Capítulo 30- ¿Qué más puedo desear?

Una voz asombrada habló a sus espaldas.

—¿Y cómo sabes tú todo eso, jovencito?

Todos se volvieron. Era la voz del profesor, pero ¿era el profesor aquel individuo joven, de ojos inteligentes, cabellos castaños, y no grises, sin barba, y tan gallardo y erguido?

Al ver sus rostros asombrados se echó a reír.

—Ahora ya no necesito disimular —les dijo—. ¿Buen disfraz, verdad? Siempre estaba temiendo que Chatín me tirara de la barba o de la peluca… ¡pero por suerte no lo hizo! Bueno, Chatín, ¿qué me dices? ¿Es cierto lo que estabas diciendo hace un momento… o una invención de las tuyas? En realidad, existe un hombre que responde a esa descripción, pero no tenemos pruebas de que esté complicado en este asunto.

—Cuando yo le vi vestía un uniforme de la Marina, señor, y me fijé en todas sus características, tal como acabo de decir —contestó Chatín—. Búsquele… y diga que Nabé le vio anoche… entonces podrá detenerle.

—Creo que has dado con el hombre —le dijo el profesor—. Perdonadme… voy a telefonear para aprovecharme de esta información inmediatamente… un lunar en la mejilla derecha… dos dientes montados uno sobre el otro…

Y allá se fue… un hombre completamente distinto al profesor al que habían conocido tan bien. ¡Qué cosa más extraordinaria! ¡Vaya, a lo mejor la señorita Pío resultaba también un detective o algo por el estilo! ¡No era posible que nadie fuese verdaderamente tan tonto como parecía la señorita Pío!

—Voy a ver a Cazurro —dijo Chatín poniéndose en pie—. Yo fui el único que no creyó que fuese malo cuando lo dijo el señor Maravillas. Voy a estrecharle la mano y a decirle que es un hombre estupendo.

Yallá se fue Chatín en busca de Cazurro a quien encontró en el cobertizo del patio posterior pelando patatas con aspecto alegre.

—Chócala, Cazurro —le dijo estrechando su mano con gran solemnidad—. ¡Chócala! ¡Eres estupendo! ¡«Ciclón», levanta la pata y saluda a Cazurro! Eso es. Ahora tres ladridos por Cazurro… ¡Guau, guau, guau!

«Ciclón» obedeció en el acto, cosa que emocionó a Cazurro en gran manera.

—Buen chico —le dijo dándole unas palmaditas en el brazo—. Eres divertido. Y un buen amigo de Nabé, ese estupendo muchacho.

—Ha sido una lástima lo de su padre, ¿verdad? —dijo Chatín—. Dice que ahora ya no quiere buscarle más. Ya sabes que creyó que iba a conocerlo anoche, ¿no es cierto, Cazurro?

—¿Conocer a su padre? —exclamó Cazurro asombrado—. Nabé tiene madre, pero no padre.

—Oh, lo había olvidado. Tú conociste a la madre de Nabé, ¿verdad? —dijo Chatín—. ¿Qué tal era? Quiero decir… si alguna vez te habló del padre de Nabé.

Cazurro frunció el ceño tratando de recordar.

—Cazurro piensa —dijo despacio—. Chatín… toca el banjo otra vez y así me ayudarás a recordar.

Chatín comprendió lo que Cazurro quería decirle. Había conocido a la madre de Nabé en los años en que él, Cazurro tocaba el banjo. El tuang-tuang-a-tuang, y el ver a Chatín simulando tocar el banjo le traería a la memoria los años pasados.

—¡Tuang-a-tuang-tuang, tuang-a-tuang-tuang! —continuó Chatín en tono bajo mientras Cazurro seguía absorto en sus pensamientos.

—Era tan amable con Cazurro la madre de Nabé —dijo el hombrecillo—. Contaba sus penas a Cazurro y hacía que Cazurro le contara las suyas. Ella habló a Cazurro del padre de Nabé…, pero muy poco.

—¿Te dijo su nombre? —preguntó Chatín rápidamente, volviendo en seguida a su imitación musical.

—Oh, también se llamaba Bernabé —dijo Cazurro y sus ojos se iluminaron al recordar—. Bernabé Federico Martín… me lo repitió tantas veces…

—¿Y cómo era? —preguntó Chatín sin apenas detenerse a respirar—. ¿Le viste alguna vez? ¡Tuang-a-tuang-tuang-tuang!

Cazurro meneó la cabeza y Chatín volvió a tocar el banjo violentamente.

—¿Te entérate alguna vez de dónde vivía? ¿Dónde tenía su casa? ¡Tuang-a-tuang-tuang-tuang-zizz-zizz-zizz!

—Tenía una casa, sí… muy bonita, dijo ella… en Cherrydale —recordó al fin Cazurro—. Su madre se había enfadado mucho porque se casó con una artista de circo, y trataba muy mal a la pobre Tessie, por eso ella se marchó.

¡Ahora vamos llegando a alguna parte! —pensó Chatín interesado—. ¿Quién hubiera dicho que Cazurro era capaz de hablar tanto? ¡Ahora ya sé cómo hacerle hablar…! ¡tuang-tuang-tuang!

—¡Cazurro! —gritó una voz y el pobre hombre pegó un respingo volviendo al presente con tal violencia que de momento pareció completamente mareado. Era el camarero joven quien le llamaba—. Eh, Cazurro… ¿dónde has puesto el sacudidor del polvo? ¿Es que te lo has comido?

Después de aquello ya no pudo sacar nada más de Cazurro, que había adquirido aquella torpe expresión indicadora de que ya no era capaz de contestar a ninguna pregunta. Pero Chatín ya había averiguado bastante, y su primer pensamiento fue correr al encuentro de Nabé y darle la noticia.

Pero no, pensándolo mejor, no se lo diría. Nabé seguiría mostrándose escéptico y tal vez se negara a escucharle. Claro que la historia de Cazurro pudiera no conducir a ninguna parte. Lo mejor sería decírselo a la señorita Pimienta. Las personas mayores resultan útiles algunas veces porque siempre saben lo que hay que hacer en casos de esta índole.

Así que Chatín no tardó en contárselo todo a la sorprendida e interesada señorita Pimienta, que luego estuvo reflexionando unos instantes.

—Cherrydale —dijo al fin—. Tengo una amiga que vive cerca de allí, podría telefonearle y preguntarle si ha vivido allí… o todavía sigue viviendo… la familia Martín, cuyo hijo se llama Bernabé Federico. Voy a llamarla en seguida. ¡Oh, Chatín sería estupendo que fuese cierto!

Tardó media hora en poder comunicar con su amiga y averiguar que efectivamente, en Cherrydale vivía la familia Martín, consistente en una señora anciana y un caballero, y su hijo llamado Bernabé, además de una hija soltera llamada Catalina. Tenían éstos además un hermano casado y padre de cuatro niños.

—¡Señorita Pimienta! Entonces Nabé no sólo tiene padre, sino abuelo, abuela, una tía, un tío y primos —dijo Chatín—. ¡«Señorita Pimienta»! ¡Es estupendo! ¿Qué hacemos ahora?

—Déjalo de mis manos —replicó el aya en tono firme—. Y no digas ni una sola palabra a Nabé, por lo que más quieras. No podría soportar otra desilusión.

De manera que Chatín dejó hacer a la señorita Pimienta, que con su eficiencia habitual se dispuso a conseguir establecer contacto con la familia de Nabé; asunto muy delicado. Cuatro días más tarde llamó a Diana, Roger y Chatín, reuniéndose en su habitación, y luego cerró la puerta.

—Tengo noticias para vosotros —les dijo—. El padre de Nabé va a venir a verle hoy mismo. Está deseando conocerle para saber si realmente es su hijo, a pesar de no haber oído hablar nunca de él. Oh niños… he visto una fotografía del padre… ¡y es igual que Nabé!

—El bueno de Nabé —dijo Diana con los ojos húmedos de emoción—. ¿Cuándo vendrá su padre?

—Esta tarde —repuso el aya—. Ya he procurado que Nabé pueda estar en la playa con vosotros, y en cuanto llegue su padre le enviaré allí… y vosotros tres desapareceréis en cuanto le veáis… con «Ciclón», naturalmente. ¿Comprendido?

—Claro —respondieron con fervor—. El bueno de Nabé. ¡Tiene que ser su padre, tiene que serlo!

Aquella tarde los cuatro fueron a la playa; «Miranda» jugueteaba con su palita, en tanto «Ciclón» no la perdía de vista esperando la ocasión para arrebatársela y salir corriendo con ella.

Diana vigilaba el paseo y de pronto dio un codazo a Roger, que levantó la cabeza.

Allí había un hombre alto y de fuerte complexión, de cabellos color de trigo muy peinados hacia atrás. Tenía los ojos muy separados y de un azul brillante; la boca grande y el rostro tostado por el sol. ¡Era igual que Nabé… pero mayor! Permanecía en pie contemplando la playa muy nervioso, y los tres niños se levantaron en silencio a espaldas de Nabé y se fueron hacia el paseo. «Ciclón» les siguió sin comprender su repentina huida, y Nabé también levantó la cabeza extrañado.

El hombre bajó a la playa, echando a andar por la arena, y Nabé lo contempló preguntándose qué desearía y mirándole con incredulidad. ¡Vaya…, pero si aquel hombre era igualito que él! ¿Quién sería? ¿Y qué andaba buscando el hombre ése?

—Te llamas Bernabé, ¿no es cierto? —le dijo aquel hombre.

—Sí —respondió Nabé.

—Yo también —continuó el hombre—. Y estoy buscando a un hijo que perdí hace quince años… y he oído decir que tú me has estado buscando.

—Sí —volvió a decir Nabé casi en un susurro—. ¿Eres… eres realmente mi padre?

—Es tan cierto como que tú eres mi hijo —replicó el hombre profundamente conmovido al contemplar aquel hermoso muchacho de ojos azules y brillantes tan parecido a él—. Y veo que tienes un mono. ¡Qué raro!

—¿Por qué raro? —preguntó Nabé acariciando a «Miranda» que se había subido a su hombro.

—¡Porque tu abuela tiene uno también! —replicó su padre—. ¡Qué contenta se pondrá de tener un nuevo nieto, Nabé! Y tus tíos y tías de tener un nuevo sobrino. ¡Y tus primas de tener un primo!

«Miranda» saltó de pronto al hombro del padre de Nabé lanzando sus grititos acostumbrados y parloteando junto a su oído.

—Vamos a dar un paseo y hablaremos —dijo el padre de Nabé cogiéndole del brazo—. Tienes que contarme muchas cosas. ¡Hemos de recuperar estos quince años! ¡Y eso es mucho tiempo!

Echaron a andar juntos y «Miranda» continuó montado sobre el hombro del recién llegado, mientras los tres niños les contemplaban a distancia. Diana tragó saliva.

—Todo ha salido bien —dijo—. Nabé ya tiene lo que quería. Ya no nos necesitará más.

—Sí que nos necesitará —replicó Chatín—. Nabé será siempre nuestro amigo, ¿no es verdad, «Ciclón»?

—¡Guau! —ladró el perro con aire solemne contemplando a los dos que se alejaban por la playa.

—¡Unas vacaciones… un misterio… una aventura… y un final feliz para el bueno de Nabé! —exclamó Roger—. ¿Qué más se puede desear?

—Un helado —repuso Chatín al punto—. ¿Quién viene conmigo a tomárselo?

Fin.