Chatín, escondido detrás de las cortinas, oía el crujir de las maderas debajo de la alfombra mientras alguien caminaba cautelosamente sobre ellas, deseando poder asegurarse de que efectivamente se trataba del profesor.
¿Por qué no seguirle para ver si bajaba al piso de abajo donde tenía su dormitorio? Así pues, salió de detrás de las cortinas y dio un par de pasos en dirección a la escalera, olvidándose por completo de que podía haber alguien más escondido en el rellano.
Oyó crujir la escalera algo más abajo, y apoyándose en la barandilla empezó también a bajarla en silencio.
Pero uno de los escalones crujió con tal fuerza que el hombre al que estaba siguiendo lo oyó y tuvo miedo.
Estaba ya en el rellano inferior y bajó a toda velocidad el último tramo de escalones hasta el vestíbulo, pero Chatín echó a correr tras él.
¡Y alguien echó a correr en pos de Chatín! El que estaba escondido en el rellano de arriba, al mismo tiempo que él, bajaba la escalera pisándole los talones.
Sintió que alargaba una mano para cogerle, y presa de terror corrió a refugiarse al gran comedor ahora iluminado apenas por la luz de la luna. ¡Tenía que esconderse!
Oyó un ruido procedente del vestíbulo… como de lucha… respiraciones jadeantes de dos personas que luchaban procurando hacer el menor ruido posible.
Chatín oyó un gemido ahogado cuando uno de los luchadores propinó un golpe a su contrincante y miró con desesperación el amplio comedor. ¿Dónde… dónde podía esconderse? Lo que estaba ocurriendo era algo grave y no quería verse mezclado en ello. ¿Con quién luchaba el profesor?
Chatín estaba de pie ante el reloj del comedor, que de pronto lanzó ese ruido vibrante que anuncia la proximidad de las campanadas.
Chatín casi se muere de susto… y se le pusieron todos los cabellos de punta hasta que, con un suspiro de alivio cayó en la cuenta de que se trataba únicamente del viejo reloj. ¡El viejo reloj… vaya… el viejo reloj sería su escondite!
Chatín buscó el gancho que cerraba la caja en cuyo interior oscilaba el péndulo, y al querer entrar en ella, casi se cae, tal era su ansiedad por esconderse. Los luchadores estaban ahora en el comedor tropezando con todas las mesas y sillas. Chatín cerró la puerta de la caja del reloj y permaneció temblando en su interior. El péndulo trataba de funcionar a pesar de tener a Chatín apoyado contra él, pero sin conseguirlo, hasta que al fin el reloj quedó parado.
Pero nadie se dio cuenta, ni siquiera el pobre Chatín, que sólo oía los latidos de su corazón mucho más fuertes que el potente tic-tac del viejo reloj.
Se oyó un chasquido y una silla cayó al suelo, así como los dos luchadores, a juzgar por los golpes sordos que se oían. Chatín hubiera deseado asomarse para ver quiénes eran pero no se atrevía a abrir la caja del reloj, por temor a que crujiera. ¡Aquella noche no tenía corazón de león!
Un perro empezó a ladrar, pero no era «Ciclón», que estaba demasiado lejos para oír el ruido, sino el señor «Cubita», encerrado en el despacho de la señora Gordi donde tenía su enorme cesta.
Los luchadores se detuvieron un momento, y luego se oyeron pasos acelerados, y luego silencio. Uno de los luchadores se había marchado, pero ¿cuál?
Chatín escuchó con suma atención. El que quedaba iba de puntillas hacia el vestíbulo, y luego empezó a subir la escalera… cree… crec-crec.
Se había ido también, y Chatín se preguntó si debía ir en busca de su primo. ¡Cuánto hubiera deseado tenerle a su lado! Chatín era muy valiente durante el día, pero por las noches las cosas son muy distintas.
Abrió la puerta de la caja del reloj; y en cuanto hubo salido de ella, el péndulo comenzó a oscilar de nuevo con su potente tic-tac, lento y majestuoso.
Chatín fue de puntillas hasta la puerta muy a pesar suyo. ¡Ojalá hubiera podido continuar en el interior del viejo reloj! Se detuvo creyendo oír un ruido. ¡Oh, sí! ¡Cielo santo!, ¿qué sería ahora? ¿Cuánta gente pululaba por allí aquella noche?
Era alguien que estaba en el recibidor. La luna volvió a salir en aquel momento, y Chatín se echó hacia atrás para refugiarse al amparo de una sombra oscura temblando como un azogado. ¡Si había otra persona en el vestíbulo que se descubriera primero!
Las cortinas que ocultaban el gran ventanal se movieron repentinamente, y Chatín casi pega un grito, pero continuó en su rincón sin atreverse siquiera a respirar. ¿Quién saldría de detrás de las cortinas?
Pero nadie salió de allí, y en cambio un repentino haz de luz cayó de pleno sobre el pobre Chatín, haciéndole pegar un respingo. ¡Estaba bajo el foco de una potente linterna!
¡Aquello era demasiado! Y echó a correr escalera arriba subiendo los escalones de dos en dos, jadeante y sin aliento, temiendo que el individuo que se ocultaba tras las cortinas pudiera darle alcance. Pero nadie le persiguió, y cuando llegó a su habitación se acurrucó junto a «Ciclón» temblando de terror. ¡Qué noche más espantosa! ¿Cuánta gente maleante había en la posada? De repente parecía haberse convertido en el escenario perfecto para toda clase de acontecimientos extraordinarios.
«Ciclón» se lamía y relamía, sin comprender por qué estaba tan asustado. Chatín se acordó de pronto que su primo Roger, que debía seguir en el tejado extrañado por su tardanza, y como ya se sentía muchísimo mejor decidió acudir a su lado para contarle los asombrosos acontecimientos que ocurrían en la posada.
Salió otra vez por la ventana. La luna se asomaba en aquel momento y pudo ver a Roger de pie junto a una chimenea. ¿Acaso continuaba observando las señales luminosas? ¿O vigilaba la ventana del profesor que sin duda alguna ahora ya debía haber regresado a su habitación?
Gateando fue hasta donde él estaba.
—¡Cuánto has tardado! —le dijo su primo enfadado—. Las señales han cesado hace mucho rato y no ha vuelto a encenderse la luz de la ventana del profesor, así es que no hay nada que ver. ¿Qué has estado haciendo? ¿Viste quién bajaba la escalera?
—Tengo demasiadas cosas que contarte para hablar aquí —susurró Chatín—. Volvamos a nuestra habitación. Pero, oye… primero echemos un vistazo a la del profesor. Tengo mis razones.
—¿También has traído linterna? —preguntó Roger.
Sí, Chatín la había llevado y con ella podrían iluminar el interior del dormitorio del profesor.
—Pero supongamos que esté dentro… —le dijo su primo—. Se pondrá furioso.
—No hará nada de eso —replicó Chatín—. ¡Estará demasiado asustado! Vamos… es importante.
Fueron gateando hasta la ventana del profesor y encendiendo la linterna la introdujeron por entre las cortinas. La luz dio de lleno sobre la cama en la que nadie dormía. Chatín fue iluminando rápidamente toda la habitación, que estaba vacía, y la puerta cerrada.
—¡Diantre! ¡Todavía no ha vuelto! ¿Adónde habrá ido entonces? —se preguntó Chatín—. Yo estaba seguro de haberle oído subir la escalera después de la pelea.
—¿Qué pelea? —exclamó Roger asombrado.
—Volvamos a nuestra habitación y te lo contaré todo —dijo Chatín—. Vamos.
Pronto estuvieron en el dormitorio y otra vez «Ciclón» les dedicó una exagerada bienvenida.
—Antes de contarte nada he de ir a ver si la puerta del descansillo que oculta la escalera del tejado continúa abierta —susurró Chatín.
Y acompañado de Roger salió al rellano e iluminó la puerta con su linterna. Estaba cerrada… y además con llave. ¡Y la llave había desaparecido!
—¡El que tiene la llave es el hombre que buscamos! —dijo Chatín—. Es el de la linterna… tiene que serlo… Y la cerradura debe estar muy bien engrasada, porque no le oí cerrar.
Volvieron al dormitorio…, pero Chatín se detuvo por el camino.
—¿Qué es eso? —preguntó a su manera en un susurro y ambos escucharon. Roger rió por lo bajo.
—¡Sólo un ronquido del mago! —dijo—. Le oigo muy a menudo por la noche… ¿tú no?
—Qué poco se imagina lo que ha estado ocurriendo aquí esta noche —replicó Chatín—. Ojalá estuviera aquí el bueno de Nabé.
Una vez más entraron en el dormitorio, siendo recibidos efusivamente por «Ciclón», que no entendía ni una palabra del juego que se traían los niños, pero mientras terminaran por volver a su lado, poco le importaba.
Sentáronse sobre la cama con «Ciclón» en el medio, y Chatín comenzó su historia… cómo se había escondido en el descansillo… y había oído carraspear a otra persona comprendiendo que alguien más estaba escondido allí; cómo vio abrirse la puerta de la escalera, pero sin poder distinguir quién salía por ella; y cómo le había seguido sin conseguir otra cosa que le siguieran a él.
—Y cuando alargó una mano para cogerme huí raudo como una centella —concluyó—. Corrí a esconderme dentro del reloj del comedor.
—¿Qué? —exclamó Roger, que no se atrevía a dar crédito a sus oídos—. ¿Te metiste dentro del reloj? ¡No lo creo, Chatín!
—Pues es verdad. Y se paró el péndulo y el reloj dejó de funcionar —repuso Chatín—. Y entonces los dos individuos, sean quienes fuesen, empezaron a pelear. Rodaron por el suelo del comedor, tropezando con las sillas y mesas, contra el reloj, contra…
La imaginación de Chatín empezaba a desbocarse, y continuó su relato adornándolo con toda suerte de detalles.
—Empezaban a desesperarse, y gemían y gruñían hasta que el señor «Cubita» empezó a ladrar como un loco. No comprendo cómo no le oíste.
—No seas tonto. Ya sabes que estaba en el tejado. Continúa —le apremió Roger—. Apenas puedo creer todo lo que me cuentas. ¡Pensar que me he quedado sin todas esas emociones! ¿No tuviste miedo, Chatín?
—¡Miedo, bah! ¿Por quién me has tomado? —exclamó Chatín dándose tono—. Se necesita bastante más para asustarme a mí. Pero no es eso todo, Roger. Cuando «Cubita» empezó a ladrar, uno de los hombres huyó… creo que hacia la cocina, porque oí cerrar una puerta, y el otro escaleras arriba. Le oí perfectamente. Estoy seguro de que era el profesor James, aunque me intriga dónde estará ahora. ¡Tal vez haya ido a hacer más señales!
—¿Eso es todo? —quiso saber Roger.
—Todo no. Cuando yo fui al vestíbulo con la intención de seguir al profesor escaleras arriba, oí un ruido —explicó Chatín, disfrutando enormemente—. ¡Y figúrate había un tercer individuo escondido allí! De pronto me iluminó con su linterna desde detrás de esas grandes cortinas que hay ante el ventanal del vestíbulo, y yo no hice más que dar media vuelta y subir la escalera a todo correr. Ya tenía bastante.
—Lo imagino —replicó su primo—. ¡Qué fantástico! ¿Qué podemos hacer ahora? Habrá que hacer algo, Chatín. ¡Palabra… vaya acontecimientos!