En los dos últimos meses, los comentarios corridos a diario y en tono de relumbrón, tanto a bordo como en tierra, se ceñían casi al ciento sobre la próxima boda de nuestra estimada Reina doña Isabel la Segunda. Por mi parte, no podía olvidar que poco tiempo atrás, se la había declarado mayor de edad y elevado al trono por conveniencia política, cuando sólo contaba con trece años de edad, una estadía de la vida más cercana a los juegos infantiles que a las preocupaciones de gobierno. Y como muchos vaticinaban en acierto, las influencias de todo tipo cayeron sobre ella como picas de coracero, y no siempre con honorables intereses.
El matrimonio de la Señora, cercana a cumplir los dieciséis años, se había convertido en un asunto político que afectaba a toda Europa. La causa, habitual en circunstancias parecidas, se centraba en que los países europeos maniobraban diplomáticamente para que la nacionalidad del que sería nuevo Rey de España, no perjudicara las respectivas alianzas e intereses propios. Como era de esperar, se ofrecieron un buen número de candidatos, que fueron oportunamente rechazados o aceptados por los diferentes grupos políticos o de presión. Aunque la última palabra debiera recaer en el Gobierno español, en la madre de la Reina y en las Cortes Generales, en la práctica todos sospechaban con bastante razón, que los líderes de Francia e Inglaterra serían quienes decidieran el futuro esposo de la joven Reina.
Como era de esperar, los carlistas moderados presentaban como candidato perfecto para el futuro de España a don Carlos Luis de Borbón y Braganza, conde de Montemolín. Y esgrimían el argumento de que con dicho fin había abdicado su padre, el Infante y pretendiente don Carlos María Isidro, en puro ejercicio de sacrificio patriótico. Sin embargo y como era previsible en toda cabeza bien aparejada, se descartó tal posibilidad al primer vistazo por los liberales, que dominaban la escena política española. El general Narváez propuso a Francisco de Paula de las Dos Sicilias, conde de Trápani, al que también descartaron de plano los progresistas, que preferían al Infante Enrique, duque de Sevilla. Por su parte, María Cristina, madre de doña Isabel, pretendía que su hija matrimoniara con Leopoldo de Sajonia-Coburgo, pariente de la reina Victoria de los británicos, opción que repudiaba Francia. Y para enredar un poco más el tablero, Luis Felipe de Francia apoyaba cualquiera de las candidaturas de sus hijos, Enrique de Orleans, duque de Aumale, o Antonio, duque de Montpensier, candidatos que vetaban los británicos.
Como era de esperar, británicos y franceses, reunidos en la Conferencia de Eu, acordaron renunciar a sus candidatos. Pero al mismo tiempo, se obligaba a que doña Isabel casara con un Borbón de rama española. Finalmente, tanto el Gobierno como María Cristina acordaban que nuestra Reina se uniera en sagradas nupcias con Francisco de Asís de Borbón. El futuro Rey de España no sólo se aparecía ante el público general como personaje apocado y de flojo carácter, sino que, además, mostraba un muy cercano parentesco como primo carnal de la novia en doble vía. Debemos recordar que el padre del novio era el Infante don Francisco de Paula, hermano de Fernando VII, mientras su madre, Luisa Carlota de Borbón Dos-Sicilias, aparecía como hermana de María Cristina.
Una vez consumado el matrimonio en la Corte el día décimo de octubre de 1846, feliz jornada en la que doña Isabel cumplía los dieciséis años, las autoridades de Cartagena, al igual que las de otros departamentos marítimos y capitanías generales, habían acordado que las manifestaciones de júbilo por los reales desposorios tuvieran lugar los días 20, 21 y 22 de dicho mes. La Real Armada, que jugaba las cartas con cierta ventaja en su plaza de referencia, escogía el último de ellos, según la nota entregada, para ostentar el contento y satisfacción que le cabía en tan fausto acontecimiento, intentando rematar las fiestas de un modo tal, que si bien no podría ser digno del grandioso objeto que celebraban, atestiguase al menos los deseos que animaban a todos los individuos de las diferentes clases que componían las del departamento marítimo.
De esa forma, a mediodía del día 22 se ofreció un rancho extraordinario a la tropa del Cuerpo de Artillería de Marina, así como a la marinería del arsenal y de los buques surtos en puerto. El vapor Blasco de Garay se vio beneficiado por encontrarse fondeado en Cartagena. Y no se trataba de un rancho extraordinario habitual, como el que se prepara en algunos señalados días del año o acontecimientos militares de especial resalte, sino uno de tal abundancia, que incluso en los ranchos de marinería a bordo sobraron carnes, frutas y panes redondos, primer caso en el que se observaba tal condición. No sobró en cambio ni una sola garrafa de un vino tinto con cuerpo de jamelgo, aunque rascara la garganta como lija de trampero. Y menos aún la docena larga de damajuanas con un aguardiente turbio y cansino, que causaron baja como si a bordo nos preparáramos para entrar en combate.
Con el buche a rebosar bordas, aquella misma tarde, a las tres y media, se disparaba el cañón que daba comienzo a los regateos preparados en la bahía. En el muelle principal se había instalado un hermoso palco, donde tomaban asiento las dignísimas autoridades, jefes de los cuerpos y eminencias civiles. A banda y banda del palco se situaba un elevado número de asientos para todos los personajes convidados al acontecimiento. Y era todo un fantástico espectáculo comprobar a los buques de la Armada y mercantes, nacionales y extranjeros, las embarcaciones menores de dichas unidades y las barquillas del puerto profusamente engalanados con banderas multicolores. Una pontona del arsenal, vistosamente decorada, señalaba el término del regateo para premiar a la embarcación que llegase en primer lugar.
A un nuevo disparo de cañón, realizado a bordo del bergantín-goleta Ebro, partían del muelle llamado de San Sebastián las embarcaciones menores de los buques y del arsenal. Inspirados todos en la clásica emulación que se produce entre la gente de mar en tales acontecimientos, llevaban a cabo el mayor esfuerzo en la boga. Por fin, un bote del bergantín Cristina alcanzaba la banderola señalada para el vencedor y, al ofrecerla al excelentísimo señor comandante general del departamento, recibía una onza de oro para repartirla entre su esquifazón[17]. Con los oportunos cañonazos, se realizaron dos regateos más para embarcaciones de diferentes dimensiones y número de remos, con premios similares y admiración general.
Una vez finalizados los regateos, en una pontona de menor tamaño se había emplazado un botalón horizontal por su popa, en cuyo extremo se encontraba amarrado un pavo a una pequeña asta, que debía pasar a quien consiguiese capturarlo. Para dificultar la operación, se había ensebado convenientemente el botalón. Casi imposible se presentaba la empresa, con muchos marineros y grumetes caídos al agua, mientras el público disfrutaba a chorros con la divertida visión. Por fin, se decidió aligerar el empeño, para lo que se debió rociar de arena basta el botalón. Con unas condiciones más aceptables, unido al ansia de los marineros, se cobraron repetidas piezas, a veces trastocadas por patos. En su conjunto, un buen número de aves pasaron en confianza a las pucheras de los diferentes buques.
Por último, reservado para oficiales y civiles escogidos, tuvo lugar un baile de etiqueta en el patio del palacio-cuartel de guardiamarinas. Y juro por la eterna salud de mi alma, que jamás pensé en observar tan prodigioso milagro. Porque así entendía que se pudiera trastocar tan modesto emplazamiento, en una regia platea digna del más esplendoroso palacio. El patio, de 102 palmos de largo por 58 de anchura, había sido decorado con 16 pilastras de medio pie de resalto, pintadas al temple de color rosa, y en su centro una columna pérsica sosteniendo un arquitrabe embastado en azul y oro. Los intercolumnios se hallaban adornados de colgaduras en azul y caña con pabellones carmesí, cuyos extremos los cubrían preciosos florones de latón dorado, mientras las cortinas quedaban sujetas por abrazaderas del mismo metal. Los citados intercolumnios daban paso a una hermosa galería de 16 palmos de ancho, adornada también con elegantes pabellones e iluminada con candelabros donde prendían un elevado número de bujías. En la circunferencia del salón se establecieron banquetas asiáticas forradas de tul color carmesí, mientras en sus intermedios aparecían hasta 200 sillas de gusto moderno, que colocadas sobre una alfombra de color perla con franjas amaranto producían un vistoso efecto.
En el centro de un costado a lo largo del salón, sobre un tablado de cuatro pies de altura, veíase un magnífico trono formado por cuatro columnas doradas, que sobre otros tantos pedestales sostenían en su cornisamiento un gracioso mancebo de buena talla en actitud de ofrecimiento a Su Majestad, cuyo retrato ocupaba el solio con coronas de laurel y oro, así como hermosos ramos de rosas. El solio, establecido sobre tres gradas, pendía de una corona dorada al fresco de la que se desplegaba un manto blanco, con vueltas de color púrpura, orlado con franja de oro y sujeto con cordones y borlas del mismo material. Sus costados se veían vestidos de damasco carmesí, pabellones verdes y cordones con borlas de oro, iluminado todo con gigantescas arañas de exquisito gusto, compuestas por guirnaldas de laurel y oro, con gran número de bujías de espermo. En su primer término podían observarse un conjunto de todos los instrumentos náuticos conocidos, una pequeña división de preciosos buques de bulto en punto menor y en sus costados, sobre zócalos, dos grupos de todas las armas pertenecientes a la Marina, terminados por dos pequeñas banderas españolas. Sobre el trono, en la balaustrada del segundo cuerpo y figurando hallarse en grada, se veía un navío corpóreo de nueve pies de eslora, perfectamente iluminado. Sobre un espejo de latón podía leerse la leyenda relativa al buque: Navío de 70 cañones Septentrión, primero de su clase construido en el arsenal militar de Cartagena.
Un total de dos mil luces, la brillante orquesta y una concurrencia escogida y elegante dieron a este acto un aspecto admirable y encantador. El buen gusto y resalto con que estaba adornado el tocador de señoras, las salas de descanso y, por último, el ofrecimiento de un ambigú refinado, exquisito y profuso en una mesa hábil para 150 comensales, ha llegado al extremo de no parecer creíble que tuviera lugar en un país que, en estos días actuales, tan pocos elementos ofrecía.
El segundo cuerpo lo formaba una grada en menor escala que el primero, en cuyo centro se leía:
AL ENLACE DE S.M.Y.A.
Los cuerpos de la Armada del departamento de Cartagena
El tercer cuerpo lo constituía un pedestal que servía de base a un trozo de columna en la que, colocada una grande corona dorada en su extremo superior, sujetaba un manto real flotante, cuyo extremo inferior se hacía firme al pedestal de la columna. Todo el templete, con una altura de 90 pies, se iluminó durante las tres noches de celebración con 700 vasos de colores y doce llameros, a más de las luces interiores que constituían la transparencia.
En la iluminación general que, durante las tres fechas señaladas, ostentaba la vivienda del excelentísimo comandante general del departamento marítimo y la del intendente del mismo, vistosas y elegantes colgaduras y una brillante iluminación de vasos de cristal atraía a sus frentes una numerosa concurrencia, constituyéndolos en agradable paseo.
Debo ser sincero y reconocer en estos cuadernillos pergeñados con mayor o menor acierto, que si he sido capaz de exponerles sin error y con cumplido detalle los pormenores de la fiesta ofrecida por el comandante general, lo debo al punto y la coma al hecho de haber seguido la noticia aparecida algunos días después en la prensa local. Y doy como cierto todo lo apuntado porque lo pude comprobar con mis ojos. Por otra parte, mucho concuerdo con el corresponsal, al mencionar que parecía mentira que se llevara a cabo tal dispendio económico en las celebraciones, en un país abocado casi por completo a la bancarrota y con empréstitos repartidos por todas las bancas europeas.
De esta forma, gracias a la boda de nuestra Señora y la cumplida al mismo tiempo de su hermana la Infanta Luisa Fernanda, que matrimoniaba con el gabacho duque de Montpensier, nuestros hombres quedaron bien saciados y ajustados con jolgorio general, tanto a bordo como en tierra. Por mi parte, disfruté a fondo de los espectáculos y gracias al ambigú ofrecido en el baile de etiqueta, al que nos aprestamos con uniforme frac completo, disfrutamos de inmejorables viandas de todo tipo, unos caldos de excelente sabor y la adecuada compañía femenina. Bien es cierto que, por causa de la merma sufrida en mi brazo izquierdo, desechaba la posibilidad de corretear en bailes circulares o de látigo. No obstante, pude apreciar la belleza de algunas mozas que, al calor de los aguardientes, elevaban la temperatura corporal hasta alcanzar las llamas. Y si no caí más profundo en el pozo de los placeres, fue gracias a la necesidad de auxiliar al teniente de navío Malpaso, que se movía por el salón de baile como barril destrincado en temporal, con el agua de fuego subida hasta la galleta.
Nos mantuvimos en el puerto de Cartagena durante dos semanas completas, situación que mucho agradecieron los cuerpos de a bordo. Además, pudimos ponernos al día de las noticias políticas y militares, condición que los muchos días atravesados en la mar impedían. Para la ocasión tuve la suerte de asistir a un almuerzo ofrecido por mi comandante en su cámara al capitán de navío Javier Lozano, mayor general del departamento y pariente suyo. Se trataba de un personaje locuaz y chistoso sin rematar en varas, que mucho agradecía los placeres de la comida y la bebida sin descanso. Díaz Herrera, deseoso de conocer todos los detalles que se movían en la vida española, le preguntaba sin aflojar la marcha una décima.
—En ese caso, Javier, ¿de verdad crees que enfrentaremos una nueva guerra contra los legitimistas?
—Eso parece sin remedio, querido primo. Pero no comprendo cómo os extrañáis de una situación, que se mantiene con escasas variaciones desde el mismo momento en que se declaró la paz, aunque ahora se incremente la inestabilidad.
—Bueno, el manifiesto del pretendiente carlista, en el que llama a un nuevo alzamiento contra el Gobierno, acaba de ver la luz.
—Entiendo que eso ha sido más una respuesta al portazo isabelino, que otra cosa. Este conde de Montemolín, al que sus partidarios denominan como Carlos VI, mal aconsejado por algunos carlistas de avanzada edad, ha entendido como ofensa personal que su prima Isabel haya matrimoniado con don Francisco de Asís. Pero por todos los santos, ¿acaso pensaba que el general Narváez o el resto de liberales y progresistas permitirían la boda de nuestra Reina con el pretendiente absolutista? ¿En qué cabeza podía anidar un pensamiento así?
—En ese caso, arrancamos de nuevo con una penosa guerra entre hermanos. Un verdadero desastre para España en el momento menos apropiado.
—Mira, Segundo, en Cataluña han permanecido con mayor o menor actividad las bandas carlistas desde el teórico fin de la Guerra de los Siete Años. Es cierto que actuaban en situación parecida a los bandoleros andaluces, allí los llaman trabucaires, que como una guerrilla más o menos organizada. A esta situación hay que sumar la crisis agraria e industrial que se vive en este desastroso año, especialmente importante en las tierras catalanas. Y para colmar el saco a la negra, tampoco han sido bien recibidas algunas reformas de los gobiernos de Narváez, bastante impopulares. Me refiero al sistema de reclutamiento por quintas, al impuesto de consumos y a la introducción de un sistema de propiedad liberal, que choca a muerte con los usos comunales de la tierra. En Cataluña, las comarcas más pobres y dependientes de la agricultura han sufrido serias dificultades de suministros de alimentos en los últimos años.
—Bueno, creí que tales males se habían remediado con ayudas económicas del Gobierno para paliar el hambre. Y no sólo en Cataluña.
—Unas ayudas siempre insuficientes. Y para colmar el vaso a la mala, la crisis que se está gestando en Europa sobre actividades industriales, también incide negativamente en la incipiente revolución industrial, que así la llaman los técnicos, con una disminución en la demanda exterior. Sin contar con el maléfico y perverso contrabando, que tanto daña a nuestra economía y parece imposible de erradicar. Por último, el sistema de reclutamiento impuesto por Narváez, imprescindible en todo estado moderno, priva a las familias de manos útiles en momentos difíciles.
—Pero entremos al grano de una vez, Javier, que rodeas la perdiz hasta agotarla —mi comandante chanceaba con su primo con entera confianza—. ¿Se forman ejércitos? ¿Se espera que comiencen a llegar armas y pertrechos a través de la mar para los carlistas?
—Acabará por llegar armamento a través de la mar más pronto que tarde. Así lo estima el Gobierno. De momento, no se ha formado ningún ejército carlista que merezca tal nombre, aunque intenten prepararlo. Parece que nuestro gobierno se ha movido bien, mantiene sus fuerzas a punto y correctamente estacionadas. Sin embargo, el cañonazo de salida se dio el pasado mes, momento en el que los carlistas, tras la proclama del pretendiente, se dedican a levantar partidas. Comenzaba lo que muchos denominan como Guerra dels Matiners.
—¿Ha dicho Guerra del Matiners, señor? —entraba por primera vez.
—Una palabra catalana, Leñanza, un idioma que tanto mi primo como yo hablamos con fluidez por parte de nuestra abuela, natural de Barcelona —me explicaba el comandante—. Quiere decir Guerra de los Madrugadores. Pero no sé a qué se debe tal apelativo.
—Porque las partidas de guerrilleros, como se hacen llamar, han de operar al abrigo de la oscuridad, de madrugada, cuando las fuerzas del Ejército suelen dormitar. Esas partidas no sobrepasan los 500 hombres y atacan normalmente a funcionarios públicos y unidades militares. Funcionan al modo clásico de los guerrilleros, partidas integradas por escasos hombres con un cabecilla al mando. Se manejan con éxito porque actúan en zonas propias y conocen muy bien el terreno.
—¿Y en el resto de España?
—Mucho se reúnen los cabecillas carlistas en peligrosos cabildeos, aunque parece ser que los tenemos bastante controlados. Por dicha razón, han fracasado hasta el momento los intentos de levantamiento legitimista en Castilla, especialmente en Burgos, y en Navarra. Y hemos tenido noticias de que en los primeros días de este mes, ha entrado en Cataluña a través de la frontera un fuerte contingente de armas procedente de Bélgica. Como es de suponer, se han armado un buen número de partidas con esos pertrechos. Y la última nueva, recién llegada, es el levantamiento del canónigo Benet Tristany en Solsona.
—¡Joder con los curas españoles, tan dados a la política! —bufaba el comandante.
—Así es. Ya jugaron un maléfico papel en los procesos independentistas indianos. Pero este canónigo, ni corto ni perezoso, ha impuesto tributos en Cervera. ¡Con un par de huevos! Sin embargo, veo difícil que los levantamientos previstos en el Maestrazgo, Vascongadas, Aragón, Maestrazgo y Murcia puedan llegar a triunfar. Todo apunta a que, en esta ocasión, el foco principal y casi único quedará delimitado en las provincias catalanas, por la inestable situación que ya se vivía. El Gobierno ha ordenado al Capitán General de Cataluña que intente impedir el tráfico de armas por la frontera con todas las fuerzas a la mano, y que todo carlista apresado sea pasado de inmediato por las armas con sumarísimo juicio.
—Eso quiere decir, sin juicio. Ya nos lo impidieron los británicos como condición para prestarnos ayuda en la anterior guerra.
—En efecto. Soy de la opinión que Espartero ejerció demasiada blandura tras la teórica paz, con tanta amnistía y revocación de penas. La mayor parte de los amnistiados se pasarán al bando carlista sin dudarlo, en cuanto se alcen banderas.
—¿Y el general Cabrera?
—Por ahora se mantiene en plena tranquilidad. Parece ser que todavía permanece con su residencia en la ciudad francesa de Lion. Pero mucha gresca se mueve a su alrededor, porque se trata de la figura incontestable del movimiento carlista. Aseguran que ha manifestado su opinión de que una nueva lucha no parece tener posibilidad alguna de éxito. Según nuestros informadores, ha escrito un explícito billete al conde de Montemolín, en el que expone sus opiniones con entera claridad. Te cito de memoria alguna de sus palabras: Mi deber de súbdito y soldado me impone el obedecer los órdenes de Vuestra Majestad. Sin embargo, creo que la causa está interesada en que no se agiten de nuevo todos los recursos con que cuenta en España. Yo opinaré siempre a favor de que en las fragosidades de Cataluña se sostenga la guerra de guerrillas, a fin de atraer a las fuerzas y perpetuar, si es posible, la inquietud y los recelos del gobierno de Madrid. No obstante, de esto a una guerra en que se equilibren nuestras fuerzas con las del enemigo, se abre una distancia inmensa.
—Palabras de un hombre inteligente.
—De todas formas, el Gobierno se teme que acabe por ceder a las voces que se abren en la camarilla de don Carlos, reúna las fuerzas establecidas en Francia y entre en España con un fuerte contingente de soldados.
—En ese caso, la Armada deberá enviar suficientes unidades a los dos escenarios habituales, Cantábrico oriental y Cataluña, para evitar la llegada de armamento y pertrechos.
—Así es. Ya se encuentran algunas unidades bajo el mando del brigadier Darío Fontenosa, para llevar a cabo la patrulla de las costas vascas. Y en esta ocasión, no se centra el mando en Santander sino más cerca del objetivo, en el mismo puerto de Bilbao. Por otra parte, nosotros acabamos de enviar cinco buques a las costas catalanas en necesario avance. Pero vamos a formar una división en toda regla, que estableceremos con base en Valencia o Castellón, con objeto de mantener en alto la misión impuesta. Entendemos que las costas catalanas cobrarán una mayor importancia en esta ocasión, si se abren las hostilidades en serio. Porque el capitán general de Cataluña podrá cerrar la frontera en buena medida, pero son muchas las millas de la ribera de Cataluña por donde pueden entrar armas en buques.
—Lo comprendo. Pero, bueno, cuéntanos algo más. Las bodas reales han conseguido…
—Gracias a las bodas reales se han producido un buen número de ascensos, norma secular de nuestra Corona. Bueno, en esta ocasión no son comparables en número a las ofrecidas en la boda de don Carlos el Cuarto o Monarcas anteriores, pero significativos. Por cierto, segundo, he entendido que mi primo os llamaba Leñanza. ¿Me equivoco? —ahora el mayor general se dirigía a mí con la interrogación expuesta en su rostro.
—No erráis, señor. Creo que me presenté a vos como capitán de fragata Francisco de Leñanza.
—Pero se me fue la olla al cielo. ¿Acaso sois pariente del jefe de escuadra Santiago de Leñanza?
—Se trata de mi padre, señor.
—Pues el listado de ascensos otorgados por Su Majestad doña Isabel con motivo de su boda, arranca con el de tres jefes de escuadra, que son promovidos al empleo de teniente general —al observar la sonrisa en su boca, deduje lo que debía escuchar a continuación—. Y el listado comienza con su padre, seguido por los jefes de escuadra José María Chacón y Manuel de Cañas. Supongo que le alegrará la noticia.
Sentí crecer una bandada de pájaros en el pecho, al tiempo que una gran satisfacción me inundaba de parte a parte. La imagen de mi padre con las vueltas pertenecientes al empleo de teniente general de la Real Armada, se agigantaba en mi cerebro.
—Pues mucho me emociona, señor. Entiendo que se hace justicia con su carrera y entrega.
—También yo lo creo. Me mantuve poco tiempo a sus órdenes, cuando desplegaba la insignia de jefe de escuadra a bordo del inolvidable bergantín Potrillo, pero todos los oficiales de la división coincidían en una rendida admiración.
—Reciba mi más sincera enhorabuena, segundo —entraba el comandante, al tiempo que me ofrecía una cariñosa palmada—. No es mal agarradero disponer de un padre en tan alto empleo. Pero, dime, Javier, ¿quién más ha ascendido? ¿Algún conocido?
—Pues tres brigadieres ascienden a jefe de escuadra. Se trata de Bocalán, Doral y del Río. Bueno, sin contar con la acaecida pocos días antes en la persona de S.A.R. el Serenísimo Señor Infante de España don Enrique María de Borbón. También siete capitanes de navío a brigadieres y números superiores en los escalones inferiores. Es de resaltar que, en esta ocasión, se gradúan en beneficio bastantes contramaestres primeros a los empleos de teniente de navío y capitán de fragata. Y bien que lo merecen los pertenecientes a tan abnegado e importante cuerpo.
—Estoy completamente de acuerdo. Por otra parte —el comandante guiñaba un ojo a su pariente en confidencia—, esperaba que ascendieras a brigadier en la primera oportunidad.
—También yo, para qué negarlo. Además, parece que se suprime la Junta Directiva y Consultiva de la Armada de un plumazo y sin aviso previo, así como su secretaria, con lo que de nuevo el capitán general oficiará como Director General de la Armada. Y su mayor general debe ser un brigadier, un puesto que esperaba… En fin, sueños desparejados.
—Pues lo siento mucho, Javier, que bien merecías ese ascenso.
—¡Por los dioses negros, amigo mío, que olvidaba la primera noticia que debía ofrecerte! Esta cabeza mía se mueve como las olas —el mayor general accionaba con las manos en súplica, como si hubiese cometido el mayor de los pecados.
—¿De qué se trata?
—En la Gaceta que hemos recibido esta misma mañana y sin señalamiento alguno anterior, se ordena la formación de una nueva división naval. Deberá alistarse en el arsenal de Ferrol, bajo el mando del capitán de navío José María de la Cruz. Por cierto, que se trata de un magnífico oficial a quien mucho aprecio. Pero lo más significativo es que este vapor de ruedas Blasco de Garay bajo tu mando, debe incorporarse a dicha división con las corbetas Villa de Bilbao y Ferrolana, bergantín Volador, así como vapores, Vulcano y Castilla. La formación de dicha división viene acotada con máxima prioridad, por lo que deberás abandonar Cartagena a la mayor velocidad y arrumbar hacia Ferrol. Aunque en la orden de composición se expone que la misión de la nombrada división es la de ejercitar a las dotaciones en cruceros sobre la costas de Galicia y Portugal, supongo que serán enviadas al Cantábrico o a esta zona en misiones de vigilancia.
—¿Has entrado en severa demencia, querido Javier? No lo puedo creer. ¿A qué esperabas para darme tan importante noticia, que nos afecta por derecho? —el comandante recriminaba con claridad a su pariente, antes de girarse con rapidez hacia mí—. ¿Cómo andamos de víveres y aguada, segundo?
—Menos mal que rellenamos víveres la pasada semana, señor, aunque la calidad de los mismos sea un tanto… un tanto dudosa —miré hacia el mayor general con cierta timidez, porque de él dependía el asunto en forma directa—. Podemos cubrir cuatro semanas sin mayores mermas. Aguada por encima de los dos tercios. Ningún problema para cubrir la derrota hacia Ferrol.
—Muy bien. Pues manos a la obra. Vamos, segundo, le autorizo a que abandone la sobremesa ahora mismo y comience a tomar las medidas que estime oportunas, para abandonar la bahía mañana. Pero, por favor, sin madrugones innecesarios. Una hora cómoda. Esta tarde efectuaré las despedidas de rigor.
—Estás eximido de dicho protocolo con la autoridad departamental —entraba de nuevo el mayor general a la rápida—. Nuestro señor se encuentra de visita oficial en el obispado de Murcia. Bueno, quiero decir en el obispado de Cartagena, sito en la capital murciana, que aquí son muy recelosos de ese tema. Te despides de mí aquí mismo y solamente deberás visitar al comandante general del arsenal.
—Muchas gracias —el comandante arrastraba sus palabras, con gestos evidentes de no haber olvidado su recriminación.
De esta forma, que estimé muy poco habitual y profesional, tuvimos conocimiento de que nos debíamos integrar en la división naval bajo el mando del capitán de navío de la Cruz sin pérdida de tiempo. Mientras reunía a los oficiales para que comenzaran a tomar las medidas necesarias, pensaba en la costa cantábrica y sus duelos de muerte, una repetición de las misiones abordadas en el pasado con el vapor Isabel II. En verdad que prefería mantenerme en el Mediterráneo, que tanto beneficia a la dotación. Pero era llegada la hora de actuar en serio y abandonar las misiones de transporte, que tan escaso orgullo fomentan.
Aunque empleara toda mi energía en preparar la salida a la mar, mis pensamientos se mantenían a rebosar con la figura de mi padre, que parecía mirarme en la distancia con rostro de emocionado orgullo. Había alcanzado el mismo empleo que su padre, aunque aquel lo recibiera por desgracia a título póstumo. Bien sabe Dios que circulaba la alegría en mi alma por chorros, al tiempo que pensaba en la justicia de aquel ascenso, aunque se llevara a cabo con motivo de las bodas reales y no solamente por su lealtad y buen hacer en el servicio. Pero así corren las veredas de nuestra carrera a lo largo de la vida, y jamás debemos desaprovechar la percha que se nos lanza en auxilio.