El día siguiente fue de grandes emociones. En primer lugar, Nabé había descubierto que Cazurro era el mismo que él había conocido, cosa que le satisfizo en gran manera.
Por la mañana se encontraron todos en la playa. «Miranda» estaba excitada y parlanchina, y empezó por cavar un agujero donde sentarse, imitando a los niños. «Ciclón» la observaba con la lengua fuera, y la mónita alargó rápidamente la mano y le dio un tirón, haciéndole aullar.
—Bueno, no saques la lengua, «Ciclón» —le dijo Chatín—. Es una tentación para «Miranda» verte tan cerca con esa lengua colgándote hasta las patas. Eres muy tonto al dejar que un mono se ría de ti.
«Ciclón» se alejó ofendido, y Nabé empezó a hablarles de Cazurro.
—Anoche estaba terminando mi trabajo en la feria cuando mi jefe vino a decirme: «Hay un muchacho que quiere verte, Nabé». ¡Y era el bueno de Cazurro! —les dijo.
—¿Se alegró de verte? —preguntó Diana.
—¿Alegrarse? Supongo que sí. ¡Me cogió las dos manos y me las estuvo sacudiendo como si sacara agua con una bomba! —explicó Nabé—. Entonces le vio «Miranda», reconociéndole en seguida. Ya sabéis que no olvida a nadie, y como se había subido a su hombro, la cogió en sus brazos y la estuvo acunando igual que si fuera una criatura, lo mismo que en otros tiempos. ¡Casi me puse a gritar! ¡Tanta fue mi alegría!
—¿Te dijo algo? —quiso saber Roger—. Parece que no habla mucho.
—En primer lugar, no es inglés —dijo Nabé—, y nunca dominó muy bien nuestra lengua, pero sabe hablar cuando se siente feliz y está con gente que le quiere. Al principio no podía decirme nada, pero luego, cuando vino a mi cuarto me dijo muchas cosas.
—¿De qué hablasteis? —preguntó Diana con curiosidad—. ¿De vuestros antiguos amigos?
—Sí. Y de mi madre —repuso Nabé haciendo una pausa—. Cazurro no sabía que había muerto, y lloró cuando se lo dije porque la apreciaba mucho. Era tan amable con él. Pero dice que yo no me parezco nada a ella.
—¿Cómo? —preguntó Roger.
—Pues… era morena y yo soy rubio. Mi madre tenía los ojos castaños y yo los tengo azules. Era bajita y yo soy alto. ¡Siento no ser como ella!
—Entonces tienes que parecerte a tu padre —dijo Diana mirando los extraños ojos azules del muchacho—. Eso facilitará las cosas cuando le busquemos. ¡Ha de ser alguien muy parecido a ti!
—Ojalá pudiera encontrarle —dijo Nabé—. Un padre es una gran ayuda cuando se está creciendo. Claro… que tal vez no me agrade. O puede que yo no le guste a él. Incluso puede que se avergüence de mí.
—¿Por qué le abandonó tu madre? —quiso saber Diana—. ¿Acaso no era bueno con ella?
—No lo sé. Imagino que no sabría vivir en una casa después de haber pasado toda su vida en un carromato —le dijo Nabé—. Y que echaba de menos su vida anterior. Pero ¿por qué no avisaría a mi padre cuando yo nací? Es terrible pensar que ni siquiera sabe que existo. Y si alguna vez le encuentro tal vez no crea mi historia.
—¿Cuál es tu apellido, Nabé? —le preguntó Roger dándose cuenta de que aún lo ignoraba.
—Lorimer —replicó su amigo—. Mi nombre completo es Bernabé Hugo Lorimer… ¡vaya nombre! Pero Lorimer no es el apellido de mi padre… sino el de mi madre, que volvió a usar su nombre de soltera y nunca supe que no era mi verdadero nombre hasta poco antes de morir. Pero no me dijo cuál era… ni creo que se le ocurriera, ni yo pensé en preguntárselo, porque yo pensaba que Lorimer era su nombre de casada, ¿comprendéis? No creí que pudiera tener importancia.
—¿Y tu partida de nacimiento? —preguntó Diana acordándose de la suya—. En ella debe constar todo, ¿no?
—¿Qué es una partida de nacimiento? —preguntó Nabé mirándola extrañado—. No lo había oído nombrar nunca. De todas formas, no tengo, sea lo que sea.
Se hizo un silencio. Los tres niños pensaban lo mismo… Lo desesperado que era tratar de buscar a un hombre sin conocer su aspecto, su edad, ni siquiera su nombre. ¡Podría estar en aquel pueblo y nadie lo sabría!
Roger hizo el firme propósito de pedir ayuda a la señorita Pimienta. Ella sabría cómo empezar la búsqueda. De todas maneras, sabían que el padre de Nabé representaba, o solía representar, obras de Shakespeare. Aquello era algo. «Ciclón» se acercó llevando un objeto en la boca.
—¿Qué es lo que ha cogido ahora? —exclamó Chatín—. «Ciclón» si vuelves a traerme ese cangrejo muerto, haré que te lo comas. Ya olía bastante mal ayer, de manera que hoy estará peor.
¡No era un cangrejo, sino un cepillo de pelo! Chatín se lo quitó de la boca y lo estuvo observando.
—¡Malo! ¿No te he dicho que cuando estés en un hotel o en una posada no debes coger los cepillos de nadie? No estás en casa. ¿De quién será este cepillo? ¡Me gustaría saberlo!
—Guau —ladró «Ciclón» muy satisfecho.
—¿Quieres decir que cuando has vuelto a la posada, subiste la escalera y entraste por la primera puerta abierta saliendo con un cepillo? —dijo Chatín—. ¡Debes estar loco!
—Ya empieza a pavonearse —dijo la niña—. Trata de enseñar a «Miranda» algo que ella no puedo hacer.
—¡No digas eso! —replicó Nabé al punto—. Ya sabes que imita a todo el mundo. No quiero que me traiga cepillos. Me pondría en muchos compromisos.
—Lo mismo que hace «Ciclón» —replicó Chatín golpeando el hocico del perro con el cepillo—. ¿Por qué has de tener ese delirio por los cepillos? No debes coger cepillos, toallas ni alfombras, ¿lo oyes?
«Ciclón» se alejó rápidamente para no recibir otro golpe, yendo a sentarse encima de «Miranda» que le clavó los dientes en el rabo. Al punto volvió junto a su amo aullando.
—No juegues a la silla sonora con «Miranda» y conmigo —le dijo Chatín apartándolo—. Todavía estoy enfadado contigo.
Examinó el cepillo que tenía las iniciales M. M.
—Mateo Maravillas —dijo Diana—. Es el mago. Su habitación está en el mismo piso de las nuestras. «Ciclón» debe haber encontrado la puerta algo entreabierta y habrá entrado. Se cree que todos los dormitorios son suyos. Ayer le encontré allí dentro.
—Bueno, pues ya se lo devolveré al querido Mateo en cualquier momento. No me veo con ánimo de ir ahora. ¡Vamos a bañarnos!
Y eso hicieron. «Miranda» no se atrevía a meterse en el agua, pero danzaba por la orilla, al mismo borde de las olas, cogiéndose la faldita roja ante el regocijo de todos los niños que estaban por allí cerca. «Ciclón» penetró en el agua osadamente tratando de alcanzar a su amo. Nabé era el que nadaba mejor. Ya se encontraba perfectamente, en parte porque volvía a sentirse feliz. Pensaba con cariño en sus tres amigos… no, cuatro, contando a «Ciclón». Pasaba lo que pasase, nunca, los dejaría.
—¿Puedes venir con nosotros esta tarde, Nabé? —le preguntó Roger cuando se secaban al sol después del baño.
—Oh, sí. No empiezo a trabajar hasta las cinco y media —replicó Nabé—. ¿Qué vais a hacer?
—No lo hemos pensado —dijo Chatín—. A mí me gustaría pasear en barca.
—Sí. Buena idea —dijo Roger—. Escucha… podemos ir remando hasta la Hoya de Tantán… me encantará verla.
—¿Qué es eso? —preguntó Nabé interesado.
Se lo explicaron en seguida.
—No está muy lejos… hacia el acantilado que separa nuestra bahía de la base submarina —dijo Chatín cuando Roger hubo desentrañado todas las descripciones del remolino.
—Bien. Alquilaremos un bote e iremos esta tarde —dijo Nabé—. Me gustará verlo. No he visto nunca un remolino.
Era ya hora de comer, de manera que se separaron, y Roger y los otros regresaron apresuradamente a la posada… no porque fuese tarde, sino porque tenían mucho apetito. Subieron corriendo a lavarse y adecentarse.
—Será mejor que devuelva el cepillo del señor Maravillas —dijo Chatín—. Espero que no esté en su habitación; Así podría entrar y dejarlo en cualquier sitio, y no necesitaría dar explicaciones del mal comportamiento de «Ciclón».
Chatín llamó suavemente con los nudillos, y escuchó. No se oía el menor ruido en el interior, y abrió la puerta con sumo cuidado, llevando el cepillo en la mano.
Mas se detuvo, pues a pesar de todo allí estaba el señor Maravillas ante una mesa llena de tarjetones con toda clase de números que luego de estudiarlos, los iba anotando rápidamente. Chatín no sabía qué hacer, y carraspeó para llamar su atención.
El señor Maravillas se puso en pie en el acto volviendo el rostro airado hacia Chatín mientras cubría los tarjetones con la mano.
—¿Qué significa esto? ¿Qué desea, y cómo se atreve a entrar así? —preguntó con voz dura, y al darse cuenta de que se trataba sólo de Chatín, trató de sonreír.
—¡Vaya, pequeño… me has asustado! Estaba preparando uno de mis trucos mágicos… sumido en mis pensamientos… absorto en mis cálculos… y me has sobresaltado. ¿Qué es lo que quieres?
—Siento decirle que mi perro ha cogido su cepillo esta mañana, señor —dijo Chatín todavía asustado por el rostro tan airado que acababa de ver—. Y vengo a devolvérselo.
—Oh, gracias —dijo el mago cogiéndolo para dejarlo sobre la mesa. Luego hizo que Chatín se acercará a él—. ¿Por qué no te lavas las orejas, niño?
—Ya lo hago —replicó Chatín, indignado.
—Vaya, vaya… si crecen patatas detrás de cada una —dijo el mago sacando dos patatas pequeñitas de detrás de las orejas de Chatín, que le contempló boquiabierto.
—¿Y por qué guardas los relojes dentro de la boca? —continuó el señor Maravillas lanzando una risita—. Cualquiera puede verlos y llevárselos… así. —E introduciendo el índice y el pulgar en la boca del niño sacó dos relojes pequeñitos.
—Oiga… mire, vaya —tartamudeó Chatín asombrado.
—¿Y qué es lo que llevas en los bolsillos de tus pantalones? —preguntó el prestidigitador, y Chatín los contempló asombrado viendo que estaban muy abultados. Metió las manos y extrajo dos zanahorias de uno y una manzana del otro que le mostró con aire incrédulo.
—Comida para un burrito —le dijo el señor Maravillas riendo por lo bajo—. Te gustan las zanahorias, ¿verdad? ¡Pues cómetelas para cenar!