La señorita Pimienta no dejó que los niños fueran a la feria después de cenar.
—No —les dijo—. Es la primera noche que trabaja Nabé y no podrá atender sino a su trabajo.
—¡No le molestaremos! —replicó Chatín indignado, mas Roger supo comprender el punto de vista del aya. No sería justo que sus tres amigos se presentaran para importunarle cuando estuviese aprendiendo su nuevo cometido, sin olvidar a «Ciclón», que trataría por todos los medios de llamar su atención; o que le pusieran nervioso mirándole trabajar.
Decidieron, pues, ir en busca de Cazurro para averiguar si conocía a Nabé. La señora Gordi quedó muy sorprendida cuando le preguntaron si podían hablar con Cazurro.
—Creemos haber encontrado a un amigo suyo —explicó Roger—. Y queremos hablar con él para comprobarlo.
—Pero no conseguiréis sacar nada en claro del pobre Cazurro —dijo la señora Gordi—. Casi nunca habla. Sólo sabe imitar algunos ruidos, pero nada más. Buum-bum… bang-bang… chuchuchu, como un tren… miau-miau, como un gato, pero no habla.
—¿Pero podríamos verle de todas maneras? —preguntó Roger.
—Debe estar en el patio de atrás —dijo la señora Gordi sin gran entusiasmo.
Y allá se fueron por el oscuro vestíbulo hasta una puerta forrada de paño que empujaron para entrar en la gran cocina, cuya puerta daba al patio posterior. Era un lugar horrible, lleno de toda clase de cachivaches, botellas vacías, cajones, verduras podridas, y un gran gato que al ver aparecer a «Ciclón» se subió a una tapia alta. El perro, naturalmente, creyó poder alcanzarle y comenzó a saltar como un loco.
Cazurro estaba allí barriendo los desperdicios y al ver entrar a «Ciclón», se volvió, descubriendo a los niños. Sonrió, y su rostro adquirió una expresión infantil.
—Guau, guau —dijo señalando a «Ciclón».
—Hola, Cazurro —le contestó Chatín—. Queremos preguntarte algo.
El rostro de Cazurro se ensombreció. Era evidente que no le gustaba que le hicieran preguntas. Le aturullaban. No le importaba que le mandasen cosas…, pero no podía soportar qué le preguntasen nada, ya que ello representaba tener que meditar la respuesta.
—Está bien, Cazurro —dijo Diana al observar su expresión torva—. Sólo queremos decirte una cosa. Hoy hemos encontrado a un amigo nuestro que cree conocerte. Es un muchacho llamado Nabé.
Cazurro reflexionó intensamente y al cabo meneó la cabeza. Los niños estaban desilusionados.
—No debe ser el mismo Cazurro que conoció Nabé —dijo Roger—. Y sin embargo… ¡él dice que era exactamente igual a la descripción de éste!
Diana tuvo una idea repentina, y se volvió hacia Cazurro que contemplaba a los tres niños con ansiedad comprendiendo que les había decepcionado.
—Cazurro —insistió Diana—. Nabé tenía un mono… una mónita llamada «Miranda». ¿No la recuerdas?
Una sonrisa radiante transformó el rostro preocupado de Cazurro, que dejando caer la escoba juntó los brazos como si estuviera arrullando a una criatura.
—¡Mono! —dijo al fin. Y con un gran esfuerzo pronunció la palabra «Nabé», sacudiendo la cabeza violentamente como si hubiera recordado de pronto—. Nabé, Nabé, Nabé —repitió tirando del brazo a Diana y señalando a su alrededor como si preguntase dónde se encontraba el muchacho.
—Trabaja en la feria… donde están los Auto-Choque, ¿sabes? —le dijo Diana.
—Es bueno, bueno, bueno —dijo Cazurro transportado de alegría, y al ver a la señora Gordi asomada a una de las ventana, cogió la escoba y empezó a barrer como un loco, lanzando la basura de un lado a otro. La señora Gordi golpeó con fuerza los cristales de la ventana.
—Vamos… será mejor que nos marchemos. Le hemos excitado tanto que si no nos vamos no será capaz de barrer nada como es debido —dijo Roger—. Me pregunto a qué hora terminará de trabajar. Estoy seguro de que irá directamente a la feria a ver a Nabé.
—Me gusta Cazurro —dijo la niña—. Estoy convencida de que si la gente le tratase con amabilidad hablaría correctamente. Supongo que por eso le llaman Cazurro… porque parece serlo.
—Pues voy a ser muy amable con él por todos los que no lo son —anunció Chatín con determinación—. A mí también me gusta. Me recuerda a «Ciclón»… tan fiel y leal.
—No se le parece en nada a «Ciclón» —exclamó Diana—. ¡«Ciclón» está loco! Miradle ahora, todavía se cree capaz de subir a esa pared. «Ciclón» ven aquí. Ese gato se está riendo de ti.
Entraron por la puerta de la cocina saliendo al comedor que estaba muy oscuro, y estuvieron discutiendo lo que debían hacer.
—Miremos si hay alguien en el vestíbulo —dijo Chatín—. Si está vacío podemos jugar a cartas, ¡pero si está la señorita Pío me iré al otro extremo del mundo!
La señorita Pío no estaba allí, pero sí el profesor James. No obstante, por fortuna estaba durmiendo profundamente en una butaca.
—Podríamos traer nuestras cartas aquí y jugar tranquilamente durante media hora —dijo la niña—. Está dormido… y además es sordo y no oirá el menor ruido.
Roger fue a buscar las cartas. Sentáronse alrededor de una mesita para jugar, y mientras las barajaba observó al anciano profesor para ver si efectivamente estaba dormido, ya que de ser así podrían hablar en tono normal.
Cuando hubieron jugado un par de veces recogieron las cartas preguntándose si tendrían tiempo de continuar. Chatín recordó la escalerilla que llevaba al tejado desde donde tan bien se divisaba el mar del otro lado del acantilado.
—Ojalá pudiéramos salir por ese tragaluz, y pasear por el tejado hasta el acantilado, y sentarnos allí para contemplar la base secreta de submarinos —dijo—. Tal vez viéramos algo interesante.
—No —repuso Roger—. Está demasiado lejos. Es una escalera muy curiosa, ¿verdad? Me pregunto para qué debía utilizarse… quiero decir… que no parece tener una finalidad determinada.
—Antiguamente solían haber contrabandistas —dijo Chatín—. Me lo dijo la señorita Pimienta, que recuerda haberlo oído contar cuando era niña. No me sorprendería que esa antigua escalera que conduce al tejado tuviera utilidad entonces… ¿sabéis?… para hacer señales a los barcos que entrasen.
—O tal vez fuera utilizada por los causantes de naufragios —dijo la niña—. Hombres que enviaban deliberadamente a los barcos contra las rocas con señales equivocadas, para, de esta manera, ganar dinero con el naufragio.
—¡Qué gente tan mala! —exclamó Chatín—. No comprendo cómo pueden existir hombres tan malvados y tan ruines.
—Tal vez lo hubieras hecho tú también de haber vivido en aquellos tiempos —repuso Diana.
—No —dijo Chatín alzando la voz—. ¿Cómo puedes decir eso?
Roger les escuchaba distraído barajando las cartas, y por casualidad miró por un espejo que había frente a él, al viejo profesor sentado a cierta distancia, detrás de él.
¿Tenía los ojos abiertos? ¡Eso le pareció! Daba la impresión de estar bien despierto… y sin embargo, no había dicho ni una palabra para impedir que jugaran o hablaran. Roger se volvió rápidamente… no, el anciano tenía los ojos herméticamente cerrados, y un ligero ronquido brotaba de su boca entreabierta.
Roger estaba intrigado. ¿Se habría equivocado? Por el espejo creyó verle con los ojos abiertos… ¿por qué simuló seguir durmiendo cuando él volvió la cabeza?
Los otros seguían discutiendo. Chatín estaba furioso con los saboteadores… ¿cómo podía pensar Diana que él pudiera ser así?
—No grites —decía la niña—. Vas a despertar al viejo.
—No me importa —replicó Chatín con rudeza—. Me gustaría que «Ciclón» saltara sobre él y le diera un buen susto. ¡Es terrible para un perro tener que estarse quieto como un ratón debajo de una mesa!
Roger volvió a mirar por el espejo. ¡Vaya… estaba seguro de que el viejo había vuelto a abrir los ojos! Miraba la espalda de Roger escuchando lo que decían de él. ¿Por qué no se levantaba y los reprendía? ¡Misterio!
Roger se volvió rápidamente…, pero otra vez le encontró con los ojos cerrados, y al mirar por el espejo también los vio así. Estaba intrigado. ¿Por qué se hacía el dormido? ¿Para oír lo que decían? ¿Pero acaso no era sordo? ¿Entonces para qué escuchar?
Roger se dio por vencido. Si al anciano le gustaba hacerse el sordo y el dormido para escuchar como un espía lo que los otros estaban diciendo, por él podía continuar haciéndolo.
De pronto determinó averiguar si efectivamente aquel anciano era sordo… y estaba dormido, e inclinándose sobre la mesa guiñó un ojo a sus compañeros, que al comprender que estaba tramando algo, le miraron expectantes.
—Escuchad —les dijo Roger en tono siniestro—. Aquí no hay nadie más que ese viejo sordo que está profundamente dormido, de manera que podemos hablar un poco de «lo que sabemos».
—Ajá, sí —replicó Chatín preguntándose qué sería, pero dispuesto a seguir el juego de Roger—. Te refieres al «hombre que susurra», y al del «pasaporte falso»…
—Eso es —siseó Roger—. Una vez descubramos su santo y seña, podremos seguir adelante. Debemos vigilar y descubrir al que va disfrazado.
—Sí. Pero podrás reconocerle por uno de sus dedos meñiques… que lo tiene agarrotado y contrahecho —repuso Chatín recordando a uno de los marinos que viera en el tren.
Diana contempló sorprendida a los dos niños. ¿Es que se habían vuelto locos?
Roger miró rápidamente por el espejo. El anciano tenía los ojos bien abiertos y desde luego estaba escuchando con gran atención, ¡bueno, tanto peor para él! ¡Si creía todo lo que decían iba a estar aviado!
Una voz llamó desde la puerta sobresaltándoles. Era la señorita Pimienta.
—¡Todavía no habéis subido! Oh, Dios mío… ¡Pero si está ahí el profesor! De haberle visto antes no hubiera gritado tanto.
—No tiene importancia —replicó Roger poniéndose en pie—. ¡Está bien dormido! ¡No ha oído ni una palabra!