Saben quienes me conocen, por haber leído algunos cuadernillos anteriores en los que acostumbro a relatar mis tristes y felices experiencias, que abordo estos recuerdos como obligación impuesta por el mismísimo trono celestial. Fiel a la costumbre familiar emprendida por mi bisabuelo y continuada sin merma por todos los miembros de la familia Leñanza, suelo disfrutar al pasar por escrito estas andanzas personales, que tan aparejadas se mantienen con la historia propia de la Real Armada. Los que hayan seguido con cierta atención el cuaderno de bitácora[5] de mi vida, habrán comprobado que retomo estas líneas, que intento pergeñar con ventura y aliño marinero, ocho años después. Y no crean que me ha acariciado por largo la holganza de corazón tan natural al hombre de mar cuando debe entrar en labores de amanuense, sino que pospuse la obligación hasta alcanzar misiones marineras de cierta importancia. Y sin pensarlo dos veces, he de entrar de nuevo a repique en faena de mar, con lo que los recuerdos humedecidos por la brisa de las aguas se me hacen más felices a la pluma, hasta el punto de que la mano acabe navegando por cuenta propia y sin esfuerzo aparente. Pero no teman haber perdido parte de mi azarosa vida, que los pondré al día, dentro de lo posible, en un breve resumen.
Creo que cerré estas páginas algunos años atrás, cuando les narraba momentos un tanto tristes al desembarcar del vapor de ruedas Isabel II, tras cinco años de permanente presencia en sus tablas. Se trataba de una decisión de la superioridad que me dolió como bombarda reventada tripas adentro, aunque no lo comentara en su momento ni con los obispos mártires. Menos mal que, al llegar de regreso al hogar, me esperaban los brazos de mi esposa Rosario y de mis hijos. También pude abrazar a mi padre y a mi hermana María, quien había atravesado una terrible experiencia con el malhadado ser que nos chantajeaba para conseguir su mano y, más importante todavía, su apreciable dote. Para gracia y desgracia de la familia, el problema se había solucionado, aunque fuera a costa de la pérdida del primo Santiago, joven enfermizo y de escaso futuro, que se ofreció de forma extraordinariamente generosa para solucionar el conflicto a costa de su propia vida.
Por las razones expuestas, el ambiente que se vivía por aquellos días en el palacete familiar de Montefrío pendía de lianas preñadas de dolor y agonía, especialmente para mis tíos Beto y Rosalía, única hermana de mi padre. El otro miembro de la familia, el primo Beto, no había podido acudir a las exequias de su hermano por encontrarse embarcado en un guardacostas por las aguas valencianas como teniente de navío, con periodo de servicio activo a proa. Tampoco yo había llegado a tiempo y bien que sentí no acompañar a los seres queridos en tan doloroso trance. Mi tío Beto, que había abandonado la Armada pocos años atrás tras una carrera plena de fatalidad y desgracia, rumiaba sus penas cuando caía sobre sus hombros una estera más y de las de calibre superior.
Por fortuna, mi padre parecía haber superado sus problemas de corazón, aquellas extrañas y violentas aceleraciones del pulso, a las que se había visto sometido durante los dos años anteriores. El galeno de la casa, buen amigo y cirujano primero de la Armada don Bautista Ruano, le recomendaba vida calma, viandas de salud, caldos generosos y escasas emociones, difíciles condiciones en su conjunto que, no obstante, intentábamos conseguir entre todos a su alrededor.
Un par de semanas después de las exequias del primo Santiago y siguiendo los consejos de mi padre, los tíos Rosalía y Beto decidían partir hacia Cádiz. Como aseguraba mi progenitor con atinada razón, ambos necesitaban ofrecer distancia a la alegre villa madrileña y, de esa forma, a las últimas estampas corridas por su querido hijo. Debían atravesar aquella amarga página de su vida, aunque la muerte de un vástago, situación anormal e injusta a todas luces, no se pueda olvidar jamás. Pero les sentarían bien los vientos gaditanos de levante y poniente, alejados de la vida cortesana, de sus saraos y fiestas, para purgar entre ellos y en mutuo consuelo aquellos meses de recuerdos negros.
Mis dos hijos crecían con salud y alegraban la vida en el palacete. El pequeño Santiago, un mozo ilusionado como infante en vigilia de armas, se preparaba para sentar plaza en la Real Compañía de Guardiamarinas, cercano a cumplir los quince años. Se trataba de la nueva edad mínima que se exigía tras los cambios acaecidos para la formación de los nuevos oficiales, aunque tanto mi padre como yo lo hubiésemos conseguido dos años antes. Sentía un inmenso orgullo al comprobar que un nuevo Leñanza se incorporaba a las filas de la Real Armada, Institución a la que se amadrinaba nuestra sangre en férrea costura generación tras generación. Mi esposa Rosario lloraba por las noches en silencio, al pensar que debía separarse de forma definitiva de su pequeño y querido grumete, aunque el mozo mostrara hechuras de enorme fortaleza, más cercanas a las de mi padre y a los Leñanza que habían recibido el apodo de Gigante durante generaciones.
Por otro lado, la pequeña Rosario crecía con hermosura desbordante, muy parecida a la de su madre. Aunque cercana a cumplir los catorce años, todavía se mostraba aniñada y cohibida ante el mundo en el que debería entrar por derecho más pronto que tarde. Y por último, mi hermana María, tras superar aquella terrible experiencia matrimonial, felizmente fallida, de la que se había salvado con apuros y tristeza, entablaba relación formal con el teniente de fragata Víctor María Descallar, hijo del brigadier Fermín Descallar, compañero de mi padre. Y un año después matrimoniaban en la villa cortesana, con felicidad rendida de capitán a paje. Bien que lo merecía aquella preciosa y buena mujer, que tanto había sufrido en los últimos meses con el intento del maldito señor de Fontellanos.
Una vez en la Corte y tras rendir visita en el ministerio de Marina, como marcaba mi obligación, pronto comprendí que debía quedar de forma irremediable en situación de cuartel y sin destino, a la espera de que saltara alguna moscarda dulce contra la cara en el cercano futuro. En igual situación se encontraba mi padre a sus cincuenta y seis años, aunque en el empleo de jefe de escuadra. Y si mis posibilidades para embarcar se movían en claroscuros, las de mi padre por regresar al servicio activo giraban al negro más absoluto. No por su edad o decadencia física, sino por el empleo alcanzado y las escasas oportunidades que se aparecían en dicha estadía de la carrera para la Real Armada de aquellos días. Por fortuna, continuaba disfrutando de una vida personal feliz y regalada al lado de su esposa portuguesa, Leonor de Almeida, una mujer extraordinaria que le había hecho olvidar pasados trances negros y tomarse la vida con un talante más agradable y positivo.
En cuanto a mi propia situación y para elevar el ánimo, me repetía una y otra vez que un capitán de fragata, a sus treinta y cinco años, experto en buques de vapor y habiendo sido el primer representante de la Real Armada en embarcar en un buque con esas novedosas características, no debía pasar mucho tiempo mano sobre mano. Pero ya se sabe que las cosas de palacio navegan al palmo y nunca se acierta por dónde o cuándo saltará la marmita en vuelo. Pero no se debe ofrecer descanso a la liebre y pensaba recorrer pasillos en la secretaría casi de continuo, única forma de poder conseguir algún premio escondido. No obstante y tras el largo tiempo atravesado durante la Guerra de los Siete Años contra el pretendiente carlista, bien merecía un descanso y dedicar algún tiempo a una familia que, con la partida de mi hijo, comenzaba a desmembrarse como norma de ley.
Aunque regresé a la Corte bien entrados en el mes de septiembre de 1839, ya se atisbaban los estertores de la sangrienta guerra civil que acabó por llamarse como de los Siete Años[6]. Al tiempo que los ejércitos isabelinos arrollaban a sus enemigos en las provincias vascas y todos los puertos del Cantábrico quedaban bajo control gubernamental, el cansancio producido por una guerra enquistada, sin que ninguno de los dos bandos consiguiera una ventaja definitiva, comenzaba a fomentar los intentos de llegar a un acuerdo pacífico. No obstante, encontraba difícil comprender la situación, posiblemente por haberme alejado de las fuentes de información durante bastantes años, especialmente los periodos de estancia en los astilleros ingleses. Por fortuna, una vez asentado en Madrid y en una larga conversación mantenida con mi padre, comprendí el panorama nacional, aunque comenzáramos la charla por riberas distintas.
—¿Cómo te ha corrido la visita girada al ministerio, Francisco?
—Pues de una forma tan escasamente positiva como era de esperar, padre. Quedo de nuevo sin destino y pasado a la absurda situación de cuartel, que tan difícilmente se comprende. A verlas venir en la distancia y sufrir la espera indeterminada una vez más.
—No es posible que un oficial con tu experiencia en buques de vapor, quede relegado sin más por elevado tiempo. Porque no son pocas las unidades que se han adquirido con esa nueva propulsión para la Armada.
—Aunque siempre sea terrible padecer una guerra entre hermanos, y esta en especial con el cariz tan sangriento que muestra en todas sus facetas, debemos reconocer que para la Armada ha sido más que positiva. Hemos adquirido un elevado número de buques de vapor con la específica misión de bloquear los puertos propicios a la entrada de armamento y pertrechos para los ejércitos carlistas. Si no hubiese aparecido esta imperiosa necesidad, tan importante para el Gobierno y para la Reina Gobernadora, no sé si todavía continuaríamos navegando a remo —me abrí en sonrisas tras la exageración lanzada.
—Tienes razón. Es posible que el paso de la vela al vapor haya sido enfocado en nuestra Armada de una forma demasiado…, demasiado abrupta. La Gran Bretaña, por ejemplo, caminó con proyectos y estudios durante años, pero poco a poco, afianzando cada paso y sedimentando los condicionantes en sus propias estructuras. Sin embargo, nosotros, de la noche a la mañana, debíamos bloquear una costa contra la presencia de buques de vapor con armamento y pertrechos para las fuerzas carlistas. Y necesitábamos unidades con la misma propulsión. Todo se desarrolló con demasiada rapidez.
—Estoy de acuerdo, padre. Pero no se aparecía otra forma de atacar el problema en tan escaso periodo de tiempo. Además, creo que se ha estimado al buque de vapor como un ente completamente distinto al buque de vela, como si debiera variarse el concepto marinero. Y en mi opinión, se trata de un gran error.
—¿Qué quieres decir?
—Como recordará, cuando embarqué en el vapor de ruedas Isabel II, toda la dotación era británica. Nos estimábamos incapaces de absorber un solo puesto del buque. Ahora sabemos que no es así. No es tan complicado marinar un buque a vapor.
—Desde luego, pero siempre que se disponga de buenos maquinistas. Ahí se encuentra nuestro principal lunar. Y por desgracia, no se ha mirado hacia el futuro en su momento, como era necesario. Cazamos una hermosa perdiz, cuando podíamos haber abatido dos de un solo escopetazo. Bueno, debes comprender lo que intento decir —mi padre movía las manos en redondo, como si deseara explicar sus palabras—. Por supuesto que ha sido una suerte la ocasión que nos ha brindado la guerra, por doloroso que sea lanzar un reconocimiento así. Ya me decía el ministro Figueroa, cuando enfocábamos el plan de adquisiciones de buques para la Armada, que debíamos aprovechar el momento. Sin embargo, también es cierto que no se han acondicionado los arsenales a las necesidades específicas de esos buques, salvo alistar algunos muelles para el necesario carboneo y poco más. Y el cambio sufrido ha sido colosal, lo que algunos no parecen comprender. Porque no sólo me refiero a la necesidad de modernización en los talleres de los ramos en los arsenales, sino también a la instrucción del personal en esas nuevas facetas técnicas de la navegación y las máquinas de vapor. Todavía algunos buques se mueven con maquinistas británicos, que cobran soldadas más propias de ministro, y no todos los que formamos parecen haber adquirido el necesario nivel técnico y práctico.
—Pues tenía entendido, padre, que esa escuela levantada con tantas prisas en el arsenal de Ferrol produce buenos maquinistas. Los que recibí a bordo del vapor Isabel II mostraban profundos conocimientos, aunque faltos de la más elemental práctica.
—Te refieres a maquinistas de medio y bajo escalón, más bien ayudantes de máquinas, paleadores y fogoneros. Pero también necesitamos a esos que los británicos llaman ingenieros y que en nuestra Armada reciben el nombre de primeros maquinistas, capaces de dirigir a bordo reparaciones y ser capaces de evaluar los problemas serios que aparezcan en máquinas y calderas. Bueno, nadie mejor que tú debe saber a lo que me refiero.
—En efecto. Todo el tiempo que atravesé embarcado en el Isabel II, dispuse de maquinistas británicos con el ingeniero Gary Dart a la cabeza, un extraordinario profesional. Y se trataba de un personaje que mandaba a bordo casi tanto como el comandante. No obstante, padre, mi miedo es que, una vez acabada la guerra, se olviden los proyectos enhebrados y el necesario mantenimiento de los sistemas. Y parece que la guerra se liquida con rapidez gracias a ese convenio de Vergara.
—Bueno, ese convenio que mencionas puede ser considerado como el principio de una cercana paz, aunque no el escalón definitivo que muchos pretenden presentar, con el general Espartero a la cabeza. Bien es cierto, que se lo ganó a pulso.
—No le comprendo, padre.
—Ya veo que, con tanto traslado al Reino Unido y misiones en la mar cantábrica a bordo del Isabel II, te encuentras en mantillas sobre el verdadero curso de la guerra. Suele ser uno de los débitos habituales del oficial de guerra de la Real Armada durante los conflictos, aunque no se les pueda culpar por ello. Mira, debido a ese cansancio que en todas partes aparece, porque la guerra se alarga en demasía y son muchos los sufrimientos del pueblo, comenzaron a aflorar contactos más o menos secretos para alcanzar el deseado final. El más importante lo llevó a cabo el general Maroto, jefe del estado mayor carlista. Contactó con Espartero a través de su ayudante para buscar una salida negociada al conflicto. Y se organizó una buena mazamorra al ser descubiertas tales negociaciones, con intención de ser denunciadas por algunos generales navarros ante la corte de don Carlos. Pero Maroto se movió con rapidez y ordenó que los discrepantes fueran fusilados de inmediato. Esta acción dividió a los carlistas. Pero don Carlos, con su habitual pusilanimidad y falta de carácter, legitimó los actos de su impulsivo general. Incluso Cabrera se situó a la contra, y te hablo del general con mayor prestigio en el bando legitimista.
—¿Firmó algún convenio Maroto con Espartero?
—En principio, ninguno, porque no llegaban a un mínimo acuerdo. Maroto pedía demasiado, incluso el reconocimiento de los derechos del Pretendiente, y Espartero no concedía casi nada. Pero otros movimientos, como el llevado a cabo por Cabrera y Van Halen, animaron a Maroto a intentarlo de nuevo, incluso involucrando en el proceso al comodoro británico John Hay. Al mismo tiempo, y te hablo de las primeras semanas de este mismo verano, las deserciones en el ejército carlista aumentaban de forma peligrosa. Porque Espartero, ya nombrado duque de la Victoria, maniobraba bien en todos los terrenos. Por fin, el último día del mes de agosto, se produjo el simbólico encuentro entre las tropas de Espartero y Maroto, que tanto se ha corrido de forma más o menos interesada. Y aquí debemos reconocer que el general liberal actuó con extrema inteligencia.
—¿Se abrazaron? —elevé una sonrisa, al mencionar lo que todos destacaban.
—Antes de producirse el famoso abrazo, ambos generales se adelantaron a sus fuerzas. Fue entonces cuando Espartero, que posee un buen don de la palabra y es astuto como una liebre, aunque mienta en demasiadas ocasiones, se alzó con decisión sobre los estribos de su caballo y gritó a pulmón como un endemoniado, dirigiéndose hacia los soldados carlistas: ¿Queréis vivir todos los españoles bajo una misma bandera? Pues ahí tenéis a vuestros hermanos que os aguardan. Corred y abrazarlos como yo abrazo a vuestro general.
—Y lo aceptaron las fuerzas carlistas.
—Las tropas de ambos bandos se pronunciaron en una impresionante e inesperada explosión de alegría. Pocos segundos después, se cruzaban las líneas a la carrera y quienes hasta ese momento habían sido despiadados enemigos, comenzaban a ofrecerse saludos de amistad y abrazos efusivos. Vamos, como si los siete años de sanguinaria guerra no hubieran existido. Sin embargo y como te mencionaba, se trata solamente del primer paso en la buena dirección. Porque en principio, muchos jefes carlistas se oponen a esos abrazos y a la firma del Convenio. Por las claras tachan a Maroto de traidor. Por ejemplo y como directa respuesta al Convenio de Vergara, la Junta Carlista de Aragón, Valencia y Murcia ha divulgado una proclama, en la que califica de atroz y vil perfidia el acto protagonizado por el general Maroto. Y como prueba más importante, el general Cabrera, que no ha reconocido el Convenio y lanza pestes contra él, continua combatiendo sin tregua por las tierras levantinas. Sin embargo, creo que a pesar de la corriente a la contra, enfocamos el camino final.
—¿Por qué está tan seguro?
—Por lo que escucho a unos y otros. Y como dato de la máxima importante, hace solamente quince días que el pretendiente don Carlos ha abandonado España. Acabó por cruzar a Francia por los pirineos navarros. Una acción que algunos han estimado como de simple cobardía. Eso me parece definitivo y no se atisban operaciones importantes de los ejércitos por estos días. Cabrera acabará por ceder y se retirará a Francia con sus hombres más fieles, estoy seguro, como ya han hecho muchos de sus compañeros de armas.
—Parece que el general Espartero es quien se cubre de gloria eterna en este tramo final de la contienda.
—Bueno, han caído sobre él casi todas las flores del jardín celestial, no del todo merecidas, aunque otros muchos títulos y prebendas se hayan concedido a generales y oficiales del Ejército. Espero que, al menos, se mencione de alguna forma el papel jugado por la Armada, aunque pocos acaben por enterarse de nuestros sacrificios y la importante labor llevada a cabo. Por Dios bendito, si incluso los batallones de Artillería de Marina se integraron en la Infantería del Ejército y han combatido en los muchos frentes del interior. Pero lo que más me preocupa del momento que vivimos en España, y no se trata de rodela nueva, es la progresiva e imparable politización de los mandos del Ejército.
—No es la primera vez que le escucho esas palabras, padre.
—En efecto. Desde la Constitución del 12 y la guerra de liberación contra el francés, los jefes del Ejército han cobrado un protagonismo político desmedido. Y estimo como un tremendo error, que intenten dirigir la política del Estado. Quien tiene las armas en la mano, no debe entrar en el juego político porque lo hace con ventaja e incluso con posibles rastros de extorsión.
—Tiene razón, padre. Pero, bueno, es conocido por tirios y troyanos que, desde que quedamos sin Armada, el Ejército se ha convertido en un manto omnipotente que desea velar por todos los intereses nacionales, al menos en teoría. Ya se está viendo en esta guerra. En los pasquines y panfletos de la prensa, tan sólo aparecen los logros del Ejército, exagerados por cien en muchas ocasiones. Absolutamente nada sobre nosotros, ni siquiera cuando fuimos el factor determinante en algunas importantes acciones de guerra. Pocos comprenden que si la Armada hubiese quedado dividida y los carlistas con buques suficientes, la guerra podía haber tomado otro derrotero muy distinto. Tan sólo con que don Carlos hubiese dispuesto de un buen fondeadero en el Cantábrico desde el primer momento, es fácil deducir que, fletados o comprados, habrían conseguido una Armada de vapor posiblemente superior a la nuestra. Porque en los primeros años, su crédito era más importante y efectivo. Y esa escuadra habría asegurado la entrada de ayuda desde Francia y el control marítimo de la costa vasca. Bueno, no solamente de la costa vasca sino de casi toda la cantábrica. Porque ya fijaban sus ojos en el puerto de Santander. En tal caso, hasta el Reino Unido debería haberlos reconocido como bando beligerante, para haber disputado con sus barcos el control de aquel litoral.
—Pero no solamente debemos hablar de las acciones de bloqueo, por muy importante que hayan sido, Francisco. También el hecho de asegurar la llegada de armamento y pertrechos para las fuerzas propias, supuso un factor de la mayor relevancia. Sólo tenemos que observar la orografía del escenario bélico y las difíciles posibilidades de abastecimiento por otras veredas.
—Tiene razón, padre. Ese apartado lo he vivido en primera persona. Quedé impresionado en la Embajada de Londres, cuando leí un memorándum en el que aparecía con todo detalle el material británico enviado por mar para las tropas gubernamentales desde 1834 al 38. Cifras astronómicas. Casi medio millón de fusiles, carabinas y rifles, con seis millones de cartuchos, un millón de libras de pólvora, casi cien piezas de artillería naval o de campaña, y mil apartados más. En fin, una lista interminable.
—Mendizábal consiguió ordeñar reales de vellón hasta de las piedras.
—Pero no para pagar las soldadas de la Armada. En estos momentos, me deben más de treinta mensualidades. Y de las correspondientes a las del año pasado, sólo he cobrado cuatro.
—Así estamos todos en la Armada, hijo mío. El ministro Vázquez Figueroa fue el único que tomó en serio ese tema por la tremenda injusticia que presentaba. A partir de entonces, hemos regresado al camino habitual. Recuerdo que esa situación motivó que, en agosto de 1837, se recibiera en las Cortes un escrito a instancia de los Jefes, oficiales y demás individuos del departamento marítimo de Ferrol, en el que solicitaban que se resolviera de una vez esta desastrosa situación, que les impedía dar de comer a las familias e incluso vestir con dignidad de acuerdo al reglamento. Y planteaban una correcta solución, al pedir que no debiera salir todo el dinero de la Pagaduría del Arsenal, sino de las cajas de las Intendencias de las Rentas de cada provincia que debían aportar determinada cantidad de su presupuesto. En resumen, solamente solicitaban que las Fuerzas Navales de la Costa de Cantabria fueran tratadas como una parte más del Ejército de Operaciones.
—Supongo que se tomaría como un expediente más para arrojar a la papelera.
—Como se trataba de un escrito interpuesto ante las Cortes, el Gobierno se vio obligado a contestar. Y lo hizo con la promulgación de una ley en la que se perseguía la nivelación de pagos del personal de la Marina con las demás clases del Estado, sobre todo con los miembros del Ejército. Porque para vergüenza general, sé de Batallones del Ejército que tomaron parte en acciones bélicas por el norte, a los que no se les debía una sola soldada. ¡Una vergüenza! ¿Acaso no somos militares en defensa del Gobierno como ellos? ¿Se creen que a bordo de nuestros barcos disfrutamos como infantes de vida regalada?
—Eso piensa más de uno y de dos, padre.
—Pero, como decías, el tema se remató como de costumbre, abandonado en la papelera. Como tantas otras veces, un rosario de promesas olvidadas. Tanto así que, meses más tarde, de nuevo los jefes y oficiales, ahora de Ferrol y Cartagena, denunciaron el incumplimiento. Ya puedes imaginar la solución. Más palabras escritas sobre el agua.
—Desde que Fernando VII pronunció aquella maléfica frase de… la Marina poca y mal pagada, se dio curso legal a tan esperpéntica situación.
Quedamos en silencio durante algunos segundos, como si las últimas palabras lanzadas nos hubieran dinamitado los pensamientos. Pero como me interesaba continuar escuchando a mi padre, que mucho sabía y siempre entraba en verdades, lo ataqué de nuevo con prenda en la mano.
—¿Y vos, padre? ¿No hay posibilidad de que os ofrezcan algún destino…?
—Por favor, Francisco —movió los brazos en evidente negativa—, ya sabes que se trata de empresa casi imposible. Podría rogar al ministro de turno para que me ofreciera una siniestra oficina, sin labor cierta que realizar. Así se mueven algunos compañeros, que necesitan la soldada para sobrevivir. Pero no pienso hacerlo. Para mayor tristeza, te aseguro que, deseando cumplir con la debida cortesía, intento presentar mis respetos a cada nuevo ministro de Marina que se nombra. Pero, a veces, cuando llego a su gabinete, me encuentro que ya se ha sentado un personaje distinto. Algunos permanecen en el cargo solamente unos pocos días. Desde 1833 hemos dispuesto de más de quince ministros de Marina. De ellos, cinco oficiales de la Armada, un funcionario del ministerio, cinco generales del Ejército y ministros de la Guerra de forma simultánea, y cuatro que nada tenían que ver con la Armada ni con las cosas de la mar. Ya me dirás qué planes de futuro se pueden establecer con esos mimbres oxidados. Por ejemplo, ahora mismo se ha nombrado ministro de Marina a don José Antonio Ponzoa, que durará en el cargo unas pocas semanas, estoy seguro.
—¿José Antonio Ponzoa? Jamás escuché ese nombre, padre. ¿Quién es y de dónde ha salido?
—Pues no creo que lo conozcan ni en su domicilio particular. Por casualidad, debí conversar con él hace algunos meses, cuando asistí de visita oficial a la Real Sociedad Económica de Amigos del País. Se trata de un profesor titular en la Cátedra de Economía Política, nacido en Murcia. Ha conseguido entrar en política y le han concedido la cartera de Marina, como le podían haber nombrado ministro de las rocas blancas. Nada sabe del tema marítimo, un medio que desconoce por completo. Pero se trata de badana vieja, que a la secretaría de Marina no se le concede mayor relieve o importancia dentro del Gobierno. Estoy seguro de que, en unas pocas semanas, este señor Ponzoa saltará a otro ministerio más jugoso, sin haber dejado huella alguna en el nuestro.
—Bueno, padre, esperemos que se acabe esta maldita guerra y volvamos a la normalidad.
—¿Te refieres a un regreso a la triste realidad, hijo mío? —mi padre sonreía—. Bueno, no he de ser tan pesimista ante las nuevas generaciones. Recemos a la Santa Patrona para que se produzca el milagro.
—Por cierto, padre, ¿qué hace el Gobierno con todos los miembros de las tropas carlistas apresados, que conforman un número tan elevado? Porque los ingleses obligaron al cese de los juicios sumarísimos y fusilamientos masivos, para establecer su ayuda de forma oficial.
—Eso significó un notable cambio en las normas de esta sangrienta guerra y, por fortuna, el ejercicio de una mayor…, digamos humanidad. Concuerdo plenamente con que el hecho de considerar a las tropas carlistas en calidad de rebeldes o bandoleros pareciera un tanto desproporcionado. Desde que se estableció la doctrina británica expuesta en el convenio Elliot, cuyo objetivo era preservar la vida de los prisioneros, punto innegociable si deseábamos recibir la ayuda de los ingleses, tan necesaria en el devenir de la guerra, no se han producido más fusilamientos en números altos sino convenientemente juzgados. Acabó por concederse a los carlistas el grado de beligerantes. Se decidió aplicar una política de dispersión, con lo que esos hombres podían acabar en cualquier presidio peninsular, pero también en Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Canarias o en las plazas de soberanía en la costa africana. Por ejemplo, si pasas por la gaditana y muy marinera villa de San Carlos, comprobarás que la antigua Casa del Intendente y Academia de Pilotos se ha convertido en un presidio específicamente dedicado al ingreso de fuerzas carlistas. Y son números tan elevados, que en algunos puntos se produjeron sublevaciones.
—¿Sublevaciones?
—En efecto y más de una. Creo que la inicial tuvo lugar en Ceuta, fracasada por delación de algún componente, como sucedió con la mayor parte de tales movimientos. La primera acaecida con cierto nivel, que afectó a unidades de la Armada, tuvo lugar en el presidio de Alhucemas. Un teniente carlista, que ya en Vélez de la Gomera había sido vigilado de forma especial, consiguió atraer la simpatía de sus correligionarios y hasta de la tropa leal allí establecida. Acabó por tomar el control del Peñón. Como su intención era la de pasar a la Península, esperaron la llegada de alguno de los buques dedicados al periódico traslado de víveres y vituallas. Por fin, en diciembre del año pasado, fondearon en sus aguas los místicos[7] artillados Virgen del Carmen y Santa Ana, bajo el mando de los alféreces de fragata Fernando Gallardo y Luis Molina. El capitán rebelde se hizo rápidamente con el control de los buques, que no esperaban un asalto en toda línea de sus propias fuerzas. En el primero embarcaron 150 hombres con armas y con el teniente rebelde Pedro María Quintana al frente. Sin embargo y a pesar de las amenazas recibidas, los comandantes de ambos místicos se negaron a marinar los buques hacia la costa levantina, donde Quintana pensaba unirse a las tropas de Cabrera. Ante la negativa, el propio Quintana se creyó capacitado para la labor y tomó el mando de los buques, que se perdieron de vista en la distancia durante la primera noche de navegación. Aunque quisiera llegar a las costas del Reino de Murcia, el Virgen del Carmen, sin gente de mar para marinar la unidad, arribó seis días después a Mazalquivir, en la costa argelina, donde los rebeldes fueron inmediatamente apresados por las autoridades francesas.
—¿A Mazalquivir? Dios mío, un grave error de navegación —reía con ganas—. ¿Y el otro místico?
—Suerte parecida. Con una proa un tanto errática, acabó por arribar al cabo Silane. Después, ambos buques sufrieron vicisitudes más propias de obra de aventuras. Pero como resumen final, casi todos los rebeldes carlistas fueron internados de nuevo en presidio y los buques recuperados para la Armada. Bueno, estos hechos son anecdóticos. Sin embargo, la sublevación más importante y que afectó en gran medida a unidades de la Armada, e incluso a fuerzas navales de los Gobiernos extranjeros, tuvo lugar en la plaza de Melilla, por el mes de diciembre del pasado año.
—¿Melilla?
—Dos o tres días antes de la Natividad del Señor, tres sargentos del Regimiento de Infantería del Rey, apoyados por dos compañías carlistas de la citada unidad, se hicieron con el control absoluto de la plaza.
—¿Tres sargentos en solitario se hicieron con el control de toda la plaza? Parece que la guarnición ejercía cierta dejadez en sus obligaciones.
—Así fue. Según me comentaron, el cabecilla, sargento Luis Colomer, es un personaje bragado y con los bigotes en alto. Detuvieron al gobernador, así como a todos los jefes y oficiales de la guarnición. Colomer pretendía organizar una Junta Carlista de Melilla. Necesitaba alguna cabeza para coronar el movimiento y la encontró en un canónigo que ya había presidido la Junta Gubernativa Carlista de Castilla la Vieja, aunque le costara mucho convencerlo. Y sin detenerse un segundo, ordenó liberar a todos los carlistas, militares o no, encarcelados en la plaza. Con aquel conjunto de legitimistas formó el batallón de Voluntarios Realistas, que bautizó con el apelativo de La Lealtad.
—Un hombre dispuesto, sin duda. Supongo que desde la Península se enviarían fuerzas con rapidez.
—No tanta rapidez, hijo mío. Colomer entendió que debían ganar el máximo tiempo posible para organizarse convenientemente, por lo que ordenó encarcelar a todos aquellos de los que se sospechara que podían enviar aviso de lo sucedido a la Península, especialmente a cuatro confidentes marroquíes muy dados al pasteleo. Sin embargo, se le escapó el más listillo, un moro al que llamaban Pata Gorda, que consiguió pasar al Peñón de Alhucemas y dar la voz de alarma. No obstante y como la comunicación de Melilla con la Península debía ser casi constante, especialmente en las jornadas de celebración navideña, el capitán general de Granada, general Juan Palarea, superior autoridad de plazas y presidios, comenzó a sospechar de que no se recibiera un solo aviso de Melilla. Como por aquellos días se encontraba en Málaga, ordenó que se preparara para salir a la mar el bergantín María Cristina, del cupo del Resguardo Marítimo, bajo el mando del teniente de navío Juan Mesías. Y con extrema diligencia, ordenó embarcar una compañía de desembarco. El general transmitió a Mesías personalmente toda suerte de precauciones que debía tomar en el puerto de Melilla.
—Supongo que el bergantín fondearía a suficiente distancia de tierra.
—Por supuesto y por fuera del alcance de la artillería de la plaza. Pero tampoco debía fiar una mota en banderas, pabellones o cualquier actitud teóricamente amistosa. Debía investigar a la vista, si en verdad la plaza se mantenía bajo el control de la legalidad. Y no debía estar seguro hasta que embarcaran en su buque el mayor de la plaza y el vicario para dar fe de ello. Por fin, el María Cristina arribó a Melilla en la mañana del día 8 de enero. Dudó durante algunas horas porque en la distancia no acababa de comprender la situación, así que envió a tierra a un teniente de infantería embarcado para entrevistarse con el gobernador e investigar sobre la situación.
—Me temo lo peor, padre.
—Hay que ser un poco más optimista, Francisco —mi padre sonreía, divertido, al tiempo que regresaba a la narración—. Al teniente no le fue difícil entrevistarse con el flamante gobernador carlista, un capitán de artillería de los liberados. El nuevo mando de la plaza se ofreció a que un teniente carlista regresara a bordo del María Cristina y expusiera al comandante del buque la situación. Asimismo, le comunicaba el inminente envío al buque, si no se oponía, de todo el personal civil y militar retenido que no deseaba sumarse a la sublevación. El teniente de navío Mesías lo aceptó y se intentó embarcar a las 143 personas que deseaban abandonar Melilla. Pero por falta de capacidad, hubo de ser alistado el falucho Mallorquín, en el que embarcaron veinticinco militares.
—Y regresaron a Málaga. Sería una buena sorpresa para el capitán general.
—El general Palarea ya se encontraba al día de la situación, al ser informado por Pata Gorda y por el gobernador del Peñón de Alhucemas. Y aunque poco gustó de las noticias entregadas por el comandante del María Cristina, debió acceder a que el bergantín regresara a Melilla para evacuar a poco más de sesenta personas, que no habían podido ser trasladadas en la primera ocasión.
—¿Y qué se hizo?
—El general Palarea preparaba planes para reconquistar la plaza, pero no disponía más que del bergantín María Cristina a su disposición. Sin dudarlo y tras exponer la situación al Gobierno, solicitó el concurso de dos buques fondeados en el puerto, un bergantín británico, el Wasp, y la goleta francesa L’Aigle, para llevar a cabo la empresa. De acuerdo a lo firmado por ambas naciones, debían concedernos el auxilio solicitado. El comandante del Wasp no lo dudó un instante y alistó con rapidez su buque para cumplir con la petición. Sin embargo, el comandante gabacho, de acuerdo a esa puñetera ambigüedad de los franceses en todo lo que se refiere a España, se negó a secundar la acción alegando que las órdenes recibidas de su gobierno le impedían tomar partido por ninguno de los bandos en conflicto, una falsedad absoluta que el muy bribón debía conocer. Menos mal que nuestro Gobierno actuó con rapidez y envió la oficial protesta ante el embajador español en París, el marqués de Miraflores. Y con extraordinaria agilidad, el primer ministro francés alegó sorpresa y ordenó que se arrebatara el mando al prepotente comandante de la goleta, de inmediato.
—¿Qué hizo el británico?
—Pues de acuerdo con la favorable conducta de nuestros ancestrales enemigos en esta guerra, el Wasp, siguiendo los deseos del general Palarea, entró en Melilla con una propuesta de intercambio de prisioneros. El Presidente de la Junta de Melilla se negó. En primer lugar, se extrañaron de que arribara un buque británico para efectuar la mediación. Sospechaban la posibilidad de que los ingleses desearan tomar la plaza, lo que no es descabellado porque se trataba de un objetivo perseguido durante muchos años por los británicos, aunque en esta ocasión tal sospecha no se basara en hechos reales. Por otra parte, la Junta de Melilla había conseguido contactar con el general Cabrera, que transmitió la situación a don Carlos. El pretendiente a la Corona les hizo llegar una nota muy patriótica y de alabanza, en la que los alentaba a resistir en Melilla, al tiempo que les informaba de que llevaba a cabo las necesarias gestiones con sus aliados europeos para que les hicieran llegar los auxilios que, con urgencia, solicitaban.
—¿Consiguieron embarcar en la operación a las potencias europeas?
—Era la idea de Cabrera, desde luego. Sin embargo, pocos días después volvía a aparecer el Wasp en aguas melillenses. Pero ahora con una seria intimación en nombre del capitán general de Granada. Si en tres días no ofrecían la necesaria rendición, una poderosa escuadra británica los conminaría a ello con fuerza artillera destructiva. No sirvió de nada porque los sublevados no cedieron una pulgada y rechazaron de plano la amenaza.
—¿No podían enviarse buques de la Armada?
—Todos comprendían que era la línea a seguir. La amenaza lanzada por el Wasp había sido una peregrina idea del general Palarea, mal recibida en la Corte. El Gobierno urgió al ministro de Marina para que llevara a cabo un inmediato bloqueo de la plaza. Se ordenó formar una división naval bajo el mando del capitán de fragata Santiago Soroa, nombrado como comandante de la División Naval del Bloqueo de Melilla, compuesta por varios buques del Resguardo Marítimo, que pasaron a Málaga. El 10 de febrero se emitió la Real Orden que establecía oficialmente el bloqueo, que debía impedir todo contacto o ayuda exterior a la plaza. La división quedó formada por los bergantines María Cristina, Isabel II, teniente de navío José Ramos Izquierdo, y Soberano, teniente de navío Calixto Paredes, goleta Minerva, teniente de fragata Ramón Alcina, barca Veloz, alférez de fragata Belmonte, faluchos Neptuno, capitán particular Bernardo de Riera, y Proserpina, teniente de navío José del Río. Asimismo, se incorporaron los místicos Virgen del Carmen, alférez de fragata Luis Molina, y Santa Ana, alférez de fragata Fernando Gallardo. Por último, entraban en la división como apoyo el bergantín británico Wasp y el francés Volage, bajo el mando del teniente de navío Gressier, aunque este último hizo acto de presencia el mismo día 20.
—Una fuerza un tanto desparejada.
—Bueno, se intentaba ofrecer una imagen de velas en copo y decisión gubernativa. Para ello, había sido relevado el general Palarea, autor de algunos oficios poco relevantes e incluso contradictorios, por el brigadier Antonio Álvarez de Thomas. Una vez formada la división en Málaga, el brigadier ordenó al capitán de fragata Soroa que arrumbase con su fuerza a Melilla y que, una vez allí, estableciera contactos con los jefes carlistas, tendentes a conseguir la necesaria capitulación. Una vez arribados a las aguas de la plaza, el día 12 de febrero, Soroa comisionó al alférez de fragata Joaquín Fernández Pedriñán, segundo piloto del Soberano, para que estableciera contacto directo y formal parlamento con el capitán carlista Gregorio Álvarez, en representación de la Junta Melillense. Tras dos días de permanentes conversaciones, el capitán Álvarez ofreció a Soroa las condiciones para la efectiva capitulación de la plaza.
—¿Condiciones asequibles?
—Creo que sí. Las dos principales consistían en garantizar la soberanía española de Melilla y que las propuestas fueran aceptadas por don Carlos. El resto eran las habituales sobre honores, armas, enseres y libertad de bienes. Y destacaba una especial petición de una paga para todos los hombres, así como 100 pares de zapatos y 200 pares de alpargatas.
—¿Fueron aceptadas?
—El capitán de fragata Soroa, de acuerdo con las instrucciones generales recibidas del gobernador militar, aceptó todas las propuestas menos la que obligaba a la aquiescencia de don Carlos. Creo que acertaba de pleno. No parecían los rebeldes entrar por la tira, pero tras cuatro días de ida y regreso de propuestas, los sublevados aceptaron retirar la condición discordante y firmaron las actas.
—Un final sencillo.
—Bueno, sencillo porque la cúpula carlista nacional no hizo nada por apoyar de verdad a aquellos valientes, que lo demostraron sin duda. El mismo día que se firmó la capitulación, zarparon con rumbo a Málaga el bergantín Isabel II, con 160 carlistas a su bordo, y el guardacostas Velachero con 114. Y a punto de saltar en trozas se anduvo porque el nuevo gobernador militar no aceptaba algunas cláusulas del acuerdo. Menos mal que el capitán de fragata Soroa era hombre con mano templada y se modificó el acuerdo en buena medida. Pocos días después, embarcaban fuerzas del Ejército bajo el mando del coronel Ramón Ramos Rovere, que llegaban a Melilla para estabilizar definitivamente la situación. El 25 de febrero se finalizó la completa evacuación de la plaza, con lo que se daba carpetazo a la dominación carlista de Melilla. Una sublevación que mucho papel había movido entre los partidarios legitimistas, aunque sus jefes no quedaran a la altura debida.
—¿Se felicitó a la Armada?
—Para la posteridad y las crónicas de alabanza aparecieron en primera línea la figura del gobernador militar de Granada y la del coronal Ramos, como si este último hubiera conquistado un territorio hostil. No se mencionó que, cuando arribó con sus fuerzas a Melilla, no quedaba ningún carlista y la primera compañía enviada bajo el mando del capitán de fragata Soroa se había hecho con toda la ciudad sin mayores problemas. Pero, al menos, se concedió la Cruz de Marina a tres oficiales y otros veintinueve fueron ascendidos. Llamó la atención en la Armada que no se concediera una sola mención laudatoria o de felicitación al capitán de fragata Soroa, que con tanta eficacia había llevado a cabo las órdenes recibidas. Se supone que apareció un pequeño forcejeo entre su persona y el gobernador militar de Granada, por razón de las cláusulas de la capitulación y el consiguiente enfado de Soroa. No debemos olvidar, que su palabra quedaba envilecida al no aceptarse lo que ya había firmado. En fin, una perla más al saquete.
—En ese caso, padre, ¿estima que la guerra acabará pronto?
—Por supuesto. Este goteo de acciones escasamente relevantes durará escasos meses, incluso pocas semanas. Como te he dicho, don Carlos pasó a Francia, y sin su presencia el carlismo ha perdido la principal fuerza moral. Solamente resta que el general Cabrera cruce de una putañera vez los Pirineos y abandone la lucha. Espartero será el gran triunfador y hombre clave en los futuros Gobiernos liberales. No te quepa duda de que sufriremos un dominio absoluto del Ejército en el ámbito político. Eso me temo, al menos.
Tras la conversación mantenida con mi padre y otras noticias que nos llegaban a diario, me convencí de la razón de sus palabras y esperaba que, de un momento a otro, cesara la lucha entre carlistas e isabelinos. De esta forma, entramos en las fiestas Navideñas de aquel año de 1839, en el que España ofrecía las últimas boqueadas de la guerra civil, con demasiados muertos por ambos bandos. Y para colmo de males, el Gobierno quedaba sumido en una práctica bancarrota, a pesar de los esfuerzos realizados por Mendizábal y sus afamadas amortizaciones, llevadas a cabo en un mal momento y sin alcanzar los fines perseguidos. Pero en España siempre renacía la esperanza y no podíamos dejarnos caer en el pozo negro. Incluso en la Real Armada se fraguaban planes de futuro en los que, con entera sinceridad, pocos creían. Imaginábamos una Marina de vapor poderosa, capaz de cumplir las necesidades que la Nación nos exigía. Por mi parte, rogaba a los cielos para que no quedara todo en palabras hermosas y sueños lanzados al viento. Porque deseaba regresar a la mar y los pensamientos dulces emergían de nuevo en mi cabeza.