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Trabajo y sorpresa

Como suele ser habitual cuando hierve la puchera a batientes en el cerebro, a partir de la entrevista trazada con el brigadier Pedro María Estremera y mi incorporación al trabajo, los días comenzaron a transcurrir a ritmo de cartucho bragado. Y bien saben mis huesos, que debí abordar semanas de lomos duros y sol cerrado a la vista. Pero no crean que todo se abría en colores de luz por los salones del alma. Porque, entrado en sinceros, debía atacar un frente tan amplio de una sola tacada, que atravesé momentos de extremo nerviosismo y grave pérdida espiritual. Incluso llegué a considerarme incapaz o sin fuerzas suficientes para echar avante con la nave, lo que constituía una grave excepción en mi habitual comportamiento. Calculaba que la empresa largada sobre mis hombros excedía a las atribuciones de un sencillo capitán de fragata, función que un experimentado capitán de navío marcaría en lindes con mayor facilidad. Menos mal que mi padre entró al rescate y sus sabias palabras me concedieron un repentino regreso a la normalidad, cual madero que sale a flote una vez largada su retenida del fondo.

Como el brigadier Estremera me había concedido mano larga en la elección del personal que debía colaborar de forma estrecha bajo mi mando en la sección, como primera medida conseguí atraer a mi amparo a dos tenientes de navío muy impuestos en el tema a tratar, oficiales experimentados durante más de cuatro años en la navegación a vapor y estudiosos de la problemática creada en la Armada con la novedosa propulsión. Se trataba de Mario Quintanilla y Felipe Arellano, dos de esos oficiales de guerra que entendía capaces de dar el pecho durante las veinticuatro horas del día si era necesario. También conseguí que pasara a nuestro grupo el personal auxiliar que siempre ha de entrar en cuaresma, y no sólo para los trabajos menores. Este grupo se fue ampliando por necesidad poco a poco, aunque no deseara amparar demasiadas cabezas en racimo común.

Además del personal seleccionado, al mismo tiempo hacía venir a las reuniones programadas en el ministerio a todo aquel que considerara experto en el tema. En este grupo destacaban por alto los capitanes de fragata Vallarino y Bouyón, voces renombradas sobre las máquinas de vapor y su funcionamiento a bordo, así como el catedrático de maquinaria de la Casa Lonja barcelonesa, Hilarión Bordejé, y otros ingenieros empleados en los Talleres Nuevo Vulcano de la capital catalana, posiblemente la mejor empresa en el ramo de la maquinaria de vapor en la España de aquellos días. Como es lógico pensar, cuando a las reuniones consultivas se incorporaba personal de mayor antigüedad a la mía o con especial prestigio personal, solicitaba el apoyo del brigadier Estremera para que presidiera las sesiones de trabajo.

Desde el primer momento, manejaba en mi cerebro con claridad los dos caminos que de forma simultánea debía seguir. Por una parte, decidir el plan de enseñanza que sería necesario adoptar en la Real Armada para sus operarios maquinistas, así como la ubicación de la pertinente escuela de formación, un tema doble en el que se abrían discusiones fogosas por las treinta y dos cuartas del horizonte. En segundo lugar, y de forma prioritaria para mí, una exacta, correcta y detallada reglamentación para los maquinistas y fogoneros, de forma que no pudiera quedar ningún aspecto en faldas o que penetrara una mínima duda en todos aquellos que pensaran decantarse por tal actividad en su propio futuro. Teniendo en cuenta, además, que tales reglas no afectarían solamente a los especialistas que salieran de la nueva escuela, sino también a los muchos que ya, con mayor o menor enseñanza, conocimientos y práctica, funcionaban como tales a bordo de los buques. Y deberíamos decidir cuales de los pertenecientes a dicho grupo recibirían el título definitivo, todavía por definir, o deberían pasar por un periodo mayor de formación teórica o práctica. En conjunto, una tarea de muchos quintales y, lo más importante, con decisiva importancia en el presente y futuro de la Armada. Por tal razón, había atravesado momentos en los que estimaba necesario sumar nuevas voluntades, al sentir que la tarea sobrepasaba mis facultades.

Aunque en el grupo que dirigía se discutía con absoluta libertad de todo en cuanto a los dos objetivos marcados, en los primeros momentos puse especial énfasis en el aspecto puramente reglamentario. Porque, en mi opinión, no puede crecer un árbol una miserable pulgada de altura, si sus raíces no se asientan en la tierra con la necesaria seguridad y profesionalidad. Llegados a este punto y como uno más de los apartados que manejaba con diligencia en el camino, decidí incorporar a un oficial del ministerio que, según noticias recibidas de absoluta garantía, se presentaba como un magnífico ejecutor de reglamentos, regulaciones y disposiciones normativas para grupos, cuerpos o escalas. Y debí emplearme en curso de batalla cerrada para conseguir que la sección de Reglamentación nos lo cediera durante el tiempo necesario, una dura encomienda en la que el brigadier Estremera también entró a destajo de almas. Y aunque no me entrara por el ojo derecho aquel individuo en los primeros momentos, con una postura personal un tanto pretenciosa y fatua, don Joaquín Mosquera, que ya calzaba los cincuenta años con largueza, demostró su profesionalidad a chorros de espuma. Acabé por entablar con él una profunda y sincera amistad.

Mosquera, una vez asesorado a fondo por las cabezas de nuestro grupo, nos presentó un primer borrador dos meses después, al que con inesperada modestia tituló como Declaración de principios. Y debí admirar su extraordinaria profesionalidad, porque en mucho se parecía a un reglamento definitivo. No obstante y debido a su escasa formación profesional en el tema específico de la propulsión a vapor, recibió numerosas observaciones de todos nosotros, lo que poco a poco fue enriqueciendo y perfeccionando el trabajo. Puedo asegurar que en el mes de septiembre, casi un año después de que el brigadier Estremera me nombrara para el trabajo, el Reglamento de Maquinistas y Fogoneros quedaba rematado, a espera de que organismos superiores, como algunas secciones del mismo ministerio o la Dirección General de la Armada, expusieran sus propias reservas, sugerencias y recomendaciones.

El reglamento que pasé en oficial propuesta al brigadier Estremera, y que mi jefe hizo suyo con extrema rapidez al considerarlo perfecto para nuestras necesidades, se componía de siete artículos. Como resumen, puedo citar que en el primer artículo se establecía con meridiana claridad que todos los ascensos y respectivos nombramientos del personal encuadrado en el trabajo se llevarían a cabo por debido examen de los concursantes, unas pruebas que se especificaban al punto. En el segundo se exponían con detalle los requerimientos personales e intelectuales para ser nombrado y ejercer como primer maquinista a bordo, un puesto que se anunciaba como de enorme y vital importancia para cualquier unidad. En los siguientes artículos, escritos en línea semejante, se establecían los mismos requerimientos para las funciones de segundo maquinista, tercer maquinista y fogonero. Tan sólo el artículo sexto se mostraba de extrema sencillez, al exponer que para ser paleador no se requería más que no ser menor de 18 ni mayor de 40; y saber bien estibar el carbón en las carboneras, con objeto de que quepa en ellas la mayor cantidad posible. El último artículo se refería a los aspirantes a maquinistas y años necesarios de aprendizaje, características físicas e intelectuales de las personas, conocimientos previos, temas a profundizar en su formación, para rematarlo con exposición de rangos, sueldos, uniformidad, observaciones, retiros, recompensas, montepío, ascensos, academia y taller.

Tras una profunda discusión en nuestro grupo, llegamos al grave e importante compromiso de equiparar al primer maquinista con el empleo de alférez de fragata, sin el paso previo de la graduación. Le asignamos una soldada de 1.600 reales de vellón, con el entendimiento habitual de que se doblaría tal cantidad en navegaciones o destinos por Asia y América. De la misma forma, el segundo maquinista se equiparaba al primer contramaestre con 1.200 reales de vellón, el tercer maquinista a segundo contramaestre con 800 reales de vellón, mientras los fogoneros quedaban emplazados al nivel del cabo de mar, con sus 400 reales de vellón.

Para tranquilidad de mi alma, rematamos el problema de la reglamentación con mayor facilidad a la esperada, aunque deba declarar que la labor desarrollada por Mosquera fue decisiva. Sin embargo, topamos a cuernos de fuego con el segundo y no menos importante tema, sobre la formación, instrucción y adiestramiento de los maquinistas. Tras muchas discusiones, acabamos por proponer un sistema mixto de enseñanza en el que otorgábamos la necesaria importancia a las prácticas en la mar, pero sin obviar en absoluto la formación teórica que entendíamos inexcusable. De esta forma, evitábamos de cuajo la costosa y denigrante experiencia de que se continuaran pensionando algunos jóvenes para estudiar en Francia y Gran Bretaña, y trasvasar dichos cometidos a nuestra patria. Al tiempo que atacábamos el problema de la escuela de maquinistas, también desarrollábamos los capítulos que deberían forzar a los caballeros Guardiamarinas a recibir la adecuada formación en su Academia por medio de maquinistas experimentados con rango de profesores, sin que ello supusiera desmerecimiento personal alguno, como ya objetaban algunas voces ancladas en el pasado.

Por fin, también con discusiones acaloradas en las que llegó a intervenir el brigadier Estremera, propusimos que la escuela de maquinistas, en tanto no se construyera otra idónea y definitiva en un arsenal de la Armada, con propuesta directa al de Ferrol, se estableciera en el Taller Nuevo Vulcano de Barcelona. Esta factoría no sólo se presentaba como la más moderna y efectiva en su ramo por España, sino que ofrecía sus instalaciones y personal a cambio de algunas futuras concesiones que, sin embargo, no debían aparecer en los escritos. Y se debería destacar un buque de vapor de la Armada a dicho puerto, para que se llevaran a cabo las prácticas necesarias. Con objeto de dejar bien aseguradas las líneas y disminuir futuras discusiones, incluso llegamos a recomendar como idóneos para cumplir la necesaria misión de las prácticas, la presencia del vapor de ruedas Isabel II y del remolcador Mazeppa. Después de muchos meses de trabajo, parecía que entrábamos en la fase final de nuestro trabajo, con gran entusiasmo por mi parte al comprobar que los frutos aparecían sobre la mesa por primera vez.

Aunque todo rodara sobre la cubierta a satisfacción propia y de mis colaboradores, debo declarar que poco o muy poco confiaba en las instancias superiores que debían sancionar y aprobar nuestros proyectos. Por tal razón, me causó una enorme alegría, aunque pareja extrañeza, que el 23 de julio de 1844, una fecha que siempre guardaría entre los mejores recuerdos de mi carrera, el señor ministro de Marina, don Francisco Armero, diera su entera conformidad al reglamento propuesto. Y con extraordinaria rapidez, encargaba al director general de la Armada que lo desarrollara, en permanente contacto con la sección de Adiestramiento que presidía el brigadier Estremera. Bien es cierto, que no gustaba mucho de aquella palabra, desarrollo, para un producto que ya se encontraba desarrollado al detalle, una especial condición que podía abrir nuevos y bastardos frentes de discusión. Porque cualquier lego en la materia podía comprobar que, en verdad, nada quedaba por desarrollar. Sin embargo, el brigadier Estremera intentó rebajar mis susceptibilidades en una de nuestras múltiples conversaciones.

—No piense siempre mal y con dura retranca artillera, Leñanza, aunque nuestra historia particular lo propicie —como tantas otras veces, el brigadier se encontraba de excelente humor y empleaba el necesario tono de ánimo hacia sus hombres—. Creo que en colaboración con la dirección general de la Armada, sacaremos adelante ese magnífico Reglamento de Maquinistas y Fogoneros que han realizado. Y según las noticias que he recibido por corrillos paralelos, parece que el ministro también va a dar su conformidad para que comencemos a formar a los maquinistas en los talleres de Barcelona.

—En ese punto, señor, todavía debemos ofrecer algunos detalles concretos. Será necesario nombrar oficialmente a quienes deberán cursar como profesores, así como las soldadas que…

—Por supuesto. Y soy consciente de que si ofrecemos escasas pagas, no aparecerán como voluntarios los mejores maquinistas de esa empresa catalana, que son los que de verdad necesitamos y convienen al caso. Parece que incluso los señores Melero y Bordejé, dos personajes en los que mucho basamos la actividad de la cátedra, han avanzado algunas cifras mínimas para aceptar el trabajo.

—Así es, señor, y no se trata de madejas despreciables. Pero no debemos olvidar las soldadas que dejarán de percibir de sus empresas en el tiempo empleado y, de forma muy especial, las que pagamos a los maquinistas británicos y franceses.

—Bueno, ya sabe que, cuando la Armada considera un tema como prioritario para el empleo de los buques, se esfuerza al límite y saca monedas del fondo de los mares si es necesario. Pero también es cierto que, con posterioridad, deja caer la mano en desgana hasta el piso con excesiva frecuencia.

—Todavía nos queda una muy dura faena por la proa, señor. Debemos retocar y hacer firmes de una vez las plantillas de maquinistas y fogoneros para las diferentes clases de buques. Hoy en día cada unidad vuela a su aire y sin la necesaria coordinación general. En estos momentos, todavía no…

—Para el carro, muchacho, que navegamos hacia sotavento. Comenté ese problema al detalle con el mayor de la Dirección General de la Armada. Por desgracia y aunque lo esperaba, me expuso con meridiana claridad que ese tema se salía por largo del campo de actuación expuesto para la sección bajo mi mando. Lo nuestro es el adiestramiento, aunque hayamos entrado en la necesaria reglamentación que no existía. Pero porque nadie como nosotros disponía de suficientes conocimientos para redactarlo. Un detalle que se nos ha agradecido en pliegos y aceptado. Pero lo de las plantillas es una carne bien distinta, cuya decisión no nos cederán.

—Comprendo, señor.

—Eleve la moral a las nubes, Leñanza. Puede sentirse muy contento y satisfecho. Quiero que sepa algo que considero significativo y trascendente. Ha llevado a cabo un trabajo formidable y de gran importancia para la Armada, con una entrega y esfuerzo personal dignos del mayor elogio. Le felicito por ello y pienso considerarlo así en los informes de su expediente personal.

—Muchas gracias, señor.

—Pues continúe en la brecha y… bueno…, más pronto que tarde… es posible que sus sueños e ilusiones se vean…

Mientras el brigadier mostraba una sonrisa medio cerrada y con terceras intenciones, abortó la frase que había comenzado a largar. Quedé en suspenso y con los nervios ajustados. Porque entendía muy bien la única razón que podía mover a Estremera para lanzar aquellas palabras. Intenté desliar la madeja sin mudar en una mota el gesto de mi cara.

—¿Qué quiere decir, señor?

—En primer lugar, que hablo demasiado, una llaga permanente y peligrosa de mi carácter que jamás pude corregir. Pero lanzado al ruedo, quiero que recuerde un punto muy importante de mi habitual proceder. Nunca olvido mis promesas.

—Sigo sin comprender una mota de lo que me quiere decir, señor.

—No falte a la verdad, Leñanza, que le cambia la cara al pronunciar tan cándidas palabras —volvía a sonreír, ahora con rastros de bondad—. No le prometo nada, pero creo que su asunto personal más deseado vuela por parajes adecuados.

—¿Acaso se refiere, señor, a mis… a mis aspiraciones…?

—En efecto. Por fortuna, dispongo de un excelente amigo y compañero en la Dirección General, precisamente en la sección de asignación de personal. Hablé largo y tendido con él hace muy pocos días. Coincidimos en que, con su expediente personal, que le recité de memoria, parece absurdo desde cualquier punto de vista que haya pasado dos años en situación de cuartel y mano sobre mano. Por desgracia, en demasiadas ocasiones la Armada se olvida de sus hijos más queridos. Y si estos no solicitan la comida noche y día, parece incapaz de alimentarlos. Espero que me comprenda.

—Creo entenderle, señor. ¿Eso quiere decir…? —los nervios me comían los higadillos en corrida de vértigo—. ¿Acaso intenta comunicarme que…?

—No saque conclusiones de un simple comentario y tampoco adelante acontecimientos —alzó sus manos como si deseara detener una avalancha de piedras—. Parece que el Gobierno ha comprendido la necesidad de disponer de una fuerza naval adecuada, lo que mucho debería extrañarnos. Por todos los dioses de la mar, se trata de lo que España necesita para cumplir sus objetivos en tanto escenario marítimo como se nos requiere. Hay quien estima que perdimos todas las Indias, lo que es incierto, y que para nada se necesita la Armada. La pasada guerra demostró lo errada de esa postura. Lo cierto es que mantenemos un imperio ultramarino nada despreciable y superior al de muchas naciones que hoy en día nos sobrepasan por largo en poder. Debemos cumplir un importantísimo papel y no solamente en nuestras islas de las Antillas. Muchos han olvidado el mar del Sur, ese antiguo lago español, en el que se encuentran los archipiélagos de las Filipinas, donde parece ser que se quiere aumentar nuestra presencia e influencia como es debido. Pero también aparecen los archipiélagos de las Carolinas, Marianas y Palaos, españoles desde su descubrimiento. Y sin olvidar el Mediterráneo. Como le decía, la última guerra contra el legitimismo ha abierto los ojos a más de uno. De hecho, se siguen encargando nuevos buques de vapor, aunque dependamos del extranjero casi al ciento y no echemos el resto en nuestros arsenales.

El brigadier detuvo su parla, mientras me mantenía en tensión. Porque Estremera rodeaba el panal sin hincarle el diente. Me mantuve en silencio porque esperaba que mi jefe continuara por tan deseado camino.

—Según los informes recibidos de nuestra delegación en Londres, los británicos han construido un buque, un vapor de ruedas, de magníficas características y elevado porte. Según opinión generalizada, parece el modelo ideal para los escenarios marítimos que hemos de cubrir. La Royal Navy ha encargado la construcción de más de una docena de ellos. El Estado Mayor de la Armada entiende que se debería presentar pliego de desarrollo para adquirir una alargada serie de esas mismas unidades y clasificarlas como buques de primera clase.

—¿Una alargada serie?

—En efecto. Y le hablo de diez o doce unidades. Esa es, al menos, la idea que el Gobierno parece aceptar y aprobar en principio.

—Una fabulosa bendición, señor. Y en ese caso, mis aspiraciones personales…

—En ese caso, la idea es que para el primer buque se nombre un capitán de navío como comandante. Porque en esta primera unidad se deberán concretar múltiples detalles y se necesitarán jefes de demostrada experiencia. Por lo tanto, se nombrará a un capitán de fragata como segundo comandante.

—¿Un capitán de fragata como segundo? —no pude evitar la decepción en el tono de mi voz—. Pero los comandantes de los buques de vapor a partir de cierto tonelaje…

—No tuerza el gesto, Leñanza, que poco o nada le conviene —Estremera sonreía de nuevo con cierta condescendencia—. La idea es que el capitán de navío maneje los detalles para toda la serie en el astillero inglés. Pero con posterioridad, dejará el mando en manos de su segundo, un capitán de fragata que será el empleo requerido para todos ellos, como sucede en la actualidad, salvo que se trate de unidad con insignia izada a bordo. Es posible que el capitán de navío deba permanecer en el astillero mientras se construye toda la serie, aunque esta sea una idea personal y nada se haya decidido.

—¿Sabe más detalles, señor?

—No estoy seguro de haber obrado correctamente al mencionarle estos datos, porque imagino su agitación interior. No se haga excesivas ilusiones, que nada es seguro hasta que aparece la real orden, Leñanza. Sin embargo y tras mis conversaciones con el brigadier Martínez Pescara, creo que tiene muchas…, bastantes posibilidades de ser nombrado como segundo comandante para ese primer buque. Y no es moscarda menor, con más de doscientos pies de eslora, 350 caballos de vapor nominales y 600 efectivos.

—Sería fantástico —un dulce rumor bailaba en mi alma—. ¿Sabe algo de posibles fechas? ¿El buque se encargará en firme o se trata de alguno de esos proyectos que se manejan con el Gobierno y más tarde caen en…?

—No se trata de proyectos lanzados al viento. En ese caso, no habría abierto una sola pulgada mi putañera boca. El pasado trece de julio se ordenó levantar el proyecto de un vapor de ruedas, con las dimensiones y fuerza del Medea inglés, el buque al que me refería. Todos los que lo han estudiado con detalle afirman que se trata de una excelente unidad. Y al siguiente mes, el día 11, se dictó la Real Orden por la que se ordenaba que dicho buque se levantara en un astillero de la Gran Bretaña, por inexistencia de maderas en nuestros arsenales —Estremera apuntilló las últimas palabras con ironía.

—Bueno, señor, esa es la triste frase habitual para enmascarar nuestras incapacidades técnicas. Porque madera precisamente no nos falta.

—Así es, por desgracia. Pero se suele enmascarar la realidad, por necesidad de esa absurda y anticuada reglamentación. Bien, ahora estamos a la espera de que se autorice oficialmente el levantamiento del buque y la colocación de su quilla, lo que en mi opinión se producirá en pocas semanas. Incluso puedo decirle que se ha bautizado al primero de la serie como buque de primera clase Blasco de Garay.

—¿Blasco de Garay? Me parece muy adecuado para la ocasión, señor.

—Un merecido homenaje a un gran hombre. Como recordará, Blasco de Garay era un valiente capitán de mar, pero al mismo tiempo un eminente mecánico e inventor. En 1539 presentó a nuestro emperador don Carlos diversos proyectos para rescatar de los fondos los buques hundidos o, al menos, sus valiosas mercancías. Pero también presentó un proyecto de desalación de las aguas marinas, el sistema que ahora se intenta conseguir con los famosos evaporadores y que tanto necesitan los buques actuales, para no evaporar agua salada en sus calderas.

—Bien que sufrí tan negativa condición a bordo del vapor de ruedas Isabel II, señor. Los depósitos de salmuera en las calderas se acumulaban, hasta el punto de inutilizar el buque.

—Por esa razón, se concede tanta importancia a los procedimientos o mecanismos evaporadores, unos sistemas que todavía deben ser perfeccionados. De la misma forma, Blasco de Garay ideó un sistema de libre gobierno para las galeras, que beneficiaba en mucho sus maniobras. Y por último, pero muy importante por su radiante actualidad, levantó el proyecto para construir un bajel que andaba por medio de un aparato, cuya parte más importante era una gran caldera de agua hirviendo, y el buque sólo podría andar a media legua por hora, que la máquina era muy costosa y que existía, además, el grave riesgo de que la caldera estallase. Parece mentira que un proyecto así, tan actual, se presentara en 1542, hace más de trescientos años. Blasco de Garay, aparte de un verdadero hombre de mar, se consolidó como un adelantado a su tiempo, sin duda, como tantos otros sabios españoles cuyos trabajos no se tuvieron en cuenta.

No me agradaba que el brigadier perdiera la estela del tema inicial, que tanto afectaba a mi persona y a mis aspiraciones profesionales, por lo que intenté retomar el camino.

—En ese caso, señor, ¿se sabe cuándo podría quedar listo el primer buque de la serie?

—Calma, Leñanza, que no largarán el aparejo de alas en el día de mañana. Ya le he ofrecido unas cuantas fechas, que deben tranquilizar su alma en conveniencia. De acuerdo a como suelen marchar los acontecimientos en la construcción de un buque, debemos pensar que la botadura de ese Blasco de Garay por el que ya parece soñar, no tendrá lugar hasta el último trimestre del próximo año. Pero le repito que nada seguro se cuece en la perola y es posible que debiera haber callado por simple prudencia. En el mejor de los casos, todavía le queda bastante madeja que desliar en esta sección.

—Por supuesto, señor.

—Pues dejemos de hablar de esos nuevos vapores tan maravillosos, que suponen el futuro, y regresemos al presente.

—Quedo enterado, señor. No obstante, le agradezco su información e interés por mi persona.

—Los agradecimientos, Leñanza, a la vista de los resultados. Y no sueñe en exceso.

Aunque regresé a mi trabajo diario con aparente normalidad, los pensamientos se largaban al viento prendidos de cometa dorada. La conversación mantenida con el brigadier Estremera había quedado grabada a fuego en las entrañas y me refocilaba minuto a minuto con algunas frases sueltas que, no obstante, encerraban un significado tan importante. Aunque sabía que no se trataba de inmediata acción ni concesión rápida de un nuevo destino, en el cerebro intentaba visualizar la silueta del vapor de ruedas Blasco de Garay, navegando con mar dura y barriendo las olas blancas con su proa. Y como desconocía al ciento sus características físicas, empleaba una amalgama de imágenes pertenecientes al vapor Isabel II, al Reina Gobernadora y otros buques de propulsión y características similares.

Con el personal aplicado a mi sección continuamos el importante trabajo que nos quedaba por lidiar en el tema de los maquinistas y fogoneros, aunque hubiéramos ofrecido las líneas maestras y principales semanas atrás. Sin embargo y atacando el segundo carnero, vibraba de nuevo cuando recibía alguna noticia sobre la serie de buques que se pensaban construir en el Reino Unido para la Real Armada. Por suerte, disponía de un compañero de curso y brigada en la Academia Naval, mi buen amigo Manuel Diarenga, destinado en la sección de adquisiciones y nuevas construcciones, aquella sección que mandara mi padre de forma repetida. Y fiel a su norma, me hacía llegar toda noticia que se relacionara con el tema deseado.

De esa forma, el 14 de diciembre, cercanos a entrar en las fiestas navideñas, tuve conocimiento de que ese mismo día se autorizaba oficialmente el levantamiento del buque en los astilleros londinenses de Blackwall, propiedad de la firma Henry Loftus y Money Wigram. No me eran desconocidos porque se trataba de un arsenal privado, que por suerte había conocido a fondo cuando purgaba en otros astilleros británicos del Támesis las reparaciones del vapor Isabel II. Y para caldear la estela, por Real Orden de diez días después, precisamente en la entrañable fecha de la Nochebuena, se ordenaba la colocación de su quilla, así como la advocación a la que se debería acoger el nuevo buque, nada menos que la del presbítero San Gregorio.

En su conjunto, atravesaba unas semanas de colores blancos cuando se acercaban los últimos días del año del Señor de 1844, aunque nos reventara alguna ligera piñata a destiempo en el trabajo propio de la sección. Pero ya nadie podía despegar la cometa de mi alma, que se trazaba en luces con enorme ventura. Si aparecía en el cerebro algún pensamiento oscuro, sólo tenía que pensar en la imaginada silueta del vapor Blasco de Garay, para que las piedras negras pasaran a popa y repusiera los horizontes azules con rapidez. Centré todas mis esperanzas en el venidero año de 1845, que vaticinaba en mi espíritu como glorioso para la Armada y para España, con el cuerpo sobre las tablas del buque que colmaba mis aspiraciones.

También lo comprendió a las buenas el resto de la familia. Como el cambio en mi semblante y modo de actuar debía ser muy notable, hube de contestar a sus preguntas con le necesaria sinceridad. Cuando los puse al día de la situación, mantenida la necesaria reserva, mi padre explotó en palmas de alegría. Por el muro negro, no gozó como el resto mi esposa Rosario, tan reacia a esos periodos de embarque que me alejaban de ella. No obstante, sabía que se trataba del bien de mi carrera y de mi satisfacción profesional, por lo que, en el fondo, también ella debió sentir el gusanillo de la felicidad.