a pasear por la toldilla. Entendí llegado el momento que deseaba, aunque todavía las ideas tramaran en cruces por mi interior. Pero debía lanzar la sonda sin esperar un segundo más.

—Padre, deseo informaros de una novedad vivida en Londres, que mucho me ha preocupado.

—Adelante con la empresa, hijo mío.

En pocas palabras y por derecho, expuse con detalle todo lo acaecido en Londres sobre las acciones comprobadas en el primo Beto, así como los posteriores informes del personal asignado a la embajada. No pareció sorprenderse mi padre, que alzó la mano en tranquila señal.

—No te preocupes, Francisco. Ya conocía esos movimientos de Beto con todo detalle.

—¿Lo sabíais? ¿Por dónde os ha podido llegar…?

—Ten en cuenta que el anterior ministro de Marina, Francisco Armero, es un buen amigo y compañero, que tuve a mis órdenes cuando mandaba el navío Asia. Se trata de un hombre extraordinario y con los ideales bien plantados, lo que le ha causado muchos e importantes agravios en su carrera, que a punto le llevaron a retirarse de forma definitiva. Por fortuna, fue nombrado ministro de Marina, Comercio y Ultramar hace un par de años. Pero regresando a nuestro asunto, Armero me llamó a su despacho cuando tuvo conocimiento de que Beto se encontraba en las listas carlistas como espía. Apenas pude creerlo, cuando escuché sus palabras. Porque en verdad que suponen una vergüenza para el Cuerpo y para la familia. Pero no puedo olvidar que se trata del único hijo de mi hermana, que bastante ha sufrido ya con la suerte de sus hijos y con la propia Armada. No obstante, recuerda que debe quedar entre nosotros esta información —me miraba con aire severo—. Si continúan en el ministerio algunas voces amigas, es posible que se le exonere de la pena de muerte a la que sería condenado. Lo mejor que puede sucedemos es que, llegado el momento, se le destierre, aunque lo sea en forma vitalicia. Y con el paso de los años, todo es posible.

—Qué tristeza, padre. ¿Saben los tíos Rosalía y Beto lo sucedido…?

—Se lo expuse con toda crudeza al tío Beto pero, la verdad, no tuve fuerzas para hacerlo con mi hermana. Sin embargo, tendrá que saberlo algún día. Bueno, ahora cuéntame de ti. ¿Todo bien a bordo del Blasco? Parece que el comandante te tiene en muy alta estima.

—Así lo creo, padre. Sin embargo, espero que se cumpla la promesa y lo que se entiende como normalidad orgánica. Me refiero a que debería asumir de una vez la comandancia de este buque.

—No te preocupes, que así será —me sonreía con evidente placer—. Tu comandante mantiene buenos parientes en el ministerio, pero va a ser nombrado para el arsenal de Cuba. Aguanta los nervios, que te resta poco para que te alumbren los dioses.

—Pues me concedéis una enorme alegría, padre.

Continuamos charlando de todo lo que afectaba al resto de la familia, que por gracia de los dioses se movía con placeres ajustados y buena salud. Cuando comprobamos que embarcaba el jefe de la división, invitado al almuerzo, pasamos a la cámara del comandante. Asistimos a una generosa comida, que se desarrolló con buenas viandas y muy interesante conversación, como era habitual cuando se escuchaban noticias y chascarrillos profesionales por boca de mi padre. Y aunque mucho me costó, acabé por despedirme del ser querido con tristeza. Porque desconocía cuando sería posible reunirme de nuevo con él. Además, debo aquí señalar que me dejó ligeramente preocupado comprobar su delgadez y el aspecto de su rostro. Porque si mi padre había sido siempre un claro ejemplo de robustez y aspecto saludable, ahora mostraba un color macilento en las mejillas, así como cierta lentitud en sus movimientos que llegó a alarmarme. Cuando así se lo expuse, restó importancia a tales detalles y alegó cansancio por el interminable viaje hacia las Galicias. Por mi parte, no podía olvidar que había cumplido los 62 años y era mucha la distancia navegada en todo tipo de situaciones y riesgo a lo largo de su carrera, con algunas millas de las que dejan un poso de sangre muy dentro del espíritu.

Nos llegó el momento de abandonar tierras y costas gallegas, así como comenzar la nueva y definitiva tarea por aguas más tranquilas. Trazamos la navegación por la ría de Ferrol en una mañana achubascada, muy propia del mes de noviembre en esas latitudes. El jefe de la división izaba su insignia en la fragata Cortés. Tras ella navegábamos las corbetas Villa de Bilbao y Ferrolana, bergantín Volador, así como los vapores Vulcano, Castilla y Blasco de Garay. Dejo para el final de la lista al vapor Isabel II, que cerraba la formación, incorporado a la división en último lugar. Y ya pueden imaginar la emoción que sentí al observar el buque en el que, en teoría, había gastado mis últimos años de embarque.

Hablo de la teoría sobre el Isabel II porque, como ya expuse en un cuadernillo anterior, se trataba en realidad de otro buque. Una vez finalizada la Guerra de los Siete Años, el primer vapor incorporado a la Armada presentaba problemas importantes, especialmente en su casco. La obra viva volvía a mostrar desgarros y malformaciones en la zona del asiento de calderas, lo que producía un aumento peligroso del nivel líquido en la sentina, especialmente en situaciones de mala mar y con olas blancas. Como en aquellos días del primer trimestre de 1840 se buscaba el apoyo de Francia en muchos frentes, sin olvidar que nuestros sinceros vecinos del norte mantenían a los rebeldes carlistas bien acondicionados en el sur, se decidió enviar el buque a unos astilleros de Burdeos. Se intentaba llevar a cabo un recorrido general de la obra viva y efectuar las reparaciones que se estimaran necesarias. Sin embargo, una vez el buque en seco, se comprobó con cierta alarma que el casco se encontraba medio podrido en un porcentaje muy alto de su superficie. Tras muchas y alargadas discusiones con el personal del astillero, la Armada decidió que el vapor de ruedas Isabel II fuera reconstruido. Pero se deberían emplear al máximo los elementos originales que se consideraran de utilidad, entre los que destacaba la planta propulsora que, tras las últimas obras realizadas en el astillero británico de Gravesend, se mantenía en excelente estado.

En la práctica, les puedo asegurar que se construyó un nuevo buque, al menos un casco nuevo, tanto así que el original acabó por ser empleado como buque pontón en un muelle de Burdeos. Este es el punto principal de las discusiones producidas a partir de entonces. Porque muchos de mis compañeros y personal de la Armada estimaban que el nuevo buque nada tenía que ver con el primitivo Isabel II y no les faltaba razón para opinar en tal sentido. Porque aunque se conservara la planta propulsora, ruedas, paletas, artillería y muchos elementos de su aparejo, todo ello se había empleado en la construcción de un buque de nueva planta. Incluso su silueta aparecía muy distinta a la primitiva. El nuevo Isabel II se mostraba sobre las aguas con un aparejo de dos palos solamente, en lugar de los tres originales: el trinquete con vela redonda, mientras el mayor, a popa de las gigantescas ruedas y de la chimenea, incorporaba una cangreja de grandes dimensiones. Y para rizar el rizo de la distinción, a proa mostraba un mascarón que representaba el busto erecto de doña Isabel II, según algunos comentarios, una decisión tomada por la mismísima Reina en contra de nuestra tradición. También a popa los carpinteros dejaban su personal huella, con medallones florales en cadena, donde se amparaba el nombre del buque que seguía siendo el mismo: Isabel II.

A pesar de los datos expuestos, me emocionó la simple visión del vapor, que mantenía el mismo nombre y donde tantas situaciones de todo tipo había atravesado durante los años principales de la anterior contienda contra los partidarios de don Carlos. Nada más embocar mar abierta, por fuera de la ría ferrolana, el Isabel II nos avanteaba a escasa distancia por la banda de babor, para ocupar el puesto ordenado en la columna de marcha, momento en el que pude comprobar su nombre en el coronamiento. En fin, una más de las muchas emociones que la mar nos concede noche y día.

Navegamos por la llamada como costa de la muerte hacia el sur, con la mente abierta hacia las aguas mediterráneas, donde deberíamos ejecutar la misión de vigilancia impuesta. El Blasco ejercía presencia y dominio en la formación de marcha, así al menos lo entendía. Porque todo hasta el momento rodaba en blancos. Y para colmar el vaso de las bienaventuranzas, no podía apartar las palabras de mi padre, al confirmar el nombramiento oficial de mi mando en un futuro próximo. Es posible que a ciertas mentes de secano les pueda extrañar esa superior querencia a ser la voz primera a bordo, pero así nos hemos movido sobre las aguas desde que el mundo es mundo.