Les condujo de nuevo a la pequeña plataforma, desde donde tomaron otro sendero junto a las rocas altas. Terminaba en unos escalones naturales en la misma roca, que subieron hasta la cima del arrecife rocoso.
Allí arriba soplaba mucho viento que alborotó los cabellos de Diana e hizo que la señorita Pimienta asiera su chal con más fuerza.
Desde aquella altura podían dominar la Base Submarina.
—No dudo que ustedes ya saben lo que se hace allí —dijo el barquero—. Investigaciones submarinas secretas. No se permite la entrada a nadie, ni siquiera a nosotros los pescadores, aunque yo conozco todos los rincones desde niño. ¡Fíjense cómo está de vigilada la bahía!
Un muro de piedra la rodeaba toda, y ningún barco podía entrar sin que fueran abiertas las compuertas secretas. Varios hombres montaban guardia en pequeñas garitas abiertas en la misma piedra sobre el muro. Se vio el centelleo de un cristal.
—¿Han visto? —dijo el barquero—. Uno de los centinelas ha dirigido los prismáticos hacia nosotros, pero sabe que no podemos pasar de aquí. Si cualquiera se acercara a la bahía, pasando de estas rocas, volaría hecho pedazos. Están minadas.
—Todo esto es extremadamente peligroso —dijo la señorita Pimienta nerviosa.
—¡Por Dios, señora, usted no podría llegar a la parte minada! —exclamó el buen hombre para tranquilizarla—. Hay cientos de metros de alambre espinoso.
—¿Y dónde está el agujero-soplador? —preguntó Roger.
—Ah, sí. Miren hacia allí… ¿ven? —dijo el barquero señalando hacia tierra de la que surgía la cadena de enormes rocas sobre las que se hallaban. Todos miraron hacia donde les indicaba.
De pronto vieron un gran surtidor de agua que se alzó con un fuerte rugido, para volver a caer inmediatamente.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Diana sobresaltada.
—Ya se lo he dicho. Un agujero-soplador —repuso el barquero—. ¿No habían visto ninguno hasta ahora? Por nuestras costas hay muchos, unos grandes, otros pequeños. Hay un largo pasadizo en las rocas que va desde el remolino al agujero-soplador… y cuando la marea está alta… como ahora… las aguas son impulsadas por la marea a través del pasadizo y salen por el agujero. Miren… volverá a surgir el surtidor dentro de un minuto.
Y así fue. Chatín estaba emocionado.
—¿Por qué ocurre sólo cuando la marea está alta? —le preguntó—. ¿Por qué no siempre? ¡Troncho… ahí sale otra vez! ¡Parece una ballena lanzando chorros de agua!
—Cuando la marea está baja el nivel del agua no alcanza el pasadizo —explicó el barquero—. De manera que el agua no penetra en él, pero cuando la marea sube, impulsa al agua de nuevo por el túnel haciéndola salir por el agujero.
—¿Dónde está la entrada del pasadizo? —quiso saber Roger—. Supongo que no debe verse cuando la marea alta…
—No. En absoluto —interrumpió el barquero—. Pero puedo indicarles dónde empieza cuando regresemos. Hay una curiosa historia acerca de ese pasadizo.
—¿Sí? —exclamó Chatín al punto, ya que le entusiasmaban las historias.
—Se dice que ciertos contrabandistas quisieron librarse en cierta ocasión de uno de sus enemigos, de manera que su cuerpo no volviera a encontrarse jamás —explicó el barquero—. Y le trajeron aquí a medianoche. Le arrojaron al remolino y huyeron a refugiarse a la bahía donde ahora están los submarinos.
Tras una pausa, Chatín le apremió para que continuara.
—Siga… ¿y qué más?
—Pues, el individuo que arrojaron al agua era muy fuerte, casi un gigante, y no quiso dejarse absorber por el remolino sin luchar. Así que antes de que las aguas le tragaran nadó hacia la orilla de la laguna, asiéndose al borde rocoso, pero no pudo subirse a él.
—¿Y consiguió escapar? —preguntó el niño—. ¡Dígame que sí!
—La marea bajó y tuvo que ir agarrándose cada vez a algún saliente más bajo —dijo el barquero en tono solemne—. No tenía fuerzas para subirse a las rocas ¿comprenden? Puede que le dieran un golpe en la cabeza, o algo por el estilo. De todas maneras, la marea fue bajando y bajando, y las aguas del remolino hundiéndose más y más. Y al fin se encontró de pie a la entrada de un túnel oscuro que atravesaba las rocas. ¡Supongo que aquella noche habría luna!
—¡Y era la entrada del pasadizo que termina en el agujero-soplador! —exclamó Roger.
—Eso es. Y por él se fue arrastrando aquel hombre hasta llegar al mismo agujero. Salió por allí y echó a andar en dirección a tierra… y vaya susto que se llevaron sus enemigos al verle andando por la calle, ¡huyeron despavoridos!
—No me extraña —dijo Chatín disfrutando con el relato—… Les estuvo bien empleado, por malvados. ¡Espero que todos fueran capturados y castigados!
—Nunca lo oí decir —replicó el barquero—. ¡Miren, ya sopla otra vez!
Y de nuevo se volvieron para contemplar la repentina aparición de la columna de agua.
—Va disminuyendo gradualmente a medida que baja la marea —continuó el pescador—. Bueno, ahora regresaremos. No puedo llevarles más lejos, aunque quisiera; hay demasiadas minas para mi gusto.
Contemplaron el surtidor una vez más y regresaron a donde habían dejado el bote. El remolino seguía marcando su ritmo interminable, y bullía constantemente produciendo un rumor sordo, como un rugido extraño.
—Es algo impresionante —dijo Chatín—. Mirad a «Ciclón»… está quieto como un ratón. Asustado, ¿no es verdad, «Ciclón»?
Desde luego que al perrito no le atraía el remolino y se mantenía todo lo apartado que le era posible, tirando fuertemente de la correa que sostenía Chatín, quien no estaba dispuesto a permitir que su perro desapareciera en aquellas aguas turbulentas.
«Miranda», acurrucada en el interior de la camisa de Nabé dormía profundamente, y ni siquiera se despertó cuando llegaron al bote.
—No nos ha enseñado dónde comienza la entrada del túnel —recordó Chatín al barquero.
—No; es verdad —repuso el hombre—. Bueno, mientras desamarro el bote pueden ir a contemplar el remolino. Cuando las aguas bajen observen una roca que tiene una gran protuberancia. La entrada está debajo.
Chatín, Roger y Nabé fueron a verlo, descubriendo en seguida la roca indicada, pero sin distinguir el menor rastro de la entrada, puesto que la marea estaba todavía muy alta.
—Una tarde muy interesante —dijo Roger—. Es la clase de paseos que me gustan. Y ahora tendré algo que escribir cuando el profesor nos exija una redacción al principio de curso. «Describan un día interesante de sus vacaciones.» Yo contaré esto incluyendo la leyenda del «Hombre que regresó de la muerte». Debió ser espantoso tener que arrastrarse por ese túnel en la oscuridad… sin saber cuándo volvería a subir la marea inundándolo todo de nuevo.
—Todo esto me ha despertado el apetito —dijo Chatín—. ¿Nadie tiene chocolate?
Nadie llevaba, de manera que Chatín tuvo que aguantarse hasta que llegaron a tierra. La señorita Pimienta pagó al barquero, y luego fueron a merendar a un establecimiento que Chatín había descubierto aquella mañana en una de sus correrías.
—Decía «Mariscos» —explicó—. Y eso es precisamente lo que me apetece. ¿Por qué no tomamos nunca langosta en casa? ¿Por qué tenemos que ir a sitios como éste para poder comerla?
—Sencillamente, porque las langostas se pescan en el mar, y no en el interior, tonto —replicó su primo—. Y permíteme aconsejarte que no comas más de una langosta, o esta noche soñarás que te traga el remolino.
—Valdría la pena —replicó Chatín que quedó muy desilusionado al ver que la señorita Pimienta no le dejaba comer más de media langosta. A «Miranda» también le gustaba, y comió con suma delicadeza los pedacitos que le iba dando Nabé.
Después de merendar fueron a dar un buen paseo, y al pasar por el embarcadero estuvieron examinando el programa del espectáculo de aquella noche.
—Parece muy bueno —dijo Chatín—. «Fred, el payaso le hará reír. Mateo Maravillas le trastornará con su magia. Ruiseñor Iris canta como su nombre. Judy Jordán y John Jordán, maravillosa pareja de baile. El barítono Bretón Deep, y otros músicos de gran talento como Philip Drew al piano. Esta noche gran concurso infantil. Permítanos conocer a sus niños prodigios. Dos premios de veinticinco pesetas.»
Los otros leyeron el anuncio al mismo tiempo que Chatín, y desde luego parecía un buen espectáculo y todos estuvieron dispuestos a presenciarlo.
—¡Estupendo! —dijo Chatín frotándose las manos—. Podré ganar cinco duros. No comprendo cómo desaparece mi dinero…
—Bueno, yo podría decírtelo —empezó Roger, pero su primo no quiso oírle.
—Nabé —dijo Chatín—, si tú subieras al escenario con «Miranda» el teatro se vendría abajo.
—Ya sabes que estaré trabajando —replicó Nabé acariciando a «Miranda».
—Sí, es verdad. Bueno, supongo que tendré que ser yo quien dé honor a la familia —dijo Chatín simulando tocar su «banjo» de nuevo, produciendo un zumbido metálico entre sus dientes.
«¡Ziz-ziz-ziz-ziz!»
—Aquí no, por favor, Chatín —le dijo la señorita Pimienta— ¡Qué horror! ¿Es así como piensas mantener el honor de la familia esta noche? ¡No sabré a dónde mirar si subes al escenario!
—Haga lo que todo el mundo… míreme a mí —replicó el niño al punto—. Zizz-ziz-ziz…
—Prefiero tu cítara —dijo Diana.
—¿Y qué me dices de mi armónica? —exclamó Chatín simulando sacar el instrumento de uno de sus bolsillos, y después de limpiarla, la acercó a sus labios. Empezó a producir un sonido muy parecido al de una armónica. ¡Cualquiera hubiera dicho que la estaba tocando realmente!
—Basta ya, Chatín —dijo el aya al ver que se iba congregando un buen número de niños curiosos—. Vámonos… o no tendremos tiempo de dar un paseo.
—¿Sabe?… podría ganarme muy bien la vida con esta clase de cosas si me situara en alguna esquina —dijo Chatín—. Pondría un sombrero… y apuesto a que se llenaba de monedas.
—¡Eres un engreído! —exclamó Diana—. Vamos… alcanza a «Ciclón» y olvida todas esas maravillas que te crees que sabes hacer… pero que no son ciertas.