En la mañana del séptimo día del mes de agosto del año del señor de 1845, abandoné el arsenal de Ferrol a bordo del vapor Piles con dirección hacia el canal de la Mancha y, de esa forma, alcanzar la ribera del Támesis. Y bien que mantenía el ánimo alzado hasta el racimo de nubes, que en buena medida cubrían el cielo. Ante el aviso de que este buque de la Armada debía pasar a Inglaterra con objeto de embarcar determinadas piezas de artillería para el Ejército, no lo dudé un instante. Tras una mañana de batalla entre papeles propios y ajenos, conseguí que por el detall del ministerio se me pasaportara con la debida urgencia hacia Ferrol y, con posterioridad, a las islas británicas. Y como las fechas corrían en mi contra, debí abandonar Madrid y arrumbar al noroeste a marchas forzadas con la compañía de mi criado Pepillo, para arribar a nuestro departamento norteño con tiempo suficiente para embarcar.
Como en tantas otras ocasiones, las prisas se mostraron innecesarias. Porque, una vez embarcado en el vapor de ruedas Piles en situación de transporte, el buque debió esperar una semana entera a la llegada de unos encargos sin precisar, con destino al embajador español en Londres, reclamados a última hora. Y por todos los dioses de la mar costanera, que me agradó tal situación porque desconocía por entero las características del buque en el que embarcaba y poco me gustaba navegar en tablas extrañas e inexploradas. Bueno, en verdad completa, ni siquiera conocía la existencia de este vapor, aunque pueda parecerles extraño. En mi descargo puedo declarar, que había sido adquirido en las últimas semanas del año anterior. Construido en Burdeos y bautizado inicialmente como Gironda, fue rebautizado al entrar en servicio en nuestra Armada con la acepción de Piles.
Percibía con claridad en mi alma que había abandonado la Corte libre de cargas pesadas, de esas que te oprimen el alma al corte. En el palacete de Montefrío tan sólo destacaba la profunda tristeza de mi esposa Rosario, norma habitual y repetida al despedirme para embarcar sin fecha concreta de retorno. No obstante y a la contra, me aligeraba el alma comprobar la alegría de mi hermana María en su matrimonio y el confortable entrar de mi padre en la estadía de los años sabios, bien arropado en cariño y cordura por su esposa Leonor. Es cierto que, a nuestro arribo a la capital gallega, todavía se marcaban escenas de cierto desconsuelo en mi cerebro, con el cuadro de Rosario en llantos a la cabeza. Sin embargo, estaba seguro de que, en cuanto la mar desfilara hacia popa en bandadas suaves y con suficientes leguas de distancia, tales imágenes comenzarían a difuminarse con la placidez habitual, esa celestial concesión que las aguas nos entregan a los hombres de mar en cada ocasión.
Aunque de forma un tanto lateral, no podía olvidar por completo el drama causado en la familia, y especialmente en sus padres, por mi primo Beto al haberse convertido al más puro legitimismo y tirar su carrera en la Armada por el sumidero más pestilente. Mis tíos, por los que sentía una intensa pena, habían regresado a Cádiz, donde deberían soportar un profundo dolor, así como sufrimientos alargados en el tiempo. Para su desgracia, se trataba de una familia que durante los últimos años había recibido las malas contra la cara en madejas de fuste.
Para sorpresa de todos, pocos días antes de abandonar la Corte, en el palacete de Montefrío recibía una carta de mi primo, firmada en la ciudad francesa de Montpellier, uno de los centros del carlismo. Ya saben quienes hayan leído alguno de los cuadernillos familiares, que nunca habíamos congeniado al ciento Beto y yo. Aunque le dispensara el cariño propio de la sangre pareja, lo consideraba persona falta de entendederas y demasiado fácil de convencer por cualquier mente mejor desarrollada. Con palabras e ideas un tanto infantiles intentaba exponer los argumentos que le habían hecho, según sus propias palabras, encontrar la luz y decantarse por la causa legitimista. Puedo asegurar sin rubor, que se trataba en su conjunto de las habituales frases que se escuchaban en bocas de los carlistas, más entradas en demagogia barata que en conceptos amasados en su cerebro. Para colmo, se despedía hasta que nos encontráramos en Madrid, una vez restablecido en el Trono su legítimo dueño. Entregué la epístola a mi padre para su lectura, que no ofreció comentario alguno, aunque aumentara la tristeza que le había ocasionado la conducta de su sobrino y ahijado.
En mi traslado hacia las tierras gallegas y como siempre, me acompañaba el inseparable Pepillo, ese mozo murciano, campero y noble, llegado a la mar en casualidad guerrera, que cumplía bastantes años a mi lado como criado particular. No sólo su fidelidad se alzaba hasta cotas inimaginables, sino que le debía la vida en repetición, las más de las veces gracias a su especial habilidad y maestría en el uso de las pequeñas dagas. Pepillo jamás se separaba de las tres armas enfajadas en el cinto, que denominaba como sus queridos estiletes de salud. Y bien que podía atestiguar por mi parte su beneficio. En los buques donde habíamos embarcado se le conocía como mi sombra, pero muy orgulloso me encontraba de tal apelativo porque presentaba el mejor seguro para mi vida.
Una vez en conocimiento de que deberíamos alargar la estancia prevista en Ferrol, Pepillo entró en demandas, siempre pensando en mi comodidad y sustento.
—Podría aprovechar estos días para entrar en contacto con el Marchante Vizoso, señor. Se trata del mismo que ya empleé años atrás, cuando entramos en este puerto a bordo del Isabel II. De esa forma, podré agenciar los víveres necesarios para su despensa personal, como es mi obligación.
—No sé si merecerá la pena entrar ahora en tratos, con tan pocos días por delante. Quizás sea más beneficioso esperar a Londres.
—¿Comprar alimentos para su despensa en negocios y marchantes de la Inglaterra? ¿Acaso habéis entrado en demencia severa, señor? Nada de placer para el gusto y paladar se encuentra en esas islas, habitadas por puros salvajes en cuanto al comer y al beber se refiere. ¿Qué será de vos sin vino adecuado, café fuerte, paletillas adobadas en cueros, jamones bien curados y otras regalías nacidas en España o en sus Indias? Sin olvidar los orujos y aguardientes que tanto elevan la moral en determinados momentos de la vida. Nada de eso encontraremos en Londres o sus alrededores, donde solamente beben meados de vaca y comen carnes entradas en humos.
—Tienes razón como siempre, Pepillo. Encárgate de esa importante maniobra porque, según parece, deberemos permanecer en puerto cuatro o cinco días más. Y como preveo una estancia alargada en las islas británicas, no temas entrar en excesos.
—Quedo enterado y al punto, señor.
Al embarcar en el vapor Piles, me sonrió la suerte. En primer lugar porque, al presentarme al comandante, comprobé que se trataba del capitán de fragata Ramón García de Estremera, buen amigo y compañero. Aunque más antiguo, habíamos coincidido en el empleo de guardiamarinas a bordo del navío Alejandro I, aquel ejemplar de la maldita escuadra rusa adquirida en contubernio por don Fernando el Séptimo, que casi nos arrastró a las profundidades del dios Neptuno. Nos ofrecimos un fuerte abrazo, mientras comenzábamos a charlar por llano en su cámara.
—Cómo me alegro de que seas el comandante de este buque, Ramón. ¿Cuándo tomaste el mando?
—El mismo día de la entrega del buque a la Armada en el puerto de Burdeos, en noviembre del pasado año. Y no fue empresa sencilla porque, entre tú y yo, no había pisado una sola tabla propulsada a vapor. Cosas de nuestra Institución —sonreía de buen humor mientras agitaba los brazos de continuo, un detalle que lo caracterizaba—. Eché de menos tus lecciones cuando nos hablabas del vapor y sus posibilidades a bordo del navío Alejandro I y no te hacíamos caso, como si se tratara de una meta inalcanzable. Pero bien que te sirvió para embarcar en el primer vapor adquirido por nuestra Armada. No obstante y por gracia de los cielos, todo ha corrido a bien en este buque y sin novedades negativas.
—Ya exponía en mis escritos a bordo del Isabel II, que mandar un buque a vapor es más sencillo si cabe que hacerlo en uno a vela. Hay muchas noticias y comentarios preñados de absoluto desconocimiento.
—Estoy de acuerdo.
—¿Qué potencia presenta el Piles?
—150 caballos solamente. No es comparable a otros vapores de la Armada. Aunque de dimensiones aceptables, su potencia es menor y almacena solamente 110 toneladas de carbón, otro aspecto negativo porque su autonomía se reduce a las mil millas a potencia máxima. De esta forma, mis sueños de pasar de servicio a las Antillas o al mar del Sur con este buque se desvanecen. Pero estoy contento porque no aparecen graves averías, navegamos mucho y el barco, como podrás comprobar, es muy marinero, tanto a vapor como a vela.
—¿Por qué has de renunciar a tocar el mar de las Antillas con este buque? Precisamente, se requieren con bastante premura unidades de medio porte para Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Esta sería la unidad más adecuada y apetecida. No olvides que si dispones de mil millas de autonomía a toda presión, debe significar que se amplia a cerca de dos mil con velocidad de mínimo consumo. Todo ello sin considerar que dispones de un excelente aparejo. Bueno, eso supongo porque he comprobado a ojo la existencia de dos palos muy proporcionados.
—El Piles dispone de un excelente aparejo de goleta, que ofrece un muy generoso andar. Me alegra tu comentario porque tienes razón. ¿Por qué no me van a asignar a la división de las Antillas? Ya dispongo de otro elemento para soñar en futuros.
—Como vengo del ministerio con noticias frescas, puedo decirte que se hacen planes muy optimistas para aumentar las fuerzas sutiles en Antillas y Mar del Sur, con algunas unidades de porte medio a la cabeza. También se quiere revitalizar la construcción de buques en La Habana y Cavite.
—Me animan en elevado grado tus noticias, Francisco. Mucho añoro La Habana y, ¿por qué no decirlo?, sus hermosas mujeres.
—Por cierto, Ramón, ¿qué tal se mueven los maquinistas a bordo? Es un tema que me interesa porque…
—Ya sé que negociabas en el ministerio el futuro de estos hombres, sin que consiguieses regular sus vidas a bordo. Y se trata de un asunto urgente.
—Podría hablarte varios días sobre ese tema, podrido hasta las vísceras. Ya sabes lo que suele suceder cuando un memorando alcanza la Dirección General de la Armada, y las cabezas privilegiadas allí destinadas entran a desbarate de ideas.
—Lo comprendo perfectamente. En cuanto al personal a bordo del Piles, los seis primeros meses navegamos con un primer maquinista francés, un primer maquinista español en puesto doblado, procedente precisamente del Isabel II, y dos segundos maquinistas españoles que desembarcaban del Reina Gobernadora. El resto, fogoneros, paleadores y sirvientes de válvulas nos llegaron de Ferrol. Bueno, previamente todos recibieron un acoplamiento de un mes bajo supervisión de maquinistas franceses en Burdeos. Pero como los españoles mostraban buenas trazas y suficiente seguridad, añadido a que el francés presentaba demasiados problemas de trato y exigencias, acabé proponiendo que pasara a primer maquinista en ejercicio don Raimundo Soler, el español que actuaba en puesto doblado. Creo que fue una decisión acertada porque se trata de un excelente profesional y así conseguimos liberamos del prepotente gabacho. Don Raimundo no sólo cubre sus cometidos a la perfección, sino que ha instruido muy bien a los dos segundos.
—Me alegro mucho. También he defendido por norma que si adiestramos convenientemente a los aspirantes, podríamos emplear maquinistas españoles en escaso tiempo sin problemas añadidos. Pero es cierto que te ha sonreído la suerte, porque en otros buques se sufre con algunos de estos profesionales.
—Todo se normaliza con el paso del tiempo. No obstante, es cierto que necesitamos una debida y definitiva reglamentación. Cada semana aparece algún problemilla para el que no disponemos de cobertura legal. Pero, pasando a tu carrera, creo que vas a mandar el primero de esa serie de buques que se están construyendo en los astilleros británicos, a imagen del Medea de la Royal Navy. Un buen bocado.
—Ya me tocaba, que he debido pasar casi cuatro años fondeado en secano. Para ese barco del que hablas, de momento se encuentra nombrado como comandante el capitán de navío Segundo Díaz de Herrera. Pero es de esperar que quede en el astillero como comandante de construcción de toda la serie y, en el momento que se entregue el buque a la Armada, me nombren comandante efectivo. Eso espero, al menos.
—Así será, seguro. Para nada encaja un capitán de navío como comandante de un vapor de ruedas, ni se adapta al último reglamento de tripulaciones y guarniciones publicado, si otra autoridad superior no iza su insignia en él. Sin embargo, también es cierto que los capitanes de navío suspiran por mandar buques reglamentados para capitanes de fragata, dada la escasez de los ajustados a su empleo.
—Bueno, Ramón, que me entra el gusanillo de la mar. ¿Cuándo largamos amarras?
—Pues a ver si llegan de una puñetera vez esos paquetes del señor embajador. Parece mentira que todo un buque de la Armada se encuentre inmovilizado por un capricho, aunque se trate del excelentísimo ministro plenipotenciario de España ante la Corte de San Jaime.
—No me extraña una sola onza.
En aquellos días de tranquilidad, pude recorrer el buque de proa a popa y, de forma especial, dedicar mi atención a su planta de propulsión, que en poco difería de la propia del vapor de ruedas Isabel II. Y tenía razón el comandante, al alabar la preparación y conocimientos del primer maquinista, don Raimundo Soler. Aunque la mayor parte de estos profesionales procedían de Ferrol, dado el asentamiento inicial de su escuela de formación, este personaje comentaba con orgullo ser natural del pueblo granadino de Almagíjar. No obstante, su formación la había adquirido en el arsenal gaditano de La Carraca, donde había trabajado como auxiliar en la estación de bombas contra incendios, bajo la batuta del maestro mayor de bombas, don Benigno Lavarda.
Pepillo consiguió, como de costumbre, rellenar el cupo de mi despensa particular en muy escaso tiempo y con elementos de elevada calidad a la vista y al olfato. Sin embargo, debo reconocer en justicia que tanto en la cámara del comandante como en la particular de los oficiales, a la que fui invitado en una ocasión, no se añoraban viandas y caldos en exceso. Y como todo llega en esta vida, por fin aparecieron en el muelle un par de cajas selladas con destino a la embajada española en Londres, el maná que esperábamos con cierta impaciencia. Sin perder un segundo, el comandante podía despedirse oficialmente de las autoridades ferrolanas y largar amarras con entera felicidad.
Bien sabe Dios que gocé como un niño con rongigata nueva a la mano, cuando me vi navegando a bordo del Piles por la ría ferrolana. Habían transcurrido demasiados meses desde mi última experiencia a bordo del Isabel II y ya la piel se cuarteaba en sequedad. Para colmar el vaso y como bendición celestial, la mar y el viento se atocharon en varas de bondad durante toda la navegación, una deliciosa bienvenida de la gran señora de las aguas. El buque se movía en normas de proa a popa, tomando la escasa mar con soltura marinera y una muy buena reacción al timón. Tan sólo debimos largar el aparejo durante unas pocas horas en la segunda singladura, con motivo de una ligera operación de mantenimiento en calderas, que se solucionó con extrema rapidez.
En general, me sentí reconfortado al comprobar que, sin la asistencia de un solo técnico extranjero, un vapor de ruedas español se mantenía perfectamente en todos sus aspectos, especialmente en el de su sistema de propulsión. El maquinista Soler había conseguido formar un excelente equipo en el que no aparecía un solo garbanzo negro. Porque hasta el último de los paleadores, un grupo de veinteañeros gallegos con excelente espíritu, atacaban su trabajo con la debida entrega y buen hacer. Y sin pensarlo dos veces, rogué a nuestra Santa Patrona para que bendijera por adelantado al vapor Blasco de Garay. Le pedía de forma especial, que nos bendijera con suerte pareja respecto al personal de máquinas, un aspecto al que tanta importancia concedía.
La navegación hasta entrar en aguas del canal de la Mancha, llamado canal Inglés por los británicos, lo efectuamos con viento del nordeste y una marejada suelta que no ofendía los costados en una sola vara. Y si ya mostrábamos evidente placer por las concesiones de mar y viento, en cuanto nos fue posible doblar el cabo Foreland Norte, extremo oriental de la isla de Thanet y foco de entrada hacia el corazón de Inglaterra, la mar se planchó en beneficio absoluto, al tiempo que comenzábamos a observar por la proa el estuario del río Támesis. Una vez avanteados de Sheerness y bañados por las aguas sucias del río londinense, el comandante ordenó disminuir la marcha a media potencia. Porque aumentaba de forma notable el tráfico de buques de todo porte, algunos avante a la máxima velocidad que la vela o el vapor les concedían. Pero no debimos sufrir mucho tiempo aquel maremágnum de embarcaciones porque, bien ceñidos a la ribera meridional del río, pocas millas después avistábamos los primeros muelles de carga en Gravesend, villa portuaria del distrito de Graveshand en el condado de Kent.
Allí mismo había atravesado un buen número de meses a bordo del vapor de ruedas Isabel II, a causa de sus necesarias e importantes reparaciones. En este caso, sin embargo, avanteamos la posición de los astilleros Sheerness hacia poniente y, siguiendo las instrucciones del práctico portuario, que mostraba incomprensibles vacilaciones, nos adentramos hacia el centro de la ciudad. Por fin, después de algunos momentos de duda, conseguimos atracar en un muelle despejado y de reciente construcción, a la vista de la ciudad. No obstante, mucho me impresionó comprobar el intensísimo tráfico marítimo por el río, tanto de buques a vela como a vapor, y especialmente el notable aumento del porcentaje de los segundos, que mostraba con claridad el futuro de la navegación. Y se aceptaban algunos peligros, como el que atravesamos con el práctico a bordo a causa de una gabarra de carbón remolcada en cuña por una goleta de vapor, cuya verga del trinquete a punto estuvo de desmocharnos el bauprés.
Una vez atracados en firme y al no disponer de orden alguna ni indicación de los pasos que debía seguir, descansé a bordo el resto del día. En la mañana de la siguiente jornada, preparé cuerpo y uniformidad para hacer la oficial presentación en la Embajada de España. No dudé de los pasos a seguir porque bien conocía el palacete situado en el sector que denominaban Belgravia, noble zona londinense en la que se asentaba nuestra legación diplomática. Una vez alcanzado el recibidor, solicité ver al encargado de negocios, un puesto que, para mi sorpresa, todavía desempeñaba el señor Ignacio Jabat, a quien mucho había tratado en los años anteriores. Me recibió de forma muy cordial, al tiempo que mostraba todo su apoyo y deferencia.
—Pues en verdad que mucho me alegra verle otra vez por estas tierras, señor Leñanza. Recuerdo los buenos momentos, pero también los duros y hasta desagradables durante las reparaciones del vapor de ruedas Isabel II. Nunca podré olvidar cuando el brigadier inglés hipotecó el buque en el Liners Brothers Bank, para obtener fondos y adquirir alimentos para la dotación. Todo un personaje ese inglés de bigotes enhiestos.
—Fue muy criticado, pero en verdad que le cabía justa razón. No se paraba en barras el brigadier Henry.
—Un carácter teóricamente bondadoso, aunque al mismo tiempo bastante peligroso. Pero, decidme, ¿qué os trae por aquí en esta ocasión?
—He sido nombrado segundo comandante del vapor de ruedas Blasco de Garay, que ha sido botado hace pocas semanas.
—Me alegra escuchar esas palabras de su boca, señor Leñanza. Porque hace pocos días y cuando nombraba de esa manera al nuevo buque, fui corregido por el general Vigodet. Me indicó que debía denominarlo como buque de primera clase.
—Entre usted y yo, señor Jabat, le diré que me parece un poco absurdo. El Blasco de Garay es un vapor de ruedas y siempre lo será, aunque haya sido catalogado oficialmente por el Estado Mayor de la Armada como buque de primera clase. Por cierto, ¿se encuentra el jefe de escuadra don Casimiro Vigodet en Londres?
—Pues dentro de un par de horas debe aparecer por esta legación, acompañado por el capitán de navío Díaz de Herrera. Parece que han de diligenciar algún asunto con el señor embajador. Ambos se encuentran aquí desde el pasado mes de marzo o abril.
—Perfecto, porque también debo presentarme a ellos. ¿Quién desempeña el cargo de ministro plenipotenciario en estos días?
—Pues hace pocos meses que fue nombrado para el cargo don Juan González de la Pezuela y Ceballos, marqués de Valuma. Una vez más, se trata de un general del Ejército, como su antecesor, don Miguel Ricardo de Álava, que tan bien recordará.
—Lo recuerdo mucho y bien. Por cierto, ¿ha dicho de la Pezuela? ¿Acaso pariente del general de la Pezuela, uno de los últimos virreyes del Perú?
—En efecto, hijo del conde de Cheste.
—Uno de los pocos virreyes obligados a renunciar.
—¿A renunciar? —Jabat parecía extrañado.
—En efecto. Considerado como muy absolutista, un conjunto de conspiraciones y deslealtades lo derrocó. Los principales jefes del Ejército español presentes en el virreinato, de corte liberal, lo intimaron a resignar y entregar la autoridad al general don José de la Serna, por supuesto de corte liberal. Las luchas políticas entre los miembros del Ejército, y también algunos de la Armada, fueron las causas principales que aceleraron la pérdida del virreinato.
—Desconocía esos detalles, señor Leñanza, que considero muy interesantes. Bueno, nuestro embajador pertenece al partido liberal moderado y no creo que se distancie mucho de las opciones políticas de su padre —Jabat sonreía con cierta ironía—. Pero si quiere, puede presentarse a él ahora mismo. Esta mañana se aparece como muy tranquila y no tiene audiencias previstas, salvo la mencionada de sus jefes.
—Encantado.
De esta forma y siguiendo los pasos de Jabat, a quien no veía muy bien compenetrado con su nuevo embajador, pude presentarme al general González de la Pezuela. Y no puedo negar que lo encontré extremadamente agradable y cortés, al punto de concederme mucho tiempo en una conversación bastante agradable.
—Ya veo que el personal de la Armada continua llegando a Londres en bandadas crecidas. Claro que será necesario rellenar la dotación de ese nuevo vapor, antes de que se haga a la mar. Creo que es importante la decisión adoptada para construir ocho o más unidades, similares al Medea británico. Soy bastante aficionado a los temas navales y visité ese vapor de la Royal Navy. Creo que se trata de un buque magnífico.
—¿Ha dicho ocho o más, señor embajador? Tenía entendido que se trataba de ocho unidades solamente, contratadas en firme.
—Bueno, en principio el ministro de Marina solicitó oficialmente ocho buques de esa misma clase, lo que fue aceptado por el Gobierno. Pero estimo que el tiempo y las disposiciones dinerarias nos concederán el número exacto. Precisamente, en pocos minutos deben aparecer el general Vigodet y el capitán de navío Díaz de Herrera, como de costumbre para charlar sobre el tema. Pero puedo adelantarle, que en general se encuentran muy satisfechos de cómo avanzan los trabajos de construcción en los astilleros Blackwall de Henry Loftus y Money Wigram, donde se construye el Blasco de Garay. Bueno, supongo que ya se lo habrán comentado.
—Nada de eso, señor. Atraqué con el vapor Piles ayer por la tarde. Y como no dispongo de órdenes concretas, he decidido comenzar con la presentación a vos y preguntar por mis jefes. Me alegro de poder verles ahora.
—Habéis llegado en el Piles. Creo que ese buque transporta algunas cajas para la embajada.
—Así es, señor embajador. Y como hemos disfrutado de una mar más propia de señoras, han llegado todas sin novedad.
—Me alegro. Por cierto, Leñanza, conocí en Madrid durante la Guerra de los Siete Años a un jefe de escuadra con su mismo apellido. Lo recuerdo bien porque me comentó que mi padre, cuando se encontraba ocupando la dignidad de virrey de Lima, había asistido como padrino delegado de Su Majestad a su boda en la catedral.
—En efecto, señor, se trata de mi padre. Estuvo a las órdenes del suyo cuando mandaba una división naval por aquellas aguas. Una vez entregado el mando, matrimonió con una joven californiana en Lima.
—Lo comprendo. Sangre marinera en herencia, una buena medida para que no se rebaje el espíritu de las corporaciones más significativas de la nación. Pero deberíamos avisar a mi secretario, para que haga pasar a sus jefes cuando arriben al edificio. No vayan a creer que mantengo especial y privada audiencia.
En el momento que me dirigía hacia la puerta para pasar el aviso, esta se abría y aparecía el secretario Monreal para avisar al ministro de la presencia de los dos jefes mencionados. Y al tiempo que ambos saludaban con cierta confianza al embajador, me presentaba a ellos con el protocolo habitual.
Había conocido al general don Casimiro Vigodet y Guernica en el ministerio de Marina el año anterior, aunque hubiese cruzado solamente un par de saludos obligados y de recibo, en grupo y a la rápida, por lo que no creía que me recordara. Por entonces desempeñaba el cargo de Vocal Secretario de la Junta Consultiva, dedicada a proponer al Gobierno las reformas más convenientes para la Marina, entidad que se disolvió pocos meses después con escasos o nulos resultados. Se trataba de un hombre fornido y con cara de pocos amigos, rasgos duros y angulosos, ojos bailones y cabellera en cascada, rala y blanquecina. De estatura mediana, mostraba sana fortaleza de carnes y un físico poderoso, aunque se encontrara cercano a entrar en la estadía del sesentón. Al escuchar mi apellido, me miró de frente y con medida, antes de lanzar sus preguntas como lanza de coracero.
—¿Habéis dicho Leñanza? ¿Acaso sois pariente del jefe de escuadra Santiago de Leñanza, duque de Montefrío?
—Se trata de mi padre, señor general.
—Mucho lo conozco. Somos de edad pareja y coincidimos en el combate del cabo Trafalgar, en el que también tomó parte vuestro abuelo, jefe de escuadra, a bordo del navío insignia.
—Así es, señor.
—También mantuvimos buena relación años después en el Apostadero de la Habana, cuando mandaba el navío Asia. En fin, no es bueno hablar de épocas tan remotas porque evidenciamos los muchos años que hemos trasegado por el alma —intentó forzar una sonrisa.
—Es una suerte poder contarlo, señor.
—Parece ser que en la Armada, todos se conocen más o menos a fondo, lo que debe suponer una ventaja para el servicio —intervenía el embajador.
—Por mi parte, solamente conozco a vuestro padre de oídas, aunque nunca coincidiera con él en destinos de mar o de tierra.
Ahora se trataba de mi nuevo comandante, que entraba en lid como si lo entendiera de forma obligada. El capitán de navío Segundo Díaz de Herrera, que acababa de cumplir los cincuenta años, se movía con pesadez a causa de su elevado volumen, entrado en carnes con demasiada generosidad. Como pude comprobar con el paso de los años, perdía la voluntad ante una mesa en la que se mostraran abundantes viandas y caldos de gusto. De nuevo se dirigió a mí en pregunta.
—Supongo que habrá llegado a Londres a bordo del vapor Piles.
—Así es, señor comandante. Fue una suerte que abandonara Ferrol en estos días. Como no disponía de indicación alguna por parte del mando, decidí presentarme al señor embajador.
—Bien hecho.
—¿Dispone de alojamiento en Londres? —preguntó el embajador.
—No, señor. De momento, mantengo mis pertenencias y un criado particular a bordo del Piles.
—En ese caso —apuntaba el comandante—, puede tomar habitaciones en la posada donde nos hospedamos el general y yo. Un hogar limpio, adecuado y con aceptable comida, especialmente si aporta viandas propias.
—Además, el gasto corre a cargo de la embajada —entraba el ministro en tono chancero.
—Una circunstancia digna de ser tenida en cuenta —apuntó el general Vigodet.
Continuamos la charla en tono distendido y sin entrar en temas de cierta importancia, hasta que el embajador solicitó noticias de cómo corría la construcción del Blasco de Garay y las previsiones tomadas para los siguientes buques de la serie. Y aunque no se profundizara en detalles concretos, tanto el general como mi comandante parecían contentos y satisfechos de los trabajos que se desarrollaban en los astilleros Blackwall. Una vez rematada lo que parecía ofrecer la audiencia y ya en el zaguán de la primera planta, el capitán de navío Díaz Herrera se interesó por mí.
—Instálese en la dirección que le he indicado con tranquilidad y sin prisas. Si lo desea o necesita, tómese algunos días para asentarse en Londres con la necesaria comodidad.
—Muchas gracias, señor, pero no es necesario. Conozco bien la ciudad, en la que debí atravesar bastantes meses durante las reparaciones sufridas en el vapor Isabel II. Me gustaría comenzar cuando antes con el trabajo. Así podrá exponerme las obligaciones que he de afrontar durante estos días de construcción del buque. Nunca disfruté de un periodo parecido.
—Mucho más sencillo que con el buque en la mar, segundo. En ese caso, esta noche comeremos juntos y podré ponerle al día.
Sin más comentarios, se despidieron los dos jefes, que tomaban el carruaje puesto a disposición por la embajada. Por mi parte y tras agradecer la bienvenida al señor embajador, me dirigí en agradable paseo hasta el muelle donde se encontraba atracado el vapor Piles, donde debería llevar a cabo las formales despedidas. Atacaba una nueva etapa de mi vida y todavía desconocía al ciento las obligaciones que podrían aguardarme como segundo comandante de un buque, que todavía no había sido entregado a la Armada. Al menos, el simple hecho de comprobar la buena disposición de los mandos hacia mi persona, elevaba la moral en cuartas suficientes como para albergar algún sueño escondido.