Después de los primeros días, el tiempo empezó a transcurrir muy de prisa, como suele ocurrir siempre durante las vacaciones.
Antes de que los niños se dieran cuenta había pasado ya una semana. Había sido una semana espléndida… de baños, paseos en barca, juegos en la arena, excursiones… y siempre con Nabé y «Miranda». «Ciclón» también se había divertido mucho.
Escarbaba violentamente todas las mañanas cubriendo a todos de arena. Luego corría a meterse en el mar para mojarse por completo, y al salir se sacudía con tal ímpetu que les salpicaba a todos.
Además había adquirido una costumbre nueva muy molesta. Ya que le habían pegado por apoderarse de los cepillos, toallas y alfombras que llevaba a la playa, buscó algo por lo que no pudieran castigarle.
Y cada día iba a la playa con un perro distinto para jugar con él. La primera vez llevó a un chucho de mil razas distintas, de patas muy cortas y cabeza muy grande.
—Miradle —dijo Chatín—. Pobrecillo. ¡Si tuviera las patas más cortas no le llegarían al suelo!
—Ja… ja… que chiste más viejo —rió Diana—. De todas formas, es un perro muy singular.
—Y bastante apestoso —replicó su hermano mientras el perro sentabase pesadamente—. ¡Largo de aquí, apestoso! ¡Márchate!
Pero el chucho no tenía intención de abandonar a su buen amigo «Ciclón», y estuvieron haciendo mil travesuras, juntos. Casi vuelven loca a la señorita Pimienta dando vueltas alrededor de su tumbona. Tuvieron que soportar al apestoso todo el día, viendo con asombro cómo «Ciclón» compartía con él todos los bocados que le echaban.
Al día siguiente «Ciclón» se fue a la playa regresando con otro amigo… un bulldog con una cara como la del señor «Cubita». No era tan malo como el apestoso, pero le gustaba sentarse lo más cerca posible de todo el mundo. Por lo visto era un perro muy sociable.
—Me gustaría que no me babearas —le dijo Chatín al bulldog—. Necesitas llevar babero. Señorita Pimienta, ¿es que todos los bulldog babean de esta manera, o sólo lo hace por fastidiarme?
—También me ha mojado a mí —dijo Diana—. Y recuerdo que un profesor del colegio tenía un bulldog y también babeaba. ¡«Ciclón», la próxima vez que traigas a un amigo, procura que no huela mal ni babee!
El bulldog parecía tener muy buen carácter hasta que se encaprichó de un hueso que «Ciclón» estaba royendo, y entonces lanzó unos gruñidos tan amenazadores que incluso Chatín se asustó. «Miranda», que estaba con ellos, se subió encima de la cabeza de Nabé presa de terror.
—Márchate —dijo la señorita Pimienta al bulldog en tono firme—. Ese hueso es de «Ciclón». ¡Márchate!
El bulldog cogió el hueso con toda tranquilidad y se marchó. Chatín golpeó a «Ciclón» con el pie.
—¡Eres un cobarde! ¡Has dejado que te quitara el hueso! ¡Cobarde!
«Ciclón» agachó la cabeza, y cuando nadie le miraba se fue de la playa para regresar con un perro completamente distinto, alegre y vivaracho, al que seguían otros tres más pequeños del tipo «terrier», todos espabilados y curiosos.
—¡Oh, basta ya, «Ciclón»! ¿Es que te has vuelto loco? —dijo Chatín contemplando a los cuatro perros con disgusto—. ¿Es que vas a traer a toda la población canina? ¡Fuera! ¡Largo! ¡Marchaos todos! No, tú no, «Ciclón». Te voy a atar a la pata de la tumbona de la señorita Pimienta para el resto del día.
—Oh, no, eso sí que no —replicó el aya al punto—. Le ataste hace un par de días y me tiró al suelo. ¡Átale a una de tus piernas!
Durante tres o cuatro días apenas vieron a Nabé, que no les animaba a que fueran a la feria.
—Es un lugar muy ordinario —les dijo—. No vengáis. Tampoco me agradan los hombres que la dirigen. Son unos pintas. Deben formar parte de alguna banda, aunque no sé de qué se trata.
—¿Por qué no les dejas, Nabé? —preguntó Diana preocupada—. Sé que no te gusta ese empleo. No sigas con gente que no es honrada.
—Oh, estoy acostumbrado a eso —repuso Nabé. No es posible ir de un lado a otro como yo hago, sin tropezar continuamente con tipos así. Y de todas formas… ¿dónde iba a encontrar otro empleo?
—¿No te acuerdas?… El mago que actúa en el muelle dijo que si querías ser su ayudante —exclamó Diana acordándose de pronto.
—Pero ya tiene a Iris —intervino Chatín—. ¡No sé por qué dijo que necesitaba otro ayudante!
—No. Tal vez no necesite a nadie —repuso Diana—. ¿Cuándo termina la semana a que te comprometiste? Mañana, ¿verdad?
—Sí. Entonces me pagarán —dijo Nabé—. ¡Doscientas pesetas! Podré comprarme unas sandalias y una camisa.
—Pues, entonces déjales —insistió Diana—. A mí tampoco me gusta este sitio. ¡Estoy segura de que encontrarás otro trabajo!
Pero Nabé no quiso asegurárselo. No sería fácil encontrar otro empleo en Tantán, y quería estar cerca de sus amigos.
Aquella noche Iris no trabajó. Tenía la noche libre y permaneció en el hotel jugando a cartas con los niños. Parecía casi tan joven como Diana. Chatín, sentado a su lado, deseaba poder entregarle las mejores cartas. «Ciclón» echado a sus pies, estaba de acuerdo con su amo en que Iris era una jovencita encantadora.
—¿Qué hará el señor Maravillas esta noche sin usted? —le preguntó Diana, observando cómo Roger repartía las cartas—. ¿También adivina las cosas cuando no le ayuda?
—No lo sé —dijo Iris—. ¡Ni me importa! Es muy antipático. No me gusta.
—¿Por qué? —preguntó Chatín.
Pero Iris no quiso decírselo.
—Solía tener un ayudante —explicó—. Un jovencito. Y de repente se marchó, nunca supe el porqué, y el señor Maravillas me pidió que buscara a otro. Yo le dije que lo probaría por espacio de dos semanas, pero no me gusta, y no pienso seguir haciéndolo. Ahora han terminado las dos semanas.
Ahora Diana comprendía por qué el señor Maravillas había pedido a Nabé que fuera su ayudante. Había temido que Iris le dejara una vez transcurridos las dos semanas.
—¿Sabe si ha encontrado ya quien la sustituya? —le preguntó de improviso.
—Hoy vino a verle alguien. Supongo que sería por el empleo —repuso Iris—. Y es probable que lo haya conseguido, porque el señor Maravillas necesita quien le ayude. No podría hacer la prueba de la transmisión del pensamiento solo.
—¿Por qué no? —quiso saber Chatín—. Podría solicitar la cooperación de algún espectador… o de uno de los payasos.
—No. Quiere tener un ayudante propio —repuso Iris—. Bueno, ¿jugamos a las cartas o sólo nos hemos reunido para charlar? ¡Tengo tan buenas cartas que estoy deseando jugarlas!
Diana no jugó muy bien aquella noche, pues estaba pensando intensamente. ¿Y si acudieran al señor Maravillas para suplicarle que tomase a Nabé en vez de otro ayudante? Y si avisaran a Nabé de que le habían conseguido aquel empleo, él podría avisar a los de la feria, y empezar a trabajar en seguida con la compañía de artistas… ¡Sería un ayudante maravilloso!
Apenas pudo esperar hasta la noche para decírselo a los otros, que la escucharon en silencio.
—Sí —dijo Roger—. Creo que debemos decir al señor Maravillas que a Nabé no le agrada su trabajo y que le tome en vez de otro chico, sea quien sea. Será mejor que se lo digas tú, Diana. Tú sabes más de estas cosas. ¡Puedes hablarle a solas mañana por la mañana y exponerle el caso!
Así, que a la mañana siguiente, cuando terminaron de desayunar, Diana buscó al señor Maravillas. Estaba sentado en el jardín leyendo el periódico, y alzó la cabeza cuando ella se le acercó tímidamente.
—Perdone. ¿Podría hablar con usted, señor Maravillas? —le dijo—. Es respecto a nuestro amigo, Nabé. No le gusta su trabajo, y estoy segura de que aceptaría ser su ayudante, si es que aún lo necesita. Por favor, tómelo a él en vez de otro. Es muy trabajador y muy inteligente. Hará cualquier cosa que usted le pida, lo que sea.
El señor Maravillas, dejó el periódico y miró a la niña.
—En realidad estoy buscando un criado —dijo—. Alguien que me haga los recados, que cuide de mis ropas y que además me ayude durante mis actuaciones.
—Él podría hacerlo todo —replicó Diana con vehemencia—. Haga una prueba, señor Maravillas.
—¿Cuál es su nombre completo? —preguntó el mago, sacando una libreta de notas y una pluma.
—Bernabé Hugo Lorimer —replicó Diana—. En realidad ése es el apellido de su madre. No sabe el de su padre.
—Qué raro —dijo el señor Maravillas.
Diana le contó la historia de Nabé que el quiromántico escuchó con gran interés.
—Así que ya ve —concluyó Diana—. Nabé está solo en el mundo, puede ir donde quiera y trabajar en lo que guste… pero oh, ¡cómo me gustaría que encontrara a su padre!
—¡No me cabe duda de que yo podré encontrarle! —exclamó el señor Maravillas guardando su pluma, y Diana le miró asombrada.
—¿Qué quiere usted decir? ¿Cómo podría hacerlo? ¿Qué piensa hacer? Es imposible… ni siquiera Nabé sabe nada de su padre… ¡ni siquiera su nombre!
—Mi querida jovencita, llevó más años en el mundo del teatro de los que quisiera recordar —repuso el señor Maravillas—. Sólo tengo que preguntar a algunos de mis amigos si conocen a un actor que representaba obras de Shakespeare hará unos quince años, y que probablemente se parece mucho a Nabé físicamente… ese muchacho tiene un rostro muy singular. ¡Y estoy seguro de que en poco tiempo tendré alguna noticia!
—¡Oh, señor Maravillas! —exclamó Diana con los ojos brillantes—. ¡Oh, sería maravilloso! ¿De veras lo hará?
—Sí Nabé viene a trabajar conmigo, hace lo que le mande y demuestra ser útil y de confianza, entonces haré todo lo que sea posible —replicó el señor Maravillas—. Eso depende de él mismo. Aunque no pienso tomarme ninguna molestia, si él no se porta bien conmigo.
—¡Oh, Nabé se portará bien, lo sé! —exclamó Diana muy contenta—. Déjeme ir a buscarle, señor Maravillas. Así podrá despedirse hoy mismo y empezar a trabajar con usted mañana. Oh, gracias, gracias.
Y se marchó con el corazón rebosante de alegría. ¡Oh, Nabé, Nabé, si encontraras pronto a tu padre! ¡Oh, qué amable era el señor Maravillas!… ¿Cómo era posible que le hubiera parecido antipático alguna vez?
Encontró a Nabé en la playa esperándoles y corrió a darle la noticia.
—¡Por favor, ve ahora mismo a la posada, Nabé! —le suplicó—. Te está esperando. ¡Nabé, imagínate que lograse encontrar a tu padre! ¡Parece muy seguro de poder hacerlo!
—Eres una buena amiga, Diana —le dijo Nabé con los ojos brillantes—. Vamos, «Miranda»… ¡iremos a probar suerte!