—¡Oigan! —exclamó Chatín aquella noche durante la cena dirigiéndose a Ruiseñor Iris—. Oiga…, esta noche iremos a ver su espectáculo. ¡Y aplaudiremos como nadie!
—Bien —replicó Iris sonriéndole. Realmente era muy bonita—. Lo haremos lo mejor posible para gustarte.
—Y procura lavarte bien el cuello, jovencito, por si acaso te encuentro más patatas —le dijo el señor Maravillas.
Chatín frunció el entrecejo mientras todos reían, resolviendo no aplaudir en absoluto al mago. Qué hombre más desagradable… hablando de cuellos sucios en público.
—Yo también iré esta noche —intervino la señorita Pío—. Hay concurso infantil, ¿verdad? Me encanta ver a los queridos niños subir al escenario para deleitarnos con sus canciones y poesías. ¡Qué monada!
A Chatín le dio un vuelco el corazón. No le agradaba en absoluto la perspectiva de que la señorita Pío presenciara su actuación. Estaba seguro de que luego haría comentarios tontos.
La señorita Pío se volvió hacia la mesa de los niños y dijo a la señorita Pimienta con su sonrisa acostumbrada:
—¿Y sus niños no van a presentarse al concurso? —gorjeó—. Estoy segura de que la nenita… baila maravillosamente.
Si había algo que Diana aborreciera era el que la llamasen «nenita», y miró a la señorita Pimienta conteniéndose.
—¿Se refiere usted a Diana? —dijo el aya—. No sé por qué la llama «nenita», señorita Pío. Es casi tan alta como usted, y está muy desarrollada.
¡Diana hubiera querido abrazar a la señorita Pimienta! Y la miró agradecida. ¿Por qué las personas mayores no se daban cuenta de que a los niños y niñas no les gusta que les llamen «nenitos»? E irguiéndose en su asiento trató de parecer lo más alta posible.
—¿Por qué no se presenta usted, señorita Pío? —le preguntó Chatín con aire inocente—. Estoy seguro de que canta usted como un mirlo.
El payaso lanzó una carcajada, que luego disimuló carraspeando, y la señorita Pimienta miró severamente a Chatín, pero la señorita Pío lo tomó como un cumplido.
—Pues cantaba divinamente cuando era niña —replicó con timidez—. ¿Cómo lo has adivinado? Es un niño muy listo, ¿verdad? —dijo volviéndose hacia la señorita Pimienta.
—Tendrá que ocupar el puesto de Iris cuando ella tenga la noche libre —dijo el payaso—. Y les dará la mayor sorpresa de sus vidas.
—Oh, pobre de mí, yo no sé cantar como la querida Iris —dijo la señorita Pío enrojeciendo y muy nerviosa—. Ah, aquí viene el postre… piña y helado… qué bueno. ¡La buena señora Gordi sabe exactamente lo que apetece en una noche calurosa!
La señorita Pío callaba únicamente cuando comía, lo mismo que Chatín, y la señorita Pimienta exhaló un suspiro de alivio cuando vio que el camarero colocaba una espléndida ración de piña y crema delante del niño. ¿Cómo se las arreglaba para que le sirvieran tanta cantidad? El aya supuso, que como de costumbre, se habría hecho amigo del cocinero, convirtiéndose en su predilecto.
La función comenzaba a las ocho, y el mago, el payaso y Ruiseñor Iris, tomaron café rápidamente y fueron a prepararse.
—Podemos tomar el café juntos en el vestíbulo, ¿no le parece? —dijo la señorita Pío al aya, pero ésta estaba ya cansada de oírla.
—Esta noche no voy a tomar café, gracias —le contestó—. Me sentaré con los niños para gozar de los últimos rayos de sol.
Y les encontró deseosos de ir en seguida a presenciar el espectáculo.
—Queremos tener buen sitio —dijo Chatín—. Yo no puedo ver los trucos del prestidigitador a menos que esté en primera fila. Señorita Pimienta, vámonos ya. ¿Llevará usted chocolate para comer durante la representación?
—No. No hay necesidad de estar comiendo chocolate continuamente… y menos después de una cena como la de hoy —replicó el aya.
—Oh, bueno, no importa. Me parece que tengo un pedazo de goma de mascar —repuso Chatín buscando en sus bolsillos.
—Entonces haz el favor de dármelo —dijo la señorita Pimienta—. Si hay algo que aborrezco de verdad es el ver masticar continuamente… como las vacas.
—¡Troncho! Ahora sé por qué las vacas hacen eso —exclamó Chatín—. Para ellas debe ser igual que mascar chicle. Nunca pensé que las vacas fueran tan sensatas. De todas formas, señorita Pimienta, no es preciso que me mire mientras estoy mascando.
—Cállate, Chatín —intervino Roger—. Hablas por los codos. Deja que los demás digan algo, y vigila a «Ciclón». Ha desaparecido en el interior de la posada. ¡Apuesto a que no tardará en salir con algo en la boca que no debiera haber cogido!
Al poco rato apareció «Ciclón» meneando su rabo corto, y arrastrando una pequeña estera que dejó a los pies de su dueño.
—¡Mirad esto! —le dijo Chatín con disgusto—. Ya vuelve a sus estúpidos trucos. ¡Devuélvelo, tonto!
«Ciclón» echó a correr, pero sin la alfombra.
—¡Ahora ha ido a buscar otra! —exclamó Diana—. Señorita Pimienta, ¿podemos marcharnos ya?
—Si —replicó el aya levantándose—. Dejemos que Chatín se las componga con las alfombras.
Chatín cogió la que estaba en el suelo y llamando a «Ciclón» entró en la posada, donde tropezó con el profesor y la señorita Pío.
—Oh… perdonen —les dijo el niño—. Lo siento muchísimo. No les había visto. ¿Van a ver la función? Entonces nos veremos allí. ¡Hasta luego!
—Este niño necesita una mano dura —dijo el profesor contrariado—. ¡Siempre va corriendo como un loco, y gritando con todas sus fuerzas… no tiene modales!
—Ah, sí, pero los niños son así —repuso la señorita Pío—. Deliciosas criaturas. A mí me encantan, ¿a usted no?
—No —fue la respuesta del profesor—. Quisiera ahogarlos a todos.
Y una vez hecha esta declaración en voz alta y con gran sentimiento, no dijo más, y salió acompañado de la señorita Pío, que iba dejando tras sí una estela de fuerte perfume de guisantes dulces.
Chatín no tardó en alcanzar a los otros, y «Ciclón» le seguía pisándole los talones y sacudiendo sus largas orejas gachas. Luego aminoró la marcha jadeando. Al fin llegaron al muelle y pagaron sus respectivas localidades. Luego se dirigieron a la sala de conciertos que estaba más o menos a mitad del muelle. Había un buen escenario al aire libre y filas y filas de butacas. El techo había sido retirado puesto que el tiempo era muy caluroso. Cuando llovía o hacía frío, volvían a correrlo, de manera que la sala se convertía en un local cerrado.
—Es magnífico —exclamó Roger—. ¿Vamos a sentarnos en la primera fila?
No obstante, estaba ya toda ocupada, y tuvieron que contentarse con sentarse en el centro de la segunda fila. La señorita Pimienta compró un par de programas, y todos se sentaron expectantes. Los leyeron en silencio, pareciéndoles un espectáculo muy bueno.
El profesor James y la señorita Pío llegaron más tarde, y tuvieron que sentarse bastante atrás, porque todos los asientos preferentes estaban ya ocupados. ¡Sin duda alguna aquellos espectáculos eran muy populares! La señorita Pío saludó con su programa a los niños, y ellos correspondieron a su saludo.
A las ocho en punto se oyó la alegre música de un piano que sonaba detrás del telón, y éste se descorrió rápidamente, descubriendo a los doce artistas, todos muy sonrientes, excepto el mago, que estaba tan serio como de costumbre. Sin embargo, procuró sonreír cuando atacaron la canción inicial.
El pianista era excelente y tocaba sin partitura. Parecía muy joven, y en cuanto vio a Chatín le dedicó un guiño muy simpático y el niño se sintió muy orgulloso por aquella deferencia.
El programa fue siguiendo el curso acostumbrado… canciones, bailes, zapateados, un par de chistes escenificados, muchas tonterías a cargo del payaso, y, naturalmente, la actuación del mago.
Iris demostró tener una voz muy dulce y como además era muy bonita tuvo mucho éxito. Chatín aplaudió hasta que le dolieron las manos, y continuó aplaudiendo mucho después que los demás dejaron de hacerlo, hasta que Roger le dio un fuerte codazo.
—¡Basta! ¡Todos te miran!
—¡Bis! —gritaba Chatín incansable—. ¡Bis! —y quedó encantado cuando a una señal del payaso, Iris subió a cantar otra vez. Chatín le hizo una seña con la mano, y ella le dirigió una sonrisa divertida.
La pareja de baile era bastante buena, y el bailarín de «claque», excelente. Chatín comenzó a tocar su banjo imaginario cuando Judy Jordán comenzó una danza haciendo sonar las puntas y tacones de sus zapatos, mas la señorita Pimienta le detuvo en seguida que oyó el «Zizz-ziz-ziz» tan familiar.
Pero la parte mejor del espectáculo fue la actuación del mago, que estuvo brillantísimo. No sonrió ni una vez tan sólo, y apareció vistiendo como un hechicero de los tiempos antiguos, con un cucurucho puntiagudo y una capa flotante. Diana le contempló estremecida cuando con su rostro grave y voz profunda se dispuso a comenzar su interesante actuación.
—Es realmente magnífico —dijo la señorita Pimienta al oído de Diana—. ¡Está muy en carácter con su magia! No cuesta nada imaginarle conjurado con los genios y espíritus, y brindando con brujas y trasgos. ¡Es realmente maravilloso, fantástico!
El público le observaba en silencio, mientras realizaba trucos poco vistos. Sacaba del aire las cosas más imprevistas… una regadera… una baraja de cartas sueltas… un libro enorme… y un sombrero que ofreció a Iris con una reverencia.
Cogió su varita para anunciar que iba a conjurar al fuego, y pronunciando una sarta de extrañas palabras que hicieron estremecer a Chatín… ¡Zas!, hizo que las llamas brotaran sobre su cabeza, ardiendo alegremente. ¡La verdad es que hacía cosas realmente asombrosas!
—Y ahora —dijo abandonando su varita— les invito a que presencien mi maravilloso don de adivinación del pensamiento. ¡Magia, amigos míos, pura magia!