Capítulo 19- Nabé consigue el empleo

Nabé consiguió el empleo, o por lo menos el señor Maravillas se avino a tenerle a prueba. Al muchacho le pareció un trabajo maravilloso.

—Te compraré ropa nueva en vez de esos harapos —le dijo el mago—. Y te pagaré el hospedaje. Te daré trescientas pesetas semanales… para empezar. ¡Un buen ayudante vale más que eso para mí, si hace lo que se le manda!

—Sí, señor —repuso Nabé, sin atreverse a dar crédito a sus oídos.

¡Sería rico! ¡Podría ahorrar mucho dinero! ¡Y «Miranda» tendría una faldita nueva!

—Pero has de comprender naturalmente, Bernabé, que yo soy un mago, un quiromántico —le dijo el señor Maravillas—. Hazte cargo de que mis secretos son mis secretos, y que si te dejo conocer alguno no debes decir una palabra a nadie. Ni siquiera a tus amigos.

—No tiene que temer nada —le aseguró Nabé.

—Y en cuanto a tu padre —continuó el mago—, creo que podré encontrarle. En realidad, estoy convencido de ello. Haré algunas averiguaciones inmediatamente, y te comunicaré dónde está y lo que hace. Claro que puede haber dejado el teatro, y haberse dedicado a cualquier otra cosa.

—Sí, señor. Lo supongo —repuso Nabé—. Oh, señor… haría cualquier cosa por usted si lograra encontrar a mi padre… y convencerle de que yo soy su hijo.

—Creo que eso no sería difícil —replicó el señor Maravillas—. Sé los resortes que hay que presionar. Ahora sé un buen chico en todos los sentidos… y probablemente al final de la temporada no querrás trabajar más… porque tu padre te necesitará a su lado.

Nabé regresó a la playa con paso inseguro. Apenas podía dar crédito a su buena suerte. ¡Vaya un empleo! ¡Y qué sueldo! Se sentó sobre la arena y les contó a sus amigos el resultado de la entrevista.

—Bueno, he de reconocer que el señor Maravillas va a hacer mucho por ti —dijo la señorita Pimienta—. Debe ser una persona muy caritativa a pesar de su aspecto serio y reservado. ¡Bien, ya era hora de que tuvieras un poco de suerte, Nabé!

Aquella fue una mañana feliz. Brillaba el sol, el mar estaba tranquilo y todos tenían un humor excelente. «Ciclón» desapareció, como de costumbre, y todos los niños se preguntaron qué amigo les traería esta vez.

Y ante su enorme sorpresa les trajo al señor «Cubita»…, el triste y aburrido señor «Cubita». ¿Cómo habría conseguido persuadirle para que se uniera al grupo?

Sin embargo, el señor «Cubita» aborrecía a los monos. Podía soportar a los niños, y a un perro cortés y educado como «Ciclón», que le trataba con tanta deferencia…, pero a los monos no. De ninguna manera… Y miró amenazadoramente a «Miranda» que se echó hacia atrás sorprendida al ver un perro tan grande. De pronto, cogiendo un puñado de cacahuetes que Nabé había comprado para ella, los arrojó al rostro del asombrado señor «Cubita», que lanzando un terrible «guau», que sobresaltó a todos los que estaban por allí cerca, y tras dirigir una mirada de disgusto a «Ciclón», les dio la espalda y regresó a la posada.

—¡Vaya! Ahora que sabe las amistades que tienes no volverá a dirigirte la palabra «Ciclón» —dijo Diana riendo—. Oh… ¡qué bien ha estado «Miranda» al tirarle los cacahuetes a la cara! ¡«Miranda», te admiro!

¡Y Diana también recibió una rociada de cacahuetes! Nabé hizo que «Miranda» los recogiera uno por uno mientras la reprendía severamente.

—¡Vaya un derroche de cacahuetes! ¿No te da vergüenza! ¡Date prisa o «Ciclón» se los comerá todos!

Nabé se despidió de su trabajo, recibiendo la paga semanal, pero no se compró ropa como había planeado: ya que el señor Maravillas cuidaría de eso, compraría otras cosas. Así que compró un fino pañuelo rematado por una orla de encaje para la señorita Pimienta, un libro para Diana, un bolígrafo para cada uno de los niños, y una pelota para «Ciclón». ¡Así era Nabé!

Se dedicó a su nuevo empleo con toda fruición. Iba a resultarle muy sencillo después del que acababa de dejar, que era sucio y pesado. ¡Y además tendría la emoción de ver cómo el señor Maravillas buscaba a su padre!

El señor Maravillas le compró muy buena ropa, y Nabé apareció en la posada bien vestido por primera vez en su vida. Diana y los niños apenas pudieron reconocerle, y él les sonrió tímidamente.

—¿No tengo un aspecto extraño? ¡Yo me siento muy raro! ¡Fijaos en mi corbata! ¡Es la primera vez que llevo!

Estaba contentísimo con el señor Maravillas.

—Es un sujeto curioso…, pero reconozco que sus ladridos son peores que su mordedura. ¡Y palabra que es generoso! Y ya ha escrito a alguien que pudiera conocer a mi padre.

El mago había mejorado mucho en la opinión de todos. Los niños contaron al profesor y a la señorita Pío cómo Nabé había obtenido su empleo, y esta última quedó tan complacida como ellos, pero en cambio el profesor apenas lanzó un gruñido.

—Bueno, a quien le guste trabajar con un quiromántico, que lo haga. Es un trabajo peligroso. No olvides mi palabra, jovencito, ¡es un trabajo peligroso!

Y al hablar miró fijamente a Nabé que le sonrió amablemente.

—Oh, los magos no tienen nada de particular, señor. He trabajado en los circos con los tragasables, tragafuegos, y demás… y en realidad eran todos personas muy agradables.

El profesor lanzó uno de sus mejores ronquidos. Lo hacía muy bien, y reclinándose en su silla cerró los ojos. ¡Daba por terminada aquella conversación!

Nabé empezó a trabajar con el mago, y la tarea le resultó muy agradable. Tenía que cepillar el considerable guardarropa del señor Maravillas, y para ello iba a su habitación de la posada. Realizaba sus compras y limpiaba sus numerosos pares de zapatos. El señor Maravillas siempre se quejaba de que Cazurro no se lo hacía bien.

El mago asustaba al pobre Cazurro gritándole, y llamándole nombres que el pobrecillo no entendía.

—¡Zamacuco! ¡Piojoso! ¡Chapucero!

¡No era de extrañar que Cazurro no le limpiara bien los zapatos!

El señor Maravillas inició a Nabé en los misterios de su arte. Le enseñó lo que debía hacer en el escenario, las pistas que debía darle, etc. Nabé era muy listo y lo entendía todo fácilmente. Además, tenía las manos ágiles y pronto pudo hacer también algunos de los trucos del mago.

—Es un prestidigitador de mejor clase de los que suelen verse en pequeños espectáculos como los nuestros —le dijo Nabé a los niños—. Podría trabajar en Londres con toda facilidad, pero en verano prefiere la playa.

—¿Ha sabido algo de tu padre? —preguntó Diana.

—No ha habido tiempo —replicó Nabé—. Pero ayer escribió otras dos cartas a dos viejos amigos suyos que pudieran recordarle. ¡Claro que sería mucho más fácil si yo supiera el nombre de mi padre!

Los días iban transcurriendo felices y tranquilos… hasta que un rumor invadió la playa.

—¡La policía está aquí! Dicen que han venido de Scotland Yard. Es por lo explosión del submarino. Es sabotaje… alguien que sabía demasiado, consiguió pasar… ¡y el resultado fue la voladura del submarino!

Los tres policías, todos vestidos de paisano, fueron a hospedarse a la posada. Y se armó un gran revuelo. Todos sabían que eran policías, y Chatín se pasaba las horas mirándoles. ¿Habían descubierto algo? ¿Sospechaban de algún habitante de Tantán? Se decía que habían visitado la feria. ¿Alguno de aquellos hombres tendría que ver con el sabotaje?

—Nabé siempre dijo que no eran gente honrada —exclamó Roger—. Puede que alguno de ellos sea el que busca la policía.

La señora Gordi puso una habitación especial a la disposición de los detectives. Y Chatín, al pasar por delante de la puerta, en cierta ocasión, vio salir de ella al profesor, que sin ver al niño fue subiendo lentamente la escalera con la cabeza gacha. Chatín le observó.

—¡Apuesto a que le han estado interrogando! ¡Apuesto a que sospechan de él! ¡Y además, apuesto a que tienen razón! ¿Acaso no estaba aquella noche en el tejado observando el incendio? ¿No debiera yo decirlo?

Pensándolo mejor decidió no hacerlo. Al fin y al cabo, en realidad no había visto al profesor… sino únicamente el resplandor de un cigarrillo, y luego luz en la habitación del anciano. Muy a pesar suyo, Chatín tuvo que resignarse a no decir nada. ¡Pero conservaría los ojos bien abiertos!

Cazurro desapareció como por encanto desde la llegada de la policía. Estaba asustadísimo, y en cuanto supo que los tres hombres eran detectives se refugió bajo tierra como un conejo.

Nadie pudo encontrarle, y la señora Gordi estaba furiosa y preocupada.

—Hizo lo mismo una vez que vino un policía de uniforme para preguntar por un perro perdido —dijo—. No sé por qué razón le darán tanto miedo. Oh, Dios mío… y precisamente ahora que tenemos tres huéspedes más.

Nabé se ofreció a ayudar, si el señor Maravillas se lo permitía, a lo cual se avino en seguida, y fue a la policía para ofrecerles los servicios de Nabé si deseaban que un muchacho honrado les limpiara los zapatos y les hiciera algún otro trabajo. La señora Gordi también aceptó su oferta encantada.

—Gracias —dijo uno de los detectives—. Bien. Si usted puede pasarse sin él, nos será muy útil. Hemos oído decir que estuvo en la feria, y nos gustaría hacerle algunas preguntas acerca de los hombres que le emplearon.

Pero, aparte de suponer que no eran gente honrada, Nabé pudo darles poca información sobre aquellos hombres.

—¿Y qué nos dices de los que iban por allí? —preguntó uno de los detectives—. ¿Viste a alguien que estuviera en contacto con tus jefes?

—Sí, señor, pero nunca oí lo que decían —repuso Nabé, dándoles una buena descripción de un par de marinos que habían visitado dos o tres veces la feria y hablaban con sus dueños.

—Creo que ahora trabajas con un tal señor Maravillas —le dijo el detective—. ¿Qué tal te va con él?

—Sí, señor. Es muy bueno conmigo —dijo Nabé—. Es un trabajo muy agradable.

—Bien, puedes marcharte —le dijo un detective, y Nabé les dejó. Ahora, teniendo una habitación en el ático… y viviendo en la posada con los niños, aunque comía con el servicio, naturalmente, todo le parecía magnífico. Las cosas iban bien. Y pronto el señor Maravillas tendría noticias de su padre. ¡Aquello iba a ser lo mejor de todo!