8
En misiones de información

Como había comprobado desde el primer momento con escaso placer, conocía muy bien a uno de aquellos hombres. Y por todos los mártires sacrificados en el calvario, que habría dado una buena bolsa de monedas de oro por no atravesar tan dolorosa experiencia. Fue tanta la sorpresa, que, de forma inconsciente, me detuve en seco sobre el adoquinado de la calzada, al tiempo que recibía un ramalazo de aire frío en el pecho. El capitán de navío Díaz Herrera, al comprobar los movimientos erráticos de mi cuerpo y la extraña mueca que debía aparecer en mi rostro, preguntó con rapidez.

—¿Qué le sucede, Leñanza? ¿Acaso ha observado un demonio en ejercicios de aquelarre?

Necesité varios segundos para arrancar con notable esfuerzo las primeras palabras de mi boca.

—Verá, señor —tartamudeaba ligeramente porque dudaba de lo que debía hacer. Un sentimiento bien anclado en las tripas me aconsejaba callar y no exponer con detalle la información que manejaba en el cerebro. Sin embargo, tampoco podía mentir a mi comandante, ni encontraba salida airosa al trance—. Pues verá, señor, creo… creo que conozco a uno de esos caballeros —señalaba con la mano hacia el grupito que ya nos adelantaba por el lado opuesto de la calzada.

—¿Aquellos tres señores trajeados de levita negra? ¿Desea saludarlos?

—No, señor, en absoluto —contesté con demasiada rapidez y rostro alzado, al tiempo que continuaba con la duda de si sería negativo para aquella persona exponer la realidad, un sentimiento que amordazaba mi garganta con estopa gruesa. Tragué saliva espesa antes de continuar—. Uno de esos hombres…, uno de esos tres hombres es un teniente de navío de la Real Armada.

—¿Un teniente de navío? —la extrañeza del comandante era normal, porque la presencia de un oficial de guerra de la Armada en Londres debería habernos sido comunicada—. ¿Qué hace un teniente de navío en esta capital, ataviado con ropa civil? Considero muy extraño que nada se nos haya comunicado.

—Lo comprendería muy bien si supiera que… Quiero decir… quiero decir, señor, que se trata de un teniente de navío… carlista.

—¿Ha dicho que uno de esos tres hombres es un oficial de la Armada con ideales carlistas? —el comandante abría los ojos en palmo de órbita, al tiempo que tomaba interés en la información—. Por todos los diablos negros, que muy pocos de nuestros oficiales pueden recibir tal calificativo en la Institución. ¿Ha dormido bien esta noche pasada, Leñanza? ¿Está seguro de lo que dice? Le veo excesivamente nervioso.

—Estoy completamente seguro de mis palabras, señor. Quiera Dios que todo fuera un error.

Largaba mis palabras de forma mecánica, como si un duende cumpliera el trabajo. Porque continuaba con la duda clavada en rondo por el pecho sin posible solución. Pueden comprender fácilmente mi situación. Es cierto como la llegada de la vida y de la muerte, que no deseaba en ningún momento que mis palabras pudieran acarrear mal alguno a aquel hombre, cuya imagen se mantenía grabada con fuerza en mi cerebro. Pero no podía recular una vez lanzada la piedra, sin contar con la obligación que moralmente se me imponía por derecho y revés.

—Mucho me duele tener que afirmarlo, señor. Se trata de…, se trata de mi primo, el teniente de navío Adalberto Pignatti Leñanza.

—¿Ha dicho Pignatti? —la sorpresa se reflejaba con claridad en su rostro—. ¿Acaso se trata de algún pariente del capitán de navío Pignatti, que abandonó el servicio activo en la Armada hace algunos años, tras su embarque en el navío…?

—El mismo, señor. Le decía que duele muy dentro porque se trata de mi único primo, al que dispenso especial aprecio de sangre. El capitán de navío Adalberto Pignatti se encuentra unido en matrimonio con la única hermana de mi padre.

Díaz Herrera comprobó el malestar que sufría mi alma en aquellos momentos. Dulcificó su semblante antes de continuar.

—Comprendo muy bien lo que debe ramalear por su cerebro en estos momentos. Un hecho de tal calibre ha de dolerle y mucho lo siento por vos. Pero se impone la obligación y espero que lo comprenda.

—Por supuesto, señor.

—Es de suponer que esos tres hombres pertenezcan a la misma partida. Y juraría, con escasa posibilidad de error, que los otros dos pertenecen al Ejército. Son muchos los oficiales que en sus cuadros suspiran por el legitimismo. Pero ¿qué harán aquí en Londres? Porque el grueso de los leales a don Carlos se mantiene en Francia, cerca de las tropas o en el entorno cortesano del pretendiente.

—Pues no tengo la menor idea, señor. Sé que mi primo Beto se pasó a las huestes carlistas en los últimos meses del pasado año, tras matrimoniar en Francia con una hija del general Elío.

—¿El famoso general carlista? Con ese dato se comprende mejor la situación. Bueno, se rumorea que oficiales y agentes carlistas pasan por Gran Bretaña, Francia, Holanda y Dinamarca para encargar armamento y buscar la forma de transportarlo a España. Lo siento por vos y vuestros sentimientos, Leñanza, pero debemos comunicar un hecho así en la embajada de inmediato.

—Lo comprendo, señor.

El capitán de navío Díaz Herrera parecía haber captado una nueva idea, que pasó a disparar con rapidez.

—No obstante y por mucho que le moleste, creo que debería seguir a esos tres hombres. Desde luego, con la necesaria reserva y sin que lo adviertan. Soy consciente de que se trata de una dedicación poco habitual en un oficial de guerra de la Armada. Pero sería muy útil comprobar a dónde se dirigen y, de esa forma, conseguir algunos datos que pueden ser muy importantes para los informadores que se mueven por nuestra embajada.

—¿Seguirlos? Pero, señor, yo nunca he…

—Ya sé que nunca ha llevado a cabo labores de espionaje, ni le han preparado para ello. Pero no lo estime como ocupación indecorosa, ni mucho menos, aunque así se nos aparezca en los primeros momentos. Tal concepto pertenece a épocas pasadas. A veces, tales acciones resultan de la mayor importancia y consiguen evitar la pérdida de muchas vidas. En la última guerra, por ejemplo, alguna de nuestras unidades debió pasar a Francia con el único objetivo de conseguir información sobre las fuerzas enemigas en determinados puertos.

—Lo comprendo, señor, pero el hecho de seguir a tres oficiales españoles por las calles de Londres y que uno de ellos sea, precisamente, mi…

—Imagino perfectamente lo que debe sentir, o sufrir diría yo, por el simple hecho de seguir de forma reservada a un familiar suyo tan cercano. Incluso yo mismo me siento un tanto abatido por pedírselo. Puede parecerle en una primera impresión, que se trata de una traición a los de su sangre, pero no es así. La patria se encuentra por encima de todo, incluso de la propia familia. Estimo con todas las de la ley, que se trata de una acción necesaria. Intente olvidar el objetivo. Cuando haya averiguado algún dato de interés o ese trío se dirija a un domicilio particular, acuda a la embajada, donde le espero. Pero apresure los pasos o los acabará por perder de vista. No se acerque demasiado y, en caso de que sea reconocido, hágase el sorprendido. Bueno, la Santa Patrona lo aleccionará en conveniencia, estoy seguro. Vamos, Leñanza, no lo piense más.

El comandante me ofreció un ligero empujón en la espalda, lo que me hizo comenzar a caminar hacia el objetivo como un sonámbulo en ejercicio nocturno. Y en efecto, debí acelerar los pasos porque, en aquel momento, los tres hombres doblaban la calle hacia una avenida más amplia. Como es fácil comprender, en mi interior luchaban tirios y troyanos sin descanso, lo que me producía un profundo desasosiego e incluso dificultad para respirar. Pero conseguí continuar con la empresa, a suficiente distancia del objetivo.

Atravesé un momento de penoso desconcierto cuando, de forma inesperada, los tres hombres desaparecieron al golpe de mi vista. Poco después, aliviado, comprendí que habían abordado la entrada de un edificio. Para observarlo con suficiente detalle, crucé a la acera opuesta. Y en efecto, comprobé que se trataba de un estamento crediticio de muy noble aspecto, porque sobre el dintel de una señorial puerta se podía leer: Liners Brothers Bank. Y debía ser una penosa casualidad, porque recordaba esa firma bancaria londinense con todo detalle. Había sido la elegida por el comodoro Frederick Henry cuando se vio obligado a hipotecar el vapor de ruedas Isabel II y, de esa forma, conseguir el capital necesario para pagar a los comerciantes que surtían al buque de alimentos.

Me mantuve frente a la casa de banca durante algunos minutos, un periodo de tiempo que se alargó como maroma sin fin en el alma. La lucha entablada en el pecho no disminuía un ápice, más bien al contrario. Y para ahondar en la herida abierta, mil preguntas sin respuesta acudían en bandadas. Como ya las venas saltaban al concierto, crucé de nuevo la calzada e intenté vislumbrar algún movimiento a través de las cristaleras emplomadas. Pareció escogido el momento por el destino, porque pude divisar las tres figuras a punto de penetrar en un gabinete. Sin embargo, en el mismo momento de abordarlo, el primo Beto giró la cabeza hacia mi posición tras los cristales, como perro que huele la presa en la distancia. Pude comprobar la sorpresa en su rostro, al tiempo que me apartaba con extrema rapidez, incluso con un sentimiento de generalizado temor en el pecho, como si hubiese cometido el peor de los nefandos pecados.

Dudaba sobre la posibilidad de que Beto me hubiera reconocido, lo que provocaba una triste sensación de deslealtad y actividad delictiva en mi interior. Pero en el fondo del alma estaba convencido de que su gesto final de sorpresa solamente presentaba una explicación. ¿Qué habría pensado al reconocer el rostro de su primo Francisco, en la cristalera de una oficina bancaria londinense? ¿Podría imaginar siquiera que seguía sus pasos? ¿O lo achacaría a una coincidencia en los rasgos de otra persona, que le hicieran creer lo que no era cierto? Posibilidades de colores inciertos, que en poco beneficiaban el alma.

Nervioso y agarrado de manos como un colegial pillado en juegos prohibidos, esperé algunos minutos más antes de regresar a la cristalera y observar, ahora con mayor precaución, los movimientos en su interior. Pero nada de interés se distinguía, salvo la presencia de dos plumíferos con rostro inexpresivo, que escribían sobre gruesos libros de cuentas. Sin saber qué hacer, me dediqué a efectuar cortos paseos por la calzada con esporádicas miradas hacia el interior, un tiempo eterno que sufría en roderas. Sin embargo, al pronto comprobé que, desde una puerta lateral, accedían al recibidor de perchas los tres hombres, acompañados por otro de elevada edad, que charlaba y sonreía con placer. Me aparté del ventanal con rapidez y, por gracia de los cielos, sin que hubiésemos cruzado miradas otra vez.

Incorporado de nuevo a la acera opuesta, pocos segundos después comprobaba que el grupo salía por fin del establecimiento. Creí observar cierto nerviosismo en los movimientos de Beto, que miraba a su derredor de forma repetida. Por fortuna, pude retranquearme lo suficiente en el portal vencido. Pero un detalle llamó mi atención de forma poderosa, aunque necesitara de algunos minutos para comprenderlo, mientras seguía los pasos del grupo en vuelta por el mismo camino. Porque ninguno de los tres portaba ahora el voluminoso portafolios de piel. Podía deducir, sin posibilidad de error, que lo habían depositado en el banco. Pero ¿qué portaban en ellos? ¿Quizás se trataba de monedas, onzas de oro o billetes de curso legal? ¿Y para qué forzar un peligroso traslado de haberes, con lo sencillez que suponía en el trato bancario mostrar una letra de cambio, un pagaré con fecha rendida o una transferencia de fondos por mandato colegiado?

Mientras las preguntas se agolpaban en el cerebro a empellones y sin destino concreto, los tres hombres sonreían y se golpeaban los brazos entre sí, como si hubiesen alcanzado la entera felicidad celestial o consumado un importante trabajo. ¿Tan decisiva y peligrosa se había presentado la encomienda realizada? Sin embargo, todavía Beto se giraba de vez en cuando para observar a su alrededor. Y no era fácil camuflar mi presencia en aquellas circunstancias, ante el escaso número de público que circulaba en la calle. Por fortuna, se normalizó la marcha. Pero tan pendiente me encontraba de sus movimientos, situado a unos cincuenta metros de distancia por su espalda, que debí parar en seco otra vez, cuando ellos lo habían hecho unos segundos antes.

Detenidos en la acera, charlaban ahora en círculo con evidente seriedad. Beto parecía haber perdido la desconfianza, lo que mucho me tranquilizó. El de mayor edad, un cuarentón largo de cabellera azabache caída en bucles, espigado de cintas y noble porte, parecía ostentar el mando del grupo. Sin razón que lo certificara, asocié su figura a la de un coronel de Infantería. No obstante, entendí que dudaba, mientras dirigía la mirada hacia la entrada de la vivienda situada a su altura. Por fin, tras unos largos segundos, decidieron abordar la pequeña escalinata de un edificio situado frente a ellos. El coronel tomaba la iniciativa, seguido por los otros dos compañeros y con mi primo Beto cerrando la línea. De nuevo atravesé la calzada para comprobar que se trataba de una vivienda normal, con unas escaleras de entrada y un pequeño seto ajardinado en rodeo. Y como ningún detalle se aparecía, debí regresar a su puerta para intentar descifrar un pequeño rótulo de bronce, donde debía encontrarse la razón. Y allí pude leer con cierta dificultad, como si el dueño deseara que su nombre no resaltara en exceso: Sundance, Meyer & Fitzpatrick. Lawyers.

Sin dudarlo, anoté en una pequeña libreta de notas las indicaciones que acababa de leer. Pero ya me pesaba la tarea impuesta en demasía porque el sol, en detalle poco habitual de la capital londinense, se mostraba bien alto y cercano a cruzar la meridiana. Y creía llevar toda una vida en aquel cometido que tan poco me agradaba. En el fondo del alma, entendía como innoble el ejercicio al que me sometía. Me encontraba sopesando pros y contras para decidir una marcha definitiva, cuando los tres hombres abandonaban el edificio y retomaban su paseo calle abajo.

Bien que agradecí a los dioses, que me ofrecieran la posibilidad de dar carpetazo a la faena impuesta de informador encubierto. Porque al alcanzar una recogida plazuela, en la que tres carruajes de posta recalaban con calma, el trío saltaba sin dudarlo a uno de ellos y el coronel mencionaba unas palabras al cochero, que azuzaba a los animales con rapidez. Por mi parte, dudé de los movimientos a realizar, incluso de la posibilidad de abordar otro de los carruajes y seguir las presas, pero como ya se perdían en la distancia, decidí como mejor solución dirigir mis pasos hacia la embajada e informar de los movimientos sospechosos anotados hasta el momento. Y bien sabe Dios, que poco orgulloso me encontraba del servicio prestado.

* * *

Pocos minutos después, tentaba mis manos con rizos en el gabinete del señor embajador. Pero todavía con el corazón lanzado al galope y los nervios por alto entre sentimientos confusos. Tras solicitar al secretario Lafuente ser recibido por su autoridad, comprendí que debían aguardarme porque apenas debí sufrir unos segundos de espera, como si urgiera mi presencia ante ellos. Saludé en acuerdo de normas, al comprobar la figura del ministro, acompañado por el general Vigodet, mi comandante y dos personajes vidriosos que ni siquiera se presentaron con la debida cortesía. Deduje que se trataba de informadores profesionales, esos mangantes que llevaban a cabo labores de puro espionaje, cobraban soldadas de emir y de sus trapicheos con gente poco noble desaparecen grandes sumas, que acababan por engordar desconocidas faltriqueras bancarias. El general Vigodet tomó la palabra a la brava y sin dudarlo.

—Lo esperábamos con nervios entablados, Leñanza. Ya nos ha contado Díaz de Herrera la sorpresa recibida. ¿Está seguro de que se trataba de un teniente de navío con ideas legitimistas?

—Señor general —intenté moderar mi lengua y su ritmo—, como comprenderá, no puedo marrar al certificar la presencia de mi primo Adalberto.

—Desde luego. Según parece, hijo del capitán de navío Adalberto Pignatti. Todavía me cuesta creerlo. Coincidí con su tío en el escenario del Río de la Plata. Por entonces, mandaba el queche Hiena. Un magnífico oficial que, por desgracia, decidió abandonar el servicio activo en la Armada.

—Bueno, Leñanza, cuéntenos lo que ha averiguado. Todo por sus pasos y con suficiente detalle, por favor —entraba el embajador con cierta euforia—. Nos encontramos en un periodo de escasas noticias y esta que nos ha brindado el capitán de navío Díaz Herrera ha llegado a emocionarnos —bajó el tono de su voz y entristeció el semblante antes de continuar—. Bueno, somos conscientes de que habrá sido una negativa y dolorosa experiencia para vos, el simple hecho de acechar a un querido pariente. Pero… en fin, así es el servicio y sus exigencias.

Encontré estúpidas y engoladas las palabras del embajador, pronunciadas con lo que entendía como una muy escasa sinceridad. No obstante, expuse con exactitud los movimientos que había observado. El embajador comentó con rapidez.

—¿Ha dicho Liners Brothers Bank? Bueno, se trata de un banco londinense con cierto prestigio, sin duda. Y asegura que allí mismo depositaron los tres maletines que portaban. Debía ser el pago por alguna compra o un depósito de garantía.

—Ese banco ha trabajado en diversas ocasiones con los agentes carlistas, señor embajador —argumentaba uno de los informadores, que acabó por presentarse como Jacinto Monfulls, nombre que no creí como cierto—. Bueno, debo reconocer que también nosotros hemos utilizado sus servicios.

—A las casas de banca poco les importa el color de las ideas, mientras tintineen a su vista las monedas de oro —remataba el embajador.

—En cuanto a la firma de abogados —continuaba el teórico Monfulls—, también se trata de una sociedad que ha colaborado de forma reiterada como intermediaria en los negocios legitimistas. Los agentes de don Carlos habrán llegado a un acuerdo con algunos fabricantes de armas y esa firma llevará a cabo las gestiones tapadas. Porque la compra se suele llevar a cabo con cargo a terceros, posiblemente a la espalda de alguna empresa holandesa o danesa. El material se despachará con rumbo a algún puerto del mar Báltico, para después enmendar y dirigirse a donde tengan previsto, posiblemente algún puerto de la costa vasca.

—Bueno, señores, no adelantemos acontecimientos. Recuerden que todavía nos mantenemos en situación de paz. Hay quien hace tronar las trompetas de carga sin motivo alguno —el embajador intentaba mostrar profundos conocimientos de la situación—. Ya sé que todo apunta a una pronta llamada del conde de Montemolín, en petición de alzamiento general y la posible entrada de fuerzas carlistas a través de los Pirineos. Parece ser que dicho manifiesto se encuentra redactado sobre su mesa, rubricado y a punto de ser publicado a los cuatro vientos. Incluso se habla de que el mismísimo general Cabrera ocupará el mando absoluto de las fuerzas. Y en ese caso, nos situaríamos nuevamente en fase de guerra, una situación que hemos de gestionar convenientemente con los países amigos, especialmente con Gran Bretaña y Francia. De momento, tenemos la firme promesa del Gobierno inglés, de que permanecerán a nuestro lado una vez más en la lucha contra el absolutismo. Incluso se mueve entre bastidores un nuevo apoyo en fuerzas navales y de tierra, llegado el caso de necesidad, como sucedió en la pasada contienda de los Siete Años. Personalmente, no creo que lleguemos a esa situación. Ni las fuerzas carlistas se encuentran preparadas, ni el pueblo español lo consentiría. Todavía se padecen consecuencias de la guerra anterior.

—¿Y Francia? —preguntaba Vigodet.

—Bueno, el caso de Francia es distinto, general, como siempre. No nos producirá extrañeza alguna. Prometerán mantenerse a nuestro lado con extrema fidelidad, pero después cerrarán los ojos ante lo que estimen conveniente a sus intereses.

—Otra vez en guerra. Un verdadero desastre para la nación —apuntaba Díaz de Herrera.

—Mucho confío en que no se repita la terrible situación que sufrimos en la pasada contienda. Los expertos estiman que será muy difícil levantar nuevamente en armas al pueblo en el Maestrazgo, así como en Navarra y otras regiones. El caso de Vizcaya es más dudoso, aunque seguramente sufriremos en Cataluña, donde es probable que los movimientos no se ciñan solamente a lo que denominan como carlismo puro. Pero, bueno, hasta ahora todo se encuentra trazado en el aire y sin arrimar cometa. Y regresando al asunto del día, estimo que esos tres agentes carlistas se encuentran en sus primeros pasos, una preparación ante lo que puede llegar en un próximo futuro. Pero por ahora no debemos preocuparnos.

—La presencia de esos agentes, y perdone que a su primo le adjudique un apelativo tan indecoroso —el comandante se dirigía a mí con cierta deferencia—, no deja lugar a dudas. Maletines depositados en una casa de banca y posterior visita a intermediarios ya marcados. En fin, espero que nuestros informadores tomen el asunto de su mano.

—Desde luego —afirmaba Monfulls con seguridad—. Es cierto que la información nos ha tomado por sorpresa, pero será sencillo encontrar a los tres personajes y seguir sus pasos. Porque deduzco que el cabecilla, a quien el capitán de fragata Leñanza adjudica el empleo de coronel, es en efecto el coronel Despuelas, separado del Ejército, casado con una dama británica y agente que llevó a cabo gestiones similares durante la pasada guerra. Conocemos la dirección de su vivienda y controlaremos sus movimientos. Los dos acompañantes nos son desconocidos y nada sabíamos de ese agente, el oficial de la Armada Pignatti.

Lo nombró con tan escasa cortesía, que me creí obligado a intervenir. Y lo hice con retranca y voz de duendes.

—Aunque se encuentre equivocado en su posicionamiento político, se trata del teniente de navío de la Real Armada Adalberto Pignatti, señor Monfulls.

—Entendido.

—Siento comunicarle, Leñanza, —para cortar la tensión creada, el embajador se dirigía a mí con extrema delicadeza—, que deberemos notificar el nombre de su primo y su especial dedicación a las autoridades españolas. Y tal información llegará tarde o temprano al ministerio de Marina.

—Lo comprendo, señor.

—Aprovecho la ocasión, señor embajador, para comentarle el motivo principal de nuestra visita —entraba por derecho Díaz de Herrera, que prefería cambiar el tema de conversación—. En un par de días, saldremos a la mar para llevar a cabo las pruebas de máquinas y aparejo sobre las aguas.

—Me alegro. Parece que ese precioso Blasco de Garay se encontrará operativo en escaso tiempo. Y sin notable retraso en las fechas previstas.

—Así es de suponer, señor. No creo que aparezcan inconvenientes serios, porque las pruebas en puerto se han desarrollado de forma muy satisfactoria. Bueno, con la excepción de…

—¿Algún problema? —preguntaba el embajador con marcado interés.

—Solamente con los evaporadores, señor —intervenía el general Vigodet, como si se encontrara al día y con detalle de la vida a bordo, nada más lejos de la realidad.

—¿Evaporadores? —El embajador mostraba rostro de ignorancia—. ¿Qué evaporan?

—Es necesario conseguir agua dulce para su empleo en las calderas, si no se desea sufrir efectos muy negativos como la colmatación por salmuera, al emplear agua salada, señor.

—Bueno, no lo comprendo a fondo, pero debe tratarse de un problema puramente marinero. ¿Puede afectar a la fecha definitiva de entrega?

—No, señor.

Entendí que Vigodet se columpiaba en el vacío al asegurar tal condición. Porque en opinión del comandante, asesorado en todo momento por mí, se debía exigir una mayor seguridad en el funcionamiento de los sistemas de evaporación, aunque comenzáramos a comprender que acabaríamos por abandonar aguas británicas en cualquier situación.

—En ese caso, general, completamente de acuerdo —el embajador se dirigía en inicio a Vigodet, para girarse a continuación hacia Díaz de Herrera—. Que tengan suerte en esas pruebas de mar que deben realizar, comandante. Y si necesitan que apriete las tuercas a los jefes del astillero, háganmelo saber.

—Muy bien, señor embajador.

Los tres miembros de la Armada abandonamos el gabinete del embajador, que parecía desear mantener conversación cerrada con los dos informadores a sueldo. Y ya en el zaguán, se nos despedía el general. Mi comandante le preguntaba con cierta retranca.

—Pues creo, señor, que saldremos a la mar pasado mañana. ¿Desea acompañarnos a bordo?

—Ojalá me fuera posible, comandante, pero debo resolver algunos asuntos de importancia. Manténganme al día del resultado de las pruebas.

—Por supuesto, señor.

Mientras pensaba en los asuntos que debería resolver nuestro general, cuya dedicación máxima había de centrarse en la construcción del buque, razón por la que se encontraba destacado en Londres, el comandante y yo tomamos el carruaje de servicio de la embajada para que nos transportara al astillero. Por la sonrisa aparecida en el rostro de mi superior, comprendí que pensaba lo mismo que yo sobre la dedicación profesional de nuestro general, aunque no me comentara nada en concreto.

De esta forma, rematé una jornada bastante triste. Porque así quedó mi espíritu tras la experiencia sufrida con el primo Beto y los otros agentes. Recordaba muy bien las palabras del embajador, al anunciarme que tales noticias acabarían por llegar al ministerio de Marina, aunque era fácil comprender que, más pronto que tarde, la verdad quedaría marcada en pliegos. Lo sentía por mi primo, sin duda, pero también por sus padres y la familia entera. No se trataba de guinda edulcorada la que debíamos trasegar alma adentro y el futuro se cerraba en negros sobre mi primo, por mucho amor que sintiera hacia su querida esposa.