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Se tuerce la sangre

En cuanto a mi vida particular y con la excepción de la nueva meta profesional trazada en el ministerio, debo reconocer que todavía se percibían en el seno de la familia los rescoldos amargos que habíamos sufrido en los dos o tres últimos años. No obstante, tanto mi padre como Leonor se encontraban decididos a intentar que, durante aquellas Navidades, se volviera a respirar aire tradicional y de especial querencia en el palacio de Montefrío, que tales fechas nos trasladaran en verdad a lo que se solía percibir en todo hogar español. Por fortuna y siguiendo los ruegos de mi padre, los tíos Rosalía y Beto aparecieron a mediados del mes de diciembre. Y ya en sus rostros creí descubrir desde el primer momento, que se habían abierto nuevas muescas de dolor en sus almas, si es que cabía algún poro de sus pieles donde incidir el maligno punzón. Sin embargo, ni siquiera elevé una mínima pregunta en tal sentido, evitando atacar la manzana al primer bocado.

Por fortuna, mucho supuso para el ambiente familiar de aquellos señalados días la presencia y habitual alegría de mi hermana María, acompañada por su esposo, el teniente de fragata Víctor María Descallar. Destinado en la Dirección General de la Armada, se encontraba pendiente de un soñado y prometido embarque en un buque de vapor, condición que todavía no había probado en su vida profesional. Tanto María como su hija María Engracia, que apenas contaba un año de edad, nos hicieron reír y gozar aunque alguno debiera entrar en misión de enmascaramiento. Por el contrario, se anunciaba la inevitable ausencia del primo Beto, embarcado en un guardacostas bajo su mando.

Atravesamos las señaladas fechas navideñas con nubes de diferentes colores en el ambiente, aunque cubriéramos la meta trazada a uñas de gato. Y mucho hubimos de laborar a favor, porque al primer atisbo de rumazón negra en la distancia, tanto María como yo entrábamos con cualquier tema chancero, de forma que se borrara hasta el más mínimo desmayo. También mi hijo Santiago, el joven guardiamarina llegado de la Escuela Naval, aportó una generosa dote de optimista alegría, al narrar sus primeras experiencias de mar, que exponía con el alma entregada y la ilusión trazada en el futuro. No se trataba de una situación fácil y, por gracia de los cielos, todavía no había reventado la piñata de pólvora.

Creo que fue la jornada anterior a que se celebrara la Santa Epifanía del Señor, cuando los tíos Beto y Rosalía, aprovechando que todos nos encontrábamos en el recogido saloncito de las conchas, largaron la bombarda que mucho me temía. Y bien sabe Dios, que llevaba algunos días oliendo a pólvora y estaba seguro de que la tormenta acabaría por desencadenarse. Comenzó la hermana de mi padre con un tono de voz que intentaba ser alegre, aunque largara rastros de pesadumbre en la vereda.

—Tenemos que ofreceros una noticia importante para la familia. Nuestro hijo Beto se ha comprometido en matrimonio con una preciosa dama.

—¡Vaya por Dios! —saltaba mi padre del asiento como accionado por resorte, sin pensar siquiera en segundas opciones—. ¡Y manteníais una noticia de tal calibre, que afecta a mi ahijado en primera banda, bien guardada en la bolsa! Pero, por Dios, aumentad los detalles. ¿Quién es la afortunada? ¿Acaso se trata de alguna damisela gaditana de conocida familia marinera? Debo ponerme en contacto con él para hacerle llegar mi presente, que será generoso como pocos.

—La joven de la que te hablo no es gaditana, hermano, ni pertenece a una familia marinera, aunque sí militar —mi tía Rosalía apenas podía enmascarar el sufrimiento entre las roscas de una falsa sonrisa—. Beto se ha comprometido en matrimonio con la señorita Margarita Elío, valenciana de nacimiento.

—¿Has dicho Elío? —mi padre parecía asombrado—. Por los clavos de Cristo, espero que no sea hija del general Francisco Javier Elío, nombrado virrey de las provincias el Plata, aunque no fuera reconocido por la Junta Gobernativa de Buenos Aires. Por desgracia, Beto debió lidiar con él a fondo y con raspaduras gruesas de sangre, cuando mandaba el queche Hiena en aquellas aguas —mi padre señalaba a su cuñado.

—Sí que tuve que lidiar con él, para mi desgracia. Nunca olvidaré a aquel general Elío, hombre de escasa o nula inteligencia, así como muy negativo para el bien de la causa. El muy inepto llegó a acusar al virrey y superior suyo inmediato, jefe de escuadra Santiago Liniers, de traidor y antiespañol. Y no llegué a escuchar su retracto, cuando nuestro gran patriota murió vilmente fusilado, por defender los intereses de España. Puedo declarar sin pasión, que el general Elío hizo mucho daño a las aspiraciones españolas en el Plata. Pero Margarita no podría ser hija de este nefasto personaje, que fue merecidamente ajusticiado al garrote vil en el año 1822. Era muy favorable al absolutismo y un antiliberal enfervorizado, que encarceló a media ciudad de Valencia, disponiendo prisiones y fusilamientos a granel. Incluso restableció los tormentos prohibidos. Pero pagó su crueldad como debía en el trienio constitucional.

—Margarita es hija de…, del sobrino de ese citado general. Su padre se llama Joaquín de Elío, un personaje muy…

—Ya sé de quien habláis, hermanos —mi padre entonaba ahora a la baja—. Se trata del general Joaquín Elío y Ezpeleta, que luchó por don Carlos bajo el mando de Zumalacárregui en la última guerra.

—Puedes hablar con entera sinceridad y a las claras, querida, que nos encontramos en familia —mi tío Beto abría las manos, como si deseara explicar a su esposa los Santos Evangelios—. En efecto, Santiago, se trata del general Elío que, cuando se produjo el Convenio de Vergara, don Carlos puso al frente de las tropas que todavía le permanecían fieles. No se puede negar su heroísmo y valor en los frentes de batalla, desde luego, por muy equivocado que lo entienda, situado en el legitimismo más rancio y extremo. Se sostuvo al mando de las fuerzas carlistas desplegadas en el norte, hasta que en septiembre de 1839 debió emigrar a Francia. Y allí continúa, siempre fiel a la causa legitimista. Se le considera como uno de los más influyentes consejeros del conde de Montemolín y permanente personaje de su Corte.

Debo aquí señalar, para que se puedan comprender a fondo nuestros sentimientos, que en la familia Leñanza, sin excepción hasta el momento, nos habíamos decantado por los pensamientos liberales, aunque siempre en el ámbito moderado. Sin embargo, también era norma que jamás expusiéramos ni defendiéramos nuestras opciones políticas en público. No obstante, durante el trienio constitucional, mi padre se había encontrado bajo las órdenes del teniente general don Cayetano Valdés, convencido defensor del liberalismo. Pero una acción así, en estricto cumplimiento del deber, le había valido una condena a muerte por parte de don Fernando VII, razón por la que había debido sufrir extrañamiento en Portugal durante bastantes años.

—En ese caso —proseguía mi padre con cierto esfuerzo—, ¿dónde conoció Beto a la joven?

—Cuando, hace poco más de un año, Beto se encontraba a bordo de la goleta Maravillas, sufrió una tramontana terrible en el golfo de León. Debió entrar en Marsella por arribada forzosa y demasiada agua en la sentina, necesidad de reparar serias averías en el aparejo y refrescar la aguada. La Marina Nacional francesa les prestó todo el necesario auxilio desde el primer momento. Y dos semanas después, el Prefecto Naval ofreció una recepción en honor de los oficiales españoles. Pues allí saltó la bombarda y se conocieron. Una perversa suerte, siempre de la mano de un francés —Beto escupía sus últimas palabras con evidente enfado.

—No digas eso, Beto. La chica puede ser una mujer maravillosa sin que… —mi padre intentaba compensar actitudes.

—Eso es lo de menos, Santiago —ahora el tío Beto entonaba con inmensa tristeza—. Las olas se extienden sin medida cuando no hay freno. Por amor a esa mujer, Margarita, Elío, nuestro hijo se ha convertido al más furibundo legitimismo. No es cierto que se encuentre navegando en su buque por estos días, como os dijimos a la llegada. Beto abandonó su barco hace tres meses y pasó a Francia, unido a los carlistas que allí esperan una nueva oportunidad. Bien es cierto, que siempre defendió posturas cercanas al absolutismo, pero nunca creí que pudiera llegar a este punto. Ha tirado su carrera en la Real Armada por la borda y su vida se convertirá en un suplicio. Acabará sus días vagando por ciudades francesas en el más triste de los exilios.

Tras la declaración del tío Beto, se hizo el más profundo de los silencios, solamente roto por unos incipientes y apagados sollozos de la tía Rosalía. En verdad que nadie sabía qué decir o hacer, salvo sufrir tripas adentro la terrible noticia que nos acababan de ofrecer. Pensé con sinceridad, que algún mal de ojo debía haber caído sobre la familia Leñanza, incapaz de levantar cabeza ni atravesar unos pocos años sin que el látigo más cruel volviera a azotar nuestros costillares. Al menos, agradecí en el alma que mis tíos no hubieran ofrecido la penosa noticia durante los días navideños, que habíamos cruzado con cierta alegría, aunque ahora comprendiera que todo había sido una farsa orquestada por su parte. Me vi obligado a lanzar algunas palabras de consuelo.

—Mucho lo siento por el primo Beto, a quien tengo en mucho afecto. Además, es el único primo que me queda. No obstante, ruego a Dios para que sea feliz en su matrimonio y no encuentre muchos obstáculos en la vida.

—Gracias por tus palabras, Francisco —el tío Beto entonaba a la baja.

—Aunque haya cometido lo que entendemos como una locura, debo actuar como cabeza de la familia —mi padre hablaba con seguridad y firmeza—. Es posible que a Beto le surjan algunas necesidades económicas, que estoy dispuesto a satisfacer. Me pondré en contacto con él por escrito y le ofreceré ayuda en dicho sentido. No debemos mezclar la política con la sangre. ¿Cuándo se celebrará la unión con Margarita?

—Matrimoniarán mañana mismo, precisamente en el día de la Santa Epifanía, en la catedral de Lescar, edificada bajo la advocación de Notre Dame. Según parece, se trata de una iglesia emblemática en toda la Aquitania y jalón importante del camino de Santiago. De momento, supongo que mantendrán residencia en Pau, allí donde se ha instalado el pretendiente carlista a la Corona y su Corte. Agradezco tu disposición, Santiago, pero no creo que sea el momento de ofrecerle ayuda económica. El tiempo ofrecerá novedades. Como podéis comprender, no asistiremos al enlace matrimonial.

—No sé si habrá sido una correcta decisión —declaró Rosalía en un apagado susurro—. Después de todo, Beto es nuestro único hijo y Margarita será la madre de nuestros únicos nietos, todo lo que dejaremos de rastro en esta vida. Como decía Santiago, esa chica no tiene culpa de la conducta de su padre.

—¿Todavía piensas que debíamos haber asistido? —Beto parecía elevar la temperatura de la caldera—. Por favor, Rosalía, no vuelvas a repetirlo. No puedo creer que me pidas asistir en Pau al matrimonio de mi hijo, apadrinado por el pretendiente a la Corona de España, que desea instaurar un régimen igual o peor al que sufrimos bajo la bota de don Fernando el Séptimo. Hemos de reconocer que hemos perdido a nuestro hijo, que debe haber sentenciado la cabeza por esa joven.

—Pero, Beto, querido —Rosalía hablaba con un filo de voz, de nuevo cercana al llanto—, es nuestro único hijo. Además, el carlismo ha muerto. Perdieron la guerra y se acabó.

—¿El Carlismo muerto? ¿Has dicho que se acabó? —Beto emitió una carcajada seca y muy negra—. Nada de eso, Rosalía. Las fuerzas carlistas se mantienen en Francia con sus mandos, dispuestos para entrar en acción. La corte de don Carlos VI, como denominan al pretendiente, se halla muy compacta y preparando manifiestos en los que pedirán a los españoles regresar a la lucha. No se ha acabado el carlismo por desgracia, querida, ni mucho menos. Y muy posiblemente, llegaremos a ver cómo nuestro hijo lucha contra Santiago o Francisco.

Al comprobar que Rosalía tapaba el rostro con sus manos, mi padre comprendió que debía intervenir para calmar las aguas a nuestro alrededor.

—Por favor, no pensemos en las peores opciones. Es posible que se llegue a un acuerdo dinástico y que no sea necesario…

—El posible acuerdo dinástico se dio por finalizado con la boda de nuestra Reina doña Isabel y lo sabes bien, Santiago. El Gobierno gasta bastante dinero en intentar disminuir las fuerzas carlistas. Por fortuna, el pretendiente no dispone de mucha hacienda porque son numerosos los carlistas que malviven en Cataluña y Navarra, cercanos a la frontera francesa. Especialmente en Cataluña, se han convertido en grupos o partidas más cerca del bandolerismo. Pero de algo han de vivir.

—Esos no piensan en el carlismo, Beto, sino, como tú dices, en sobrevivir.

—Pero agradecerán que alguien pueda darles de comer. Suele ser habitual con las tropas, que poco diferencian los nobles sentimientos de unos y otros.

Mi padre deseaba regresar al tema de Beto y cortar la discusión política.

—¿En qué situación legal y administrativa ha quedado Beto? ¿Llegó a elevar escrito de declaración de principios a Su Majestad?

—No, lo que permite albergar alguna esperanza de futuro —Beto parecía respirar de alivio al ofrecer la última declaración—. Gracias a la gestión de un buen compañero, con quien he quedado en impagable deuda, ha sido anotado, de momento, como oficial en situación de paradero desconocido. Pero en cuanto se lleve a cabo una intentona carlista, que la veo cercana en el tiempo, quedará encuadrado entre dichas fuerzas. En fin, repito que hemos perdido un hijo, el único que nos quedaba. Parece ser que esta perra vida pretende someternos de nuevo al dolor, como si no hubiéramos sufrido bastante.

La caldera preñada en mi tía Rosalía acabó por reventar. La pobre abandonó el sillón y corrió hacia la escalera que comunicaba con los aposentos, mientras estallaba en un amargo llanto. Todos comprendimos su dolor, lo que nos dejó clavados en un silencio que nadie parecía poder quebrar. Los segundos se alargaron en tristezas sin medida, penosa condición que acabó por romper mi hermana María.

—Comprendo vuestro sufrimiento, tío Beto, que es el nuestro. Si podemos colaborar en algo, sea lo que sea, no tiene más que decirlo. Quiero mucho al primo Beto, y no voy a quebrar ese cariño de años por un maldito sentimiento político.

—Muchas gracias, María. Por desgracia, nada podemos hacer en estos momentos.

La reunión se disolvió al tono de lechada amarga, sin que nadie lanzara sobre la escena una palabra más, como si se hubiese descolgado un telón espeso e impenetrable. Y debo declarar aquí con entera sinceridad, que no me encontraba excesivamente sorprendido por la noticia recibida. Había conversado con mi primo a lo largo de los años en muchas ocasiones, y el tufillo absolutista lo dejaba caer a las claras. Sin embargo, nunca habría pensado que su postura pudiera alcanzar aquel peligroso nivel, que cambiaba su vida al concierto. Claro que el amor por esa joven había podido decantar la balanza sin mayor esfuerzo por su parte, cerrando los balduques del dolor sobre la vida de la familia.

* * *

La vida continuó avante en su peregrinación, a pesar de aquel golpe postrero que la entrada en el año de 1845 nos había deparado. Para gracia del alma, los colores se mueven a nuestro alrededor con velocidad de acuerdo al transcurso del tiempo, ese ungüento capaz de mejorar a un moribundo sin mayor consuelo. En mi particular caso y para beneficio propio, el trabajo no dejaba mucho tiempo para pensar en otros quehaceres, por lo que la imagen de la tía Rosalía entrada en llantos desconsolados se fue difuminando poco a poco en el cerebro. Aunque se trate de puro egoísmo, el regreso de mis tíos a Cádiz nos aliviaba en gran medida. Como asegura con su habitual sabiduría el refranero castellano, ojos que no ven, corazón que no siente. ¡Qué gran verdad! Sin embargo, era harto penoso pensar siquiera, que dos personas tan queridas debieran atravesar un calvario profundo en soledad, aunque mi padre hubiera intentado convencerlos para permanecer con el resto de la escasa familia.

En cuanto a mi andadura estrictamente personal, pronto comenzaron a soplar vientos desde todas las direcciones posibles. Les puedo confesar, que aquel nuevo año llegó a las oficinas del ministerio de Marina cargado de novedades de todo tipo. Pero comenzaré con el aspecto particular de mi destino, que todavía andaba luchando en la sección de Instrucción y tratando de sacar avante los flecos de la formación y reglamentación de los Maquinistas. Ya les he comentado que poco confiaba en las instancias superiores, que debían sancionar o desarrollar nuestros trabajos. Y para desgracia general, que así lo estimo, acabé por acertar en toda la diana.

El primer golpe de cierta dureza nos entró por gatera llana de forma inesperada, cuando me hizo llamar con cierta urgencia el brigadier Estremera a su gabinete. Nada más contemplar su rostro, supe que algún negocio se cocinaba por negras y a la mala. Como ya cursaba el camino de nuestra relación con cierta confianza, le entré por derecho nada más sentarme frente a él.

—Parece que no gozamos de buenas noticias en el día de hoy, señor.

—Puede asegurarlo sin riesgo a errar una ligera mota. Mira, Leñanza, la estulticia humana no sólo no tiene límites, sino que además es un mal tan contagioso como el vómito negro. Y parece que ha picado a varios de nuestros jefes, bien adobados por los peloteros cortesanos de costumbre. Pero para no mantenerte en vilo de tensión negativa, debo comentarte que ha sido revocada la decisión de que la instrucción y adiestramiento de los maquinistas se lleve a cabo en Barcelona. Una orden tajante y sin vueltas. En fin, creo que la Armada ha perdido una extraordinaria oportunidad.

—No me extraña nada esa negra decisión, señor, que parece definitiva. Ya había escuchado ciertos comentarios en dicho sentido y me esperaba lo peor en cualquier momento. Algunas voces hablaban a las claras y con evidente repulsa hacia esa idea que lanzamos, como si adiestrar a nuestros maquinistas en una empresa civil significara una terrible vergüenza para la Real Armada. A veces, parece difícil encontrar a personas tan…

—¡Tan estúpidas! —el brigadier gritaba, al tiempo que golpeaba la mesa con el puño—. Lo que ha nombrado es el maldito quid de la cuestión. Una solemne tontería, que puede descabalgar un magnífico plan.

—Puedo imaginarlo perfectamente, señor. Claro que a los que con tanta ligereza despotrican de la decisión tomada en esta sección, tras sopesar pros y contras durante mucho tiempo, no les avergüenza el hecho de que nuestros arsenales se encuentren prácticamente a nivel técnico del siglo XVIII. Si decidimos que la escuela de formación se instalara en la fábrica Vulcano de Barcelona, no fue porque intentáramos evitar un establecimiento de la Armada sino porque, sencillamente, no disponemos de ninguno medianamente preparado en estos momentos.

—Conozco perfectamente todo lo que me pueda contar. Se trata de harina molida en doble vuelta y sin solución, amigo mío. No obstante, he llegado a efectuar una contrapropuesta, o más bien una aclaración, en el sentido de que la empresa catalana no es el fin definitivo sino solamente un paso intermedio. Al tiempo que comenzamos a formar a los maquinistas en los talleres de Barcelona, se debería adecuar un edificio del arsenal de Ferrol para que se especialicen los maquinistas con los mejores medios. Incluso les he hablado del Taller de Gálibos, que se encuentra en perfectas condiciones para una posible transformación. Pero nada, se trata de misión imposible. A determinadas cabezas, cuyo nombre prefiero guardar en la bolsa, no les gusta la solución de Barcelona. Pero tampoco les agrada poner el dinero necesario sobre la mesa y comenzar las obras en Ferrol. Aquí no cabe una estupidez más.

—¿Y qué podemos hacer, señor?

—Pues, de momento, continuar la preparación de los maquinistas a bordo de los buques en puestos doblados. Espero que comprendan que esa situación es poco deseable y solamente posible en tiempos de paz. Bueno, y tampoco factible en aquellas unidades que pasan a operar en el mar del Sur, a no ser que quieran pagar una soldada cuádruple por cada destino. Sería un desastre muy costoso. Los comandantes protestan de la pobre formación de los maquinistas, hasta que llevan suficiente tiempo a bordo y han aprendido su oficio a la brava. Pero los aparatos y maquinarias se estropean por uso indebido, y todo sale mucho más caro al final.

—Bien que lo siento. Un esfuerzo de muchos meses tirados por la borda, señor. Y ya veremos como se cuece la segunda perola.

—¿A qué se refiere?

—Al reglamento de Maquinistas y Fogoneros. No confío en nada ni en nadie.

—Recemos a la Santa Patrona para que no nos salte también contra los ojos.

Lanzado cuesta abajo en mis reflexiones más negativas, debo reconocer que pocas esperanzas depositaba en que la Dirección General de la Armada y sus cabezas pensantes, ofrecieran su visto bueno al reglamento propuesto. Y desesperaba al comprender, que se podía arrojar por la borda un trabajo de muchos meses. Esperaba que nos fuera devuelto con muchas correcciones a realizar, una serie de enmiendas o variaciones propuestas por quienes poco o nada conocían del tema a tratar. Pero en esta ocasión, las nuevas me las transmitió el brigadier de pasada, mientras atacábamos otro tema diferente.

—Por cierto, Leñanza, que deberemos retocar el Reglamento.

—¿El Reglamento de Maquinistas y Fogoneros, señor? Ya lo suponía. ¿Qué parte no les ha gustado?

—Han comentado la necesidad de llevar a cabo diversas correcciones. De forma especial, se posicionan a la contra en el apartado de retiros y recompensas por inhabilitaciones producidas en acto de servicio. Recordará que establecimos un máximo de nueve décimos del sueldo de mar para quienes hubieran cumplido cuarenta años de servicio en buques y cinco en arsenales. Pues lo consideran disparatado. Por el contrario, encuentran escasos los tres décimos para quienes hayan cumplido quince años a bordo. Y de la misma forma, algunos apartados más.

—Parece imposible de creer, señor. Precisamente, esos tiempos los tomamos de algunos sistemas que se encuentran en activo en la administración. ¿Cómo les puede parecer disparatado?

—Ya lo sé —Estremera movía los brazos con evidente desgana—. Nada se puede obrar contra las piedras en muralla.

—Pero ¿ofrecen alguna alternativa?

—¿Alternativa? Nada de nada. Esos pingüinos objetan sobre determinados apartados, en muchos casos sin ofrecer los argumentos necesarios y, desde luego, sin abrir alguna vía de posible salida. Eso que se suele llamar en coloquio como la crítica por la crítica y sin un fin visible. Mire, Leñanza, creo que es absurdo trabajar una onza más en esa línea. Para mí, que ese reglamento no entrará jamás en vigor.

—Pero, señor, los maquinistas y fogoneros no pueden continuar con su trabajo a bordo durante años y años sin un reglamento que ajuste sus trabajos, deberes, obligaciones, futuro de carrera y mil apartados más. Ahora mismo, se mueven en un batiburrillo de disposiciones transitorias, que nadie podría englobar en un solo capítulo reglamentario.

—Algunas voces se orientan a efectuar cambios a las Reales Ordenanzas. En mi opinión, se trata de una barbaridad.

—No podemos cambiar las Reales Ordenanzas cada vez que aparezca un capítulo de la actividad marinera sin cubrir. No es la primera vez que se incorporan disposiciones por fuera de ellas, como sucedió en la última reglamentación de los oficiales de mar o los pilotos. Se redactaron reglamentos particulares, al igual que hemos hecho nosotros.

—Les voy a contestar, si le parece bien, que no sabemos lo que desean realmente. ¡Y no les miento una palabra, por Cristo crucificado! Que nos orienten en las posibles direcciones que hemos de tomar, para que lo aprueben más tarde. Seguro que no contestan nada y por esa razón, estoy seguro de que jamás entrará en vigor este reglamento. ¡Mierda de bicha parda!

En verdad que nuestras reuniones comenzaron a decaer en cuando al ambiente que se respiraba, pesimista de banda a banda. Y no marraba una mota el brigadier Estremera en sus negros vaticinios porque, en efecto, aquel reglamento tan ordenado y adecuado a las necesidades, jamás llegó a entrar en vigor en la Armada. Sin embargo y como defensa propia, puedo asegurar que un reglamento con muy parecidas o exactas características fue puesto en vigor en nuestra vecina Marina de Portugal. Se ve que alguna mano pecadora lo hizo circular desde nuestro ministerio a través de la Raya, o eso llegué a pensar.

Menos mal que para tranquilidad del espíritu, mi sueño particular dorado se movía avante y la silueta del vapor Blasco de Garay se mantenía abierta con claridad en el cerebro. Y como si un ángel de alas blancas llegara en rescate de mi andadura, pocos días después me hacía llamar el brigadier Estremera con cierta urgencia. Al observar la sonrisa en su rostro, entendí que algo positivo habíamos conseguido en los trabajos de nuestra sección. Sin embargo, estaba equivocado.

—Bueno, Leñanza, por fin nos alcanza una buena noticia.

—Benditos sean los cielos, señor. ¿Han acabado por aceptar el reglamento?

—Eso no sería una buena noticia sino un milagro santero, que jamás se producirá —Estremera reía de buen humor, una acción que no le observaba en las últimas semanas—. Olvide la Sección de Instrucción, que le quedarán bastantes millas a popa en escaso tiempo.

Apreté los puños al escuchar aquellas palabras, que podían agrandar mis sueños hasta el palo de proa. Sin razón que lo motivara, me mantuve en silencio, como si no deseara romper un momento tan delicado. Estremera se extrañó y entró de nuevo.

—¿No me preguntáis nada? ¿Ha muerto su inagotable curiosidad?

—Con toda sinceridad, señor, serían mil las preguntas que podría elevarle. Espero… espero que se trate de lo que pienso o sueño. ¿Ha recibido algún dato de la posible botadura del vapor de ruedas Blasco de Garay?

—Mejor que eso, muchacho, mucho mejor. Se ha firmado la real orden por la que se nombra al capitán de fragata Francisco de Leñanza como segundo comandante del buque de primera clase Blasco de Garay. Recibe mi más sincera enhorabuena. Bien que lo mereces.

—Muchas gracias, señor.

Largaba mis palabras con esfuerzo a través de una garganta seca y casi cerrada por la emoción. Todavía me costaba creer como cierto, lo que el brigadier acababa de anunciar. Pero ya continuaba mi jefe, leyendo un documento que extraía de la primera carpeta y aparentaba ser una página oficial.

—En la misma orden se señala que deberéis pasar al astillero inglés donde se levanta el buque, una vez sea botado. Deberá quedar bajo la bota directa del capitán de navío don Segundo Díaz de Herrera, nombrado como comandante, que ya se encuentra en Londres a las órdenes del embajador español.

Quedé de nuevo en silencio durante alargados segundos. Pero ahora por la emoción que sentía tripas adentro, al punto de que las venas parecían vibrar en desordenado concierto. Miré fijamente al brigadier Estremera, que mostraba una sonrisa de sincero placer, como si la resolución le afectara más a él. Me vi obligado a elevar la pertinente aclaración, que se ajustaba a los verdaderos sentimientos.

—Siempre le estaré agradecido, señor. Y puede estar seguro de que siento abandonar el trabajo a su lado, sin haber alcanzado los resultados apetecidos o esperados. Entiendo como injusto que no se aproveche todo lo que hemos llevado a cabo en tantos meses.

—Vamos, Leñanza, hace bastante tiempo que comprendí lo inútil de nuestro trabajo. Sin embargo, creo que erráis en un importante punto. Estoy seguro de que algún día se aprovechará nuestro esfuerzo y alguna cabeza bien acomodada hará suyas nuestras ofertas. Así se juegan estas partidas en los ministerios. Habéis trabajado de forma magnífica bajo mi mando, tanto en cantidad como en calidad de los resultados ofrecidos. La lealtad en la vida militar debe cubrirse en las treinta y dos cuartas de la rosa. Me alegro mucho de que hayáis alcanzado vuestro sueño. Y estoy seguro de que será para bien del servicio, de la Real Armada y de España.

—Muchas gracias, señor. En ese caso, he de partir cuando se haya botado…

—Deberá seguir soportándome todavía durante alguna semana —de nuevo se abría en sonrisas—. Según me han comentado, se espera que la botadura del Blasco de Garay se produzca el próximo verano, a finales del mes de julio o primeros días del de agosto. Una vez declarada dicha fecha, deberéis partir hacia Londres para poneros a las órdenes de vuestro comandante.

—El capitán de navío Segundo Díaz Herrera. Ni siquiera he oído hablar de él.

—Por el contrario, yo lo tuve a mis órdenes cuando mandaba un bergantín. Y coincidimos años después aquí en el ministerio. Con toda sinceridad, se trata de una buena persona, aunque un poco estirado de más y escasamente comunicativo. Pero, bueno, ya lo comprobará en pocas semanas. Además, una cosa es un oficial tratado como dotación, y otra muy distinta como comandante de un buque. La soledad del mando afecta de muy diferentes formas a los oficiales de guerra, aunque se trate de un detalle que ya habréis comprobado.

—Así es, señor, y concuerdo al ciento con sus pensamientos.

—Por cierto, es posible que dependa de otro jefe más en Londres.

—¿Otro jefe más en línea? —mi gesto de incredulidad era cierto.

—No se ha decidido en firme todavía, pero como se trata de construir una serie de ocho buques similares al Medea británico, el ministro ha creído conveniente que un jefe de escuadra con experiencia en la construcción naval pase destinado a Londres. En ese caso, tanto su comandante como vos mismo dependeréis de él.

—Entendí que por esa razón se nombraba a un capitán de navío como comandante, señor.

—En efecto, esa fue la primera intención. Pero algún cerebro brillante habrá debido pensar en esta segunda opción y ambas se montarán a caballo.

—Poco me seduce tanta cabeza, señor. Un comandante, un jefe de escuadra supervisor, un señor embajador con sus habituales compromisos…

—Le comprendo perfectamente, pero así se encuentra servida la menestra sin posible variación. Bueno, alce el ánimo, que pronto se verá al mando de un magnífico buque, navegando entre penachos de humo negro por esos mares de Dios. Por cierto, como estoy seguro de que deseará saber algo más de ese vapor de ruedas que pasa a ser el eje y motor de su vida, solicité de la oficina de adquisición de buques las características del vapor de ruedas Blasco de Garay. Clasificado como buque de primera clase, como le he indicado, en principio se construirán ocho unidades con las mismas propiedades —Estremera tomaba un pequeño legajo de una carpeta y me lo entregaba—. Ya puede soñar con algo más tangible.

—Razón le sobra, señor. Muchas gracias.

Como les comentaba, el tiempo y las corridas de voz consiguen cambiar los ejes de nuestra vida a extrema velocidad. A partir de aquella conversación mantenida con el brigadier Estremera, la sección de Instrucción en el ministerio pasó a ocupar una posición de segunda línea en mi vida, aunque no dejara de emplearme a fondo en el trabajo, como siempre. Pero ya la silueta del Blasco de Garay se hacía realidad. Porque por fin podía comprobar sus líneas en el legajo de características que me habían entregado. Bien es cierto, que no se podía sacar una idea muy exacta de la forma del casco, aunque mi imaginación fuera capaz de rellenar todos los huecos.