1
Luces en decadencia

Niebla espesa como sopa de gorullo, mar en calma chicha y vapores que se elevaban en jirones finos hacia los cielos desde la superficie de las aguas. Siempre consideré tal estampa capaz de abrir surcos de sangre en la piel del hombre más bragado. Porque si el temporal de barbas blancas se sufre en carnes con violencia y necesidad de entrar en faena dura, la situación de manta trabada y prieta, que llega a impedirte observar los palos de a bordo e incluso los propios pensamientos, se asocia a un camposanto con desfile de las Santas Animas en procesión de duendes. Y cuando se estima que el peligro procede bien tapado desde el más allá, el alma comienza a bombear desgracias anticipadas y coros de naufragio. Para colmar el saco de los males, el horizonte, esa línea que en tantas ocasiones separa la vida de la muerte cierta, quedaba difuminado al punto de dejar de existir, como si mar y cielo se hubiesen fundido en una única perola preñada de desgracias.

A lo largo de toda mi vida, que ya se alargaba en poco más de cuarenta y dos años, siempre asocié los conceptos de niebla y silencio con un cuerpo maléfico y compacto, amadrinado en vuelta hacia dentro y sin costuras. Niebla en tierra, silencio en los valles. Bruma sobre la mar, silencio de muerte en la superficie de las aguas. Incluso, niebla en los pensamientos, silencio del alma. No puede existir mal peor en la existencia de cualquier hombre, que la falta de definición, condición que impide conocer el rumbo necesario de nuestra propia vida. Y es tan cierto como la existencia de la vida y de la muerte, que toda nave sin rumbo de escape navega hacia los fuegos infernales. Bruma alzada, ni blanca ni negra, sino de un gris eterno y ramplón que sumerge la sabiduría y hace emerger la ignorancia.

Tan lúgubres pensamientos desfilaban en rondo por mi cabeza, mientras navegaba en sepulcral silencio con la manta gris parida en firme sobre nuestras cabezas. El viento, un vagajillo ramplón del sudeste que no llegaba a despuntar, apenas apretaba en tientos la vela tarquina[1] a disposición, cuyo trapo flameaba con pereza sin movimiento definido. Y a bordo de la pequeña lancha, los dieciocho hombres alistados en situación de mar y guerra masticaban su silencio en greñas propias, sin atreverse a pronunciar una sola palabra. Buen momento para achicar el alma de roderas negras, si hubiera lugar a practicar tal ejercicio. Hasta los pensamientos de amor se barrían en gris y perdían cualquier encanto anterior.

A pesar de encontrarnos en los primeros días del mes de marzo de 1847, un intenso frío y una penetrante humedad se dejaban sentir con fuerza huesos adentro en aquella mañana, mientras avanzábamos con moderación por las aguas costeras catalanas. Debíamos encontrarnos a la altura del promontorio del Montgó o algo más al norte, posiblemente cercanos a tantear de lleno la bahía de Rosas. Así lo entendía al menos, después de navegar más de diez horas emborronado en grises, basando el rumbo en punto de verdadera fantasía[2] y a ojo de buena mar. Y dados los escasos medios de navegación disponibles en la lancha, con este sistema de largomira propio deberíamos continuar ante la falta de una mínima visión de la costa, con la niebla mantenida a tranca espesa. Pero consideraba nuestra situación tan cercana a la línea de tierra, que aguzábamos el oído para intentar escuchar el ruido de las aguas al golpear con suavidad los rompientes. Menos mal que aquella lancha ofrecía un fondo casi plano y debía ser capaz de entrar a mordida contra las piedras más severas.

Situado en firme a popa de la embarcación, apretaba de continuo el casacon contra el pecho, como cría que necesita del calor materno para sobrevivir. Pero no sólo el efecto del viento húmedo y la baja temperatura mañanera me achicaban el corazón. Influía de forma decisiva la misión impuesta a la lancha bajo mi mando, una especie de trincadura vizcaína del cargo del vapor de ruedas Blasco de Garay, con la que debía repasar la costa catalana de la bahía de Rosas y continuar hacia el norte, a besar las piedras en busca del objetivo señalado. Y era este, el importante objetivo marcado por mi comandante y la más alta Superioridad, el que me hacía tentar la ropa con nervios ajustados.

Mucho me extrañó que, en la tarde del día anterior, el comandante del Blasco de Garay me nombrara para marinar una de las lanchas de a bordo, aunque se tratara de la faena impuesta como objetivo definitivo de la comisión de mar encargada al buque. Porque tal encomienda debía haber sido asumida por algún joven oficial, como norma habitual a bordo de cualquier unidad de la Real Armada. Posiblemente, el capitán de navío don Segundo Díaz Herrera, atacado también de superior compromiso, había decidido entregar al hombre de mayor confianza, su segundo comandante, responsabilidad que caía en mi persona, el mando de la lancha que debía llevar a cabo con la mayor competencia la importante tarea impuesta. Porque la misión no era otra que descubrir cerca de la costa, por aquella zona en la que navegaba o algunas millas más al norte, según notificaran los informadores a cuenta, una pequeña embarcación de escaso calado a cuyo bordo debían encontrarse el general carlista Cabrera y otros jefes del legitimismo, acompañando al mismísimo conde de Montemolín, su Real Alteza.

Y no podía olvidar en ningún momento, que el pretendiente legitimista a la corona de España era primo carnal de nuestra Reina Isabel, hijo primogénito del infante don Carlos que comenzara aquella sangrienta lucha entre españoles, por defender sus derechos a la Corona y las ideas absolutistas de sus seguidores.

El Infante don Carlos, hermano del difunto monarca Fernando VII, había abdicado de sus derechos dinásticos y como cabeza de las aspiraciones carlistas tres años atrás, el 18 de mayo de 1845. Se había corrido entre mentideros políticos, que la abdicación del pretendiente intentaba facilitar la unión matrimonial entre nuestra Reina Isabel II y su primogénito, don Carlos Luis de Borbón y Braganza. Pero tal proyecto se vislumbraba como imposible por aquellos días para cualquier cerebro medianamente equilibrado. No se podía ceder la caña del timón al golpe de maza, después de siete años de tan sangrienta lucha, ni pensar siquiera que los liberales tragaran la aldaba de un nuevo Rey con los ideales absolutistas del carlismo impregnados en su piel. Como era de esperar por todo aquel que conociese al personaje, quien se postulaba al Trono como Carlos VI se sintió ofendido por la negativa isabelina, que matrimoniaba en 1846 con su primo don Francisco de Asís de Borbón, una unión que, a lo largo de los años, también brindó carnaza sangrienta a los mentideros políticos y cortesanos.

El nombrado por sus partidarios como Carlos VI, más conocido por el público general como conde de Montemolín, lo que demostraba a las claras su escaso pulso personal, no sólo se sintió ofendido ante la real negativa, sino que, en los últimos meses de aquel mismo año de 1846, firmaba y ofrecía a la luz un manifiesto en el que llamaba de forma animosa a la guerra, a una nueva lucha armada en defensa de sus derechos y del legitimismo más rancio. Y como fuertes contingentes de las tropas carlistas empleadas en la anterior contienda se mantenían reservadas en Francia cerca de la frontera o desparramadas por la geografía española en oleadas más propias de grupos de bandoleros, se temía que en cualquier momento saltara la mina de pólvora contra los ojos.

Las noticias de los informadores o espías, tan interesadas a veces, corrían como galgo lanzado a la brega. Había quien aseguraba que el prestigioso general Cabrera, más conocido como El Tigre del Maestrazgo, se encontraba a punto de cruzar los Pirineos con más de quince mil hombres bajo su mando, para apoyar los movimientos legitimistas que ya se tendían en Cataluña y otros que podían desarrollarse en España, especialmente en las Vascongadas, Navarra y Maestrazgo. Pero también se corría que el propio conde de Montemolín, acompañado de sus más fieles colaboradores, pensaba entrar en España y arengar con su presencia a los muchos partidarios. Y esta era la razón de que me encontrara en tan extraña situación aquella mañana fantasmal, un capitán de fragata al mando de una pequeña lancha en busca de un objetivo de extraordinaria importancia para el futuro de España.

Tanto el capitán de navío Díaz Herrera como un político de nombre desconocido, que había embarcado dos días antes en el puerto de Castellón, me habían repetido hasta la saciedad la importancia de la misión que debía abordar. Pero si me sonreía la suerte y encontraba a las personas buscadas, debía conceder el máximo reconocimiento y delicadeza en el trato hacia el pretendiente, pero sin ceder una sola pulgada en la necesidad de conducirlo al vapor de ruedas Blasco de Garay, que en aquellos momentos navegaría unas pocas millas más al sudeste, por aguas seguras. Sin embargo, con los generales y otros miembros de esa pequeña corte que podían acompañarlo, tenía que ejercer con mano dura e intransigencia absoluta. Era bien conocido por todos que los generales y oficiales carlistas debían rematar sus días en el paredón tras un sumarísimo juicio, unas acciones que se habían desarrollado en la guerra anterior con demasiada frecuencia.

Por fortuna, la lancha presentaba un calado muy escaso y podía meter la proa en cualquier cala o pequeño aconchadero de abrigo, allí donde se pudiera haber escondido la embarcación que ocupaba mi mente al ciento de su poder. Al igual que en nuestra misión, se suponía que el pretendiente al trono había embarcado en puerto francés, posiblemente en Argelès sur Mer, Collioure u otra estación cercana al cabo Bèar, a bordo de un pequeño vapor, para pasar posteriormente a una lancha que lo desembarcara en territorio español, casi con toda seguridad en la costa de Gerona. Por mi parte había aducido ante el comandante, que entendía como maniobra más sencilla cruzar la frontera de tierra y pasar a tierras catalanas. Sin embargo, se me alegaba a la contra, que las zonas más transitables de los pasos fronterizos pirenaicos se encontraban fuertemente vigiladas con tropas enviadas por el Capitán General de Cataluña.

Cuando se había ordenado la construcción en Gran Bretaña del vapor de ruedas, clasificado como buque de primera clase, Blasco de Garay, donde ejercía como segundo comandante, se decidió que las dos lanchas presentaran forma y tamaño semejantes a las trincaduras cantábricas. Tal decisión se había adoptado por la Royal Navy para sus propios buques, gracias a la propuesta de lord John Hay, miembro del almirantazgo y personaje que había desempeñado un importante papel en la pasada Guerra de los Siete Años[3], al mandar las fuerzas de apoyo británicas a la causa isabelina. Una vez comprobada la fortaleza de esas embarcaciones al navegar en condiciones de temporal duro. Y para mayor detalle, los británicos habían trasladado una trincadura vizcaína hasta unos astilleros situados en la desembocadura del río Támesis, donde habían estudiado y medido sus gálibos para una fabricación exacta.

Sin embargo, estos pensamientos que circulaban por mi cabeza no aligeraban en una onza la presión que sentía en el pecho. En primer lugar, se presentaba el peligro de navegar cegado por la niebla y sin conocimiento exacto de la situación geográfica de la embarcación, lo que poco o nada gusta al hombre de mar cuando se mueve cerca de las piedras. Como es lógico aventurar, había ordenado disminuir el andar de la lancha al mínimo posible con la pequeña vela tarquina y sin una sola palada de boga. Pero por más que rogáramos a la Santa Patrona para que levantara el manto de ceniza, la niebla parecía compactarse más todavía y ser capaz de formar muro de piedra. Tal situación dificultaba en extremo la misión impuesta. Porque se aparecía como condición insuperable la de descubrir una pequeña embarcación, con rumbo hacia la costa en aquellas condiciones de visibilidad.

Con el paso de las horas y durante algunos momentos abrigamos cierta esperanza, al estimar que la niebla parecía escapar en cadejos de algodones grises. Momentos de esperanza y de cierta visibilidad que, poco después, se cerraban de nuevo a tenazón con madejas espesas sobre la lancha. No obstante, mantenía a dos hombres en proa, bien pegados al plan de la embarcación, que ejercían como vigiadores de fortuna. Los relevábamos cada media hora, porque un ejercicio así acaba por hacer saltar los ojos de las órbitas. Sin embargo, escasas esperanzas depositaba en aquella actividad, al comprender que ni ocho mil ojos habrían podido avistar un navío de cuatro puentes a cincuenta yardas de distancia.

Debíamos encontrarnos a media estadía de la primera guardia de la mañana, cuando entendí que el sudeste aumentaba ligeramente su fuerza hasta alcanzar una ventolina[4], lo que podía presagiar un aclarado de la visibilidad. Ordené lascar a tientos de la escota de la tarquina, un intento de abrigar más viento y abrir en un par de cuartas la proa a babor. Pero una hora después, no caía la moneda a nuestra banda ni amparados en la Santa Patrona, a la que rogábamos que encendiera de una vez las bujías celestiales.

Basado en la estima más absoluta y tras las muchas horas transcurridas, entendí que debíamos haber dejado la completa bahía de Rosas por la banda de babor y encontrarnos quizás tanto avante con el cabo Norfeo o sus proximidades, ajustando la proa a estribor en lo posible, que no deseaba entrar de morros contra las siniestras piedras de El Gato. En esos momentos se produjo una más de aquellas ligeras etapas de visión en alza momentánea. Y cuando parecía que debíamos regresar a la opacidad absoluta, escuché un rumor de voces tendidas a la baja, de acuerdo a las rígidas órdenes de silencio impuestas a bordo por mi persona. Comprendí que se trataba del contramaestre segundo don Andrés Almagro, que se acercaba a mi oído.

—Los vigiadores creen haber avistado un bulto gris por la proa, ligeramente tendido a estribor en una o dos cuartas, señor segundo.

—¿Un bulto gris? ¿A proa?

—Uno de ellos, el marinero Palanca, estima que puede tratarse de un falucho pesquero o embarcación semejante, aunque no pueda precisarlo. Como es fácil comprender, el avistamiento se produjo durante unos pocos segundos, antes de que la manta volviera a cerrar la ventana.

—¿Es de confianza el marinero Palanca?

—De los mejores y más serios, señor.

No lo dudé un segundo y pasé a ordenar al contramaestre.

—Don Andrés, que se cargue la vela de inmediato. Personal a la boga y con las armas al alcance de la mano.

—¿Arma cargada?

—Por supuesto. Y a la mínima visión de bulto o perfiles grises, fusil a la mano con puntería en su dirección. Pero, por favor, pase las órdenes con voz muy tendida.

—Quedo enterado, señor.

Los nervios desfilaron hacia popa con extraordinaria rapidez, condición habitual cuando las cuerdas se templan al fuego. Comprobé de forma instintiva, que el sable reglamentario colgaba de mi biricú y el pistolón se mantenía encastrado a fuerza en el fajín, un sencillo contacto que me ofrecía una bendita seguridad. Una vez más, desde que me hubiese sido amputado el brazo izquierdo tras el combate de Puerto Cabello, echaba en falta el segundo apéndice y poder tomar las dos armas en las manos al tiempo, lo que jamás podría volver a producirse. Pero como necesitaba un mayor contacto físico, me decidí por el arma de fuego, que tomé en la mano con decisión. De nuevo elevé un rezo para que la manta espesa saltara en bruces, con el corazón batiendo al alza. No obstante, también me llegó a la cabeza la imagen que se corría por los mentideros de la Corte en panfletos, donde se podía apreciar el rostro y la apuesta figura del conde de Montemolín, el pretendiente don Carlos VI. ¿Y si me encontraba frente a él en pocos minutos? ¿Y si disponía de una guardia personal nutrida que nos rechazaban con fuegos de fuerza, a pesar de las informaciones recibidas en contra? Una corriente de aire frío recorrió mi interior, como si una daga afilada hubiese abierto los intestinos. De nuevo apreté el casacón con fuerza contra mi pecho e intenté abrir todavía más los ojos.

Debieron ser los repetidos rezos a Nuestra Señora del Rosario los que produjeron el efecto solicitado. Porque poco después de ordenar el alistamiento en la lancha, saltaba la manta gris a borbotón de espuma. En muy pocos segundos y como uno de los milagros santeros tan habituales en la mar, pasábamos de la cerrazón absoluta de visibilidad al azul brillante y sol cegador, con el horizonte en perfecta y definida línea. Caía la manta espesa a la superficie como telón de teatro y nos concedía la plena visión. Normalmente, tan drástico cambio se recibe en los pechos de los hombres de mar con desmedida alegría. Sin embargo, juro por todos los Leñanza inhumados en el bendito camposanto que, en aquella particular ocasión, deseé con fuerza regresar a la manta de niebla cerrada. Porque la estampa que abarcaban mis ojos se volvía contra nosotros al golpe de maza y en el mayor de los peligros. Apreté el pistolón con mi mano hasta morder con las uñas las molduras de la culata, mientras pensaba que siempre nos llega la mar con sus sorpresas y alarmas.