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Avante con el Blasco

Las pruebas de mar del buque de primera clase Blasco de Garay se extendieron durante más días de los que habíamos previsto en un principio, de acuerdo con la programación apalabrada con los ingenieros del astillero Blackwall. Dos fueron las principales e inevitables causas. La primera de ellas, maldita y cercana a lanzarnos hacia el más profundo de los infiernos, tuvo lugar cuando intentábamos abandonar la ribera del Támesis en la singladura inicial, con el corazón batiendo alas y alzado en nubes de gloria. Navegábamos a palo seco[14] y ruedas avante, con la proa establecida para encontrar aguas libres, cuando un remolcador de ruedas mamalón y trilero, el Dorsey, llevó a cabo una desastrosa maniobra, según su capitán por fallo de gobierno. Cuando le ganábamos la popa a prudente distancia, entró en fuerte e inesperada caída a la banda de babor, de forma que acabó por abordarnos en trompa a la altura de la aleta de estribor. Y debimos elevar mil gracias a los cielos porque cerca anduvimos de que su cangreja nos desbaratara la maniobra entera del palo mayor. Por fortuna, el teniente de navío Malpaso se encontraba de guardia en el castillete y forzó una rápida caída a estribor, con lo que minimizó la rasponada de su proa.

Aunque los daños recibidos no se aparecieran al primer vistazo en tamaño de bulto, pronto comprobamos que parte de la balconada de la cámara del comandante había quedado arruinada de plomos, maderas y cristales, mientras el cintón de candeleros de esa zona debía guarnirse nuevamente al completo.

Como perro con el rabo entre las piernas y solamente dos horas después de la salida, regresábamos al astillero con espuma en la boca y venablos lanzados contra el capitán del remolcador que, para gozo particular, quedaba con la maniobra de proa entrada en bastos. Como se demostró con claridad la culpabilidad de maniobra de mister James Salomon, un galés que debía afrontar el pago de los daños, los desperfectos fueron reparados con extrema diligencia.

Tres días después del inicial desaguisado, de nuevo afrontábamos las pruebas, especialmente las de máquinas y corrida de la milla, que entraban de firme en el contrato. Bien es cierto, que en esta ocasión las tomamos con especial cuidado en el trance del tráfico fluvial y con seis ojos a las bandas, que poco o nada fiábamos de los patrones y capitanes británicos de costaneo. Pero gracias a la Santa Patrona, todo comenzó a desarrollarse en dulce, tanto en las pruebas de máquinas como en las de aparejo y sistemas de guerra. No obstante y como si se hubiera cargado la bolsa de trastos con rasas huecas, volvió a aparecer la negra en el tercer día, cuando la rueda de paletas de estribor comenzó a producir un extraño y alarmante ruido, como si arrastrara cadenas de muerte en su movimiento.

Ordenamos el cierre de válvulas con extrema urgencia y la preparación inmediata del aparejo, que largamos a los vientos en cuanto nos fue posible. Bien sabe Dios que llegué a dudar de todo el sistema mecánico y en la cabeza se aparecían escenas de tormento, con las paletas de las ruedas en plena descomposición. Pero también se trató de falsa alarma y todo el mal quedó ceñido a una sola paleta de la rueda despasada, cuya malquerencia se pudo soslayar en la mar en escaso tiempo.

Continuamos con las pruebas sin mayores sobresaltos. No obstante, cada día aparecía algún pequeño lunar que esgrimíamos con rapidez, ante la atenta mirada de mister Breengan. Por ejemplo y con cierta inquietud, le mostré que para el uso de los cañones bomberos, las portas de abatimiento, caladas a proa y popa, ofrecían una altura desde el canto superior del batiporte hasta el tablón de borda insuficiente para un artillado de tan fuerte calibre. También atacó Breengan el problema con diligencia, ayudado por nuestro maestro carpintero y su equipo. Entrambos decidieron que las batayolas quedaran en sentido de quita y pon, con las portas rasgadas en sentido vertical, con lo que se permitía el franco manejo de las piezas.

Para sorpresa de la mayor parte de los oficiales, incluidos el comandante y este segundo que les habla, los evaporadores rendían a tope y evacuaban suficiente agua desalada para las calderas. Sin embargo, pronto comprobamos dos factores negativos, que ya sospechábamos desde el primer momento. El aljibe especialmente dedicado para el almacenamiento de las aguas puras, no disponía de suficiente capacidad. Mucho y largo discutimos sobre dicho aspecto, incluso pensando en traspasar la función de algún aljibe de los de hierro, propios de la aguada, para su uso particular en calderas. Pero la situación a bordo de cada uno de los tanques complicaba la maniobra de trasiego en demasía. Por último, debió ser el ingeniero jefe mister Enderson, quien nos recordara que en el contrato no se exigía al sistema de evaporación un perfecto funcionamiento, por tratarse de un sistema novedoso y en perfeccionamiento que, de momento, solamente beneficiaba de forma parcial. Mucho me dolió comprender que, en repetidas ocasiones, deberíamos regresar al sistema de embarcar agua salada. Porque en tal situación se harían necesarios los bombeos de presión y rascados de fuerza, para eliminar en lo posible las poteras de salmuera que acababan por arruinar los hornillos de las calderas. Pero no quedaba otra carta a la vista y debimos aceptar el mazo cerrado tal y como se nos ofrecía sobre la mesa. Así lo comenté con el primer maquinista, don Artemio, en quien confiaba más y más conforme cubríamos jornadas de pruebas.

—En ese caso, don Artemio, entiendo que el sistema es prácticamente igual al que padecíamos en el vapor de ruedas Isabel II. Algunas jornadas con el aparejo largado a los vientos y rascados de calderas.

—No sea tan pesimista, señor segundo, ni tome solamente la manzana podrida de la cesta. Hemos mejorado mucho en diez años. En primer lugar, los evaporadores no son perfectos, nadie lo duda, pero funcionan. Y para que hagan su trabajo durante el mayor número de singladuras, entiendo como fundamental disponer de tubos suficientes de repuesto. Porque esos elementos son los que quedan colmatados por la sal depositada, acabando por obturar el sistema en mayor o menos proporción. También se ha mejorado notablemente en cuanto a la entrada de agua y posibilidad de bombeo a mayor presión, que elimina en gran parte los dañinos rascados. Y por último, disponemos de mayor posibilidad de almacenamiento de agua dulce. Ha sido una pena que no se contemplara en el momento de diseño del buque una mayor cantidad de aljibes para ese especial fin. Pero lo hemos de anotar, pensando en el resto de buques de la serie.

—Me reconfortan sus palabras. En ese caso, ¿se encuentra satisfecho de las pruebas de calderas y máquinas que debemos dar como definitivas?

—De acuerdo al diseño del buque y pruebas exigibles, sí, señor. Incluso hemos corrido la milla por encima de lo previsto. Alcanzamos los 11,55 nudos de velocidad, cuando lo establecido en pliegos mostraba once nudos a potencia máxima y en condiciones óptimas.

—Tiene razón. No crea que me preocupa el estado general del barco, ni mucho menos. Creo que, hoy por hoy, pocos vapores de ruedas podrán avantearnos en novedades. Sin embargo y desde un punto de vista perfeccionista, de acuerdo con sus palabras, también estimo que esos dos problemas han de resolverse en nuevos buques, incluso en los que se han de construir con planos de esta misma serie. Por una parte, evitar en lo posible el empleo de agua salada en calderas. Y por otro lado, la escasa disposición como buque de guerra.

—No comprendo la segunda cuestión, señor.

—Don Artemio, los vapores que se construyen hoy en día se asemejan casi al ciento a los buques mercantes, artillados en oportunidad con unos pocos cañones. Ya lo hablé con el ingeniero Breengan y me concede toda la razón. Los ingenieros deben pensar más en la batería de a bordo. Hasta ahora, sólo les preocupa profundizar sus estudios en cuanto a los sistemas de propulsión. Pero olvidan que el fin de un buque armado es el de combatir y hundir otras unidades con su propia artillería. Y para conseguir ese fin, necesitan el mayor número de cañones posible.

—Entiendo sus palabras, señor. Es cierto que nuestra artillería, como la de casi todos los buques de vapor, es muy escasa en comparación con las unidades clásicas de vela. Pero estoy convencido de que todo se mejorará con el paso del tiempo. Muchos olvidan que hemos dado pasos de gigante en muy pocos años. Y antes de lo que suponemos, aumentará la capacidad de los aljibes de agua dulce para su empleo en calderas, el empleo de los evaporadores y el espacio dedicado a las carboneras, con lo que la autonomía de los vapores aumentará de forma imparable. Y en consecuencia, mejoraran los artillados, no me cabe duda.

—Es posible que tenga razón.

—Vamos, señor segundo —don Artemio emplazaba una sonrisa de cuadro—. Eleve la moral, que nos encontramos embarcados en un buque magnífico.

En la segunda semana del mes de marzo, se dieron por finalizadas las pruebas de mar, con aprobación de los pliegos signados en referencia. Y por fin, el día vigésimo del mismo mes, el jefe de escuadra don Gaspar Vigodet, con firma potencial delegada del señor embajador, signaba en el astillero la conformidad por la entrega del buque a la Real Armada. Debo reconocer que aparecieron algunas prisas en los últimos momentos. Porque tan sólo dos días antes, se había coronado el pastel con la necesaria guinda. Y me refiero a que, por parte de un taller de carpinteros especializado, se había confeccionado el escudo nacional coronado. Me refiero a la figura que en los buques mercantes suele denominarse como mascarón o figurón de proa, y que secularmente en los buques de la Real Armada muestran las Armas del Rey. Si como norma habitual se había empleado una figura de león rampante en todos los buques de la Armada, se había modificado doce años atrás por el escudo nacional con corona real en remate. Se dividía en cuatro cuarteles, de Castilla y de León, entre cuatro esquinadas prominencias en aspa y dos en ecuador que se dirigen hacia su centro, ofreciendo una supuesta cobertura a una especie de contenido Collar del Toisón de Oro. El conjunto se señalaba en la orden escrita como Colores Heráldicos Tradicionales.

Como en las cosas de la mar todo se apura hasta el último de los suspiros, el mismo día de la firma definitiva llegaban a bordo un cronómetro fabricado por el famoso relojero español afincado en Londres don José Rodríguez de Losada, otro de Parkinson & Frodsham y, por último, uno más de E. Dent. También se incorporaban dos sextantes con su pie y horizonte artificial, dos barómetros y un psicómetro. Para dejar el buque listo, se embarcaron las cinco embarcaciones menores, dos lanchas de 28,5 pies de eslora, dos botes de 21,5 y una canoa de 26,25.

Aunque se firmara en aprobación, todavía necesitamos de una semana más para que se embarcaran las existencias restantes. Me refiero a los víveres y aguada estipulados para cuarenta días, así como la munición y pertrechos de todo tipo especificados en la libreta de cargo. Y como en el contrato se especificaba que el buque debía situarse listo para realizar misiones de mar y guerra en puerto español, condición que exigimos, se decidió que el ingeniero mister Breengan embarcara en el Blasco hasta que el buque rindiera travesía en el puerto de Ferrol, a donde debíamos dirigirnos. Y no se trataba de desconfianza alguna en nuestros hombres, sino en la posibilidad de aliviar los costes de alguna inconveniencia aparecida.

Debo aquí señalar, entrado en sinceridad absoluta, que atravesé las últimas semanas, antes de abandonar el astillero británico, con cierta destemplanza en el espíritu y el ánimo profesional encogido. Como es fácil comprender, esperaba que en cualquier momento se dictara el desembarco del capitán de navío Díaz Herrera, su nombramiento como comandante del buque de primera clase Colón en construcción, y mi designación oficial como mando efectivo del Blasco. Sin embargo, una vez conocido que la construcción del Colón se retrasaba en varios meses, el general Vigodet elevaba la oportuna e inesperada petición al ministerio, en el sentido de que el comandante continuara al mando, hasta que se considerara adecuado. Y tan peregrina decisión fue aprobada, lo que cargó más quintales negros en la nefasta opinión que defendía sobre nuestro general. El comandante, conocedor de mis esperanzas, me lo comentó con especial benevolencia.

—Comprendo su desilusión, Leñanza. Las cosas han rodado así y nada podemos hacer. Pero debo serle sincero y comentarle que prefiero seguir al mando, que pasar a cuartel o quién sabe dónde. Pero no se preocupe, que pronto me harán desembarcar y tomará el mando.

No pude contestar con frases de alivio porque consideraba la decisión fuera de normas y muy negativa para mí. Además, dudaba del tiempo que realmente debería atravesar en tal situación, y que por fin se me nombrara oficialmente como comandante. Recordaba bien lo acaecido con el vapor Isabel II cuando esperaba el mando sin dudarlo, y se producía el nombramiento final de otro capitán de fragata. Pero no quedaba más empeño que masticar la madeja en crudo y rogar para que, en pocos meses, se retomara la decisión que entendía como adecuada.

Por fin, el quinto día del mes de abril llevamos a cabo las formales despedidas en la capital británica. Y pudimos todavía asistir a la preparación de la cama para la puesta de la quilla del buque de primera clase que se llamaría Colón, segundo de la serie que debía ser construido bajo la misma planta de escantillones que el vapor de Su Majestad Británica Medea, aunque se anunciara que se retrasaba en meses su construcción. La quilla se ceñía a los gálibos de la del Blasco de Garay, sin más diferencia que la manifestada a última hora en el plano para mejorar la forma de la extremidad de la proa. Y al igual que en nuestro buque, se fabricaría en madera de olmo de roca americano, entendido como el mejor material para dicho uso.

Aunque muchos meses atrás se nos apareciera como misión inalcanzable, el día décimo del mes de abril del año del Señor de 1846, el Blasco, como normalmente denominábamos a nuestro buque en parla coloquial, abandonaba las aguas del Támesis y entraba en el Canal de la Mancha para dirigirse hacia las costas españolas. Y como si la gran señora de las aguas quisiera recordarnos que no todo se abre en la mar a cuentas dulces, durante las dos primeras singladuras debimos sufrir un viento cascarrón del noroeste, con marejada dura y olas en espuma que nos levantaba la proa como tiovivo de amparo. Aunque llegara a pensar en la posibilidad de necesitar una capa recia, si la marcha del viento se tendía a peor, ni siquiera necesitamos dar el aparejo. Y mucho lo agradecí porque mi relación con el contramaestre primero se mantenía en charcos sin posibilidad de remedio.

Para aquella primera travesía nos acompañaban, en teórica función de conserva, los vapores de ruedas Vulcano y Vigilante, llegados a Londres con gran parte de nuestra dotación, así como alimentos y algunos pertrechos especiales. Habían recibido la orden de esperar a nuestra definitiva partida y proporcionar el apoyo que estimáramos necesario. Y como inesperada sorpresa, en la última semana se nos unía la corbeta de vela Villa de Bilbao, aparecida con diversos elementos para la embajada y para nuestro buque.

Aquellas iniciales singladuras con mar de rosca, supusieron las primeras pruebas reales a bordo de cómo el Blasco tomaba las olas con espuma. Y mucho nos satisfizo comprobar que cuadraba los golpes de mar con habilidad y respondía a la caña de forma viva, mientras se mecía con extrema suavidad. Tan sólo por comentar algún detalle negativo, entendí que la popa culebreaba en demasía cuando se asentaba tras tomar una ola de orden. No obstante, en tales situaciones debíamos mantener especial atención al despase de ruedas, disminuyendo el paso de vapor a máquinas para que no entraran en vacío.

Durante aquella travesía pude efectuar una perfecta comparación durante alargado tiempo. Me refiero a la que se puede efectuar entre buques de propulsión a vela y los movidos por vapor con ruedas. Por la amura de babor navegaba el Vulcano y a su popa, centrada en nuestro través, la Villa de Bilbao. Y aunque haya defendido siempre y defendiera a muerte la propulsión a vapor como necesaria y único futuro de todas las Marinas, debí reconocer que presentaba una mayor belleza un buque con todo el aparejo largado a los cielos. Me recreé en la visión de la Villa de Bilbao y sus movimientos, que tanto recordaban a las corbetas equinas y razón de la acepción recibida. Sacaba del agua la mitad de su eslora por causa de los golpes de mar, como si despertara de un letargo. Pero a continuación escurría los chorros de espuma con galanura de cortesana, antes de zambullir su proa mar adentro, como delfín que se maneja en juego de luces. Pensé para mis adentros, que sería una pena perder aquellas bellas imágenes y que fueran sustituidas en gran porcentaje por las estampas de humo negro.

Sentí cierta pena al perder en la distancia la costa británica, esa tierra donde tantas vicisitudes de todo tipo había atravesado en los últimos años. Y me refiero a los meses a bordo del Blasco, pero también a los sufridos en el Isabel II. Los recuerdos me llegaban en volandas, los más de ellos dulces, que todos en la vida acaban por mudar al color azul del cielo. Sin embargo, no podía olvidar el rostro asombrado de mi primo Beto, cuando nuestras miradas se habían cruzado durante un par de segundos. Porque era muy triste pensar que, por culpa de esa nueva guerra civil que se aparecía a proa como inevitable, podría llegar a combatir contra sangre de mi propia sangre, una posibilidad que me espantaba y hería muy adentro.

* * *

Bien avanzada la mañana del día 17 de abril, tomábamos la entrada de la ría de Ferrol con un inesperado sol elevado en altura, temperatura muy agradable y mar tendida casi en plata, unas condiciones poco habituales en aquel escenario geográfico. Y como primer sentimiento, añoré la arribada llevada a cabo años atrás a bordo del vapor de ruedas Isabel II, con el muelle del arsenal atestado de profesionales y civiles que deseaban observar el primer buque de vapor adquirido por la Real Armada. Bien es cierto, que las unidades navales con ruedas a las bandas se habían generalizado, y ya no llamaban la atención de años anteriores.

También el hecho de divisar tierra española, tras un alargado periodo de ausencia, provocaba en los higadillos cierta añoranza y dolientes suspiros por la familia, como si el hecho de encontrarnos en terrenos patrios concediese una extraña prolongación de los sentimientos más profundos. Me había separado de los míos durante un año solamente, un tiempo corrido en etapa de vértigo, y en momentos así se recordaban rostros y querencias que vuelan en sendas de tristeza. Porque ni siquiera se atisbaba fecha de posible reencuentro e imaginaba el dolor que la separación causaba noche y día en mi esposa. Sin embargo, en Ferrol recibí una calurosa misiva de mi hijo Santiago, emocionado a rendir cables tras su primera salida a la mar como caballero guardiamarina. Me produjo una enorme alegría y evidente orgullo, comprobar que la nueva sangre de la saga de los Leñanza también pulsaba en trono celestial con los efectos de la mar.

La misión impuesta a nuestro buque en esa primera estancia en puerto español, en este caso el arsenal de Ferrol, consistía en llevar a cabo un alargado número de pruebas, tanto en puerto como en la mar. Pero de forma especial, como aparecía escrito en el primero de los pliegos de orden, la necesidad de comprobar las posibilidades del armamento y de su sistema propulsor. Parecía como si, de esa forma, la Armada deseara verificar y cotejar de su mano las pruebas llevadas a cabo en aguas londinenses. Y llamaba a chanza medida, que el listado del arsenal ofreciera una copia casi exacta de los abiertos por los ingenieros británicos, porque en un elevado porcentaje se acoplaban a las comprobaciones ordenadas en el astillero Blackwall. No presentaban efecto oficial o legal alguno, de cara a posibles aseguramientos, pero nos sometimos a ellas sin elevar una sola voz a la contra. El ingeniero británico mister Breengan, muy amante de todo lo hispano y convertido en un buen amigo, se prestó a colaborar y retrasar su regreso al Reino Unido. Y con nosotros se mantuvo durante dos semanas más, antes de partir hacia sus islas de forma definitiva.

Debo señalar de entrada, aunque suene con cierta dureza, que las pruebas de mar se convirtieron en una pequeña farsa. Bueno, una pequeña comedia con espectadores, como aseguraba el comandante entre sonrisas. Porque eran muchos los oficiales que embarcaban cada día en divertida misión y sin cometido concreto, solamente para ver y comentar, un ejercicio y número que estorbaba en demasía. Aunque las pruebas se cifraran en pliegos con buena voluntad, eran muy pocos los profesionales del departamento con suficientes conocimientos para certificar lo ya comprobado. Tan sólo en el aspecto puramente artillero se llevaron a cabo algunos estudios positivos, dirigidos por el capitán de navío Buenaventura, al calibrarse con exactitud las posibilidades de aumentar la artillería, así como la más correcta disposición para el anclaje de las piezas en cubierta. Bien es cierto, que en el astillero británico también se habían establecido diversas posibilidades, con lo que las piezas artilleras podían mudar su localización. Y si tal cometido era fácilmente realizable con los cañones de a 32, para los bomberos de a 68 suponía un esfuerzo notable y solamente realizable en puerto o con buen estado de la mar.

Comprobé con cierta tristeza, cómo marchaba la preparación y adiestramiento de los futuros maquinistas, un tema que todavía levantaba ampollas y negros recuerdos en mi piel. Durante cinco jornadas embarcaron los alumnos de la todavía improvisada escuela de maquinistas, acompañados por dos de sus principales profesores. Comprendí que nada se había avanzado en la formación de la escuela oficial ni, todavía más importante, en la reglamentación del personal. Porque al igual que los embarcados en el Blasco, todavía los maquinistas se mantenían en un limbo extraoficial, sin conocimiento de sus obligaciones, deberes y reglamentación a la que atenerse en su vida profesional.

En el arsenal ferrolano también recibimos algunas alegrías. Además de rellenar carboneras a tope y cuajo con una piedra de excelente aspecto, se nos completó la dotación al ciento. Y por fin pude despegar la costra maligna de la piel, al comprobar que el odioso, malencarado y poco profesional contramaestre primero desembarcaba definitivamente. A propuesta del comandante, aconsejado por un informe de mi mano, se promovía al contramaestre segundo don Martín Requero al siguiente escalón y tomaba el pulso de cubierta en el Blasco. Aunque se tratara de carne morada, también nos embarcaban dos contramaestres segundos, un tercero, cinco marineros, tres grumetes y cuatro artilleros preferentes, con lo que dábamos por cerradas de momento las necesidades de personal.

Un mes completo nos mantuvimos en Ferrol, con trasiego de mucha sabia y escasa resina. Como aseguraba con evidente sorna el comandante: cuatro semanas plenamente dedicados al ocioso entreteniendo del personal ferrolano. No obstante, debo aquí señalar las regulares o malas relaciones entabladas entre el capitán de navío Díaz Herrera y el brigadier al mando del arsenal, Patricio Pallarés, lo que le hacía lanzar puñadas con excesiva carga y no siempre acertados argumentos. Las pruebas programadas por el comandante general del arsenal se ceñían a un correcto ejercicio por parte de nuestras autoridades, y no es bueno sacar las piernas de la tina con excesivo orgullo.

En cuanto a la operatividad de nuestro buque, dudábamos de la división en la que seríamos por fin encuadrados. Algunos se decantaban por el Mediterráneo, otros por el Atlántico, mientras el teniente de navío Malpaso, soñador empedernido, mencionaba la posibilidad de que el Blasco fuera destacado al mar de las Antillas o hacia las aguas filipinas, condición que muchos anhelaban. Y debo aquí señalar que por mi parte soñaba con el mar del Sur y las muchas islas españolas que en él se mecen, desconocidas en su mayor parte. Sin embargo, la sorpresa saltó en cuña cuando una mañana nos alcanzó a bordo una copia de la real orden, en la que se nos encuadraba directamente bajo el mando del capitán general del departamento marítimo de Cádiz. Y en acuerdo a estas órdenes, en la última semana de mayo abandonábamos la ría ferrolana con destino a las aguas sureñas peninsulares. Por fortuna, ninguna bola negra saltaba a bordo, y hasta el momento de alcanzar la bahía gaditana solamente debimos navegar a vela unas pocas horas, con objeto de ajustar los tensores de las ruedas.

Una vez incorporados bajo la bota del capitán general gaditano, comenzamos a mover cuadernas de norte a sur y sin un mínimo detenimiento para tomar aire. Por fortuna, dispusimos de tres jornadas para presentaciones y revista, en las que pude acercarme al Colegio Naval y abrazar a mi hijo. Y por todos los dioses dorados de la mar, que habría mantenido aquel emocionado abrazo durante horas. Pero dispuse solamente de unos pocos minutos porque el caballerete salía a la mar en el bergantín Gaviota. Santiago se movía a bordo del bote de transbordo arrebolado de mejillas y nervioso movimiento de manos, pero con una felicidad de cuadra entablada en su rostro que me emocionaba como un violín al compás. También recibí en Cádiz recado de mi esposa Rosario. Comprobé una vez más la tristeza oculta en sus palabras, aunque todo se moviera con orden en el resto de la familia. Y por último, pude abrazar a mis tíos Beto y Rosalía en el palacete de la calle de la Amargura, residencia de los Leñanza desde muchos años atrás. Mantuve con ellos un almuerzo entablado en demasiadas tristezas, una de esas situaciones que nos encoge el corazón. Pero nada comenté sobre las actividades torticeras de su hijo en Londres, una condición que solamente cuadraría los corazones en demandas negras.

La comisión de mar con la que iniciamos la vida operativa del Blasco se convirtió en una verdadera prueba para el buque. Porque se trataba de la primera travesía con millas suficientes para comprobar el comportamiento del buque en navegación de cierta altura. Debimos embarcar tropas del Ejército y transportarlas al puerto de Tenerife. Creo que fue el momento en el que certificamos la mayoría de edad de nuestro buque. Porque llevamos a cabo la comisión sin incidente alguno. Y debo confesar que en mucho se debía el éxito al excelente comportamiento e iniciativa del maquinista a cargo. Porque don Artemio tomó la decisión de su propio talego, aprobada por el mando, de bombear a la máxima presión todos los días en calderas alternativas durante una hora, para evitar en lo posible los potes de salmuera. Asimismo, también fue un éxito su extraordinaria previsión, al haber acumulado un elevado número de tubos de repuesto para el sistema evaporador, acción llevada a cabo en el astillero londinense. Y como una iniciativa más, acabó por decidir la necesidad de cambiarlos de forma periódica, sin esperar a que se colmataran a causa de la gran cantidad de sales que por ellos circulaban. Creo que nos había llegado el cielo a bordo con la presencia de don Artemio, un profesional extraordinario. Y gracias a él, el buque se mantenía en plena operatividad durante un elevado número de días, sin necesidad de entrar en periodos de mantenimiento.

Tras la comisión girada a la capital tinerfeña, llevamos a cabo otras a Barcelona, Ibiza, Málaga, Melilla y Cartagena. Y bien se podía asegurar que el mando exprimía al Blasco desde el primer momento. Porque apenas nos restaba tiempo entre puertos para remansar cuadernas. De vez en cuando, saltaba alguna china contra la cara, normalmente debido a marineros o soldados ariscados por más. Los castigos corporales habían descendido en gran cantidad a bordo de los buques de la Real Armada por orden verbal, y no se nos abrían muchas posibilidades para conseguir que los hombres entrados en desobediencia retomaran el camino adecuado.

En aquellas primeras comisiones, normalmente con objetivos de transporte y alguna vigilancia determinada, no se aparecieron males de envergadura. Como notas amargas a mencionar, se produjo la deserción de dos grumetes y un soldado de Marina en el puerto de Melilla. Todavía estimaban muchos que en los puertos africanos, como años atrás sucedía con los indianos, podían encontrar una libertad que, tras varias semanas de escape y purgatorio, cuadraban en una compañía de castigo del Ejército. En el fondeadero de Ibiza sufrimos una noche cuando una inesperada tramontana se nos vino encima a chorros de muerte. Por fortuna, aguantamos bien con las dos anclas y el auxilio de la máquina, con paladas avante cuando la tensión en las cadenas parecía elevarse en demasía. Sin embargo, la peor experiencia en aquellos primeros meses la sufrimos en el estrecho gibraltareño, que merece mención aparte.

Navegábamos desde Cádiz a Málaga cuando, avanteados del cabo Trafalgar hacia el sudeste en unas cuatro leguas, el viento de levante comenzó a subir de malla y tronar en rachas de muerte. No se trataba de inesperada condición porque, después de todo, no es más que una habitual situación en ese embudo geográfico de cruces. Como nos tomaba de proa, confiábamos en que las máquinas nos ofrecieran suficiente andar para superarlo. Por desgracia, el viento atravesó estadías al salto, hasta convertirse en un ventarrón[15] maldito con rachas de temporal. Fue el momento de comenzar a dudar de nuestras verdaderas posibilidades, porque con la máquina a máxima potencia apenas andábamos unas dos o tres millas. Además, las olas nos barrían de proa por entero y algunos senos hocicaban al Blasco con evidente peligro. A petición mía, el comandante y yo nos reunimos en el castillete con el maquinista, a quien siempre preguntaba por las posibilidades del aparato propulsor.

—¿Aguantan bien las máquinas a toda potencia, mientras sufrimos unas cabezadas de muerte? —me adelanté a preguntar por derecho.

—Sí, señor. He comprobado con el máximo detalle los asentamientos de calderas y máquinas, que se mantienen en plena seguridad.

—¿No sería más seguro caer a babor, para tomar el resguardo del aconchadero de Tarifa? —preguntaba el comandante—. No hay necesidad de hacer sufrir al material de a bordo. Bueno, o dejarnos de historias y entrar en capa cerrada.

—La verdad, señor, que no me gustaría caer una sola cuarta de rumbo bajo estas condiciones —comentaba por mi parte con decisión, como bien sabía que debía hacerlo con el comandante—. Atravesarnos en estos momentos a la mar, aunque sea en medio perfil, podría ser funesto. En mi opinión, deberíamos mantener la proa abierta media cuarta de la mar. Pero dudo de que sea adecuado continuar con toda la potencia.

—Por favor, segundo. En caso contrario, no avantearíamos una miserable pulgada —aseguraba el comandante.

—Estoy de acuerdo con el segundo, señor comandante —don Artemio, como de costumbre, se empleaba con voz firme—. Si rebajamos la potencia de máquinas a medio nivel, el buque sufriría menos los embates de la mar y, posiblemente, quedemos al ras, sin aventear, hasta que pase este temporal.

—Esa es mi idea, señor. Comprobar a qué potencia quedamos sin aventear y mantenernos en ese cruce. Bueno, siempre que la corriente, que en estas aguas aumenta de forma considerable, no nos derive hacia tierra. Aguantaremos las horas que sea necesario. Siempre nos quedará el remedio último de virar en dieciséis cuartas, largar capa de proa y correr en popa. Pero esa virada podría ser mortal. Es mucha la vela que nos ofrecen las ruedas.

—Pues, la verdad… no sé… —el comandante dudaba a carta clara—. Bueno, llevemos a cabo esa prueba que menciona, a ver cómo se comporta el barco en tales condiciones.

Comenzamos a disminuir la potencia de máquinas a tientos. Tal y como habíamos supuesto, con vapor a media potencia, el buque quedaba prácticamente sin aventear una yarda. El efecto conjunto de viento y corriente nos derivaba muy poco hacia el sur, lo que podíamos mantener durante horas sin peligro a la vista. Además, las entradas de proa se reducían, aunque algunas nos llevaran a estado de alarma.

De esa forma nos mantuvimos durante una jornada entera. Y muy larga se nos hizo la noche, en la que el bramido del viento y la mar apenas nos permitían escuchar el arrastre de las ruedas. Sin embargo, apenas se movía la columna del barómetro hacia la baja. Y tal situación demostraba que tales artefactos no siempre marcaban el temporal en avance. Entramos en un nuevo día muy cerrados de cúpula, marejada muy dura y viento atemporalado en rachas de espigón. Pero como la gran señora de las aguas alisa sus faldas con avance de carnes, una vez traspasada la meridiana comencé a abrigar la esperanza de que mar y viento se rindieran. Y en efecto, aquella misma tarde comenzábamos a avantear con claridad, sin aumentar la potencia en un solo punto.

Como precaución, seguimos con la mar abierta en una cuarta a babor, hasta que en la mañana siguiente las ampollas se venían abajo con claridad. Fue el momento de enmendar lo necesario a babor, en demanda de la punta de Calaburras y nuestro cierto destino en el golfo malagueño. Al mismo tiempo, aumentábamos la potencia de máquinas rosca a rosca, para acabar por movernos en las nueve millas[16]. El Blasco ganaba un nuevo pulso y nosotros aprendíamos nuevas lecciones, que apuntábamos con detalle para la crónica propia y enseñanzas de los oficiales. Deben tener en cuenta que en muchos aspectos, los buques movidos a vapor se encontraban como niño en calzas y con escasa o nula experiencia, especialmente en momentos de trance duros o peligros propios de la navegación.

Con dos días solamente de descanso y la brega portuaria a medio desenmarañar, desde Málaga debimos pasar al puerto de Cartagena, tras embarcar una compañía de fusileros con su armamento. Y bien que protestábamos a bordo con tanto traslado, hasta el punto de pensar que las fuerzas del Ejército solamente se dedicaban a pasear de puerto en puerto en entretenido ejercicio. Porque no podíamos comprender la causa de tanto movimiento. Sin embargo, en esta ocasión nos sonrió la suerte muy por alto y agradecimos la situación. Porque, una vez arribados a la capital departamental el día dieciocho del mes de octubre, se nos ordenaba fondear a escasas yardas del muelle principal del puerto, frente a las murallas, donde ya se encontraban anclados un buen número de barcos de la Armada y mercantes, tanto nacionales como extranjeros. También se nos indicaba la necesidad de adecentar costados, palos y cubiertas del buque, hasta rayar en dorados.

Antes de que nos llegaran las instrucciones precisas por parte del Comandante General del Arsenal, el práctico de señales nos informaba en comentario cerrado que debían celebrarse las bodas reales con la necesaria pompa, y a ello se aprestaban las autoridades departamentales. Tal situación nos permitía disfrutar de unos merecidos días de descanso, así como asistir a un jolgorio festero de cruces elevadas. Y ya se sabe que nada apareja tanto entusiasmo entre los miembros de toda dotación, que la perspectiva de disfrutar de ranchos extraordinarios y bebida graciosa en chorro. En esos momentos, se engrandece el amor debido a los Soberanos, hasta alcanzar cotas de difícil comparación.