Aquel mismo día de llegada al puerto londinense, con la impaciencia habitual que calaba en el último de mis huesos cuando afrontaba situaciones de trance marinero, mudé cuerpo y bagajes a la posada indicada por el capitán de navío Díaz de Herrera. El pobre Pepillo rindió la jornada con lomos abiertos, que también era de los que deseaba cumplir la encomienda al ciento, del tirón y sin flecos. Y no marraba el señor comandante al hablarme de las condiciones y comodidades del establecimiento convertido en morada propia, que tanto edulcoran el día a día tras los periodos de intenso trabajo. Como todavía se trataba de misión imposible arranchar a bordo, debimos atravesar algunas semanas bien tratados por miss Mary Laymard, señorona vistosa de carnes redondas y prietas, entrada por corto en la cincuentena, que nos atendía con extraordinaria amabilidad.
La sorpresa inicial y de bulto la recibí al presentarme con las primeras horas de la siguiente mañana en los astilleros Blackwall, complejo industrial situado a unas cuatro millas aguas afuera y hacia el norte de la capital. La pequeña explosión se produjo al observar la silueta de mi nuevo buque, el Blasco de Garay, una de esas miradas que enamoran al pronto como caída de ojos sobre corpiño abierto. Porque de forma instintiva esperaba encontrarlo sentado sobre pivotes rollizos y casco en seco, con la superestructura desbaratada y a medio construir. Por el contrario, me enfrenté a un buque atracado de firme al muelle con su silueta prácticamente rematada, salvo los laterales del castillete de mando, elevado entre palos sobre las ruedas, y buena parte de la maniobra del trinquete que aparecía en faldas. El vapor había sido botado el pasado 4 de agosto, pero solamente habían transcurrido dos semanas cuando ya se aparecía como galán en la noche. Bien es cierto que, siguiendo la norma marinera, cuando un buque se lanza en botadura sobre las aguas, se aparece a los ojos de los novicios como un cuerpo en brillante relumbrón, aunque mantenga las vísceras medio podridas.
Detenido como si hubiera recibido el maléfico soplo de sal, repasé con detalle y cierto regocijo amoroso la silueta de la que sería mi nueva y definitiva morada en poco tiempo. Y lo primero que puedo decir es que el Blasco de Garay mostraba todas las hechuras y detalles para ser catalogado como un barco muy hermoso, y no me entiendan como endemoniado al endosar este adjetivo que muchos estiman más propio de carnes sonrosadas. Porque lo aplico en el sentido de grandiosidad, excelencia y perfección en sus líneas. La proa, todavía sin figurón ni escudo, se aparecía a la vista claramente del tipo de violín, con su tajamar rematado en arco o voluta tan semejante al extremo del astil del instrumento musical. Y de la misma arrancaba como cuerda tronchada un moderado bauprés, que parecía haberse despegado sin querer de la línea de crujía.
No sólo no me detenía en el recuento de luces un solo segundo, sino que mantenía la inspección visual que tanto me agradaba. A continuación, su cubierta principal corría de proa a popa en perfecta línea horizontal, como si el ingeniero diseñador quisiera mostrar un profundo odio a los habituales arrufo y quebranto de las quillas. Sin embargo, tal condición ofrecía una impecable majestuosidad que remataba con la sinuosa y atractiva curva de la popa. Los dos palos, con el mayor notablemente retranqueado hacia la espuma, alzaban su poder con una guinda más propia de fragatas veleras, sin esas mermas de arboladura tan habituales en los buques de vapor. Y como si la joya se encajonara entre los mástiles, brotaba una estructura blanca de concha que embutía las ruedas de paletas hacia la obra viva, y el castillete de mando hacia la muerta. Por último y como glorioso remate, las dos chimeneas entregaban la indeleble marca del vapor, esos humos tan poco galantes que, sin embargo, marcaban la muestra de la necesaria propulsión.
Como la cámara del comandante se encontraba alistada en lustre y con maderas relucientes a la vista, por fin pude mantener una profunda y seria conversación con quien mandaba sobre los cuerpos y almas de a bordo. Se trataba de un ejercicio agradable porque el capitán de navío Díaz de Herrera me trataba hasta el momento con especial deferencia. Y era tanta la consideración ofrecida, que no sabía a qué cualidad propia o ajena debía achacar tanta amabilidad, un sentimiento que me turbaba ligeramente. Nada más sentarme en la silla empernada al otro lado de su mesa y de cara a la espléndida balconada, que se alargaba de forma generosa por las amuras, le comenté mis primeros sentimientos.
—La verdad, señor, que no esperaba encontrar el buque tan alistado de silueta y estructura. Parece pronto a surcar las aguas.
—Solamente en sus ropajes externos, segundo, que tripas adentro todavía le restan bastantes trabajos, especialmente en los mecanismos propulsores.
—Así lo suponía, señor. ¿Han concretado los jefes del astillero algunas fechas para llevar a cabo las necesarias pruebas de máquinas y aparejo, tanto en puerto como en la mar?
—Estamos a la espera de recibirlas con la debida concreción, lo que debe producirse de un momento a otro. De acuerdo al contrato firmado por nuestro embajador con los señores Loftus y Wigram en el mes de mayo del pasado año, el buque debe ser entregado a la Armada, listo para realizar misiones de mar y guerra, el día primero de abril del próximo año. De esa forma, nos restan a proa unos ocho meses de trabajo más o menos. Pero ya sabe que, a pesar de esas fechas expuestas, en los diferentes apartados signados en adenda se conceden licencias para que los ingenieros manejen la torta a su entera conveniencia. No obstante, estimo que la construcción avanza a buen ritmo y será posible cumplir con las previsiones establecidas, aunque sea de forma aproximada.
—¿Y la dotación, señor?
—Ahí se nos aparece el primer rosario de cuentas negras contra la cara, segundo. Y aprovecho el momento para indicarle sin dudarlo, un especial deseo. Quiero que esa sea su primera y principal dedicación a bordo. Conozco con detalle su experiencia en dicho sentido a bordo del vapor de ruedas Isabel II, con notables resultados —exhibía una sonrisa de satisfacción—. El maquinista primero y sus dos ayudantes deberían aparecer por aquí en las próximas semanas, sencillamente porque los necesitamos para las pruebas de calderas y máquinas, que deben certificar. Además, entiendo que no hay mejor escuela para los de su clase, que comprobar el montaje de las máquinas propias. Los arrancharemos donde nos sea posible, aunque cueste. Poco después quiero a bordo la presencia de los oficiales de mar, especialmente la de los contramaestres, porque se comenzarán a verificar las cualidades del aparejo en puerto. Y a trazo largo, comenzarán a aparecer en oleadas el resto de los hombres, pero una vez que puedan arranchar a bordo con cierta dignidad. No podemos enfrentar el gasto de una dotación instalada en tierra, ni que los hombres se muevan arracimados en buques de transporte, que tan penosa imagen ofrecen en puerto. Por tal razón, desearía que me confeccionara un programa con precisión, donde aparezcan porcentajes de dotación y fechas deseables de embarque, en acuerdo con el progreso de la construcción. Espero que me haya comprendido.
—Perfectamente, señor. Me encargaré de ello. Sin embargo, estimo que los primeros pasos debería dedicarlos a recorrer el buque a fondo, de proa a popa, y comprobar el estado de construcción en interiores, así como sus reales posibilidades. Parece fundamental conocer cuándo será posible emplear los sollados, cámaras y camaretas para redactar esa lista que me solicita con la debida precisión. Se trata de una serie de datos y fechas que deberé confirmar con los ingenieros del astillero.
—Tómese el tiempo que considere oportuno y conveniente. Cuando lleve a cabo la revista general, que lo acompañe, si lo estima adecuado, mister Breengan, el ingeniero que se encuentra todo el día al pie del cañón en el astillero. Ahora después se lo presentaré. Entre nosotros, creo que debe ser un borrachín empedernido por las mil venillas rojas que recorren sus mejillas, aunque a bordo no desmerezca una onza en su trabajo. No obstante, recuerde que necesitamos cierto margen de tiempo para que, desde el ministerio de Marina, se urja al embarque de nuestros hombres y su traslado a estas aguas. Porque todo papeleo se muere en las mesas de trabajo.
—Por supuesto. Por cierto, señor comandante, ¿no se ha comenzado a construir el segundo buque de la serie? Suponía que podría observar su quilla en alguna grada.
—Todavía no. Debe tener en cuenta, que la serie de buques denominada como Blasco de Garay se contempla como un conjunto en periodo de tiempo alargado, pero un proyecto de construcción de mucha importancia para la Armada porque se trata de unidades de porte elevado. Estos buques conformarán, sin duda, el eje principal de la escuadra en la presente década. Y con la necesaria reserva, puedo comentarle que se alternará la construcción en Inglaterra y España.
—¿En nuestros arsenales?
—En efecto.
—Escuché que se preparaban gradas y planes para la futura construcción de buques de vapor, con algunos intentos serios en curso. Pero dudaba que se pudiera acometer tan pronto con buques de elevado porte.
—Bueno, no olvide que en La Carraca se acaba de construir el vapor Lepanto, con planos adquiridos en los Estados Unidos americanos, aunque se trate de unidad con escasas posibilidades de guerra. En cuanto a los de esta serie, la construcción se llevará a cabo con auxilio de las firmas británicas empeñadas en el contrato, que colaborarán en la importante labor de modernizar nuestros arsenales dentro de lo posible. De hecho, el segundo buque de la serie, que será bautizado con el nombre de Colón, se levantará en estos mismos astilleros, comenzando su construcción posiblemente el año próximo. Sin embargo, el tercero, que se llamará Pizarro si no se argumenta a la contra se alzará en gradas en el arsenal de La Carraca. Será el momento definitivo para este arsenal porque el proyecto es de altura, sin duda. Pasé por allí hace algunos meses y ya se hacía acopio de maderas. Y debo confirmar que se trata de materiales excelentes, las mejores muestras de roble, álamo, cedro, pino y sabicú.
—Una gran alegría. ¿Y en el arsenal de Ferrol no se acometen las necesarias…?
—El de Ferrol también se alista en estos momentos. Y allí se levantarán, casi con toda seguridad, el tercero y cuarto de la serie Blasco de Garay. Me refiero a los vapores Antonio de Ulloa y Jorge Juan. Por tal razón, ni siquiera se exponen fechas aproximadas para ellos. Además, con el paso del tiempo y la experiencia adquirida en los buques ya construidos, es posible que se apliquen algunas variaciones en los proyectos futuros. Y no olvidemos que el arsenal de Cartagena se estrenó al construir el vapor Andalucía el pasado año, aunque se tratara de unidad modesta de 100 toneladas y potencia de 40 caballos nominales, basada en planos franceses adquiridos a una firma de Tolón, que suministró las máquinas y calderas. Pero por ahí se mueve esa unidad, haciendo día a día su trabajo de vigilancia en la mar.
—Nada sabía de ese pequeño vapor, señor. Y no le extrañe mi situación de ignorancia. Ya sabe que, cuando en el ministerio metemos cabeza en un determinado problema, quedan las ventanas cerradas al ciento.
—Lo comprendo muy bien por haberlo sufrido en mis carnes. Hemos comenzado a construir buques de vapor bajo planos extranjeros y con la necesaria adquisición de máquinas, calderas y equipos de navegación fuera de nuestras fronteras. Pasará algún tiempo antes de que podamos fabricar dichos elementos en nuestros arsenales, especialmente las máquinas de cilindros oscilantes. Pero creo que le vendría bien, si hacemos un rápido repaso sobre las unidades de vapor en servicio en nuestra Armada. No olvidemos que, tras la feliz experiencia llevada a cabo con el Isabel II, nuestro pionero en el vapor y donde embarcasteis bastantes años, adquirimos dos unidades de pequeño porte en Estados Unidos, bautizados como Álvaro de Bazán y Congreso.
—Parece, señor, que esa pareja navega con algunos problemas, especialmente en sus calderas. Será fundamental la incorporación de los evaporadores de agua de mar y dejar de introducir líquido salado en calderas. Recuerdo con espanto las potas de salmuera que se formaban en las del Isabel II, con sus necesarios rascados, problemas añadidos y el buque bajo el único amparo de su aparejo.
—Lo recuerdo muy bien porque no se hablaba de otra cosa entre nuestros compañeros. Sin embargo, no soy tan optimista. No creo que esos sistemas de evaporación cumplan al ciento con las permanentes necesidades de agua dulce. Parece ser que presentan bastantes problemas en su diario funcionamiento, especialmente en los tubos de conducción, que se obturan con demasiada facilidad. Me temo que también nosotros debamos entrar en periodos de navegación a vela y rascado de calderas.
—Bueno, tenemos bastante experiencia en ese apartado. Por cierto, señor. El vapor Península, destacado en Barcelona, debe ser del mismo año de construcción que el Andalucía, con porte y potencia similares.
—Así es, pero construido aquí en Gran Bretaña y adquirido cuando ya corría con algunos años en sus cuadernas. Y como veo que le parece bien entrar en el listado de buques a vapor dados de alta en las listas de la Armada, si no me falla la memoria, a continuación se adquirió el Piles en Francia, donde habéis navegado desde la Península. Y siguiendo la línea aparece el Vulcano, un vapor de medio porte, fabricado en estos mismos astilleros…
—Que con el Alerta y el Vigilante forman el trío que se adquirió hace un par de meses en estas islas.
—En efecto. Y con estos creo que rematamos la lista. Bueno, debemos recordar que, al tiempo que se entregue este Blasco de Garay, lo harán también los nombrados como Reina de Castilla, Magallanes y Elcano, tres unidades de medio porte que saldrán directamente para reforzar nuestra escuadra en las Filipinas. Por fortuna, parece que el Gobierno acaba de caer en la cuenta de nuestras necesidades en el mar del Sur, donde se planean duras acciones contra los moros, especialmente en la isla de Balanguingui.
—Creo, señor, que también se acaba de adquirir un vapor en México, llamado Guadalupe.
—En efecto, lo había olvidado. Construido en Liverpool, ha sido comprado de forma directa a la Marina mexicana, que nos lo ha transferido a un buen precio. Tomará el nombre de León. Y ya solamente nos queda por nombrar el Castilla, adquirido por el mismo camino que el León, el Lepanto, que se está construyendo en La Carraca con planos adquiridos en los Estados Unidos, y el Satélite, un pequeño vapor comprado en los Estados Unidos para servicio en La Habana.
—Parece, señor, que acabaremos por disponer de una respetable escuadra de vapores.
—Bueno, así debería ser. No nos queda más remedio, si deseamos una presencia de la Armada en todos los teatros marítimos en los que se nos reclama. Y muchos más necesitaríamos, especialmente con un mayor porte y número de piezas artilleras. Tenga en cuenta que la Royal Navy, además de mantener una poderosa escuadra a vela, ha ingresado más de cien vapores en los últimos siete u ocho años. Y es muy importante que no olvidemos los buques de vela clásicos, cuya presencia es todavía imprescindible en toda fuerza naval, por la necesidad de su poder artillero. Se van a construir algunos navíos en Ferrol, así como fragatas en Cartagena.
—¿Nuevos navíos en construcción? Bien que parece llegada la hora en ese apartado. Desde que recibimos los malditos buques rusos, no hemos aumentado una onza en ese importante cupo.
—Parece que ya se han diseñado unos navíos de 86 cañones. La idea es construir ocho, aunque no creo que lleguen a sobrepasar la pareja[10]. Y esperamos que puedan ser botados en poco tiempo.
—¿Y en cuanto a fragatas, señor, otro aspecto de la mayor importancia?
—En la pasada década se construyeron la Esperanza, de 48 cañones, en el arsenal filipino de Cavite, así como las Cortes, Isabel II y Reina María Cristina, las dos primeras de 44 piezas y la última de 52. Y en estos días se diseña otra serie de 40 cañones, sin especificarse el número a construir[11]. Hay quien no comprende, especialmente entre nuestros políticos y generales del Ejército, que todavía deberán coexistir ambos sistemas, vapor y vela, durante bastantes años. Solamente hay que comprobar los listados de buques en las principales Marinas del mundo para comprenderlo. Por fortuna, el empeño del Gobierno, si no decae, es bueno. Aunque sea triste, nos beneficia que todavía se tema, y mucho, a las fuerzas carlistas. Más de uno estima que regresarán de Francia para dar un nuevo golpe, antes de lo deseado.
—Como decía el ministro Vázquez Figueroa, señor, las necesidades de esa guerra nos catapultaron a la adquisición de buques de vapor y a potenciar la Armada.
—Así fue, sin duda. Y el temor a una nueva contienda se mantiene. No olvidan que, en ese caso, el armamento y pertrechos para las fuerzas carlistas deberán llegarles nuevamente por mar y será conveniente bloquear algunos puertos.
—Tenemos la experiencia de la pasada guerra, que no debemos olvidar.
—Así es. Mucho se comenta que los agentes carlistas se mueven por las fábricas de armamento británicas y francesas con oro en bolsas, especialmente en busca de una buena artillería de campaña. Por tal razón, en las embajadas se distribuyen los informadores o espías y se espera que nos hagan llegar algún detalle interesante. Porque ese armamento deberá entrar en España por vía marítima. Y aunque nos encontremos en situación de paz, más o menos falsa con los trabucaires catalanes en partidas cerca de la frontera, no vendría mal apresar algún buque con armas para los muchachos del conde de Montemolín. Además, se rumorea que el pretendiente legitimista prepara un manifiesto llamando a la guerra, que dará a la luz en cualquier momento, lo que supondría el desastroso detonante. Por Dios santo y bendito, que mentes tan cerradas. No comprenden que necesitamos decenios y decenios de paz, si no queremos perder definitivamente el camino de la modernidad.
—Concuerdo con sus palabras al ciento, señor —creí llegado el momento de saltar hacia la nueva liebre—. Bien, si no le resta comentarme nada más de especial interés y con su permiso, debo comenzar a recorrer el buque con ese ingeniero.
—Espere un momento, que pasaré a presentárselo.
* * *
Tal y como esperaba, a partir del momento de mi embarque en el Blasco de Garay, debí arrimar el lomo a cuartas calientes y con escaso descanso. Pero por todos los vientos de la rosa, que lo hacía con extraordinaria alegría y gustosa dedicación, como si me enfrentara a unas tablas nuevas cual guardiamarina en ejercicio primerizo. He de explicar para los no versados en las cosas de la mar, que cuando se asiste al nacimiento de un nuevo buque, una cría que uno mismo moldea en parte y colabora a lanzar al mundo de los vivos, acabamos por albergar un sentimiento muy parecido al de madre cuidadosa y solícita. Cada nuevo paso que se produce en su renqueante andadura, aunque sea el de cobrar acolladores al justo y comprobar tensión en sus mesas de guarnición, se contempla como un importante detalle en la vida de la cría recién destetada. De esa forma, si ya cualquier hombre de mar acaba rendido en amores por su nuevo barco, cuando lo va meciendo con sus propios brazos día a día, dicho sentimiento se eleva hasta las nubes y más arriba.
En contra de lo que me había expuesto el comandante, pude comprobar con mis ojos que los trabajos en los compartimentos interiores también se encontraban resueltos de fondo y forma en un elevado porcentaje. Tanto así, que estimaba como única posible razón para dilación de fechas definitivas el montaje de las máquinas, importante trabajo que todavía no había comenzado, aunque se hubiesen instalado las basadas principales, conductos de presión y elementos menores. Por fortuna, las bocas ranchas originadas para la instalación de las calderas se habían colmatado en conveniencia y solamente aparecían los claros a proa del palo mayor para la inmersión de los pistones. Y tal necesidad retrasaba la terminación de la superestructura, que se formaba sobre las ruedas de paletas, cobijadas de firme entre los dos palos, donde acabaría por aparecer el castillete de mando y que afectaba de lleno a los ocho camarotes de oficiales. Pero en conjunto, era de admirar la profesionalidad del personal británico que trabajaba en el astillero, desde el ingeniero jefe de la obra, mister John Enderson, hasta el último atizador de estopa. Y debo aquí mencionar y agradecer la colaboración prestada por el ingeniero mister Edward Breengan, peón de brega permanente, a quien acudía cada vez que se me presentaba algún problema. Siempre demostró encontrarse solícito a nuestras inquietudes, sin torcer la cara un solo momento.
Las semanas comenzaron a correr cual estrepada de galgos, como si un viento atemporalado barriera del tirón las nubes sobre nuestras cabezas. Un mes después de mi incorporación al astillero, hacían acto de presencia a bordo el maquinista primero, así como tres ayudantes, de acuerdo a la nueva estimación de personal en reglamento provisional. Sin embargo, debo aquí aclarar que la reglamentación de guarniciones y dotaciones variaba casi al día, y pasamos de los cuatro maquinistas a seis, con un primer maquinista, tres segundos y dos ayudantes de máquinas, mientras se estimaba como necesarios doce fogoneros y seis paleadores.
Por fortuna, el destino nos cubrió de gloria y bendiciones al entregarnos en el celestial sorteo a un hombre extraordinario, que tomaría las máquinas bajo su amparo. Y juro por las Santas Animas, que no les exagero una sola cuarta en mi apreciación. Porque así lo era sin posible duda el primer maquinista, don Artemio Giraldo. Natural de Cartagena de Levante, chancero y guasón, se pasaba el mundo por montera a la cuarta sin despegar un labio. Sin embargo, rendía en el trabajo al nivel máximo noche y día. Aunque en principio mostrara en su cartilla personal una experiencia escasa en buques de vapor, lo que nos alarmó durante los primeros días, en pocas semanas demostró que podíamos confiar en él a batientes y sin resquicio. Como él mismo pregonaba, le cumplía el gran honor de haber sido alumno bajo las sabias manos del gran ingeniero, maestro mayor y diseñador de las bombas de vapor contra-incendios del departamento marítimo de Cartagena, don Salustiano Muñoz-Delgado y Sánchez-Osorio, y nadie podía formar mejor en la escuela del vapor que ese personaje a quien tanto admiraba. Se hizo con la planta de propulsión con inesperada rapidez, al punto de codearse en nivel de conocimientos con los maestros maquinistas del astillero, con quien sabiamente llegó a congeniar en productiva hermandad.
También nos bendijo la gran señora con los dos primeros oficiales embarcados a nuestro bordo. En primer lugar apareció el teniente de navío Agustín Malpaso, con cierta veteranía en buques de vapor y años en el empleo, a quien en el futuro debería entregar la segunda comandancia, si el capitán de navío Díaz Herrera acababa por desembarcar, como esperaba y deseaba. Se trataba de un oficial bragado, muy inteligente y dispuesto a tomar la muralla al asalto si era necesario. El segundo lugar apareció a bordo un joven alférez de navío, Javier María Martos, correcto, noble, leal y con bisoñez rendida, pero con elevado espíritu y muchas ganas de aprender hasta el libro de créditos.
Si nos había entrado la suerte por troneras con la aparición del maquinista, no disfrutamos de la misma estrella con el contramaestre primero, don Sebastián Carretero. Porque se trataba de un oficial de pito con malaje natural, bisojo camero, nervioso por más en los trances y con escasa o nula mano para manejar a los marineros y grumetes. En su conjunto, todas las cualidades negativas que jamás debían adornar a un buen contramaestre. Y el muy balandrón mostraba sus carencias y desarreglos profesionales con tanta naturalidad y nitidez, que ya en la segunda semana propuse al comandante su inmediato desembarco y recambio por otro de su misma clase. Incluso prefería tomar de la mano al siguiente nostramo en la línea de antigüedad para comprobar aparejos y reliquias, contramaestre segundo don Martín Requero, que recibir las opiniones del mamalón de cuernos que, para colmo, mostraba modales poco apropiados. Y bien que fue reconvenido por esa causa en repetición por mi autoridad. Por desgracia, el comandante mostraba trazas de excesiva benignidad en los cuarteles serios y me convenció para que le ofreciera otra oportunidad, lo que estaba convencido de que de nada serviría.
Continuaba el trabajo a nivel más propio de forzados, pero no saltaba china negra de importancia contra los ojos. Aparecieron las máquinas y se comenzó el montaje, operación especialmente delicada para la estructura del buque, por el peso y tamaño de sus piezas. Mucho sufrimos durante dos o tres días, con el empleo de aparejos reales y cuadernales de doble carnaza, empresa en la que decidí emplear como responsable al contramaestre segundo don Martín, por mucho que el primero bufara en silbatos. El comandante delegaba en mi persona el ciento de las faenas, lo que mucho decía de su confianza. Y sólo aparecía en cubierta o máquinas cuando deseaba que comprobara algún detalle con sus propios ojos. En cuanto al jefe de escuadra don Casimiro Vigodet, aunque responsable superior de la construcción de los buques de la serie por parte de la Armada, tan sólo dedicaba su atención a los partes e informes que le entregaba el comandante, todos los que yo mismo le había entregado con anterioridad.
Los recuerdos de aquellas fiestas navideñas se mantienen en mi mollera entre pruebas de aparejos y la primera encendida de las calderas, que se llevó a cabo sin novedad pero con el ánimo alzado a las nubes. Añoraba a la familia y las costumbres que tanto diferencian aquellos días de los del resto del año, pero también pasaron a popa con extraordinaria rapidez. Y ya en las primeras semanas del año del Señor de 1846, expuse al comandante que, en mi opinión, llevábamos un pequeño retraso sobre las fechas previstas. Porque estimaba que hasta el mes de febrero no podríamos llevar a cabo las pruebas de máquinas y aparejos en puerto, paso previo a las definitivas en la mar, en contra de las previsiones entregadas por el ingeniero jefe. Y no marré en la estima porque en la primera semana del mes de febrero, conectamos el vapor a las máquinas por primera vez, con el buque bien amarrado con doble costura al muelle.
Juro a los vientos que sentí una inmensa alegría cuando pudimos observar el suave movimiento de las ruedas de paletas, al ser accionadas por las máquinas en su primera ocasión. Y me sorprendió gratamente comprobar que apenas emitían sonidos secos o graves, con gran diferencia a lo escuchado en el vapor Isabel II, que bufaban quejidos más propios de moribundo. Tan sólo en el tercer y cuarto día se descompensó la rueda de babor, por lo que debió realizarse una igualación de esfuerzos, tarea habitual en el equilibrado de máquinas.
Cuando llevamos a cabo el conjunto de pruebas en puerto, casi el completo de la dotación se encontraba a bordo. El grueso de nuestros hombres había aparecido en el astillero a bordo de los vapores Vigilante y Vulcano, primeras unidades construidas con casco de hierro, una verdadera novedad para nuestros ojos, aunque ya hubiésemos avistado algunos británicos de ese tipo. Y como los sollados y chazas se encontraban listos para su empleo casi al ciento, conseguimos arrancharlos a bordo. No obstante, debo reconocer que, en los primeros días, saltaran chispas de fuego y debimos restregar le lija por alguna mejilla demasiado ariscada.
De acuerdo con el último reglamento de guarniciones y dotaciones, completamos la dotación con nueve oficiales, en los que se sumaban dos guardiamarinas, nueve oficiales de mar de sueldo permanente, donde se incluían a los maquinistas sin decisión reglamentaria, catorce más de maestranza y un conjunto de artilleros, soldados de artillería y Marina, marineros, grumetes y pajes que elevaban el monto total a 159. Algunos oficiales se sorprendían al comprobar un número global tan escaso, si se comparaba con el de las dotaciones de fragatas y navíos de vela, que embarcaban más de trescientos o quinientos hombres. Sin embargo, debemos tener en cuenta la necesidad del servicio artillero. Porque si un navío de dos puentes albergaba 74 cañones y una fragata más de 40, el Blasco de Garay disponía solamente de dos cañones bomberos de 68 libras y cuatro de 32, habitual calibre máximo británico en las clásicas piezas de bala sólida. Precisamente, cuando se instalaban los cañones bomberos, mantuve una entretenida charla con Pepillo, mi fiel criado particular, que siempre entraba en chanza sobre las características de los buques en los que embarcábamos.
—Muy poca artillería para tanto buque y tantos caudales gastados, señor. Navegamos a peor, conforme embarcamos en unidades nuevas y poco me gusta tal desamparo de armas.
—No pienses en los buques de vela clásicos porque jamás serán comparables las cifras, Pepillo. Sin embargo, debes tener presente que disponemos de dos cañones bomberos de a 68, cuya potencia destructora es muy superior a la de veinte cañones de bala rasa.
—He oído hablar de esos bomberos, señor, que no me impresionan. Parecen de mayor calibre, pero se trata de dos bocas solamente.
—No seas animal, Pepillo. La diferencia es enorme. Como deberías saber, el cañón clásico disparaba normalmente bala rasa, es decir, una bala maciza de hierro. Era su principal armamento aunque se pudiese cargar el cañón de balas partidas, estrelladas, metralla, bala doble y otros artilugios. Posteriormente, en el último cuarto del siglo XVIII, y para contrarrestar las carronadas británicas, nuestro gran ingeniero Rovira diseñó los obuses, con más calibre que la pieza habitual pero con menor longitud de ánima. Con ellos se pretendía lanzar bombas o metralla. Por desgracia, no tuvo éxito con las bombas, pero sí con la metralla. Recordarás que, en los navíos de dos puentes, solíamos disponer en castillo, alcázar y toldilla de unas diez de estas piezas.
—Lo recuerdo bien, señor, porque las tuvo a su cargo a bordo de la fragata Lealtad.
—Así es. Bueno, desde hace pocos años se emplea el cañón llamado bombero, con la ventaja de que, en vez de emplear balas sólidas, puede disparar granadas o bombas incendiarias, que causan un destrozo en el buque enemigo mucho mayor. Ya he escuchado el defecto que se achaca a los buques de vapor, sobre la escasa artillería que pueden emplear. Sin embargo y con el paso del tiempo, verás como aumenta. Estoy seguro.
—En ese caso, señor, en este buque solamente dispondremos de esos seis cañones —Pepillo mostraba un rostro de inconformidad.
—Solamente esos seis, con los bomberos montados en colisa[12], una ventaja para la maniobra. Pero no te preocupes, que será suficiente si combatimos contra buques de vapor. Y si aparecen enemigos a vela, navegaremos contra el viento y quedarán chamuscados.
—En otro aspecto que considero importante, señor, menos mal que el buque incorpora cables de cadena para las anclas y no esos de cáñamo, que faltaban demasiado a menudo.
—Recordarás que ya en el vapor Isabel II utilizábamos el mismo sistema por gracia de los cielos, que mucho se ha tardado en incorporarlos a nuestros buques. Los cables de cadena de ferro ofrecen una mayor seguridad, aunque también le hayan faltado a algunos buques. Cuando la mar se alza en espuma gruesa, todo es posible. Disponemos de dos ramales. Uno, el de estribor, de pulgada y medio de grosor y cien brazas de longitud. El segundo es de una sola pulgada. Podemos emplearlos con tres anclas de 29 quintales y una auxiliar de nueve. Creo que el sistema ofrece suficiente confianza.
—Dios le escuche, señor. No quiero caer de nuevo al agua, como nos ocurrió en la bahía de Santander, cuando la fragata Lealtad se fue a los fondos por haber faltado esos malditos cables medio podridos.
—Nada de eso nos sucederá, puedes estar seguro.
Continuamos con nuestros trabajos a bordo, cuando ya observábamos en el horizonte próximo el final de nuestra larga etapa en el astillero, situación que provocaba una inmensa alegría de capitán a paje. Porque siempre es más incómoda la vida a bordo entre grúas y pantalanes de estera, sin la libertad que ofrece la mar abierta. Todo ello sin contar con los necesarios traslados de la dotación para el empleo de beques[13], lavados y alistado de ranchos, situaciones que siempre ocasionaban molestias y una alargada pérdida de tiempo.
Creo que fue precisamente por aquellos días, poco antes de las jornadas más importantes en las que nos disponíamos a comenzar las pruebas de mar, cuando sufrí una experiencia muy poco agradable en el centro de la capital londinense. Salía de la posada en compañía del comandante, un agradable paseo matinal sin niebla ni lluvia hacia la residencia del embajador, para comunicar nuestra salida hacia aguas libres, cuando sucedió lo que nunca habría deseado y conmocionó ligeramente mi tranquila vida. Por la acera contraria de una concurrida calle, comprobé la presencia de tres hombres de noble planta y bien trajeados. Todos ellos portaban en sus manos un grueso portafolios de cuero, más cercano a ligera bolsa de viaje, mientras mantenían una animada charla. En principio me llamó la atención que emplearan tres maletines negros exactos, aunque poco después comprobaba un detalle más importante, mucho más importante. Porque conocía muy bien a uno de aquellos hombres, engalanados con levita negra, esa prenda procedente de la casaca militar que había estrechado cintura y hombros, recortando los pliegues hacia la espalda, para hacerse habitual en la vida civil. Tres hombres ataviados con notable elegancia y el rostro de uno de ellos clavado a fuego en mi cerebro.