La señorita Pimienta no pudo imaginar siquiera por qué estaban tan misteriosos los niños aquella noche. Se hacían señas continuamente, y Chatín no cesaba de hablar de los gatos que pululan por el tejado.
—¿Por qué les gusta tanto a los gatos andar por los tejados; señorita Pimienta —le dijo— ¿Es que se calientan junto a las chimeneas?
—¿Por qué habrían de hacerlo? —replicó el aya—. Pocas chimeneas están calientes… sólo las que tienen un gran fuego debajo. No seas tonto, Chatín.
Roger dio un puntapié a su primo para evitar que siguieran hablando, pero él continuó:
—Una vez encontré una chimenea calentita —dijo—. Y se estaba divinamente sentado junto a ella.
—Basta, Chatín —dijo la señorita Pimienta—. Si es que sufres uno de tus ataques de tontería, será mejor que te marches de la mesa.
—¡Pero si todavía no he tomado postre! —le replicó el niño—. Está bien, dejaré de piar.
El aya hizo un gesto de contrariedad, pero la señorita Pío estaba dedicada de lleno a la carne fría y a su ensalada y no oyó su estúpido comentario.
Aquella noche después de cenar Nabé fue a comunicarles una mala noticia.
—Ahora tengo que irme al teatro —les dijo—, pero he venido a deciros que esta noche no puedo ir con vosotros. Después de la representación he de llevar una bolsa con algo urgente al pueblo próximo.
—¡Bueno, espero que regreses antes de medianoche! —replicó Roger sorprendido.
—No, no podré estar aquí para entonces —fue la contestación de Nabé—. Tengo que quedarme a pasar la noche en Pearley; que es el pueblo a donde llevaré la bolsa. Son algunos trajes que el señor Maravillas quiere que le arreglen con toda urgencia… para la escena. Dice que la mujer a quien se los entregue los arreglará esta misma noche y me los dará para que los traiga por la mañana. Al parecer siempre está dispuesta a hacerlo así. Así pues, desgraciadamente no podré reunirme con vosotros. Tengo que coger el último tren para Pearley; me llevaré a «Miranda».
—¡Qué contrariedad! —exclamó Roger—. Bueno, subiremos al tejado sin ti. Puedes venir otra noche. No me siento con ánimos de dejarlo después de estarlo preparando tanto tiempo.
—Claro que no —dijo Nabé—. Tengo que irme pitando. ¡Hasta la vista!
El reloj del pie del comedor dio las ocho menos cuarto.
—¿Qué haremos esta noche? —dijo la niña—. Hace muy buen tiempo. ¿Y si fuéramos a dar un paseo?
—No. Estoy cansado —replicó Chatín—. Supongo que de tanto nadar. Y no quiero cansarme más, porque además quiero estar bien despierto.
—Bueno, entonces podemos leer —dijo su prima—. He empezado un cuento sobre el circo y quiero terminarlo. Sale un monito como «Miranda».
Decidieron que Diana no tenía necesidad de pasarse la noche despierta, ni vigilar mientras los niños espiaban. No era probable que nadie llegara a enterarse de que habían salido de su dormitorio por la ventana, ni de que nadie tratase de detenerles.
—Diana, tráenos el despertador de la señorita Pimienta —le dijo Roger—. Pensamos salir al tejado después de las doce, y estoy seguro de quedarnos dormidos antes de esa hora; así pues, pondremos el reloj para que nos despierte a todos.
—Bien, entonces ponlo debajo de la almohada o despertará a todos los de nuestro piso —dijo la niña—. Espero que la señorita Pimienta se acueste poco después que nosotros… se levanta tan temprano… y cuando comprenda que está dormida entraré a cogerle el despertador.
Todo salió como habían planeado. Subieron a acostarse a las nueve menos cuarto, y la señorita Pimienta dijo bostezando que ella también se iba a la cama. Diana le guiñó un ojo a su hermano. ¡Qué bien!
Poco después de las nueve y media entró de puntillas en su habitación con el reloj despertador.
—¿Querréis creerlo? La señorita Pimienta ya está dormida —susurró—. Aquí tenéis. Ahora casi me dan ganas de acompañaros.
—¡Pues no vendrás! —dijo su hermano—. Si descubrimos algo interesante ya te lo contaremos por la mañana.
Roger puso el reloj debajo de su almohada, pues de esta manera no despertaría a nadie. Cuando sonó el timbre se sentó en la cama sobresaltado. ¡Claro… era el timbre del despertador que sonaba debajo de la almohada! Y parándolo se dispuso a despertar a Chatín que roncaba apaciblemente.
Le costó bastante trabajo, hasta que decidió que fuera «Ciclón» quien lo hiciera, lamiéndole la cara hasta que el niño se sentó en la cama para apartarle.
—Qué diantre… —empezó a decir y de pronto se acordó de sus proyectos y saltó de la cama.
—Ahora no hagas ruido, Chatín —le advirtió Roger—. Ata a «Ciclón» a la pata de la cama o tratará de salir por la ventana tras de nosotros. ¿No ladrará, verdad?
—Si se lo digo, no —repuso Chatín atando fuertemente a «Ciclón», que gruñó un poco, pero al fin se tumbó obediente bajo la cama.
Los dos niños salieron por la ventana. Había luna, pero el cielo estaba poblado de nubes, así que la luz era incierta. Sentáronse en el tejado junto a su ventana mirando a su alrededor.
La ventana del profesor no estaba lejos, pero aunque tenía la luz encendida, aquella noche las cortinas estaban mejor echadas y sólo quedaban ligeramente entreabiertas.
—Sin embargo… es lo suficiente para que podamos espiar —susurró Roger—. Vamos. Procura ir por las partes más planas o rodarás por el tejado. No nos será difícil llegar hasta allí.
Y avanzaron a gatas con sumas precauciones. No había peligro por donde iban, pero resultaba emocionante. A Chatín comenzó a latirle el corazón muy de prisa.
Precisamente cuando llegaban ya junto a la ventana del profesor, la luz se apagó y la habitación quedó a oscuras, ¡qué rabia!
—¿Qué haremos? —susurró Roger—. ¿Tú crees que debemos esperar un rato?
—Sí. Vamos junto a esa chimenea tan alta que hay ahí. Así no nos verá si se le ocurre asomarse a la ventana —replicó Chatín.
Así, despacito, se fueron acercando a la gran chimenea, que por desgracia no estaba caliente. ¡Pero como la noche era cálida, no importaba!
Permanecieron de pie junto a ella con la esperanza de que volviera a encenderse la luz, y de pronto Chatín se agarró a su primo de manera que le dio un susto de muerte.
Roger miró en la dirección que le señalaba su primo quedando inmovilizado por la sorpresa. A cierta distancia, hacia la derecha y por encima de donde ellos estaban, brillaba una luz a intervalos. Flash, flash, flash. Flash, flash.
—Son señales —susurró Chatín—. ¿Qué ventana es ésa? Oye, Roger… ¡esto es muy extraño!
—Acerquémonos a esa ventana —musitó Roger—. Esto es muy importante, Chatín. Por el amor de Dios no hagas el menor ruido. Déjame ir delante.
—¡Roger! ¡Mira! ¿Qué es eso?
Avanzando amparados por las sombras de las chimeneas, siempre que les era posible, se dirigieron hacia la ventana de donde partían las señales y que les pareció muy alta. ¿Qué ventana era aquélla? ¡Debía ser la más alta de la posada!
Roger cogió por un brazo a su primo para susurrarle al oído:
—¡Chatín! ¡Eso no es una ventana! ¡Es el tragaluz de la trampa que da al tejado! ¿Cómo no nos habremos dado cuenta antes?
Así era. Ahora los niños pudieron ver perfectamente la trampa alzada, ya que la luna acababa de salir de detrás de una nube.
—¿Quién hará señales? —preguntó Chatín—. Tenemos que averiguarlo. Troncho la policía tenía razón. Aquí hay alguien que se comporta de un modo sospechoso. ¿Será el profesor James? Es curioso que se apagara la luz de su habitación poco antes de que empezaran las señales. Porque supongo que eso son señales.
—Pues claro —replicó su primo contemplando la nueva serie de destellos—. Esas luces pueden ser vistas perfectamente por cualquier observador desde la bahía de los submarinos, si se coloca exactamente en el lugar en que debe recibirlas. ¡Esa grieta del acantilado deben haberla hecho para transmitir señales de un lado a otro! Puede que en principio fuese el motivo para que la hicieran… para que los contrabandistas se transmitieran las noticias y avisos. Quienquiera que se encuentre en una barca en el punto preciso que puede verse desde la trampa del tejado, no cabe duda de que recibe mensajes importantes.
—Debe ser el profesor —dijo Chatín—. ¿Cómo podríamos saberlo con seguridad, Roger? ¡Hay que descubrirle a toda costa!
—Bueno, no podemos acercarnos más —le advirtió su primo—. Podrían vernos, y es importante que ese hombre no sepa que le hemos estado observando. Ya sé… tú vuelve a nuestra habitación y luego ve a esconderte en el descansillo. ¡Así le verás cuando baje y sabrás quién es!
—¡Buena idea! —replicó Chatín—. Eso haré. Tú quédate aquí vigilando.
Y con sumas precauciones y sin hacer el menor ruido se fue alejando del lado de Roger muy excitado. ¡Vaya, otra aventura! ¡De repente, en plena noche surgía una espléndida aventura! Nunca se sabe lo que puede ocurrir de un momento a otro.
Al llegar a la ventana entró por ella y se dispuso a dirigirse a la puerta, pero tropezó con «Ciclón» que estaba contentísimo de volver a verle e hizo más ruido del que Chatín hubiera deseado.
—¡Cállate, «Ciclón»! —susurró tratando de apartar al perro—. Que me estás dando en la cara con tus patas. Estate quieto. ¡Chissss!
Al fin «Ciclón» se tranquilizó y Chatín pudo salir al descansillo, que estaba sumido en la más completa oscuridad y en el mayor silencio. El niño no sabía dónde esconderse. No tenía miedo de que le vieran, ya que el descansillo estaba muy oscuro pero si aquel hombre llevaba una linterna le descubriría de no ocultarse bien.
Cerró la puerta de su cuarto y atravesando el rellano de puntillas, fue a esconderse detrás de las cortinas de una ventana mientras el corazón le latía como una locomotora.
Estuvo aguardando unos minutos con el oído atento, pero nada ocurrió. No se oía el menor ruido, ni siquiera el crujir de la madera de los muebles.
Luego le pareció oír un rumor. ¿Qué era aquello? Era como si alguien hubiera carraspeado para aclarar su garganta. ¡Seguramente aquel individuo había bajado con tal silencio que Chatín ni le había oído! Volvió a escuchar.
¡Sí! Volvió a oír algo… esta vez como si hubiesen aspirado el aire con fuerza. Chatín quedó casi paralizado por el miedo. ¡Dios santo! Había alguien en el descansillo… estaba seguro. ¿Pero dónde… y quién podría ser?
Y en aquel momento la puerta que ocultaba la escalerita se abrió lentamente, y la escasa luz de la luna que penetraba por el tragaluz le permitió ver que alguien salía por ella y luego la cerraba con la misma suavidad. ¿Quién era? ¡Chatín no pudo distinguirle…, pero estaba plenamente convencido de que se trataba del viejo profesor James!