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Agradecimiento de Espartero

Como en tantas ocasiones anteriores, mi padre acertó de lleno en casi todos sus vaticinios. Y no sólo me refiero a ciertos detalles sobre el conflicto bélico que arrastrábamos por las tierras de España, con sus últimas y a veces peligrosas boqueadas, sino también a los temas relativos al futuro de la Real Armada. Gracias al favor de los cielos, los escenarios de guerra donde los carlistas presentaban cierta resistencia disminuían a la vista y de forma constante, salvo pequeñas excepciones, con una importante y evidente desmoralización en las tropas, mandos y políticos legitimistas.

Tan sólo en las riberas del Ebro parecía concentrarse la última actividad guerrera, como si se empeñara en sus aguas el envite final y desesperado. Y se trataba de novedoso aquel escenario donde, desde un punto de vista histórico, la presencia de la Armada había sido hasta el momento puntual. No obstante, se consideraron de tanta importancia aquellas aguas fluviales con su especial orografía, que se estimó necesario el concurso y presencia de fuerzas sutiles de la Real Armada, que acabaron por desempeñar un importante papel, desconocido por el pueblo español, una triste norma casi inalterable en nuestra historia.

Los carlistas habían desplegado en el Ebro pequeñas unidades, faluchos en su mayor parte, que controlaban ocho leguas del río, desde la Gola Norte hasta Tortosa. De esa forma, regulaban el tráfico permanente de tropas y armamentos por sus aguas, unos movimientos que afectaban de forma vital al curso de las operaciones. Se decidió que unidades de la Armada pasaran de inmediato a aquel escenario para contrarrestar su acción e impedir el trasiego de pertrechos a favor de las fuerzas carlistas. Sin embargo, como el enemigo había instalado una batería en Punta de la Cacha, donde el río se estrechaba de forma pronunciada, nuestras unidades debieron progresar con cierta lentitud, siendo seguidas en la orilla izquierda por un grupo de 700 hombres, equipados con varias piezas de artillería ligera.

Ante la urgente petición del Ejército, el comandante general de las Fuerzas Navales del Mediterráneo, brigadier Francisco Armero, había dispuesto que zarpara de inmediato de Valencia, donde se encontraba fondeada la división, una sección con rumbo hacia Los Alfaques. Se trataba del bergantín Patriota, bajo el mando del capitán de fragata José Soler, y el falucho Rayo, alférez de navío Antonio Osorio. Una vez arribados a su destino, se les incorporaron el pailebote Lord John Hay, alférez de navío Francisco Alicardo, bergantín Héroe, teniente de navío Mariano Luna, y falucho San Antonio, alférez de navío Jaime Montana, aunque este último hubiese quedado aislado inicialmente en la Gola Norte del río. Sin tiempo para pensar en posibles despliegues, a las pocas horas de agruparse y avisados de la presencia de un convoy formado por más de veinte mercantes con armamento y pertrechos para las fuerzas carlistas, el propio Soler se batía con ellos hasta producir su retirada con graves daños.

A los buques de la Armada se unieron algunos particulares, a los que se obligó a efectuar la navegación río arriba, aunque se debieran emplear amenazas de todo tipo para cumplir la empresa, especialmente con el falucho Rosa María. Consiguieron atravesar la peligrosa angostura con la batería enemiga donde, para alivio cierto, porque quedaba a una distancia de tiro de pistola, comprobaron que la fortificación no disponía de pieza alguna y había sido abandonada pocos días atrás. Y una vez convenientemente emplazados en las posiciones elegidas, comenzó una rutinaria pero importante escolta de diversos convoyes a través de más de diez leguas, con armamento para las tropas del Ejército que se batían por el dominio de los enclaves y villas principales del río. Como alguna de sus unidades presentaba una navegación muy limitada a causa de su amplio calado, por ejemplo el falucho Número I, cuya obra viva se extendía en unos 4,44 pies[8] bajo la línea de flotación, el capitán de fragata Soler solicitó del jefe de la división más unidades con las características adecuadas. Alegaba la importante misión que en aquellas aguas se podía realizar, con movimientos continuos de tropas, armamento y pertrechos que afectaban decisivamente a las operaciones en curso de la guerra.

El capitán de fragata Soler acabó por recibir con prontitud los refuerzos solicitados, inicialmente dos faluchos de llana y vela latina, Espinar y Famoso, así como el laúd Cometa y la lancha Maravilla. Con estas fuerzas se consiguió establecer un férreo control de la Gola Norte del Ebro. Y pocos días después, entrados en un mes de abril extraordinariamente caluroso, cuando los carlistas intentaban poner a flote una goleta hundida semanas atrás por las fuerzas de Soler, y de esa forma aumentar la escolta para conducir un nuevo convoy río arriba, los hombres del alférez de navío Manuel Eulate, comandante del falucho Número I, pusieron en retirada al enemigo y acabaron por incendiar la goleta que intentaban recuperar. Se trabó un combate sangriento contra un enemigo claramente superior y a la vista de dos pueblos cercanos. Por tan valiente acción, dos semanas más tarde se concedía la Cruz de Isabel II al grumete Sebastián Braña, de la dotación del falucho Número I, así como a los marineros del laúd Cometa, Antonio Válaga y Joaquín María Campos.

Por considerarse con la debida importancia las posibles acciones de la fuerza sutil por aquellas aguas, en pocas semanas aumentaron las unidades a disposición del capitán de fragata Soler en el Ebro. Por orden del comandante general de las Fuerzas Navales de Cataluña, los faluchos Ebro, Vengador y San Antonio, este último bajo el mando del teniente de navío Federico Fraile, quedaron bajo el amparo de Soler. Y nada más arribar a Tortosa, debieron salir en escolta de un convoy formado por veinticinco mercantes con tropas, armamento y vituallas para las tropas del Ejército del Centro. En Ambeixa se unió a la modesta fuerza naval el falucho del alférez de navío Eulate. No parecía que la misión peligrara, hasta que se alcanzó la altura del fuerte Bordís, situado en la orilla derecha. Las tropas carlistas, unos setenta hombres, intentaron impedir el paso de los buques con fuego de fusilería y dos piezas ligeras de artillería. Menos mal que al escaso fuego disponible a bordo de los faluchos, se unió desde la orilla contraria una sección de caballería de los Lanceros de Isabel II, milagrosamente aparecida, que acabó por obligar al repliegue de los rebeldes hasta reintegrarse en su fortín y que los buques, sin una sola pérdida, arribaran a su destino seis leguas después.

Debemos aquí recordar la difícil y a veces peligrosa navegación de cualquier unidad a través de algunas zonas del río Ebro, con una cartografía casi inexistente y basando los rumbos en una dudosa tradición oral de quienes por aquellas aguas se movían día a día. No fueron pocos los que acabaron por varar en las arenas que se corrían al gusto por el lecho. Tal fue el caso de los faluchos Vengador y San Antonio, aunque todos ellos acabaran por despegar la quilla del fondo con auxilio de lanchas en remolque y, de esta forma, continuar con la misión impuesta.

Otra acción significada fue el ataque al mencionado fuerte de Bordís, punto que se estimaba de gran importancia estratégica. Como preparación, el brigadier Armero ordenó al comandante de la fragata Cortés, brigadier Jorge Millán, que ocupara con su dotación la población de San Carlos de la Rápita, por donde las tropas carlistas recibían todo tipo de auxilio. Con las primeras luces del 21 de mayo, Millán ordenó el embarque de un centenar de sus hombres, entre los que se incluían una veintena del bergantín Héroe, en las lanchas y botes de ambos buques. Con gran sorpresa por su parte, una vez desembarcados en la villa con las armas en la mano, en lugar de encontrar una feroz resistencia por parte de las fuerzas carlistas, aparecieron el alcalde y dos concejales del Ayuntamiento, que salían a recibirles y hacerles entrega de la ciudad de forma afectuosa.

Sin dudarlo un segundo, Millán ordenó a sus hombres que tomaran el castillo de Bordís, cuya edificación se mantenía en una ruina casi absoluta, lo que se consiguió sin oposición enemiga. Pero comprendiendo la importancia del enclave y sin dudarlo, también ordenaba a los hombres de la fragata Cortes, del bergantín Héroe y del de su misma clase Patriota, llegado aquella misma tarde, recomponer la fortaleza con piedra y fuerza de fábrica para su posible utilización futura. En una semana, con denodado esfuerzo y material aparejado en la cercana villa, aquellos hombres, dirigidos por el contramaestre Manuel Patiño de la dotación de la fragata, consiguieron dejar la fortificación en estado de posible defensa. Fue el momento en el que el brigadier nombró jefe de la fortaleza al teniente de navío Luis Millán, asistido como segundo por el alférez de Artillería de Marina José María Hernández. De las dotaciones de los buques se desembarcaron setenta y cinco hombres, para posibilitar la defensa del castillo.

Habiendo comprendido su gran error, al haber dejado sin defensa el castillo de Bordís, en la mañana del día 31 los carlistas se decidieron por tomarlo al asalto. Por fortuna para los defensores, los planes enemigos fueron delatados por un paisano, con lo que se evitó el efecto sorpresa del ataque. Además, el teniente de navío Millán dispuso de tiempo suficiente para avisar a los buques fondeados a escasa distancia, con lo que, en el momento del ataque, pudieron emplear su artillería contra las fuerzas asaltantes. Aunque la lucha se prolongó desde la mañana hasta la madrugada de la jornada siguiente, con mucha sangre derramada, los carlistas fueron derrotados en toda línea.

La Armada se mantuvo de servicio y en operaciones por las aguas del caudaloso río, hasta que el general jefe del Ejército del Centro informó al brigadier Millán de que los carlistas habían sido obligados a pasar el Ebro y replegarse hacia Cataluña. Se posibilitaba tal acción gracias a que el general Espartero había tomado a la brava las localidades de Morella y Berga. Y fue esta última acción, que tuvo lugar el 2 de julio de 1840, la que señaló en la práctica el final de aquella alargada guerra de los Siete Años. Porque tres días más tarde, el mismísimo general Cabrera, al mando de diez mil hombres, tomaba el camino del destierro.

Mucho se discutió en corrillos y mentideros por aquellas semanas sobre el número de carlistas que atravesaron la frontera y prefirieron el destierro en lugar de aceptar los términos ofrecidos en el Convenio de Vergara, ampliados posteriormente de forma generosa en determinadas órdenes reales. Dos meses después, apareció un escrito oficial en el que se especificaba el número de carlistas adheridos a la amnistía. Se exponía que el monto total quedaba estimado en 22 jefes, 226 oficiales, 3 comisarios, 19 sacerdotes, 20 sanitarios, 14 funcionarios y 7.482 soldados. Sin embargo, recuerdo que un general del Ejército amigo de mi padre aseguraba en voz baja, que el verdadero número de carlistas exiliados se encontraba cercano a los treinta mil hombres, una cifra que nos alarmó.

Como campanazo final, la figura del general Espartero alcanzaba la cima más glamorosa, siendo aclamado en las tierras de España como el gran Pacificador de la Patria. Los honores y agasajos comenzaron a caer sobre sus hombros a coro de perlas y sin medida, al punto de ser nombrado duque de Morella, caballero del Toisón de Oro y otros títulos menores. Pero como muchos habían vaticinado, no dudó el general en meter cabeza de lleno en la política, siendo nombrado por la Reina Gobernadora como Presidente del Consejo de Ministros y, al año siguiente, Regente del Reino.

Fueron muchos los honores que se distribuyeron entre ejércitos, regimientos, batallones y grupos específicos del Ejército, que habían sobresalido en la contienda. También se ofrecieron títulos nobiliarios y mercedes a personajes destacados en la guerra, aunque algunas de esas decisiones debieran sonrojar a cualquier persona honrada. Sin embargo, nada decía La Reina Gobernadora o el Gobierno de la nación sobre el papel jugado durante siete años por la Real Armada. Se debió precisamente a la mano del general Espartero, que alguien recordara la necesidad de mencionar a las fuerzas de la Marina. Por medio de una Real Orden de fecha 26 de julio, pocas semanas después de haberse establecido una definitiva fecha para la paz, agradecía los servicios prestados por la Armada durante le Guerra. La Real Orden iba dirigida al ministro de Marina y de ella podemos entresacar algunos párrafos de cierta enjundia:

…me apresuro a llenar un deber sagrado a favor de los individuos de las fuerzas navales que durante mi mando en Jefe del Ejército del Norte y de los reunidos, han prestado servicios particulares y distinguidos en cuantas operaciones ha tenido lugar su activa y eficaz concurrencia para el éxito de las que fueron dispuestas con las de las provincias vascongadas como en las de Valencia, Aragón y Cataluña…

Cuando mi padre leía aquellas líneas en la biblioteca de nuestra casa, no podía evitar un tono de profundo enojo en su voz, que fue en aumento conforme progresaba en la lectura.

—Nunca lo habría creído posible. Por todos los cristos crucificados, esto es una verdadera vergüenza.

—¿A qué se refiere, padre?

—¿A qué va a ser, hijo mío? Te juro por los dioses de la mar, que me dejan un regusto amargo como la hiel estas palabras del general Espartero, en gratitud a nuestras acciones. Porque más se aparejan a un agradecimiento normalmente ofrecido a fuerzas extranjeras que hayan colaborado con mayor o menor intensidad en la campaña, que a una fuerza propia nacional. Además, parece suscribir las brillantes acciones de la Armada solamente al periodo de su mando como comandante en jefe del ejército del Norte, como si los años anteriores, los de mayor precariedad y esfuerzo en las fuerzas navales, no hubiesen existido. ¡Una vergüenza! Solamente faltaba que hubiera rematado sus palabras deseándonos fair winds and following sea[9].

—Debíamos estar acostumbrados, padre.

—Es difícil acostumbrarse a esta falta de atención y compañerismo, que raya en la más pura desvergüenza. ¿Acaso el Gobierno de la Nación comprende realmente lo que es la Real Armada? ¿Se da cuenta de que se trata de la Marina Nacional, un conjunto de hombres dispuesto a sufrir y entregar su vida allá donde se le ordene? Y conste que nuestros marineros y soldados no solamente han entregado sus vidas en la mar, sino también en acciones por tierra. ¿Ni una sola voz en honor de nuestros Infantes y tropas artilleras? Más que un agradecimiento personal, se debía haber realizado, como se ha hecho con otros cuerpos, una debida felicitación a la Armada como Institución. Pero así se cocinan las pucheras en estos días en los que, por desgracia, la Real Armada queda apartada en un pequeño e insignificante escalón.

—Es posible que así interese a diversas cabezas, padre.

—Es muy posible.

También discutimos a fondo los decretos de amnistía que ofrecieron los sucesivos gobiernos a favor de los que habían prestado servicios en el bando carlista. Y se fueron ampliando poco a poco, hasta quedar excluidos solamente los coroneles, brigadieres y generales que prestaron servicios a don Carlos, con medidas excepciones. También de forma generosa se ofrecieron recompensas a los oficiales británicos y franceses que habían ejercido labores de vigilancia y bloqueo en las costas españolas.

Aunque se debería haber llevado a cabo un profundo estudio de las causas que habían posibilitado a las fuerzas carlistas mantener siete largos años de guerra, nada se hizo en este sentido. También mi padre ahondaba en este tema.

—Parecen sordos y ciegos. Cuando te envileces la casaca de barro, no sólo hay que limpiarla sino descubrir la causa de haber caído sobre el charco. Pues lo mismo sucede con algunas contiendas. Se deben analizar a fondo los hechos sufridos, para que no se repitan. No debemos olvidar, que miles de hombres con sus jefes de clara ideología legitimista se encuentran a tiro de piedra de la frontera francesa. Eso supone mantener a muchas de nuestras fuerzas en acecho y prevención, con un gasto notable. El sentimiento carlista, legitimista, absolutista o como queramos llamarlo no ha muerto, por mucho que así lo declaren politicastros ciegos que solamente desean medrar en sus propios intereses. Porque no se trata solamente de un conflicto dinástico, sino de ideario político. Si hemos conseguido ganar la contienda ha sido gracias a la enorme cantidad de fondos económicos empleados, con especial alusión a los manejos dinerarios del inefable Mendizábal, a la masiva movilización de las fuerzas de tierra y a la inexistencia de una escuadra adversaria, un factor que no se ha subrayado con la debida importancia. Siempre sin olvidar la ayuda extranjera, especialmente la inglesa, aunque produjera jugosos beneficios económicos a los comerciantes británicos.

—Y aunque nadie lo mencione, padre, también se debía haber hecho notar que la Real Armada, a pesar de la precariedad de medios que sufre, ha posibilitado el mantenimiento de las comunicaciones de la Península con los establecimientos de Ultramar, que tan buenos rendimientos producen. Y no es tarea sencilla el mantenimiento de nuestra soberanía en las dos principales islas caribeñas. Porque tanto mexicanos como colombianos aumentan la presión y propaganda en sus costas con las ideas independentistas, dos naciones que han incrementado su poder naval de forma significativa. Tanto así que, a pesar de las necesidades que se exigían en la Península con la guerra carlista, conseguimos enviar o mantener con base en el Apostadero de la Habana a la fragata Restauración, bergantines Cautivo y Marte, goletas Clarita y Habanera, lanchas Ritilla y Femandina, bergantín-goleta Amalia y pailebot Teresita.

—La Armada acabará por no ser tenida en cuenta, Francisco, salvo que se la necesite para alguna operación determinada.

Como pueden comprobar, la situación que la Armada vivía en aquellos días conseguía entristecernos. Y el hecho de encontrarnos mano sobre mano, no aumentaba en forma golosa nuestras aspiraciones de futuro. Pero aunque algunos no llegaran jamás a comprenderlo, la única razón que nos movía a quebrar aquellos pensamientos era el sincero amor dispensado a nuestra querida Institución, un cariño cierto, noble y desprendido.

* * *

En cuanto a la vida familiar que seguíamos en el palacete de Montefrío, el tiempo atravesaba cuerdas con cierta lentitud, que así suele suceder cuando no aparece estrella alguna que marcar en el horizonte. Por fin, mi hijo Santiago sentaba plaza en la Real Compañía de Guardiamarinas. Y mucho nos emocionaba contemplarlo vestido con el uniforme del botón de ancla, aunque mi esposa Rosario debiera efectuar poderosos esfuerzos para no largar lágrimas en riada por sus mejillas. Me enorgullecía contemplar aquel jovenzuelo de poderosas hechuras y fortaleza superior a la habitual en su edad, un Gigante más de los que ya habían pisado cubiertas en la mar años atrás. Santiago de Leñanza y Muñoz era miembro de la quinta generación de la familia que decidía prestar servicios a su Patria en la mar, como si nuestra sangre se hubiera salado en origen y resultara misión imposible disociarla del propio ser. Con emoción alzada hasta la galleta de los palos, nos despedimos del mozo que saltaba hacia delante en su vida. Y mucho me satisfacía comprobar que mantenía vivas y al ciento sus esperanzas de gloria.

Tanto mi padre como yo esperábamos que nos alcanzara alguna decisión positiva del Ministerio, aunque mi progenitor dudara seriamente de que le fuera posible conseguir el ansiado milagro. Sin embargo, las noticias que se corrían en los pasillos de la Secretaría mostraban la precariedad de oficiales en los empleos de teniente de navío y capitán de fragata, especialmente aquellos con cierta experiencia en buques con propulsión a vapor. En ese punto centraba las esperanzas de conseguir el mando de alguna unidad, más pronto que tarde. Percibía en venas la tensión de que pronto saltaría la liebre por su corrida, un sentimiento que raramente solía fallar. Sin embargo, el tiempo cruzaba roderas y no aparecía en el camino la piedra definitiva.

La inesperada sorpresa, como tantas veces ocurre con las cosas de la mar, me alcanzó bien entrados en la primavera, dos años después de haber finalizado la contienda. Y esto quiere decir que me movía por la medianía de 1842, periodo calmo de alardes y soflamas. No había visitado el ministerio en las dos o tres últimas semanas, cuando recibí una notificación de la Sección de Instrucción del Estado Mayor de la Armada, para que me presentara ante su jefe a la mayor brevedad. Como es fácil imaginar, se me inundó el pecho de alegría, al sospechar que de nuevo regresaba a la mar. Sin embargo, también es cierto que no me encajaba al gusto ser requerido por esa novedosa sección, una nueva rama del Estado Mayor cuyos trabajos desconocía pero que debía ejercer sobre la preparación de los diferentes cuadros de la Armada.

Con cierto nerviosismo en venas y el alma batiendo a repique de gloria, que toda novedad se acoge con alegría cuando la vida navega en senda plana, me apresuré para la presentación. Y como pueden imaginar quienes ya me conocen, mi criado Pepillo preparó paños de lustre y las mejores prendas personales, que la presencia debe quedar por alto en toda ocasión. No obstante, cayó la arena sobre mi frente con extraordinaria rapidez cuando comencé a escuchar las palabras del brigadier Pedro María de Estremera, al frente de la citada sección en el ministerio. Pero ya les adelanto que mucho debo agradecer el trato y deferencias con las que el citado jefe me dispensó en todo momento, un señor de la mar como he conocido pocos y de quien recibí un muy preciado favor. Una vez ante él, me cortó el hilo de la oficial presentación, para entrar en vereda sin perder un solo segundo.

—Mucho me alegro de conoceros, Leñanza. He oído mucho y bien sobre su actividad en los últimos años, especialmente a bordo del vapor de ruedas Isabel II. Por favor, acomodaos con entera confianza —extendía la mano para señalarme el sillón enfrentado tras la mesa de trabajo.

—Muchas gracias, señor.

El brigadier tomaba entre sus manos lo que parecía un expediente personal, antes de dirigirse a mí.

—Verá, Leñanza, he tropezado por pura casualidad con un interesante expediente, donde se recoge la mayor parte de los informes que elevasteis cuando os manteníais a bordo del vapor de ruedas Isabel II. Un conjunto muy interesante, teniendo en cuenta que fuisteis el primer oficial español en embarcar en un buque de vapor, detalle que desconocía. Algunas de sus afirmaciones, tajantes y muy bien razonadas, eliminan muchas de las dudas que todavía corrían por mi cerebro o, al menos, pueden decantar la balanza hacia un lado.

Me mantenía en silencio porque desconocía al ciento por donde atacaba la badana, ni el tema concreto que me encontraba tratando. El brigadier pareció entenderlo, al comprobar el gesto de mi cara.

—Ya veo que no sabe por donde cae la perdiz. Y con toda razón. Deberá perdonarme, Leñanza. Suele sucedemos que, cuando andamos muy metidos en un tema determinado, creemos que todos los que hablan con nosotros deben encontrarse al día y la hora —movió las manos en teórica petición de disculpa—. Verá, hemos de tomar una decisión final sobre los maquinistas y todo lo que, hoy en día, rodea su trabajo y su preparación en la Real Armada. Se trata de un personal muy cualificado, importantísimo e imprescindible, que me quita el sueño. Y debería arrebatar el sueño a más de uno en las altas esferas. Debemos dejar de picotear en diferentes pucheras y aclarar la menestra. Porque la Armada necesita una decisión global y definitiva, que solucione el problema entero y de una vez. No podemos continuar con maquinistas británicos a bordo de buques españoles.

—Estoy de acuerdo, señor, y así parecía que caminábamos cuando desembarqué del Isabel II hace poco más de tres años.

—Desde luego, pero debemos pasar de la teoría a la práctica y plantear de una vez la debida reglamentación de lo que, hasta el momento, se ha movido y todavía se mueve en vuelo un tanto errático. No existe peor condición para el personal, que escuchar órdenes sobre su futuro que son anuladas pocos meses después. Tras documentarme a fondo sobre el tema, puedo exponerle que son dos las teorías principales que se establecen a la contra. Por un lado, hay quien estima que el comandante de un buque de vapor debe conocer con severa profundidad la máquina instalada a su bordo, las características de funcionamiento y manejo. Sin embargo, hay quienes opinan que el comandante de un vapor no ha de tener más relaciones ni más voces de mando con respecto al maquinista, que las muy pocas y necesarias para mandarle que el buque pare, que aumente o disminuya su velocidad. Que todo lo demás es obra del maquinista y a su sola inteligencia y de los operarios que lleva consigo queda el manejo y cuidado de las hornillas, el agua que deben contener las calderas, el conocimiento de su resistencia y todo lo que tiene relación con el vapor y sus efectos. Y ahora necesito una respuesta. ¿Por cual de esas opiniones se decanta?

Recibí la pregunta de frente y al disparo caliente. Y por todos los cristos, que no se trataba de cuestión sencilla la respuesta taxativa que me exigía. Tras unos segundos en los que intenté centrar el tema en el cerebro, expuse mis pensamientos con determinación.

—Había escuchado con anterioridad las dos teorías que menciona, señor, básicamente pertenecientes al teniente de navío Martínez Tacón y al brigadier Chacón. Martínez juega con alguna ventaja, al ser un reconocido experto en el tema de las máquinas y sus efectos, que estudió a fondo en los Estados Unidos americanos. Por el contrario, el brigadier Chacón, bajo cuyas órdenes serví en el Cantábrico durante la reciente guerra, ataca el problema desde un punto de vista más práctico y de acuerdo con nuestra situación actual. Si en el plan de estudios de los caballeros guardiamarinas se estableciera la necesidad de profundizar conocimientos sobre aquellas materias relativas a la propulsión de los buques, se eliminaría gran parte del problema. Pero en mi opinión, hoy por hoy, el comandante del buque no necesita imperiosamente conocer al detalle el funcionamiento de las máquinas y calderas que incorpora su buque. Teniendo en cuenta, por supuesto, que los responsables de máquinas y calderas sean todo lo profesionales que deben ser. Y ahí entroncamos con lo que, en mi opinión, aparece como su principal problema: La decisión final y exacta sobre la reglamentación de los maquinistas en la Real Armada. Pero no sólo sobre su formación, sino su correcto encaje en la Institución. ¿Qué deben ser los maquinistas? ¿Oficiales de guerra, oficiales mayores, oficiales de mar por encima o debajo de los de pito? Quienes trabajen a bordo como maquinistas, en cualquiera de sus escalones profesionales, deben saber a qué atenerse y disponer de una reglamentación clara y precisa.

El brigadier Estremera me ofreció una amplia sonrisa, como si me agradeciera las últimas palabras pronunciadas.

—Ha puesto el dedo en la llaga al primer envite y de cuajo, Leñanza. Porque ese es el problema final y verdadero que se ha encargado a esta sección. Pero le aseguro que en rondo general, estoy de acuerdo con sus opiniones. Hoy por hoy, el comandante de un buque no puede ser un técnico, cuasi un ingeniero que conozca la máquina a fondo. Porque ninguno se encuentra en tal situación, ni disponemos de caudales y medios para proporcionarles dichos conocimientos. Como dice, estoy seguro de que llegará el momento en el que los nuevos oficiales abandonen la Escuela Naval con suficientes conocimientos técnicos para cubrir esa laguna. Pero ahora el problema serio es el de formar a esos maquinistas que tanto necesitamos y, posiblemente más importante todavía, concederles la necesaria reglamentación orgánica. Nadie puede moverse en una institución sin reglas precisas a las que atenerse. Por fortuna, no se trata de una cantidad de personal muy elevada. Si tenemos en cuenta el buque en el que estuvisteis embarcado, el Isabel II —el brigadier Estremera ojeaba el expediente que mantenía sobre la mesa—, vos mismo propusisteis para dicho buque una plantilla compuesta por un maquinista, un segundo maquinista, cuatro ayudantes, así como doce fogoneros y carboneros o paleadores. Incluso preveíais reducir el número de fogoneros a ocho, siempre que hubieran ejercido como herreros o cerrajeros. Teniendo en cuenta una dotación total de 150 hombres, un pequeño porcentaje.

—En efecto, señor. Pero se trata de un porcentaje que debe manejarse a dos guardias de forma permanente y con un fuerte desgaste físico personal. Sin olvidar que han de funcionar bien de forma obligada o, sencillamente, el buque… se parará. Parece ser que en esa escuela de formación para maquinistas que se estableció en el arsenal de Ferrol…

—Olvídela. Esa escuela ya no existe, Leñanza. En su momento apareció como una necesidad más de la guerra. Un adecuado intento, barrido por las aguas. Ya sabe que, en tiempo de paz, se deshacen los mejores proyectos embastados durante un conflicto. Hasta el día de hoy, los únicos que presentan alguna competencia en máquinas son los destinados en las viejas casas de bombas de los arsenales, especialmente sus capataces.

—Así es, señor. En ese expediente que tiene entre las manos podrá comprobar, que ya propuse como segundo maquinista para el vapor de ruedas Isabel II, bajo la mano del inglés Gary Dart, al capataz de la casa de bombas del arsenal ferrolano, Esteban Suárez. Pero este hombre, muy inteligente y práctico, solicitó la consideración de oficial mayor, sueldo con asignación de embarco, ración de oficial y plaza segura. Chocamos de nuevo con el mismo problema, la falta de reglamentación.

—Exacto. Por desgracia, hasta ahora los trabajos en dicho sentido han sido baldíos. Se intentó formar a los maquinistas en un viejo almacén del arsenal de Ferrol, clausurado el pasado año. Incluso el arsenal de La Carraca ofreció un edificio para tal efecto, que no se tomó en cuenta. Pero también otros han propuesto que dichas escuelas funcionen directamente a bordo de cada unidad o de un buque específicamente adquirido para esa especial labor. He solicitado informes y opiniones de muchos expertos y cada uno ofrece su propia idea, que no siempre encaja con las demás. Pero ha llegado el momento de tomar el toro por los cuernos y decidir, naturalmente con la aquiescencia del señor ministro, a quien he convencido de la imperiosa necesidad, si no quiere continuar pagando soldadas extraordinarias a los británicos. Quiero que dispongamos de un reglamento preciso de maquinistas y fogoneros, españoles todos. Y establecer la escuela donde han de formarse. Si es preciso, emplearemos alguno de los maquinistas ingleses o franceses como profesores, pero solamente en la escuela y como una excepción de arranque.

—Será necesario ofrecer soldadas adecuadas, señor. No debemos olvidar que se trata de una profesión muy penosa, lo que únicamente puede resolverse con recompensas y pensiones que no desmerezcan el oficio.

—Lo sé y ahí chocaremos contra el muro perdido, porque nuestra Armada no aparece como un ejemplo en cuanto a generosidad y puntualidad en sus pagos. Bueno, salvo que se encuentre con el agua a la altura del cuello, como ha sucedido durante la pasada guerra. En fin, Leñanza, saldremos adelante como hicimos siempre. Pero quiero decirle algo importante. Como sé que se encuentra en situación de cuartel y sin destino, le ofrezco que trabaje a mi lado.

El ofrecimiento me tomó desprevenido. Y como pude comprobar con el paso del tiempo, así funcionaba día a día aquel hombre, que disparaba a quemarropa y sin aviso previo. Me miró fijamente, mientras parecía esperar una pronta respuesta de mi parte. Intenté navegar por las arenas sin caña.

—¿Trabajar a su lado, señor? ¿Puedo saber en qué tema concreto?

—Vamos, Leñanza, no se haga el huidizo, que peino charreteras desde hace muchos años. Quiero que viaje por los arsenales y me establezca una reglamentación exacta sobre los maquinistas, ayudantes y subalternos. Pero también decidir donde se llevará a cabo su correcta formación, sueldos, empleos equiparados, ascensos, retiros y todo lo que un nuevo estamento de personal conlleva. ¿Se atreve a tomar ese toro de cuernos largos?

—Me atrevo con casi todo, señor, y no lo tome como un ejercicio de grave inmodestia por mi parte. Mantengo un solo brazo a disposición —señalé el muñón de mi brazo izquierdo entre sonrisas—, pero con mucho espíritu. Creo que voy comprendiendo con cierta exactitud lo que quiere de mí, un trabajo muy importante que debería ser realizado por un equipo…

—Podrá escoger al personal que estime oportuno. Prefiero un número escaso, pero que se trate de oficiales relevantes en el proceso. Sin embargo, vos solamente dependeréis de mí. ¿De acuerdo?

Dudé unos pocos segundos. Y la principal interrogante se ceñía a que se trataba de la primera vez en mi carrera, en la que se solicitaba de mi opinión para concederme un destino, en lugar de recibirlo con mecha, manta y premura. Largué unas palabras que me costaron arrancar de la garganta.

—Con toda sinceridad, señor, debo indicarle que sueño con recibir el mando de un vapor desde que desembarcara del Isabel II. Y creo que me encuentro en el momento profesional adecuado. Pero también me seduce, mientras tanto, intentar normalizar el tema de los maquinistas en la Real Armada y su formación, por haber luchado con esa tarea cuando no se disponía de reglamentación alguna.

—¡Perfecto! —El brigadier Estremera se ofreció una palmada de triunfo, como si hubiera conquistado la cima del castillo—. Como siempre me gusta ser sincero, Leñanza, debe saber que no puedo asegurarle nada, pero le prometo que lucharé porque consiga ese mando que, estoy seguro tras leer su expediente personal, merece tanto o más que nadie. Trabaje a fondo y con precisión, que todo llegará. ¿De acuerdo?

—Por supuesto, señor.

Abandoné el gabinete de trabajo del brigadier Estremera con sensaciones encontradas en recorrida por el pecho. Porque en verdad que, todavía sin sedimentar la alargada conversación mantenida con quien pasaba a ser mi nuevo jefe, no acababa de comprender la situación en la que me había involucrado. ¿Se trataba de un trabajo-puente hasta que se me concediera el mando de un vapor? ¿El trabajo-puente presentaba fecha de caducidad? ¿Y si fracasaba en el empeño, una misión en la que todos habían chasqueado lenguas durante los últimos cinco años? Y juro por las crías de la mar, que no pensaba en el fracaso por culpa de mi poca o deficiente dedicación, sino a los insalvables problemas que podía encontrar en el camino. Porque conocía bien a la Armada, a sus miembros y a las escasas delegaciones de poder que se conceden, a las que debería enfrentarme.

Por fortuna, conseguí apartar con rapidez aquel manojo de augurios negros que atravesaban mi cabeza en vuelo. Porque me agradaba pensar que comenzaba a resolver una dificultad enquistada durante años, un problema con una decisiva importancia en el futuro de la Armada. No debía olvidar que las máquinas de los buques se presentaban como el factor fundamental en la nueva fuerza naval. Y el personal que debía dedicar un notable esfuerzo a su buen funcionamiento también podía considerarse vital, como lo había sido el ingeniero Gary Dart y sus muchachos a bordo del vapor de ruedas Isabel II.

Abandoné el ministerio tras pasar revista en el detall correspondiente y hacer efectiva mi incorporación a un nuevo destino. Quedaba englobado en la sección de Instrucción del Estado Mayor de la Armada, bajo el mando directo del brigadier don Pedro de Estremera. Comenzaba una nueva etapa de colores inciertos en mi andadura naval. Pero era consciente que de ella podía depender toda mi carrera y la ilusión que marcara en sangre desde los primeros años de mi vida.