Capítulo 15- El Señor Maravillas… y Chatín

—Fijaros bien en esto —susurró alguien a espaldas de los niños—. ¡Es maravilloso!

Iris dio unos pasos hacia delante y saludó. Al parecer iba a ser la ayudante del señor Maravillas.

—Véndeme los ojos —le ordenó el mago.

Iris, tomando un gran pañuelo negro, lo hizo así a conciencia. Incluso Chatín estaba convencido de que nadie podría ver a través de aquel pañuelo que daba al mago un aspecto muy siniestro por demás.

La lectura del pensamiento siguió el ritual de costumbre. Iris fue recogiendo objetos entre el público, pasando por entre las filas de butacas, y llevándose el dedo a los labios cada vez que alguien se sentía inclinado a hacer algún comentario.

—¡No debemos darle ninguna pista! —susurraba—. Ninguna insinuación… nada que ayude al señor Maravillas. ¡Ésta es una prueba auténtica y veraz de su poder!

Volvió a subir al escenario, y dio la vuelta al señor Maravillas, que conservaba los ojos vendados, de manera que diese la espalda al público. Luego avanzó hacia éste exhibiendo un pequeño broche de oro que le había entregado una jovencita.

—¿Qué tengo en la mano, señor Maravillas? —exclamó—. ¡Deje que su mente lea lo que hay en mi mano!

—Veo… ¿qué veo?… mingo, mengo, miscelánea… o… ya veo, oh, sí, ya veo… algo pequeño… algo redondo… algo que reluce como el oro… ábrete, oh mente, oh… ¡Es oro!

—Ah, pero ¿qué es? —preguntó Iris sosteniendo todavía el broche en alto. No se oyó el menor ruido en la sala mientras el señor Maravillas volvía a murmurar, y al fin dio la vuelta entre el revuelo de su capa.

—Un broche. ¡Un pequeño broche de oro!

Hubo una oleada de aplausos, y Chatín, olvidándose de que no pensaba aplaudir, lo hizo con todas sus fuerzas; Roger y Diana aplaudieron todavía más que Chatín. Luego Iris volvió a colocar al señor Maravillas de espaldas al público, y esta vez mostró dos cosas a un tiempo. Una era un anillo de plata con una piedra amarilla y la otra un reloj.

—¿Qué tengo ahora en la mano, señor Maravillas? —exclamó la joven—. Ahora tiene que adivinar dos cosas. ¡Dígame usted qué son!

El mago volvió a sus continuados murmullos y leves susurros, y la capa revoloteó de un lado a otro y a los tres niños les parecía todo aquello muy fantástico y mágico. La sala casi se viene abajo con los aplausos, cuando el señor Maravillas adivinó las dos cosas exactamente. Esperó a que se acallara el entusiasmo y luego dijo:

—Esperen… veo algo más. El reloj… veo el reloj… detrás tiene grabadas las iniciales A. G. S. Sí, veo A. G. S.

—Tiene usted razón —dijo Iris con voz asombrada y mirando el reloj por detrás. Todo el mundo volvió a aplaudir, y después de adivinar varios objetos más, llegó la última parte de la actuación del mago.

—Y ahora —dijo el señor Maravillas solemnemente y con el rostro más alargado que nunca debido al cucurucho puntiagudo—. Llegamos a la Numerología. Mi excelente ayudante, señorita Iris, tiene un paquete de tarjetones y escogerá uno al azar que les mostrará en silencio. Yo lo leeré con los ojos de mi mente en el espacio de treinta segundos o menos, y les diré el número que exhibe en su mano.

Iris cogió una serie de tarjetones todos con el dorso amarillo, y Chatín se irguió interesado. Vaya, aquellos tarjetones los había visto en la habitación del mago cuando fue a devolverle su cepillo. Debía estar estudiándolos entonces, ¿pero de qué le servía aprendérselos de memoria si no sabía cuál escogería Iris?

La joven cogió un tarjetón que mostró al público en silencio. El número estaba impreso en gruesos caracteres negros y todos pudieron verlo perfectamente.

Era el número 637.589,255.

El señor Maravillas comenzó a murmurar como de costumbre, y luego lanzó un gemido.

—Es difícil. Los ojos de mi mente están turbios esta noche. ¿Dónde está mi varita?

Iris se la entregó y empezó a dar pases con ella en el aire.

—¡Ven genio de los números, ven en mi ayuda! —exclamó con voz tan angustiada que el público se asustó.

—¡Ah!, ¡ah! ¡Ahora veo el número! Esperad… esperad… ya viene. ¡Es el 637.589,255!

Iris seguía sosteniendo el número en alto y el señor Maravillas acababa de adivinarlo. Todos aplaudieron y golpearon con los pies. ¡Había estado maravilloso!

—¡Que adivine otro número! —pidió una voz entre el público.

—Sólo una más —dijo Iris—. Es una tensión muy grande la que soporta el señor Maravillas.

Desde luego daba esta impresión gracias a sus murmullos y pases en el aire con su varita mágica, pero al fin volvió a adivinar el número correctamente.

—¡Es… es… el 864.592,643!

—Cáscaras… me asusta —dijo Chatín a la señorita Pimienta—. De ahora en adelante le trataré con mayor respeto. Es una maravilla, ¿no le parece?

A continuación hubo un número de canto y baile para desvanecer la tensa atmósfera creada tan inteligentemente por el señor Maravillas. Luego Iris se adelantó para anunciar rápidamente:

—Ahora llegamos al fin de nuestro programa, que tal vez sea la mejor parte —dijo con su encantadora sonrisa—. El Concurso Infantil. Como de costumbre daremos dos premios de veinticinco pesetas, uno para las niñas y otra para los niños.

Un tintineo de monedas, agitados por el payaso proclamó que el dinero estaba dispuesto y esperando.

—¿Puedo participar yo también, por favor, señorita? —preguntó el payaso con voz patética—. No soy tan rico como todos los niños que están aquí. Sé cantar «Tres ratones ciegos», de veras, lo hago muy bien.

Iris continuó su pequeño discurso.

—No importa lo que hagáis… cantar, bailar, recitar, tocar el piano, contar chistes… o incluso realizar un poco de magia que deje pequeñito al señor Maravillas. Vamos… ¿quién va a ser el primero?

Dos niñas y un niño se apresuraron a acudir al escenario. Les siguió otra niña, y dos niños más. Roger dio un codazo a su primo.

—¡Vamos! No dejes de hacer tu número, Chatín.

Pero Chatín se había puesto muy nervioso y miró a su primo contestándole:

—No quiero hacer el ridículo, de manera que cállate.

Los niños que actuaban resultaban ser bastante vulgares. Dos de los niños tocaban el piano, golpeando las teclas con fuerza. Un niño cantó una canción cómica de la que nadie pudo entender una sola palabra.

Otra niña bailó muy bien, pero era evidente que estaba tan engreída que nadie aplaudió mucho, aparte de su mamá, que casi se despellejó las manos.

Luego otro niño poco más o menos de la edad de Chatín recitó un verso a tal velocidad, que nadie consiguió entenderle, y luego se retiró del escenario también a toda velocidad, abrumado por su esfuerzo.

El tercer niño se negó a actuar, y en el centro del escenario parecía la imagen de la desdicha.

—He olvidado las palabras —no cesaba de repetir—. He olvidado las palabras. Mamaíta, ¿cómo es?

Al parecer su mamaíta también las había olvidado de manera que el niño abandonó el escenario llorando.

—¡Vamos, vamos, niños! —dijo Iris en tono de reproche—. Estoy segura de que alguno más puede tratar de llevarse los cinco duros. Necesitamos que actúe otro niño.

—Déjeme probar, déjeme probar —gimoteó el payaso imitando la voz de un niño—. ¡Sé hacer muchas cosas! ¡Oh, sí que sé! Estoy en gran forma para cantar y silbar.

Frunció los labios, pero por mucho que soplaba no salió sonido alguno. Así que sacando un silbato enorme de su bolsillo lo hizo sonar haciendo que Iris pegara un respingo. Todos rieron… era tan tonto.

—¡Otro niño más! —insistió Iris—. Sólo uno. Así habrán actuado tres niñas y tres niños.

El payaso fue a colocarse al lado de Iris, y miró directamente a Chatín, señalándoselo a la muchacha.

—Mira, Iris —le dijo—. Ahí está la Maravilla del Mundo. ¿Lo ves? Ese chico de pelo rojo, nariz respingona y pecoso. Es el mejor concertista de banjo que he visto en mi vida. Pagan hasta mil pesetas por cada uno de sus banjos. ¡Cáspita!

Todos se volvieron para mirar a Chatín que enrojeció hasta las raíces de sus cabellos.

—¡Vamos, muchacho! —gritaba el payaso—. Eres tímido como una niña. ¡No es posible! Ven y tócanos tu banjo. Dinos qué vas a tocar y el pianista te acompañará.

—Vamos, Chatín —le dijo su primo—. Ahora no tienes más remedio que subir. Los otros niños lo han hecho pésimamente.

Chatín subió al escenario, mitad contrariado, mitad satisfecho por las palabras del payaso, y quedó de cara al público. El payaso con toda solemnidad colocó una silla a su lado.

—Es para que apoyes la pierna —le informó—. Ese banjo que has traído es muy pesado. Apóyalo sobre tu pierna, compañero. Y ahora dinos… ¿qué vas a tocar?

Chatín captó en seguida el humorismo del payaso y se echó a reír.

—Tocaré «Qué hora es cuando son las doce» —anunció, colocando el pie sobre la silla. La canción que había escogido era muy popular entonces, una tonadilla tonta, muy apropiada para el banjo. El pianista hizo un gesto de asentimiento. La conocía muy bien.

—Voy a afinarlo un poco —dijo Chatín con toda solemnidad tocando las cuerdas de su banjo imaginario, y produciendo unos ruidos como si realmente estuviera ajustando las cuerdas al tono preciso. El público empezó a reír de buena gana.

—Bien. ¿Preparado? —dijo Chatín al pianista—. No toque demasiado fuerte, por favor. Primero la canción entera y luego repitiendo el estribillo dos veces.

Rasgueó con la mano las cuerdas imaginarias haciendo al mismo tiempo unos sonidos metálicos con la lengua muy parecidos a los de banjo, y de esta manera fue siguiendo la melodía de la canción. Chatín lograba producir aquellos sonidos con gran potencia, y el pianista no le ahogaba, muy al contrario, lo seguía perfectamente. Formaban una pareja excelente.

—Tuang-tuang-tuang, tuang-tuang-tuang —continuó Chatín finalizando con un acorde maravilloso. Luego quitó el pie de encima de la silla y saludó ceremoniosamente.

Consiguió más aplausos que ningún otro concursante, e incluso que los artistas que habían actuado aquella noche… ¡más que el señor Maravillas! ¡Resultaba tan gracioso con su extraño desparpajo, sus cabellos rojos y su simpática sonrisa! Todos querían que continuara actuando.

—Otra más… ¿no puedes complacernos? —le preguntó el payaso encantado—. ¿Algún otro instrumento?

—Casualmente he traído mi cítara —replicó Chatín muy serio, dejando su banjo imaginario y cogiendo su cítara, igualmente invisible—. Ahora tendré que sentarme.

Y uniendo la acción a la palabra, tomó asiento en la silla, y acompañado del pianista dieron una audición perfecta. Reprodujo el sonido de la cítara con la misma habilidad de antes, y en vez de una canción rápida, escogió la romántica melodía: «Si yo pudiera darte la luna». No la cantó, naturalmente, pero imitó su interpretación con la cítara admirablemente. Todos escucharon con gran atención, y la señorita Pimienta se mostró muy sorprendida.

¡Era increíble que Chatín, el loco y travieso Chatín, tuviera en suspenso a todo el público! ¡Roger y Diana no cabían en sí de orgullo por tener un primo tan listo!

La canción finalizó y el payaso inclinose ante Chatín.

—¡Eres todo un maestro! —le dijo y el niño no supo si aquello era una ofensa o un cumplido. No había oído nunca aquella palabra, pero el payaso estaba encantado con él, y se volvió para decir al público—: Y ahora vamos a repartir los premios. El premio de las niñas será para la pequeña Lorna Jones, que ha bailado.

Sonaron ligeros aplausos. Desde luego que Lorna había bailado bien, pero o nadie le fue simpática.

—Y el de los niños… naturalmente… será para nuestro amiguito aquí presente, por…

Pero el resto de sus palabras quedaron ahogadas por los aplausos y vítores. Todos aprobaron por unanimidad aquel premio, y Chatín, más sonrojado que nunca, se inclinó para saludar y fue a recoger las veinticinco pesetas. ¡Qué noche! ¿Quién hubiera dicho que su afición a imitar instrumentos iba a proporcionar a Chatín tantos aplausos?